
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
Hace casi diez años, veía las novedades literarias en un Barnes & Noble de Washington cuando un libro delgado me llamó la atención. Era The Adversary, y su autor el francés Emmanuel Carrère. La primera frase me impactó: "On the Saturday morning of January 9, 1993, while Jean Claude Romand was killing his wife and children, I was with mine in a parent-teacher conference". No soy de los que compran libros por impulso -tengo la debilidad de leer reseñas y hacer caso a las recomendaciones de amigos–, pero esta vez no pude resistirme. No me arrepentí: The Adversary explora cómo Romand logró, durante dieciocho años, engañar a su familia y amigos haciéndoles creer que era un doctor de la Organización Mundial de la Salud. A la manera de Capote con Perry Smith, uno de los asesinos en A sangre fría, Carrère traba una relación con Romand y muestra una gran empatía por él. Decidí buscar más libros de Carrère.
Lo siguiente que cayó en mis manos fue Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, la poco convencional biografía de Philip Dick. Para los anglosajones, maestros en el arte de la biografía, éste era un libro demasiado francés. Estaban los datos, pero había también ahí una suerte de preocupante recreación novelesca. ¿Y dónde estaban las notas al pie de página, la interminable bibliografía al final? Pese a todas las observaciones, lo cierto es que éste es también un gran libro.
Después le perdí el rastro a Carrère, hasta que, hace unas dos semanas, de visita en Madrid, escuché a dos amigos editores hablar con entusiasmo de Una novela rusa, el nuevo libro que acababa de publicar. Lo leí en el viaje de regreso a Nueva York. Se trataba de una novela autobiográfica iniciada poco después de El adversario, en la que el protagonista principal parecía querer alejarse de sus libros anteriores, llenos de historias "de locura, de hielo, de encierro", y se proponía escribir algo distinto, ir hacia "el exterior, hacia los demás, hacia la vida". Por supuesto, las buenas intenciones no cuentan para los escritores marcados por ideas obsesivas. Al final, Una novela rusa es un libro muy de Carrère, dominado por el horror.
Una novela rusa se divide en dos historias principales. En una, Carrère narra su relación con Sofía, una chica de clase distinta a la suya (él es fino e hiperintelectual, ella es de la burguesía más mediana y no sabe quién es Saul Bellow); en la otra, se trata de un viaje a Kotelnich, una pequeña ciudad perdida en la inmensidad de Rusia, para buscar de manera indirecta las huellas del abuelo ruso de Carrère. La historia con Sofía tiene más valor autobiográfico que literario: nos muestra al escritor pedante, que mira en menos a su pareja y dice cosas políticamente incorrectas que muchos piensan pero no se atreven a decir. La novela hace un seguimiento microscópico de la relación, minada por los celos y la arrogancia de Carrère, y por los deseos de Sofía de encontrar cierta estabilidad. Hay sorpresas dramáticas, novelescas (Sofía está embarazada, y no se sabe quién es el padre), pero lo que se cuenta no es tan interesante como el autor cree que es.
La historia de Kotelnich, sin embargo, es otra cosa. Aquí está el mejor Carrère: el hombre que sabe encontrar a los monstruos en la vida ordinaria. Carrère necesita ir a Kotelnich para enterrar simbólicamente a su abuelo, un hombre que había pesado mucho en su vida. Sin embargo, no puede hacerlo, y termina encontrándose con otro horror y otro luto: la muerte trágica de Ania, una traductora con la que había tenido una aventura, y su hijo. El autor francés se irá de Kotelnich, ese lugar en el que supuestamente no pasa nada, llevándose consigo otra tumba, y un libro no sobre las historias que queremos contar, sino sobre las que podemos y tenemos que contar.
(La Tercera, 9 de marzo 2009)