Edmundo Paz Soldán
En la librería de la universidad Católica de Lima encontré varios libros de José Watanabe, uno de mis poetas favoritos. Lo había conocido en La Habana, a principios del 2002; él iba a recibir el premio Casa de las Américas. Conocerlo es decir mucho: apenas intercambié un par de saludos con él. Lo encontraba reservado, discreto, ensimismado: la perfecta imagen de un gran poeta. Me despertó la curiosidad y busqué su obra. Escribí una reseña brevísima de uno de sus libros, La piedra alada, en la revista Qué Pasa de La Tercera; dije, entre otras cosas: "Watanabe es un poeta reflexivo, aunque sus reflexiones anden más cerca del acertijo que del epigrama. Y también es un poeta vitalista, aunque su vitalismo se halle atemperado por una lúcida conciencia de nuestra vida como el capricho ‘de una madre delirante/ que cuaja infinitas e insensatas formas en el mar/ y la tierra’".
Watanabe falleció hace un año y medio. Hoy lo recuerdo con uno de sus poemas más conocidos:
El guardián del hielo
Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación, cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.
Oh cuidar lo fugaz bajo el sol…
El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil.
Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
yo soy el guardián del hielo.