Skip to main content
Blogs de autor

Un cuento inspirado por el museo Caixaforum

Por 24 de junio de 2008 Sin comentarios

Edmundo Paz Soldán

A principios de año recibí un pedido de Abitare, una revista italiana de arquitectura y diseño. Querían que visitara el museo CaixaForum en Madrid y escribiera un cuento que transcurriera en el edificio. El desafío me entusiasmó. El cuento, publicado en la edición de abril, se titula "El portero de la fábrica de luz", y está basado en la transformación que los arquitectos de la firma suiza Herzog & De Meuron llevaron a cabo: una vieja fábrica es hoy un museo vanguardista.

La revista publica el cuento en inglés e italiano. Aquí está la versión en español: 

Los camiones y las gruas llegaron por la madrugada. Hombres en overoles azules y cascos amarillos comenzaron a descargar máquinas relucientes que jamás había visto en mi vida. Los dirigían señores de vaqueros, zapatillas deportivas y rostros relajados. Uno de ellos se me acercó; quería que les diera paso para entrar al edificio. Le pregunté por sus papeles; todo estaba en regla. Dejé que entraran mientras el edificio se desperezaba y los empleados de la central eléctrica del Mediodía, mi fábrica de luz, ingresaban al trabajo. Le dí un apretón de manos a Dámaso, que sufría porque su esposa estaba enferma; conversé con Marcelino, que ahorraba para irse de ese barrio contaminado en el que vivía en las afueras de Madrid; saludé a Íñigo, uno de los más viejos, alguien que ya estaba aquí antes de que se inaugurara la central, cuando el edificio era la fábrica de bujías La Estrella. Conocía a todos los hombres de la Central; eran mi familia extendida.
    Le pregunté a Íñigo si sabía algo de toda esa gente nueva que acababa de llegar. Se encogió de hombros.
    –Los jefes querrán hacer una remodelaciones.
    –Igual -dije–. Me parece extraño. Si es un par de personas, vaya y pase, pero es mucha gente, parece un proyecto grande. Era algo que debían haberme advertido.   
    –Sabes cómo son.
    Yo sabía que, como el edificio había sido la primera central eléctrica de Madrid, no se podía tocar la envolvente de ladrillo. ¿Cómo renovar el edificio industrial sin tocar las fachadas? No ayudaba el hecho de que los que habían llegado nos ignoraban; hacían sus cosas rehuyendo la mirada, sin dirigirnos la palabra, como si no existiéramos.
    Apenas pude, a media mañana, hablé con uno de los gerentes de la Central y le conté mis resquemores.
    –Si los papeles están en orden, no hay nada que hacer -dijo–. Deben ser órdenes de arriba. Y esas órdenes, tú sabes, no se discuten.
    Me resigné al trajín de los hombres de overol y cascos y de los que dirigían la obra. Al llegar a casa se lo conté a mi mujer, que se mostró entusiasmada: era un edificio viejo, incómodo, arrinconado en una esquina entre otros edificios; quizás era hora de hacer cambios que permitieran que ingresara más luz a la fábrica de luz.
    Acepté lo inevitable. No fui el único: todos los obreros de la Central, los Dámaso y Marcelino e Ínigo, también lo hicieron. Ambos mundos convivían en ese espacio de la fábrica industrial y hacían todo lo posible por no tocarse, como si esa fuera la mejor manera de que siguiera discurriendo el orden en el mundo. Cada uno dedicado a lo suyo, a su trabajo.
    Así, primero con alarma, luego con asombro, fui testigo de cómo, con el transcurrir de las semanas, de los meses, de los años, se iba transformando el edificio. Las viejas ventanas que daban al exterior fueron cerradas con ladrillo de recuperación, dejando el ornamento visto, con el predominio de los colores ocres y naranjas de siempre. En la entrada, se instaló una boca de acero colado que parecía querer devorar a quienes osaban entrar a la Central. Se construyó una escalera de cemento blanco, y en lugares estratégicos se dispuso de madera para suavizar la dureza del espacio. En el techo, se pusieron chapas con soldaduras vistas, un tejado de acero envejecido. En la parte superior del edificio, se añadió acero de fundición. Se mantuvo el zócalo de granito en la base, pero luego se instalaron tres pilares que dieron como resultado la imagen de maravilla de un edificio que levitaba. Se instalaron diversos tipos de iluminación –ahora sí, se trataba de una verdadera fábrica de luz–, con la transparencia de las ventanas recogida hacia el interior: los empleados podíamos ver desde la fábrica hacia el exterior, pero nadie que estuviera afuera del edificio podía ver a través de las ventanas lo que ocurría dentro de la Central. Los dos pisos originales dieron paso a siete niveles. En el subsuelo, se abrió una gran caverna, las paredes tapizadas con una malla metálica deformada, tratada con pintura de cobre.
    Los renovadores de la Central parecían no quedarse tranquilos con lo que iban logrando. De remate, decidieron abrir una plaza publica en el solar frente al edificio, e instalar allí, locura de locuras, un jardín vertical en la pared de un edificio colindante. Trajeron plantas de todas partes, crearon una suerte de pared verde muy viva. Si estaban dispuestos a desafiar las leyes de la gravedad, imaginé que no se detendrían ante nada. Era hora de renunciar.
    Fue en ese momento que los trabajadores de ese mundo nuevo se detuvieron y, de la noche a la mañana, desaparecieron. Una madrugada, al llegar al trabajo, ví ese edificio flotante recortado con las primeras luces del día, y me dí cuenta que no era verdad que, durante esos dos años, los trabajadores de ambos espacios hubieran vivido como si los otros no existieran. Al desmontar la antigua estructura, lo que habían hecho esos trabajadores del mundo nuevo había sido alterar el espacio, el ambiente en el que discurríamos. El edificio industrial se había convertido en una reliquia viviente, en la memoria de un edificio industrial. Si cambiaba nuestro espacio, cambiábamos nosotros: nos habíamos transformado en memoria, en fantasmas.
    Esa mañana esperé la llegada a Íñigo y lo sorprendí con un abrazo efusivo. Ahora entendía por qué existía él: él era la memoria de la fabríca de bujías La Estrella. Algún día, yo sería la memoria de la Central eléctrica. Entraría la gente por la nueva boca de acero del edificio, discurriría por esa nueva escalera con la forma de un caracol orgánico, se asomaría a ver lo que se iba instalando en las paredes y en el suelo de las instalaciones, observaría desde adentro el discurrir del mundo de afuera. Ese gente pasaría a mi lado sin mirarme, una y mil veces. No se daría cuenta que sería yo quien les dijera cómo llegar al subsuelo, cómo desplazarse de un piso a otro.
    No debía quejarme. Había tenido la suerte vedada a otros empleados de la Central: había sido capaz de ver a Íñigo. Quién sabía, quizás en ese mundo futuro que se iba haciendo cada vez más presente, hubiera alguien capaz de verme y así permitir que el viejo portero de la fábrica de luz siguiera viviendo por los siglos de los siglos.

 

     
 

profile avatar

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Obras asociadas
Close Menu