Marcelo Figueras
¿Nunca leyeron Las Ménades? Es uno de los más intrigantes cuentos de Julio Cortázar. Lo leí por primera cuando niño -la que me introdujo en la narrativa de Cortázar fue una de mis maestras de la primaria: gracias otra vez, señorita Barbeito-, y aunque no fue de los relatos que más me gustaban, dejó en mi memoria su huella y su inquietud. Lo que cuenta Las Ménades es una velada musical, durante la cual un director de orquesta, a quien sólo se menta como ‘el Maestro’, emociona tanto al público con su interpretación de Debussy y de Beethoven que desata un frenesí que acaba con su muerte, a manos -y boca- de una misteriosa mujer vestida de rojo.
El cuento me perturbó tanto ya en aquel entonces que acudí al mataburros. (Estoy hablando de un mundo pre-Google, como se habrán dado cuenta.) Me enteré entonces que las Ménades eran unas mujeres inspiradas por Dioniso, o Baco si les gusta más, aquejadas por una locura mística; criaturas salvajes y de vida insana, ‘con las que era imposible razonar’. (Ahora sí, esta definición pertenece a Wikipedia; vaya a saber dónde andarán mis enciclopedias de entonces.) Según el relato mitológico, son las Ménades las que despedazan al lírico Orfeo cuando éste opta por Apolo en lugar de por Dioniso: en pleno éxtasis, estas mujeres trozaban literalmente a sus víctimas y se las devoraban crudas.
La explicación me decepcionó un poco. Entendía al fin la línea más evidente del cuento de Cortázar: el Maestro era una suerte de reencarnación de Orfeo y las mujeres del público… Bueno, allí estaba el título. Que además no se llamaba La Ménade, así en singular, cargándole toda la culpa a la mujer de rojo, sino en plural. ¡Más claro, échenle agua!
Pero aún así la inquietud persistió durante estos años. Y al fragor de estos días tan conflictivos de la Argentina, volví a pensar en Las Ménades.
Releyendo el cuento, comprendí la raiz de mi desasosiego. Aunque Cortázar se cuida de dar detalles sobre la mujer de rojo, abunda en datos coloridos sobre otras de las presentes. Por ejemplo la señora de Jonatán, convencida de que el público es parte de la orquesta del Maestro, y a la que le encanta repetir que todo es ‘inefable’. O las hijas del doctor Epifanía, Beba y Rosario, ‘rojas y excitadas’, proclamando a viva voz que la interpretación de Mendelssohn ha estado ‘bestial’. Y Guillermina Fontán, que sacude al narrador con violencia anticipándose a la interpretación de La Mer. Lo que me ponía nervioso era el hecho de que no se trataba de remotas figuras griegas, sino de mujeres que yo conocía. Quiero decir, no a esas exactamente, pero sí a su calaña. Señoras y chicas de clase media o tal vez de algún peldaño más, emperifolladas hasta la exageración y flotando en nubes de perfume. Vestidas con pieles, con perlas, dispuestas al éxtasis que sólo puede inducir la Alta Cultura. (Sí, ellas lo escribirían con mayúsculas.)
Yo vi a las Ménades en estos días. Me las mostraron las cámaras de TV. Estaban en algunos puntos neurálgicos de la ciudad: Callao y Santa Fe, el Obelisco y también en las afueras, por ejemplo en Olivos -afuera de la Quinta Presidencial. Ataviadas como siempre: algunas con pieles, otras con sombreros -y siempre maquilladas como si fuesen al Colón. Como esta vez no había música inspirándolas, la producían ellas batiendo cacerolas. Y en ausencia de Orfeo, su furia mística encontró otro objetivo: en este caso, otra mujer. A la que no trataban de inefable, precisamente, sino con adjetivos que no suelen ascender a esas boquitas pintadas pero que el delirio, se ve, tornaba inevitables: puta, conchuda, zurda, montonera.
¿Por qué la eligieron como blanco de su frenesí? Sinceramente no lo entiendo. Después de todo se trata de una persona de su mismo género. Se me ocurrió que a lo mejor se trataba de una fobia parecida a la que produjo en su momento Eva Perón. Sin embargo no me cerró: las ‘señoras bien’ de entonces miraban de soslayo a Eva porque era actriz, y ya se sabe que todas las actrices… Y además había sido amante y concubina antes de ser esposa ante los ojos de Dios. (Las Ménades de entonces, cuando se enteraron de su enfermedad, gritaron: ¡Viva el cáncer!) Pero esta otra mujer, aquella cuyo nombre gritaban las nuevas Ménades con hambre de su carne y sed de su sangre, no es actriz sino abogada. Y está casada en primeras nupcias con el mismo hombre desde hace décadas. Y no es hija natural ni cabecita negra sino gente como uno: clase media de origen, profesional, con dos hijos. Y conservó una línea política, o sea que no se avergüenza por haberse desplazado de un extremo a otro del espinel como Patricia B o La Papisa Elisa. Y además es elegante, y culta, y habla con gran propiedad.
¿Entonces? A no ser que esta otra mujer haya optado por Apolo en secreto en perjuicio de Dioniso, no lo entiendo. Quiero decir, comprendo que algunos señores -a los que también vi por TV en estos días- protesten porque no están dispuestos a ‘recibir órdenes de una mujer’. ¿Pero no deberían las mujeres estar orgullosas de una congénere que personifica todas las excelencias a que puede aspirarse? Salvo que exista la posibilidad de que estas Ménades estén ligadas a la zorra de la fábula, aquella que despreciaba a las uvas por verdes, disimulando que en realidad no podía alcanzarlas; y que este frenesí sea inspirado más bien por impotencia, por aquello que envidian, que no pueden tener. Pero en fin, yo soy hombre, y como las mujeres bien saben, los hombres no entendemos nada.
Ah, me olvidaba: en griego, ‘ménades’ significa las que desvarían.