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Dias de Julio en Madrid

 

 

Estar en Julio en Madrid no es la mejor de las ideas. Estoy porque vendrá Patti Smith. Estoy por esos cursos de El Escorial. Estoy porque no me ido, pero me estoy fugando. Hoy es 19 de Julio, el día después del 18. Casi nadie, ni lo más fantoches de los nostálgicos, hacen ya ruido en esa fecha de tanto odio. Aquello que fue impuesto ya es impostura hace mucho. Mejor así. Pero tampoco olvidar.

Ayer, 18 de Julio, al lado de la plaza de Lavapiés, cerca de una taberna de gambas y boquerones que me gusta, un viejo me pidió el periódico. Quería comprobar que era el día ese. El día aquél. Y comenzó a contar cosas de su vida. De niño de pueblo que escuchó la guerra. De joven huyendo de miserias,  trabajando en la posguerra como camarero en uno de esos cafés que de la Gran Vía en los que los vencedores quisieron olvidar sus miserias. Un hombre que creció en el franquismo y que todavía no olvida esos días de Julio. Se siente un poco raro frente a sus compañeros, a sus vecinos, a él le gusta pasar el tiempo en los museos. Le hubiese gustado leer más historia, más novelas, más poesía. Me voy a mis cañas. Le dejo con sus recuerdos.

Hoy, el día después, vuelvo al libro rescatado de Blas de Otero: "Hojas de Madrid con La Galerna". Un libro rescatado, mitificado, mal conocido, parcialmente inédito y muy cercano a las cosas que pasaban, que le pasaban y que pasaron por nuestra historia. También un libro enamorado. El poeta vive un nuevo amor, se nota en sus labios, en sus versos.

Yo hoy, 19 de Julio, día en que muchos madrileños se armaron para defenderse de los sublevados, de los fascistas armados en el Cuartel de la Montaña, no quiero olvidar esos días de Julio en una ciudad llena de vida que peleó contra los negros heraldos de la muerte, de los cobardes amparados en las armas de algunos cuarteles. Blas de Otero sacó sus palabras, su memoria a pleno sol y dejó escrito un poema para éste día:

 

"No olvides Madrid el día

 

....Madrid se encuentra en peligro,

Madrid defenderse quiere,

sobre sus rojos tejados,

sus fachadas indelebles,

y un dos de mayo interior

que ataca y canta y sostiene

una bandera encarnada

que el aire rosa estremece...

Fachadas rosas. Madrid,

Madrid de bravas mujeres

y niños que irrumpen hacia

un porvenir que se mueve

en las entrañas de un hoy

oscuro pero imponente.

No olvides, Madrid, el día

en que asaltaste de frente

el cuartel de la Montaña

con un cuchillo en los dientes"

 

Pues eso. Hoy me he levantado republicano. Casi de la "roja" de aquellos años. De aquellos que se levantaron contra los sublevados de aquél cuartel. Después perderíamos. Pero esos días de dignidad y combate no los borrará nadie. Mañana, posiblemente, volveremos a ser los escépticos que solemos. Todavía no toca ser reaccionario. ¿O sí?    

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19 de julio de 2010
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El buen ladrón

 

 

Resulta asombroso constatar, aunque sea por enésima vez, la potencia expresiva y la capacidad para retener la atención que todavía poseen los cuentos de hadas. Y llamo cuento de hadas a esa situación en la que el mundo se muestra injusto y mezquino en general, pero particularmente con el protagonista, que en el caso de El buen ladrón es Ren, un niño huérfano, abandonado al nacer en un orfelinato y al que le falta una mano que él no sabría decir cuándo o cómo la perdió. Lo que distingue esa injusticia y mezquindad de tanta injusticia y mezquindad como hay en el mundo, es decir, lo que permite calificarla la narración de cuento de hadas es que, desde el principio, al lector se le da a entender que no todo está perdido y que al final, mediante una intervención punto menos que milagrosa (o mágica) el orden natural será restablecido, los malos serán castigados y los buenos, en especial el protagonista, alcanzará la felicidad tan azarosamente ganada.  

                La autora, Hannah Tinti, entra casi de inmediato al trapo y deja claro que su modelo es un Oliver Twist trasladado a la Nueva Inglaterra rural y canalla de finales del siglo XVII. Casi a paso de carga van apareciendo los personajes que tutelarán el viaje de Ren en la búsqueda de su destino: un estafador fantasioso que mediante embustes inverosímiles se lleva al huérfano asegurando ser su hermano mayor; su socio, un antiguo maestro de escuela reconvertido en saqueador de tumbas y ladrón de cadáveres;  un gigante, asesino a sueldo de profesión y su contrafigura, un enano que vive en el hueco de un tejado y entra en las casas deslizándose por las chimeneas; una mujerona grandota y gritona pero de buen corazón o los gemelos Bron e Ichy, los dos únicos amigos de Ren en el orfanato y a los que éste rescata en cuanto puede. Hay un momento, y después de haber sido sometido a un régimen intensivo de sorpresas y maravillas, en que el lector es inducido a abrigar la esperanza de que, una vez llegado el momento de las recompensas, Ren recibirá la más alta de todas, o sea, la recuperación de su mano perdida. Pues no otro parece ser el propósito de que, entre tantas desdichas y sobresaltos como se viven  en el orfanato, de pronto se nos informe de que San Antonio, patrono de la institución, le restituyó el pie a un chico que le había propinado una patada a su madre y que al ser reconvenido por el propio santo ("Debes librarte de la parte de ti mismo que ha cometido el pecado"), ejecutó literalmente la orden recibida y se cortó el pie pecador. Y el lectior se pregunta: "¿Osará Hannah Tinti  crear un espacio mágico en el que suene natural la intervención de un émulo del santo capaz de cometer la mayor transgresión posible contra las leyes de la verosimilitud?

                Por desgracia, el excesivo respeto a la verosimilitud quizás sea la mayor limitación que cabe achacársele a El buen ladrón,  una estupenda primera novela surgida de esa fábrica inagotable que se han inventado las universidades americanas a través de sus talleres de escritura. En el caso de la Tinti el maestro fue Todorow, quien seguramente tuvo el buen sentido de aconsejar a sus discípulos forzar al máximo las situaciones pero sin traspasar los límites que les impondrá, en cada etapa de su evolución como novelistas, el dominio de los recursos literarios.  Y en el caso de El buen ladrón la propuesta resulta atractiva y el lector acepta de buena gana una inmersión disparatada y audaz en una América brutal, digna heredera de la novela picaresca. Ni siquiera falta la venta fraudulenta de un elixir de efectos universales y elaborado por los propios embaucadores, conscientes de que se les ha ido la mano con el opio y que deben cambiar las etiquetas, aunque no se les ocurre mejor cosa que convertirlo en un tónico para calmar a niños díscolos. Entra dentro del tono general del relato el que, no mucho después, uno de los cadáveres que están desenterrando para venderlo a un profesor de anatomía abra de pronto los ojos y declare estar hambriento; o que, llegado el momento en que el héroe debe ser salvado, su salvadora sea una bondadosa joven aquejada de un labio leporino. Y por la misma razón, cuando Oliver/Ren recupera a su familia, ésta no es una buena gente que acoge amorosa al heredero desaparecido sino que lo detesta y hace lo posible por devolverlo al asilo, mientras que la famosa herencia, el tesoro que permitirá al héroe cumplir sus sueños y los de los suyos, resulta ser una astrosa fábrica de ratoneras. Y por descontado que reaparece la dichosa mano, pero conservada en formol. Lo cual, por curioso que parezca, resulta de una lógica irreprochable porque mientras tanto la autora ha hecho todo cuanto ha podido para que el relato mantenga un innecesario equilibrio entre lo verosímil y el disparate. Qué le hubiese costado, y conste que lo digo en general y no sólo por el detalle de la mano, llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias y permitir que fuesen el disparate y los despropósitos quienes impusieran su propia lógica. Los surrealistas, sin ir más lejos, enseñaron cómo se hace eso. Pero conste que se trata de un muy estimable intento de contar un cuento de hadas moderno y por ende descreído y malparado, y que encima se lee con la sencillez propia de los relatos de aventuras.  

 

El buen ladrón

Hannah Tinti

Anagrama

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19 de julio de 2010
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Pensamiento cada vez más crecido

Fue el último en llegar, pero tiene todo el aspecto de ser el que va a quedarse durante más años. La primera edición seria de Walter Benjamin no comenzó a publicarse hasta treinta años después de su muerte (Gesammelte Schriften, Suhrkamp, 1972-1989) y nadie pudo leer su obra emblemática, Los Pasajes, hasta 1982. Era sólo un nombre cuando las cátedras, seminarios y revistas de filosofía europeos estaban tomados por el existencialismo sartriano y las disputas clericales sobre aspectos psicóticos del marxismo leninismo. En el mejor de los casos, por empeños hermenéuticos sobre Heidegger. Hoy es todo lo contrario: aquel desconocido ha tomado el centro del escenario. Celebremos que en España la publicación de sus Obras Completas, gracias al sello Abada, ha llegado ya al quinto volumen, en el cual se incluyen algunos de sus escritos literarios como la "Infancia en Berlín" o la colección "Imágenes que piensan" en cuidada traducción de Jorge Navarro. Es la puerta ideal para visitar a Benjamin en sus más íntimas habitaciones.

    La llegada de Benjamin a la universidad ha sido lenta y difícil, no sólo por el inmovilismo que los marxistas impusieron durante décadas en tantos departamentos, sino también por la singularidad del escritor alemán. Benjamin no es fácil de integrar en ningún espacio ortodoxo, pero tampoco en alguna heterodoxia que rinda beneficios en el reparto mercantil de los créditos universitarios. En efecto, tiene Benjamin una fuerte influencia de la teología hebrea, pero también del marxismo; es un romántico de primera generación, la de Novalis, pero también un defensor de la tecnología "nihilista"; es un tradicionalista con decidido arraigo en la continuidad y sin embargo el más inteligente analista y partícipe de las vanguardias del siglo XX. Instalado en la contradicción permanente, ni siquiera puede apelarse a una evolución que hiciera de él un adolescente primitivista que en la edad madura descubre el mundo de la seriedad, porque es justamente en la última etapa (por ejemplo en el célebre "Sobre el concepto de historia", Libro 1, vol.2 de Abada) donde se muestra más alejado del marxismo y del sociologismo adorniano, pero mediante un inesperado regreso al mesianismo judío. La incongruencia puede (y quizás debe) destruir a cualquier pensador, pero no es el caso de Benjamin. Cada uno de sus rostros está asentado sobre una poética acumulativa cuya razón de ser expuso en sus trabajos sobre el montaje cinematográfico y en el crucial experimento de Los Pasajes. La incoherencia acaba siendo su mayor virtud.

    Hay, además, otro aspecto que no puede eludirse aunque parezca frívolo: junto con Wittgenstein, es el escritor de mayor adherencia sentimental entre lectores y estudiosos. Ambos, el vienés y el berlinés, poseen los atributos de la santidad laica. Wittgenstein por su altruismo, su austeridad, la novelesca estancia en Cambridge, los años eremíticos, su endiablado carácter. Una figura cinematográfica, sin duda. Pero Benjamin, con quien aún nadie se ha atrevido, es si cabe más instigador de identificación sentimental. Este hombre grueso, torpe, débil, incompetente, inofensivo, tuvo un final trágico que se ha contado mil veces, pero es imposible no repetirlo.

Cuando los nazis tomaron París, Benjamin se unió a un grupo de judíos que se proponía cruzar la frontera española para embarcar en Lisboa. Llevaba consigo una maleta que pesaba como si estuviera repleta de plomo. Nadie ha podido averiguar qué contenía. Sus compañeros, según el relato de una superviviente, le veían agotado, consumido, arrastrando por aquellas trochas pirenaicas un peso que les retrasaba y comprometía la vida de todos. Más de una vez los guías mercenarios amenazaron con dejarle atrás si no renunciaba a la maldita maleta, pero sus acompañantes impidieron que abandonaran a aquel pobre hombre, el cual, en cambio, les invitaba a continuar sin él. Cuando por fin llegaron a Port Bou el 26 de septiembre de 1940, se inscribió en la Fonda de Francia. Allí mismo se suicidaría unas horas más tarde, al constatar que los aduaneros rechazaban su entrada en España. Era un obstáculo burocrático que sin duda se habría podido arreglar (o comprar) en un par de días, pero Benjamin había alcanzado el límite. Tras su muerte se pierde para siempre el rastro de la maleta. El ayuntamiento de Port Bou le dedicó un bello monumento que, según dicen quienes lo han visitado en los últimos años, se encuentra en un estado lamentable.

La vida de Benjamin, como su obra, tiene el sello de lo propiamente humano desnudo de toda arrogancia: la búsqueda infatigable de alguna certeza, la fascinación de lo novedoso, el respeto por lo pasado, la seducción de la utopía, el no menos engañoso atractivo de la trascendencia, el cavilar premioso de la filosofía junto con la estampida poética. Sus escritos son a veces cegadoramente lúcidos e inmediatos, pero en no pocas ocasiones tienen la opacidad de la poesía moderna y son apenas comprensibles. De manera que todo en Benjamin, vida y obra, es incoherente y caótico, pero también es la mejor cabeza que ha pensado sobre la incoherencia y el caos de nuestro tiempo. Sirva para ello un solo ejemplo, el de su trabajo más difundido en las universidades, el titulado "La obra de arte en la época de su reproducción técnica" (Libro 1, vol.1 de la edición de Abada).

Bajo tan pomposo título se encuentra una de las más lúcidas reflexiones acerca del imperio de la tecnología sobre las artes y del uso que los regímenes totalitarios les estaban dando, es decir, su uso como arma de persuasión y propaganda. Sin embargo, y a pesar de la farragosa jerga marxistoide, el ensayo es también una primera y convincente defensa del arte democrático. Mucha gente puede creer que el adjetivo "democrático" tiene una connotación positiva porque se ha convertido en la religión política contemporánea, pero para Benjamin la democracia es tan sólo el mecanismo de control adecuado para una sociedad de masas enormemente potente y peligrosa. Dicho con simpleza: Benjamin es el primero en fundamentar positivamente el arte popular, el arte demótico, el arte "de la chusma" que todos sus compañeros sin excepción, comenzando por Adorno, execraban y atacaban despiadadamente desde el elitismo izquierdista.

La disputa llega hasta el día de hoy. No hace muchas semanas y con motivo del Mundial de Fútbol, uno de los últimos marxistas supervivientes, Terry Eagleton, publicaba un artículo que parecía escrito hace cuarenta años. En él acusaba a los aficionados al fútbol ("el populacho", los llama) de haber sido devorados por el fascismo y al espectáculo mismo lo tachaba de "opio del pueblo", como en vida de Engels. Daba risa, pero esa era la posición de la izquierda en la época de Adorno, cuyos artículos sobre música también nos hacen sonreír, sobre todo cuando se refieren a la música popular, el jazz o la "música de cine". Frente a esta posición reaccionaria, Benjamin no tenía la menor duda sobre lo inevitable de un arte popular y democrático en una sociedad tecnificada. Evidentemente él lo imaginaba en la senda del constructivismo ruso y el teatro de Brecht, pero también en la del cine de Hollywood donde Brecht ejercería de guionista. Yo creo que si Benjamin viviera en la actualidad, antes tomaría la senda de Zizek y sus análisis sobre las series de TV que la de Eagleton y su episcopal excomunión de las masas.

Así que desde el puerto del siglo XX los viejos filósofos nos despiden agitando pañuelos. La nave del siglo XXI se aleja lentamente y sobre la cubierta nosotros, supervivientes efímeros, contemplamos el muelle. Vemos cómo van mermando las figuras y buscamos con la mirada a Sartre, a Russell, a Luckacs, a Scheler, a Dilthey, a Husserl. Advertimos entonces un fenómeno inquietante: algunos empequeñecen más rápido que otros, pero también los hay que en lugar de menguar crecen. Entre los que crecen a gran velocidad se divisa un hombre gordo, con gafas y pantalones gastados, que acaba de perder el cuaderno donde estaba anotando algo sobre la brillante superficie de las aguas y la estela del navío que se aleja fatalmente, ineludiblemente. Estela que persiste unos minutos y luego también desaparece.

Artículo publicado el 17 de julio de 2010.

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19 de julio de 2010
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Di que eres mi hermana

Los aficionados recordarán la historia de Abraham y Sara, en el Génesis, donde un lance de los que antes llamaban escabrosos se repite tres veces. Se ve que el pasaje era apreciado por el público, y los sucesivos redactores tuvieron la preocupación de suavizarlo y darle colorido moral. La primera vez, Abraham pide a su mujer, antes de entrar en Egipto, que diga ser su hermana, para que a él no lo maten, y en cambio obtenga beneficio de ella. El faraón se apodera de la mujer de Abraham, queda satisfecho de sus prestaciones, y compensa al pretendido hermano con esclavos y ganados en abundancia. Pero el dios de Abraham castiga al faraón con grandes plagas, y entonces éste echa del país al profeta, su señora, y sus pertenencias. En la segunda versión, el rey de los filisteos se queda con la pretendida hermana, pero el dios de Abraham interviene antes de que la toque, le avisa en sueños que restituya la mujer al profeta, y lo castiga con impotencia y esterilidad a él, a su esposa, y a todas sus concubinas, hasta que devuelve la mujer, y paga una fuerte indemnización. En la tercera versión, cambian los protagonistas, ahora es Isaac quien va al país de los filisteos y dice que su mujer Rebeca es su hermana, pero el rey ve por una ventana que no se conducen como hermanos, y los declara intocables.
En las tres versiones se celebra la astucia a costa del honor convencional. El profeta miente y se desentiende con facilidad de su mujer y de su papel de marido.  Eso remite a un época donde el marido como dueño y señor de su mujer era una moda reciente, y todavía era concebible volver al estilo anterior. En la sociedad matrilineal, el  marido tenía una categoría efímera, subordinada y no exclusiva. 
En el famoso Diálogo de almohada entre la reina irlandesa Medb y su marido Ailil, que transcribió el celtólogo Thurneysen, se pueden leer los rasgos principales de su relación. Es ella quien lo ha elegido a él; pero antes escogió a otros, y él tuvo que matar a uno de ellos para ascender a marido rey. Ella tiene “amistad de muslo” con otros y, si él tiene celos, puede vengarse matando alguno, pero es inconcebible que levante la mano sobre la reina, a la que debe su estatus. 
También Tácito narra con  algún asombro el caso de la reina Cartismandua, que repudió a su esposo el rey Venutius por una diferencia en política exterior, y tomó como esposo y rey a un escudero.
La forma de herencia patrilineal y la preeminencia del padre y marido se fueron imponiendo desde oriente hacia occidente, con vacilaciones, y a lo largo de muchas generaciones. Por ejemplo, todos los reyes romanos anteriores a la era republicana accedieron al trono por haberse casado con la reina. En la transmisión del poder romano rigió la herencia matrilineal hasta la era consular. 
Y milenios antes, en las tierras entre el Tigris y el Eufrates, ser marido de la diosa de la fertilidad era el título más preciado de los reyes. “Esposo amado de la diosa Inanna” es el apelativo supremo del rey Eannatum (c. 2500 a. C.). Lo cual no es una pretensión de divinización y apoteosis del rey, sino un vestigio de la herencia matrilineal, donde la reina hace rey.
El autor bíblico de la segunda versión de la mujer hermanada estaba molesto con dos problemas de honor que planteaba la primera versión: la mentira de Abraham y que la mujer del patriarca hubiese estado con el rey pagano. Para lo primero, explica que Sara era hermana de padre, pero no de madre, de su marido Abraham. Es decir, no era hermana según el parentesco matrilineal, donde sólo merece ese nombre la hermana de madre, y no importa quién sea el padre. Para aquello de si rozaron o no, aclara que el rey filisteo no tuvo tiempo de acercarse a su nueva adquisición, y que Sara recibió de él esta explicación: “Mira, le he dado a tu hermano mil monedas de plata. Serán para ti como un velo en los ojos de los que están contigo, y de todo esto quedarás justificada”. 
Por más archipatriarcal que parezca la Biblia, en el caso de la mujer hermanada hay ecos de la antigua moda matrilineal, y sugiere que el cambio no pudo ser muy anterior al momento en que se puso por escrito.
La herencia matrilineal tambien está en el fondo de las peripecias de los héroes griegos. Igual que los reyes romanos, todos ellos debían su estatus a estar casados con una reina. Menelao es rey de Esparta gracias a su matrimonio con Helena, y Agamenón reina sobre Micenas por ser el marido de Clitemestra. Las reinas son ellas; y ellos, por más que ejerzan la función de déspota, no poseen ni transmiten derecho alguno al trono.
En Itaca reina Penélope, a la que Ulises debe el haber sido rey. Ni Laertes, padre del héroe ausente, ni Telémaco, su hijo, han sido ni serán reyes de Itaca, porque sólo es posible serlo si uno se casa con la reina. En cuanto Penélope elija cualquiera de los pretendientes, lo convertirá en rey. Nunca se habla de los derechos de Ulises al trono, sino de que los pretendientes se esfuerzan por obtener el favor de Penélope y adquirir de su mano la dignidad real. El marido de Penélope reinará en Itaca, como lo hizo Ulises mientras fue su marido.
En tanto no regresa, Ulises no es un rey exiliado, sino un don nadie. Sólo si Penélope lo acepta, volverá a ser marido y rey. Por eso se disfraza al llegar a Itaca, debe asegurarse de si la reina querrá o no. 
La versión medieval irlandesa de las aventuras de Ulises, como más sensible al problema que la herencia matrilineal supone para el héroe, porque en Irlanda rigió hasta mucho más tarde que en otros sitios, pone esta reflexión en su boca, cuando ve las montañas de Itaca: “Duro será lo que encontraremos, otro hombre tendrá a la bella y dulce reina que dejamos, otro rey nuestro territorio…”
Agamenón, pastor de pueblos y rey de Micenas, es asesinado por Egisto quien de inmediato es reconocido rey de Micenas por la reina Clitemestra. Orestes, hijo de  la reina y del rey liquidado, no mata siete años después a Egisto y Clitemestra en desempeño del papel de pretendiente al trono, sino como ciudadano particular que arregla sus asuntos y, como tal, debe huir del país. Y si, un par de siglos más tarde, Eurípides lo hace rey de Micenas, nos ofrece justamente una prueba del cambio teatral que supuso la implantación de la herencia patrilineal.
Edipo hará los aparatos que quiera, pero bien sabe que sólo puede acceder a la dignidad real si se casa con la reina. Porque los hijos de reina tienen claro el repertorio de heroicidades; o hacen un mammy end, como Orestes, o se casan con su madre haciendo que no sabían, como Edipo. De lo contrario, les pasa como a Telémaco que, como no va a matar a su madre, ni a casarse con ella, está condenado a la insignificancia.
Ahora anuncian la abolición del marido dueño y señor. Hay modas que vuelven, pero nunca son del todo iguales.
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19 de julio de 2010
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¿Quién puso en marcha la centrifugadora?

No vamos a ponernos de acuerdo. Los historiadores deberán realizar su labor dentro de unos años. Ahora en caliente todavía es el tiempo del periodismo, que quiere decir recoger y filtrar lo mejor posible los datos e interpretaciones. Pero el tópico está ya escrito y consagrado. Recojámoslo: a veces responden a la verdad. Pero aportemos, si es posible, otros datos.

El tópico es bien claro. Pasqual Maragall, que ganaba en votos pero no en escaños, prometió reformar el Estatuto de Cataluña para dar satisfacción a los únicos que podían darle el poder, los independentistas de Esquerra Republicana. Firmó con ellos el Pacto del Tinell, por el que se conjuraban contra el Partido Popular, y apoyó a Zapatero en su elección por escasos nueve votos como secretario general del PSOE. En la campaña electoral catalana Zapatero le devolvió el ascensor con su promesa de apoyar el Estatuto que saliera del Parlamento de Cataluña y luego ya llegó la victoria inesperada y La Moncloa. La centrifugadora ya estaba en marcha. Hay otra teoría con algo más de profundidad temporal. José María Aznar pudo gobernar en 1996 gracias al Pacto del Majestic con Convergència i Unió. Los nacionalistas catalanes, ya empeñados en ensanchar el autogobierno, pospusieron a instancias del PP toda idea de reforma estatutaria en aras de la moneda única y de las ventajas que obtuvieron en impuestos y en traspasos de nuevas competencias, como la policía de tráfico. Cuando Aznar venció por mayoría absoluta de 2000, rompió con Pujol y desplegó un programa oculto de restauración nacionalista española que despertó la fiera dormida del independentismo catalán: Esquerra Republicana obtuvo en las elecciones catalanas de 2003 el mejor resultado de su historia, con 23 diputados y 16?5 por ciento de los votos. Ya tenemos, pues, a dos candidatos. Maragall, como dice el tópico, y Aznar, como recomienda una visión con algo más de perspectiva. Ambos tienen dos réplicas o avatares: Montilla y Rajoy, responsable el primero de toda la estrategia catalana frente al Tribunal Constitucional y su sentencia, y el segundo de las campañas y el recurso del PP contra el Estatuto de Cataluña. Aparecen en el escenario como moderadores de sus antecesores, pero a la hora de la verdad revelan idéntica dureza de posiciones. Ésas son las manos visibles de la historia. Si Aznar no hubiera roto con Pujol. Si Maragall no hubiera pactado con Carod. Si Rajoy no hubiera obedecido al aznarismo. Si Montilla no hubiera mantenido el tripartito. También hay manos invisibles, de explicación más difícil. Sin rostro, las culpas dejan de tener interés y calor humano. Pero cabe buscar en el contexto internacional algunas pistas para saber qué ha sucedido en esta última década para que la política española se polarizara en un choque de trenes nacionalistas, con sus banderas, sentimientos, mutuas imprecaciones a veces llenas de pasiones impresentables y agravios simétricos hasta llegar incluso a campañas y boicots económicos. Estos diez años son la década pérdida de Europa. La Unión Europea se ha ampliado hasta 27 miembros, consiguiendo al fin la unificación del continente antaño dividido con la Guerra Fría; pero sin avanzar en la unión política, más bien al contrario. Fracasó el proyecto de Constitución Europea, rechazado por Francia y Holanda en sendas consultas populares. El Tratado de Lisboa, que debía recoger sus aspectos más imprescindibles, fue también rechazado por los ciudadanos irlandeses y sufrió la dilación en su ratificación de Polonia y Chequia. La política divisiva neocon de George Bush, auxiliado por Blair y Aznar, produjo también sus efectos. Se rompieron las solidaridades y equilibrios intraeuropeos. Cada uno fue por su lado, en una abierta renacionalización de las políticas europeas. Los tres grandes, Alemania, Francia y Reino Unido, quisieron recuperar protagonismo ante el desvanecimiento de las promesas europeas. Y se difuminó el sueño de que los viejos estados-nación iban a acomodarse a la unidad europea y a un mundo posnacional. ¿Alguien podía pensar que las viejas naciones de la Península ibérica iban a permanecer inertes ante esta reciente evolución de nuestro mundo? Lo más grave es que, al final, en esta fuerza centrífuga hay una trampa: Europa se hace más pequeña y menos protagonista, y así sucede y va a suceder todavía más con todos sus componentes, grandes y pequeños, con Estado o sin él.

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19 de julio de 2010
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¿Tenemos una literatura gay?

Matrimonio gay aceptado legalmente en Argentina ?Tenemos matrimonio gay pero, ¿tenemos una literatura gay?? es la pregunta que se hace, desde Argentina, Claudio Zeiger en Radar Libros. Dice:

Ahora, en la Argentina, hay matrimonio gay y aún no estamos del todo seguros de que haya habido y vaya a haber ?literatura gay?. De alguna manera si se quiere inconsciente, no dicha, se la considera una categoría ?foránea?, una especialidad de la literatura norteamericana, donde ostenta una tradición robusta. A decir verdad, no es un género en ninguna literatura del mundo; la literatura gay es una categoría política, de identidad maleable y cambiante, inclusive para muchos teóricos superada por lo queer, término que también empieza a caer en crisis. Como sea, ?literatura gay? sigue siendo algo que transmite un sentido preciso, se entiende lo que quiere decir. Probablemente su campo siga siendo el de la diferencia, pero también, esa tradición ?foránea? ya ha incursionado en el terreno de la igualdad, es decir, las vidas más o menos estabilizadas en problemáticas más clásicas como los celos, la infidelidad, la convivencia, las nuevas familias. Hay en ella, sí, una literatura gay ?normal?. Y también, beneficio secundario pero no menor, siempre aporta una veta testimonial, de documento acerca de costumbres, estilos y formas de vida, aporte que no suele hacer la literatura pretenciosamente formalista. Ese espinel, en la literatura argentina, lo han recorrido desde David Viñas en Dar la cara, Carlos Correas, Villordo, entre otros, y por poner un ejemplo rioplatense, El diablo en el pelo de Roberto Echavarren, singular catastro de estilos micropolíticos de minorías, no sólo sexuales. Si algo puede anticiparse es que toda esa literatura novelera, novelesca y aventurera no tiene por qué desaparecer pero sí ?en la consideración crítica, en la visión de los lectores? podría aliviarse de la presión política del presente para dedicarse a una constructiva reconstrucción histórica, el armado de una genealogía, del nacimiento y desarrollo de una conciencia colectiva amasada sobre capas y capas de tristeza, frenesí, desesperación y alegrías furtivas, muerte y enfermedad, discriminación y solidaridades sorpresivas, secreto y visibilidad. ¿Estará entrando, créase o no, la literatura gay argentina en los dominios de la novela histórica? Hay otra línea, otra tradición poco frecuentada en literaturas latinoamericanas, que ha encontrado en autores como David Leavitt y Michael Cunnigham sus expresiones más sólidas: una combinación sutil en su entretejido entre lo clásico y lo nuevo, la raíz y la ruptura. Esa línea inestable entre lo normal y lo ambiguo señalada más arriba. Empiezan a despuntar estas narrativas en los años ?80, y es casi seguro que su mejor expresión, su punto más alto, sea El lenguaje perdido de las grúas de Leavitt. Entre tantas escenas memorables y definitorias, hay una en que dos hombres maduros conversan en un boliche. Uno le cuenta al otro: ?La otra noche entró un muchacho y gritó ¡Papá! Vieras la de vasos que se cayeron al suelo?. Y otra vez: dando vueltas a la novela de Pombo, citando estas escenas ?familiares? de Leavitt y recordando las fuertes resistencias del máximo poeta gay argentino, Néstor Perlongher, a ser normalizado por las instituciones burguesas (?sólo queremos que nos deseen?, rezaba el manifiesto), llegamos a un para muchos inimaginable corte de la historia. En Argentina, en el mes de julio de 2010, la Historia de la sexualidad escribe un capítulo tremendo, enorme: nosotros los victorianos nos convertimos en nosotros los igualitarios. Y tenemos la sensación, más allá de las horas y días de debates, de la lucha paciente y constante de los organismos, que fue de un plumazo. Pepito Cibrián, una de las voces más bizarras ?como corresponde? y lúcidas que se escucharon por estos días, dijo que en definitiva esto sucedía porque Argentina es un país surrealista, por lo tanto impredecible, cambiante, un poco loco, y en este merengue surreal, la moneda cayó del lado del matrimonio igualitario. Puede ser. Pero también fue un país realista, algo poético y sensiblero, neobarroco en sus pliegues más ocultos y veleidoso por tradición (¿quién se resiste a ser el primer país latinoamericano en tenerlo, a entrar en el selecto grupo de los friendlys del mundo?) el que dio el sí. Hecha la igualdad, la literatura ?en su sentido más amplio e inclusivo? tiene mucho para decir en el terreno de la diferencia, el deseo y la intimidad profunda entre los seres humanos más diversos que, a no dudarlo, de eso y no del sexo a secas y ?natural?, se trata.

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18 de julio de 2010
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CELOS (LA OTRA VIDA DE CATHERINE M.) de Catherine Millet

RESEÑAS SIN PLUMAS por Iván Thays DESDOBLAMIENTO Todas las historias cuentan siempre con espacios narrados y zonas en blanco. Las narraciones autobiográficas son especialmente pródigas en estos vacíos del recuerdo. La vida sexual de Catherine M., la exitosa autobiografía que publicó Catherine Millet hace unos años, tenía desde luego una contraparte. Y ahora se ha editado en castellano, por Anagrama, bajo el título e Celos (La otra vida de Catherine M.) El éxito inmediato que tuvo la primera autobiografía de Catherine Millet (traducida a 45 idiomas) está vinculado al intento desbaratador, y en cierto modo escandaloso, de contar la vida sexual adulta de una mujer. No se trata de una promiscuidad cabalgante ni tampoco de una historia de fidelidad. Simplemente, era una novela sobre el sexo donde el amor era una palabra apenas mencionada. El hecho de que Catherine Millet no haya sido una desconocida en el mundo del arte contemporáneo (es crítica de arte y directora del prestigioso Art Press) aumentó el morbo al libro. Las anécdotas, matizadas por los intentos de reflexión, dejaban ver una honestidad brutal que, al mismo tiempo, nos ayudaba a ingresar a un mundo sofisticado y frívolo. El mundo de las personas incapaces de salir de sí mismas y del papel que asumen en la realidad. Un mundo, como está visto, llenos de espacios vacíos cuando aparece en una novela o memorias. Celos se propone corregir o llenar algunos de esos espacios en blanco. Aquí, la protagonista en primera persona que ejerce con aplomo y seguridad su papel de bacana sexual en la primera parte, parece retroceder y dudar. La palabra clave es ?desdoblamiento? y este empieza con la aceptación de que el sexo y el amor han sido, para ella, dos elementos vitales no necesariamente unidos. Su primera relación larga, con Claude, es una relación abierta donde ambos se descubren a sí mismos sus infidelidades. Los celos están aplacados ante la seguridad de que el deseo de Claude por otras mujeres es visible y se exterioriza. Pero cuando esa relación termina, y empieza una historia más seria aún con el escritor Jacques, Catherine M. vive una doble vida (como lo sabemos por su anterior libro). Ella tiene una serie de relaciones fuera de Jacques, que oculta a éste, convencida de que la fidelidad y el amor no son consecuencia. Sin embargo, jamás se pregunta si Jacques comparte esa misma idea hasta que, por azar, encuentra un diario suyo con una fotografía de una muchacha desnuda y embarazada. A partir de ahí, una llamada telefónica con no pocas explicaciones y la posterior purga de todos los diarios y cartas que Jacques guarda, la hacen enfrentarse al demonio de los celos. Jacques es un hombre de pocas palabras y de muchos secretos, que nunca intenta excusar sus relaciones con otras mujeres y tampoco se permite dudar de su relación con Catherine, más bien la trata con condescendencia. Eso quizá la vuelve más vulnerable ante sus celos, pero al mismo tiempo le hace entender que es un problema exclusivamente suyo, un tema que debe arreglar consigo misma. Para permitirse entender, Catherine habla también de la masturbación y el voyeur. No es un detalle para pasar por alto. La masturbación es un placer que expulsa al otro, es una negación de la otra persona, que es reemplazada por una fantasía que implica solo y siempre a uno mismo, en diversos estados. También el voyeurismo es una negación. Los celos de Millet son, en realidad, una extensión de esas fantasías masturbatorias. Le bastan una líneas del diario de Jacques o una mención a cualquier tema que tenga que ver con otra mujer, para dejar aflorar la imaginación y ver a su esposo en actos promiscuos que ella misma califica como ?escenas de vodevil?. Lo ve cogiendo con una mujer en el piso o masturbándose en los senos de otra, al mismo tiempo que contesta con nimiedades una llamada telefónica suya. Esas escenas contadas a sí mismas, y que son producto de su fantasía, son las que terminan por hacerle sentir el verdadero dolor de los celos. Es decir, descubrir que Jacques no es parte suya, no es una extensión de sus sueños, sino un verdadero ?otro?. Descubrir al otro implicará un trabajo de desdoblamiento. Verse a sí mismo, primero, como otro al que le suceden cosas que no puede controlar. Y luego ver a su pareja como una vida paralela o ajena, no inclusiva, dentro de las fantasías. En ese sentido, el final del libro, que nos remite a la lectura de una novela estupenda y olvidada de Marguerite Duras, El arrebato de Lol V. Stein, donde se habla de vidas desdobladas y del don de la observación, es quizá la parte más luminosa del libro. Celos es una autobiografía menos frívola que La vida sexual de Catherine M, aunque adolece de la misma enfermedad contemporánea: el narcisismo. Catherine Millet hace con valentía una nueva exploración hacia sí misma y sus zonas abisales, pero incluso en este trabajo de entenderse como una persona distinta y llenar los espacios en blanco de su propia vida (que nos conduce incluso al suicidio de su madre), no consigue salir de su propia atadura. No se trata de una obra de introspección, como querría creerse o como podría convencerse ella misma que lo ha intentado, sino de un regodeo en el yo más alejado del mundo real, enfrascado en sí mismo y su individualidad cabalgante, que por más que es interesante como discurso o como testimonio, jamás tendrá el valor altamente subversivo y esclarecedor que tiene el adentrarse al mundo donde, en realidad, nosotros siempre somos los demás.   

Celos (La otra vida de Catherine M.) Catherine Millet. Anagrama, 2010.

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18 de julio de 2010
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Preguntas en Santander

  

¿No es éste magnífico Palacio de la Magdalena, en Santander, el lugar donde España deja de ser un énfasis de la opinión y se convierte en una pregunta reiterada con la urgencia de nuevas respuestas que pregunten mejor?
 

¿Será la Universidad Internacional Menéndez Pelayo la puesta al día de la voluntad inquisitiva de Don Marcelino, rico en erudición enciclopédica, cuyo proyecto fue una biblioteca de la diferencia heterodoxa?
 

Su Horacio en España lo he leído, más bien, como un Horacio en español universal. Su extravagante enjuiciamiento de la poesía hispanoamericana, en sus  antologías distraídas, le hizo decir que en Chile, dada la aridez del medio, no podía haber  buenos poetas, lo que demuestra los límites de su lenguaje. Y sin embargo, recuperó a Blanco White, ese Horacio de España y las Américas.  Blanco White, el precursor, y Andrés Bello, el fundador, andaban buscando, desde Londres, un príncipe desocupado que gobernara en América para hacer la primera gran transición.
 
Como diremos mañana, en la UIMP, convocados por la Fundación Instituto de Cultura del Sur, nos hicimos las preguntas que la transición española a la democracia dejó sin responder. Dedicado a Juan Luis Cebrián, en reconocimiento de su puesta en claro del diálogo como asignatura española, este coloquio sobre “El futuro de la transición” tuvo, felizmente, más interrogaciones que resoluciones. Y si algo quedó claro es que la biografía intelectual de la transición española a la democracia, varias veces ensayada, todavía requiere de distancia, y como casi todo en España, de mejor memoria y más reconciliación.
 
No hubo buenos y malos en la transición, que fue negociada por los hijos de los vencedores y de los vencidos, a nombre de una democracia compartible, concluyó Cebrián. Y Felipe González adelantó que estos treinta años de transiciones han sido los mejores de tres siglos de vida, en español, casi siempre irreconciliable. 
 

Pero la transición española ¿no es también una etapa del mismo idioma español, que transitó desde su larga  tradición autoritaria a una más horizontal comunicación?  Las revistas, los medios de prensa independientes, los intelectuales capaces de hacer la crítica del lenguaje para aliviarlo de su pesadumbre oscurantista, ¿no propiciaron también el laborioso parto civil del tú?
 

¿Hemos hecho camino al dialogar? ¿ Es, por fin, el tú la confirmación del yo?
 

Por lo demás, ¿no le falta al español  recorrer serios tramos pendientes? El machismo, el racismo, la xenofobia, esas plagas que devoran hoy mismo el lenguaje, ¿no nos retrotraen a la jungla preverbal donde, como se sabe, los demás primates mayores son menos violentos que nosotros?
 

Dijo el Dr. Johnson que “el patriosmo es el último refugio del bribón”.  Pero, ¿hay que sorprenderse de que el regionalismo ultramontano requiera negar, para afirmarse, la humanidad de los otros, de los que son diferentes por culpa de la más superficial información biológica, la pigmentación de la piel?  El espejo del otro negado,  ¿no descubre, acaso, monstruos?
 

Nos preguntábamos con José María Ridao por la necesidad de las preguntas que tendrán futuro.  Porque la negociación es un pacto para acordar el presente pero la interrogación mutua es un trabajo por la futuridad, por la calidad de futuro que puede abrir el lenguaje español cuando no se calla (es, felizmente, el lenguaje en el cual es más dificil callar).  Pero, ¿no hace falta bajar un poco la voz y esperar que el otro termine de preguntar? ¿No es acaso necesario devolver la palabra, esperar turno, favorecer los relevos? Y sí, siempre afirmar, aunque sea dificil, afirmar.
 

Es inolvidable el momento en que Orwell en su libro sobre España dice encontrarse por primera vez con un campesino,  darle la mano, y sentir,  “la inmediata decencia de un campesino español.”
 

¿Cómo no creer que entendió que ese hombre lo reconocía como el tú que creía y en quien podía creerse?

 

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18 de julio de 2010
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Vok, Vila Matas y Colombia

Enrique Vila Matas y la familia Auster, protagonistas de Dublinescas Mientras cada vez se corre más la voz en los blogs de que el verdadero autor de Dublinescas (Seix Barral) es Vilem Vok, probable heterónimo de Enrique Vila Matas, me envían desde la revista Arcadia en Colombia una extensa nota de la presentación del narrador español en el Festival El Malpensante. Nadie se ha referido aun, por cierto, al detalle de que la elegante punta roja que sobresale de su saco oscuro no es un pañuelo rojo, como podría creerse, sino una de las puntas de unos RayBan Wayfarer rojos.  Ahí podemos leer el resumen de algunas de sus ideas  recogidas por el periodista y narrador Stanislau Bhor. Dice:

Me ubico en la segunda hilera del teatro. Cuando empieza la entrevista, parece tímido. Posee una voz paciente que espera al pensamiento mientras acaba de configurarse la idea. Los hombros enjutos, las manos empalmadas y aferradas al micrófono como si fuera un revólver y estuviese a punto de darse un tiro. A mi lado pasa un señor de bigote oscuro y pelo encanecido cuyo perfil me parece familiar. Vila-Matas saluda a Álvaro Mutis que está dentro del público. El anuncio cae como una bomba (pero de confeti). La gente busca a Mutis. Yo busco la mirada de Vila-Matas y veo que apunta al viejito que se ha sentado a mi lado. El moderador desmiente que sea Álvaro Mutis y sugiere que es otra distorsión de la realidad muy al estilo de Vila-Matas. La tensión perturba el rostro del escritor. Ahora menos que nunca parece una estrella de rock, o de cualquier constelación. Se requeriría de un punto de giro brutal (como los que cambian los argumentos de sus novelas a mitad del libro) para limpiar el ambiente. En El mal de Montano hay un momento en que el narrador, Rosario Girondo, le dice al lector que todo lo narrado es mentira, que el viaje a Chile nunca ocurrió, que uno de los mejores personajes del libro no existe y otras cosas así que causan un cortocircuito en la memoria del lector. El momento exige algo como eso para echar a andar la entrevista. Vila-Matas está abochornado, incómodo en una silla demasiado estrecha para su volumen y en un escenario tan grande y desnudo y con un reflector tan ofensivo haciéndole ver a Mutis donde sólo hay canas. Entonces pasa: Oscar Collazos sufre un lapsus, un desliz del habla, una traición de la memoria, y confunde el nombre del entrevistado con el de otro escritor doméstico al que quizá le entusiasmaría aun más entrevistar. Lo llama ?García Márquez? a Vila-Matas. Una vieja adoración del entrevistador, que también es periodista, además de columnista en un periódico. La gente ríe. Vila-Matas ríe. Su risa es convulsiva, refrescante. Es un sinsentido revitalizador, un momento ferdydurke, como los que amaba Gombrowicz, tan caro a Vila-Matas. Es el gesto que exigía la mente de Vila-Matas para movilizar su infantería. Ahora fluyen las ideas. Los temas afines y esenciales en él: vidas falsificadas, escritores que dejan de escribir, vanguardias estéticas (y estáticas), literatura y realidad, literatura y enfermedad, comienzo del fin de los libros, coincidencias librescas, Joyce, Beckett, Walser, citas falsas? Cualquiera que se haya apasionado por sus libros sabe que está repitiendo lo que ya ha escrito muchas veces. ¿A qué vino la mayoría de gente que está en este auditorio? No lo sé. ¿A qué viniste tú?, me pregunto. A oír tal vez esta historia que narra ahora con magnífico cinismo: ?Yo empecé queriendo ser un escritor raro al estilo ?me dije- al estilo de Gombrowicz. Me había hecho a una fotografía de Gombrowicz en Polonia, y me gustaba como vestía, su actitud; y me empecé a imaginar qué era lo que escribía, la naturaleza de ese escritor. Durante años estuve imitando a Gombrowicz sin haberlo leído. Un día, cuando ya había publicado bastantes libros, me encontré con un libro de Gombrowicz y quedé sorprendido porque no tenía nada que ver con lo que tenía en mente. Pero entonces, una vez maestro, había adquirido un discurso propio, tratando de copiar al otro?. Sí, Gombrowicz no es más Vila-Matas.

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18 de julio de 2010
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