Clara Sánchez
Es muy raro que un actor nos interese en todos los tramos de su vida, lo que no significa que no lamentemos su muerte. Pero del mismo modo que Clint Eastwood ha calado en muchos de nosotros en su madurez y vejez (sólo de años), que es cuando su talento y creatividad ha estallado en unas cuantas películas a cual más lúcida y sensible, Paul Newman pertenece a mi infancia, cuando en el cine de mi barrio de Valencia de sesión continua ponían La gata sobre el tejado de zinc y Dulce pájaro de juventud y el mundo era melodramático, con los mismos tintes sombríos de las obras de Tennessee Williams (Y de repente el último verano, Un tranvía llamado deseo: menudo festín emocional).
Aquel grupo de actores torturados salidos de Actors Studio: Marlon Brando, James Dean, Monty Clift sacaron de las casas, de las camas de la gente normal, la incomodidad de los sentimientos ocultos. Y Paul Newman no fue menos en La gata sobre el tejado de zinc, en Dulce pájaro de juventud, en El largo y cálido verano. Liz Taylor y Marilyn Monroe recogían todos los deseos insatisfechos de las mujeres del mundo, no porque las mujeres del mundo fueran unas reprimidas, sino porque en el camino de la vida se topaban con esos chicos ambiguos, vulnerables e irritables que querían gritar que los tiempos estaban cambiando.