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La utopía arcaica del Tea Party

Una mañana lluviosa hace casi dos años, pocos días después de la toma de posesión de Obama, vi en una esquina de Ithaca a un grupo desangelado de individuos enarbolando pancartas que acusaban al presidente de "socialista" y le reclamaban que hubiera rescatado a los grandes bancos de Wall Street de la debacle. No le di importancia. Sólo en Estados Unidos, pensé, se podía tildar de socialista a quien con sus medidas había logrado salvar los pilares fundamentales del capitalismo.
   
Estaba equivocado. Ese grupo de gente que protestaba en la calle no pararía de crecer. En febrero del 2009, en el canal CNBC, el especialista en negocios Rick Santelli le daría al naciente movimiento un nombre asociado a un linaje de prestigio: el Tea Party. En la historia de los Estados Unidos, la chispa que desencadenó la revolución independentista fue el intento de Inglaterra de ponerle un impuesto al té que importaba la colonia; como respuesta a lo que se consideraba un atropello, en 1773 un grupo de colonos se acercó a la bahía de Boston y sacó las bolsas de té que se encontraban en tres barcos y las tiró al mar. Con los años, ese incidente vino a ser conocido como el Boston Tea Party.

En la política de los Estados Unidos no hay movimiento populista que no intente asociarse de un modo u otro al Boston Tea Party. Lo que impresiona es que este nuevo Tea Party haya logrado consolidarse tan poco después del triunfo de Obama en las elecciones. Algunos críticos leen en las protestas pancartas que dicen Osama Obama o Barack Hussein Hitler, regresa a Kenia, y piensan que esto no es más que una reacción racista al primer presidente negro de los Estados Unidos. En parte es verdad: este movimiento está conformado en su mayoría por blancos y conservadores; 30% de los miembros del Tea Party creen que Obama no ha nacido en los Estados Unidos y por lo tanto su presidencia es ilegítima.

Sin embargo, como dice la periodista Kate Zernike en Boiling Mad: Inside Tea Party America, en este movimiento hay algo más fuerte que el rechazo visceral a Obama: se trata de un "sentimiento antigobierno, tan viejo como la misma nación". Buena parte de los "tea partiers" tienen una ideología libertaria, asociada en los Estados Unidos a la oposición a la intrusión del gobierno federal en la vida privada de los ciudadanos. Los libertarios, por ejemplo, han soñado desde siempre con abolir el pago de impuestos federales (el de los estados es otra cosa; los libertarios no son anarquistas). Para ellos, la reforma de la salud emprendida por Obama terminó por confirmar todas sus sospechas: lo que se agita en Washington es el fantasma del comunismo.

Según Zernike, lo que une a conservadores y libertarios bajo el paraguas del Tea Party es la necesidad de enfrentarse a este creciente intervencionismo gubernamental con una "estricta" interpretación de la Constitución. El "originalismo" es una utopía arcaica: el miedo y la furia desatados por la recesión y por las soluciones de Obama para salir de la crisis tienen su refugio en un pasado ilusorio, en la falacia de intentar meterse en la cabeza de los Padres de la Patria y ser fieles a lo que ellos pensaban. Es decir, si la Constitución no dice nada acerca de que el gobierno federal debe intervenir en el mercado para salvar a los bancos, entonces el gobierno federal no debe hacer nada (según esta lectura, Roosevelt se equivocó con el New Deal, Johnson con los derechos civiles de los negros, y, ya que estamos, Kennedy también al decir que el espacio sería la "próxima frontera": la Constitución no dice nada de mandar gente a la luna).

El fundamentalismo histórico del Tea Party es, en palabras de la historiadora Jill Lepore, "nostalgia por un tiempo imaginado" --por un Estados Unidos más homogéneo, más blanco, menos multicultural--, y "consuelo contra un futuro incierto". Se rechaza el país que existe, se añora el país que nunca hubo. La utopía puede ser arcaica, pero los deseos son intensos. 

(La Tercera, 9 de noviembre 2010)

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9 de noviembre de 2010
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Relativismos

Hay muchas formas de relativismo. Y con frecuencia hay quien hace mezclas interesadas. Hay un relativismo histórico, por ejemplo, que frivoliza con el lugar y el calibre de los acontecimientos, y tira de los conceptos hasta límites insoportables. Hay que entenderlo por sus efectos retóricos y no por el valor real y efectivo de sus juicios. Son esas gentes capaces de describirnos holocaustos, totalitarismos y genocidios con una frecuencia tan frívola como para terminar devaluando los auténticos holocaustos, totalitarismos y genocidios que se han producido en la historia. Tan relativistas, o banalizadores, que es lo mismo, son quienes utilizan estos conceptos como munición metafórica de uso generoso, como quienes se apoderan de ellos como exclusiva, de uso privativo para su propio provecho e interés: siempre son totalitarios los otros y ellos mismos exclusivas víctimas de genocidios y holocaustos.

Hay una segunda forma de relativismo, que es el que concierne a los valores morales. Aunque son construcciones históricas y culturales de orígenes muy diversos y en fases muy distintas de desarrollo, no hay lugar a duda de que el actual planeta globalizado cuenta ya con una base común, perfectamente fundamentada en el humanismo filosófico y religioso, que comparten todas las grandes creencias. No hay lugar para el relativismo moral ante la pena de muerte, los castigos corporales y las mutilaciones, la tortura, el secuestro y la detención indefinida, la discriminación de raza, sexo o religión y toda la ristra de atentados a los derechos humanos condenados por las declaraciones y convenciones internacionales. Hay, curiosamente, proclamados anti relativistas que han defendido la suspensión de estos derechos en determinadas circunstancias: Bush y sus neocons, por ejemplo; como hay defensores de estos derechos que comprenden sus suspensión cuando quien lo hace es una dictadura ?amiga?: la China si son de derechas y la cubana si son de izquierdas. Un tercer capítulo de relativismos lo componen los filosóficos, utilizados por quienes consideran que la verdad ontológica es inaprensible y que incluso nuestro conocimiento científico sólo adquiere solidez provisional cuando se atiene a unas reglas de conocimiento y a unos ciertos métodos empíricos de refutación y comprobación. Este, y no otro, es el relativismo contra el que quieren actuar los adalides de dogmas religiosos: se apoderan por una parte de la verdad filosófica, que quieren someter a la verdad teológica surgida de sus fuentes sagradas, sea la Biblia, los Evangelios, o el Corán; y extienden un velo de duda moral sobre la verdad provisional y práctica de la ciencia y de la tecnología, a las que sitúan incluso en la frontera de las utopías inhumanas. Esta es una tarea de clérigos, habituados a secuestrar y administrar la verdad al servicio de su poder y de sus intereses. Con el anti relativismo teológico arrastran un anti relativismo moral que con frecuencia no practican: basta ver hasta dónde ha llegado el relativismo de la jerarquía católica respecto a la pederastia, capaz de erigir su juicio secreto y privado en verdad por encima de las leyes civiles. La operación posterior es arrastrar luego el anti relativismo histórico, en una amalgama que suele hacer furor entre ciertos laicos agnósticos e incluso ateos atraídos por el conservadurismo católico: ahí están los teocons, Oriana Fallacci o Marcelo Pera, partidarios de un europeísmo cristiano exclusivista e islamófobo, que sirve tanto a los objetivos de la extrema derecha israelí como al neointegrismo vaticanista. Detrás de la solida cabeza universitaria de Ratzinger, reivindicada estos días en España por algunos con motivo de su viaje a Santiago y Barcelona, yo no veo modernidad alguna ni capacidad de respuesta a los retos de la globalización y de la diversidad cultural y religiosa de Europa. Al contrario, un pensamiento dogmático y arcaico, naturalmente tan pétreo como las catedrales en lo que se refiere a las creencias, la fe; pero relativista en su apreciación de la historia y relativista también en la moral práctica. Por eso sus deslices semánticos no son tales, sino que expresan las debilidades y fortalezas de la Iglesia jerárquica y dogmática. Podemos observar, además, que las debilidades de esas apreciaciones históricas injustas le sirven para acentuar la fortaleza de su capacidad intimidatoria sobre el poder político en España y sacar réditos concretos en forma de pequeñas cesiones y concesiones de quienes gobiernan.

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9 de noviembre de 2010
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Delimitar lo que ha de saber un filósofo

En esta reflexión a cuatro bandas sobre la filosofía y su relación con los saberes especializados quizás sea útil transcribir lo que yo mismo escribía al respecto en uno de mis libros

"Delimitar lo que ha de saber un filósofo, pasa, en primer lugar por el establecimiento de un listado de esas interrogaciones filosóficas elementales... Tal listado debe incluir cuestiones relativas al espacio, al tiempo , a la condición lingüística, a la diferencia entre lo humano y lo meramente animal, al vínculo entre tiempo y corrupción, al vínculo entre palabra y música, a la función de la representación plástica, etc. .

Reflexión para la que será fértil apoyo un saber indiscutiblemente técnico, es decir, inequívoco y controlable. Tal saber incluye necesariamente aspectos relativos a genética,  lingüística, mecánica clásica, mecánica cuántica, teoría de la relatividad, teoría matemáticas de conjuntos, topología algebraica, teoría físico-matemática del campo, teorías ondulatorias de la luz y del sonido, momentos de la historia de la teoría musical, historia conceptual del arte...y un no muy largo etcétera

Aun en el caso de que se haya ya pasado por  el aprendizaje de alguno de estos puntos, rememorarlos en función de una interrogación filosófica y siguiendo un estricto hilo conductor, supone, no sólo actualizarlos, sino darles vida, es decir, librarlos de la esterilidad consistente en no saber a qué  responden, esterilidad en la cual son fácil presa del olvido

 

Nunca se reiterará en exceso que la filosofía, precisamente por constituir una exigencia elemental del ser lingüístico, alcanza un elevado grado de complejidad. Pues las cuestiones elementales son la auténtica matriz, tanto de la disposición espiritual que conduce a la ciencia como de la que conduce a la exigencia artística. La matemática, la reflexión musical, o la física teórica, encuentran en la filosofía un auténtico punto de convergencia, una "unidad focal de significación", según la formulación aristotélica. En  ausencia de esta última, las disciplinas particulares quedan privadas de significación, es decir  reducidas a la insignificancia. No otra cosa indicaba Descartes, cuando añadía a sus trabajos científicos ese prólogo legitimador conocido como Discurso del Método

Cierto es que la distribución del saber está hecho de tal forma que los lectores de Descartes, o bien son especialistas en algún retazo del contenido científico, o bien son especialistas en el prólogo (estos últimos son precisamente los formados en la facultad de filosofía) Extraña quiebra que Descartes viviría como auténtica mutilación, pero que no escandaliza a los voceros culturales ni a los  responsables de nuestra formación.

Expresión tristemente ejemplar de esta situación es lo que hace unos años pasaba con la matemática (afortunadamente ya no es así). Pues se introducía a los niños en esta disciplina mediante la Teoría de Conjuntos, sin explicarles nunca cuál era la función quizás primordial de la misma, filosófica dónde las haya. Pues Georg Cantor, el fundador de la misma, pretendía ante todo disponer de un arma para abordar el problema esencialmente filosófico del infinito. Y cabe obviamente hacer matemáticas sin teoría formalizada de conjuntos, mientras que es imposible sin ella abordar con rigor "ese delicado laberinto" que, al decir de Borges, constituye la cuestión del infinito.

 

Lo que antecede implica  que poner el énfasis en el vínculo entre filosofía y ciencia puede incluso ser contrario a la exigencia filosófica, si no se precisa que la filosofía es algo más que meta- ciencia. No se trata en absoluto de decir que tras la práctica científica surgen problemas teóricos a cuya confrontación llamaríamos filosofía. Se trata precisamente de reivindicar  una jerarquía contraria:

De las interrogaciones elementales surge la necesidad de análisis de fenómenos,  descripción de los mismos, y eventual ordenación en conjuntos, a todo lo cual   denominamos ciencia. De la ciencia pueden surgir aporías, por ejemplo relativas a la coherencia de sus diferentes ramas, que no conciernen directamente a lo que se planteaba en el origen. En este caso la meta-ciencia no es (al menos directamente) filosófica. Mas también ocurre que la reflexión meta-científica enlaza directamente con lo que desde el origen se formulaba, y entonces estamos de lleno en la filosofía.

Así prácticamente la totalidad de la producción meta-científica de Einstein,  en este caso meta-física, es puro retorno a los problemas de espacio tiempo, continuidad y cosmología que ocupan a la filosofía desde siempre, y  sistemáticamente al menos desde Aristóteles. Pueden darse muchos otros ejemplos de este auténtico reencuentro de la ciencia con su origen. Origen que debería determinar algo más que las consideraciones de aquellos científicos que (como en los casos de Einstein, John Bell o Erwing Schrodinger)  están ya avanzados en su propia disciplina.

Si la enseñanza, desde prácticamente la escuela primaria,  tuviera en cuenta el intrínsico lazo entre todas y cada una de las disciplinas del saber y las interrogaciones elementales de la filosofía, si la savia  de esta ultima siguiera vitalizando el segmento que al desplegarse  se convierte en ilimitado y sinuoso camino...entonces no se daría  esa sensación, a la vez de dificultad y de indiferencia, que paraliza a tantos escolares a la hora de elegir entre materias  que, en apariencia, carecen de conexión entre ellas y de lazo con lo que a la vida de los hombres da sentido.

De ahí que la reivindicación de la filosofía... sea de carácter normativo. Se trata de luchar contra la situación antes descrita, en la que la sociedad se erige en conformidad a un postulado de repudio de la filosofía. La lucha por la generalización de ésta al conjunto de los ciudadanos y por  su erección en causa final  de la formación educativa, tiene como inmediato corolario el que se considere ilegítima toda circunstancia social en la que el embrutecimiento, bajo forma de trabajo o bajo forma de ocio, prime.

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9 de noviembre de 2010
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Michel Houellebecq, premio Goncourt

Houellebecq entrando a la ceremonia Y otra buena noticia para Anagrama: luego de años y años de espera, Michel Houellebecq al fin gana el Premio Goncourt con la novela La carte et le terrotoire (El mapa y el territorio), tan polémica para muchos, acusada de plagio incluso, y que fue adquirida en Fránkfurt por Anagrama en el ?regreso del hijo pródigo? (pues todas sus novelas fueron editada en ese sello, salvo la penúltima, que salió en Alfaguara) La nota en El País dice:

La novela, la quinta del escritor, que se ha impuesto por siete votos contra dos, es un retrato despiadado de ciertas posturas contemporáneas en la que el escritor, además de arremeter contra el arte o la vida en el campo, se parodia también a sí mismo. Partía como favorito. En un artículo aparecido ayer en Le journal du dimanche, varios críticos de distintos medios franceses apuntaban a la novela de Houellebecq como a la obra con más posibilidades de hacerse con el premio por su calidad. Por ejemplo, Raphaëlle Rérolle, de Le Monde aseguraba: ?La Carte et le territoire es una novela apasionante sobre la Francia contemporánea. Continuamente leído y comentado, este hombre no puede ser excluido de los premios literarios sin que se haga el ridículo?. Hasta ahora lo había sido: ya fue finalista del Goncourt en dos ocasiones: con Las partículas elementales en 1994 y con La posibilidad de una isla. El escritor, nacido en 1958, ha sido protagonista de varias polémicas a lo largo de su carrera por sus irreverentes declaraciones, entre otras cosas, contra el Mayo del 68 o contra el Islam (?la religión más idiota del mundo?, dijo en 2001) Tampoco en esta ocasión se ha librado del escándalo. A pocos días del lanzamiento editorial de esta novela, algunos críticos le acusaron de haber copiado algunos pasajes, directamente, de la Wikipedia. Esto, no obstante, parece no desmerecer del conjunto de la novela, considerada por la mayoría de la crítica especializada como la mejor narración de este escritor francés y colocada ya desde hace semanas en los puestos de libros más leídos en Francia.

Por otra parte, el blog de Pierre Assouline da más detalles sobre la premiación y su teje y maneje, que incluye a un Houellebec amansado para convencer al jurado en contra:

L?auteur ensuite, Michel Houellebecq, soudainement sympathique et souriant durant sa tournée de promotion médiatique, serein et assagi, pas un mot plus haut que l?autre, pas la moindre insulte scatologique ad hominem comme il en a généralement le goût, évitant soigneusement les dérapages, déjouant les pièges, posant en photo avec son chien dans les bras, poussant même jusqu?à souhaiter une bonne journée aux auditeurs d?Europe

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8 de noviembre de 2010
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Antonio Ungar, premio Herralde

Antonio Ungar. Foto: Mario Múnera ? y yo advertí: ojo con el colombiano. Mis dos apuestas eran que tras el seudónimo podían estar Antonio Ungar o Juan Gabriel Vásquez. Y no me equivoqué. El Premio Herralde de Novela 2010 fue para el narrador colombiano Antonio Ungar y la novela Tres ataúdes blancos. Un fallo en el que hay que destacar varios aspectos. Primero, es el primer colombiano en ingresar a la lista de Anagrama (o uno de los poco, me parece que Evelio Rosero publicó hace décadas un libro ahí). En segundo lugar, el premio vuelve a América Latina, luego de que el año pasado fuera completamente español. Y en tercer lugar, no hay Finalista este año, lo que comprueba que la calidad de los semi-finalistas (14 en total) estuvo por debajo de lo esperado.  Antonio Ungar publicó las novelas Orejas de lobo y Zanahorias voladoras y el libro de cuentos Trece circos y otros cuentos comunes. Fue uno de los seleccionados del Bogotá39 y hasta hace poco ha vivido en Palestina. Actualmente vive en Bogotá. La novela, al parecer, es un thriller político que ocurre en un país latinoamericano. Dice la nota:

Tres ataúdes blancos es un thriller en el que un tipo solitario y antisocial es forzado a suplantar la identidad del líder del partido político de oposición y a vivir todo tipo de aventuras para acabar con el régimen totalitario de un país latinoamericano llamado Miranda. Ese argumento de thriller bizarro es, sin embargo, una suerte de estructura vacía, un esqueleto en el que la novela crece, salvaje, impredecible, saliendo a borbotones de la voz del protagonista. Desaforado, desquiciado, hilarante, el narrador usa todas sus palabras para cuestionar, ridiculizar y destruir la realidad (y para reconstruirla de nuevo, desde cero, como nueva). Perseguido sin descanso por el régimen del terror que en Miranda todo lo controla y por los abyectos políticos de su propio bando, solo contra el mundo, el protagonista es finalmente alcanzado y cazado. Su enamorada en cambio consigue huir milagrosamente, y con ella queda viva la esperanza de un nuevo comienzo para la historia.Tres ataúdes blancos es un texto abierto, polifónico, dispuesto para múltiples lecturas. Puede ser entendido como una sátira feroz de la política en América Latina, como una refinada reflexión acerca de la identidad individual y la suplantación, como una exploración de los límites de la amistad, como un ensayo sobre la fragilidad de lo real, como una historia de amor imposible. Envuelta en un envase de thriller fácil de abrir y de leer, llena de humor, esta novela propone sin duda un juego literario complejo y fascinante. La novela que consagra indiscutiblemente a uno de los autores mayores de su generación en lengua española.

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8 de noviembre de 2010
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Mails

Entre el teléfono y la carta se encuentra el mail. Pero no parece tan seguro este orden si se le añade el mensaje corto y las comunicaciones en las redes sociales. ¿Qué categoría, por tanto, posee el mail? Hay cosas que no parece correcto trasmitir por mail pero el cine y la realidad se encuentran ya poblados de incontables ejemplos en los que el mail incorpora  mensajes trágicos y decisivos. ¿Será el mail, entonces, el lugar común de todas las comunicaciones, graves o leves, tal como fuera la presencia oral en otros tiempos más simples? 

La pregunta carece de pertinencia.

 Con múltiples formas de comunicaciones la comunicación adquiere a la fuerza rangos y significaciones diferentes. ¿Es más confidencial la  carta que el e-mail? Inmediatamente nos parecería que sí pero ¿qué decir de los accidentes que pueden sobrevenir a un sobre en su largo viaje? El mail, en cambio, traza un arco libre, cierto e instantáneo de persona a persona. Y también es así para el mensaje corto. O, en general, para cualquier contenido que circule por el ciberespacio que es al espacio tradicional lo que la nube al suelo, lo que el soplo al susurro, lo que la flecha a la piedra, lo que la bomba de neutrones a la bomba de mano, más cercana la segunda que la primera, pero también menos precisa y, al cabo, menos selectivamente humana, tan cercana a la tierra como próxima a su indiscriminada  brutalidad. (continuará)

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8 de noviembre de 2010
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Sobre una exposición madrileña

No sé qué tienen los grandes satíricos que siempre me caen simpáticos. Y eso que pueden ser rematadamente antipáticos, como Goya, o de un humorismo rasposo y secreto, como Beckett. Nada sé sobre el carácter personal de James Ensor, el más grande satírico del siglo XX (¿o hay quien lo dude?) pero me parece un tipo perfectamente simpático.

    He dicho "satírico" y debo corregirlo inmediatamente. No es sólo sátira lo que hay en este portentoso heredero del Goya más incisivo, hay también una amorosa desesperación provocada por la idiotez humana. Como al español, también a Ensor le asquea la cobardía, la crueldad, la petulancia, la obsequiosidad, el gregarismo de los humanos, y también, como a Goya, le alivia mostrar esa parte monstruosa con toda la ternura de un arte excepcional. ¡Cuánto "Entierro de la sardina" hay en Ensor! Aunque, a diferencia de Goya, el belga expresa la indigencia espiritual de sus personajes en la forma misma, en ese dibujo que parece un grafito de retrete o la temblorosa mano de un borracho.

    La particular monstruosidad de Ensor y de Goya (porque hay muchos modelos de monstruosidad y no es lo mismo un monstruo felliniano bonachón y católico, que otro de David Lynch despiadado y repugnante), la suya, digo, bien podría adoptar la categoría de lo grotesco según Wolfgang Kayser, cuyo clásico trabajo sobre este concepto acaba de reeditar Machado Libros. Dice Kayser que Ensor inventa las "turbulentas masas, las grumosas multitudes" que ya conocíamos desde Signorelli, Callot, El Bosco o Brueghel, pero en ellos todavía la masa estaba compuesta por grupos bien formados, en tanto que la masa de Ensor es una pasta amorfa, sin fisuras, en verdad "nuestra" masa, la de los medios de formación de masas y la de los partidos políticos.

Es curioso que Kayser no mencione las masas de Goya, como las que asoman siempre por detrás de los muros y que Manet pilló de inmediato e incluyó en sus fusilamientos de Maximiliano, aunque es cierto que también son clásicas en el sentido por él subrayado, o sea, que están construidas por grupos independientes que "componen". Las de Ensor en cambio, son botellón puro.

 

 

 

La Fundación Carlos de Amberes expone la integral de la obra gráfica del artista flamenco y en el admirable catálogo hay un breve texto de Alechinsky donde dice algo que sólo un artista se atreve a decir: que un grabado de Ensor ("Estrellas en el cementerio") le hizo sospechar a edad muy temprana el trabajo azaroso, informe, grumoso y sin embargo fundado de que era capaz la pintura, pero que no aparecería hasta el dripping de Pollock. Cuenta con mucha gracia la indignación del director del Gabinete de Estampas de la Biblioteca Real de Bruselas cuando le expuso su idea con el fin de proceder a un examen más detenido del grabado. La comparación de Ensor con Pollock puso fuera de sí al funcionario (Louis Lebeer) el cual se negó infantilmente a mostrarle la plancha original arguyendo que era defectuosa, que la resina se había descompuesto y que sería un insulto para Ensor mostrar un grabado fallido.

    Alechinsky lo había visto muy bien: en las manchas de Pollock que el azar junta y revuelve y separa y confunde y mezcla y embrolla, está la verdad de la moderna masa indistinta y sumisa, aborregada, estúpida, sonriente, la de Ensor, por ejemplo, en la que no hay individuos sino manchas, esa masa de "La entrada de Cristo en Bruselas el Martes de Carnaval de 1889", descomunal aguafuerte que puede verse en la Fundación madrileña. O mejor aún en "La Muerte persiguiendo al rebaño de humanos" de 1895, a cuyo lado las Metrópolis satánicas de Grosz parecen estampas bucólicas.

 

ensor

 

¡Qué privilegio, pasear entre estos dibujos grotescos buscándose uno mismo entre los apiñados grupos de imbéciles masivos! ¿Soy ése, aquel, o acaso esotro? Porque alguno de ellos soy, no me cabe la menor duda.

 

(Quiero agradecer a la gentil Beatrice Marcus y a la Fundación Carlos de Amberes las ilustraciones de esta página)

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8 de noviembre de 2010
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Tonterías las justas

 

Durante milenios, las ceremonias mediante las que se proclamaban las categorías de padre e hijo, fueron dos: la más antigua, la covada, donde el padre se encama y es objeto de las atenciones que corresponden a quien acaba de parir, y la que vino despues, el alzamiento a la rodilla, donde el hijo es tomado del suelo por el padre y, puesto sobre sus rodillas, lo nombra por primera vez, con lo cual pasa de víscera innominada a persona.

De la primera a la segunda ceremonia hay un ascenso en la dignidad y, sobre todo, el poder del padre, que pasa de estar tumbado y ser objeto pasivo de atenciones, a estar sentado y determinar la conversión en hijo del producto todavía no humano que evacua la madre.

En las familias lingüísticas indoeuropea y semítica, la rodilla ha generado un especial caudal significativo procedente de la ceremonia de alzamiento y puesta de nombre por el padre. No es casual que en latín genu “rodilla” y genus “familia” se parezcan tanto, y lo mismo vale para el griego gony “rodilla” y genos “linaje”, el celtibérico ken “rodilla” y kentis “hijo”, el alemán Knie “rodilla” y kind “hijo”, el anglosajón cneo “rodilla” y ceneodan “nombrar”. Tampoco es producto del azar que el radical hebreo brk esté amigablemente compartido por “rodilla” y “bendecir”.

Las sociedades de covada eran matrilineales, lo cual no quiere decir que en ellas mandase la mujer, sino que lo hacía su hermano o su tío. Pero sí es cierto que el padre o marido no era propiamente considerado miembro de la familia, sino una suerte de huésped distinguido y necesario para su función. 

El nombre vasco del marido es senar, o sea, “macho del complejo familiar”. Para el nuevo concepto de padre con altar en sus rodillas y poder sacralizante en sus palabras, en aquitano y en vasco se tomó como préstamo el término indoeuropeo aita, que significa “ayo nutricio" o "preceptor”, carente de la preeminencia del pater familias, que de entrada era incomprensible en una sociedad de covada. En la Odisea, por ejemplo, Telémaco llama atta al porquero Eumeo, pero no a su padre Ulises; y en la Ilíada, Aquiles se refiere de ese modo a Fénix, pero no a su padre  Peleo.

Otro indicio claro de que aquitanos y vascos eran de covada se ve en la nomenclatura de los hermanos y hermanas donde se marca con -ba la relación referida a la mujer, mientras los varones relacionados con hombre quedan aislados y sin marca, como relacionados con lo irrelevante: arreba es hermana de hombre, neba es hermano de mujer, y aizpa es hermana de mujer; anaia, hermano de hombre, no tiene marca, queda suelto. Y también asoma la covada en la importancia de la categoría iloba “sobrino”, que expresaba la relación de linaje con los tíos maternos, y al llegar la moda patrilienal, se equiparó con la de “nieto”.

La categoría de esposa o señora no existía en la sociedad matrilineal. Para designar el nuevo estatus, el aquitano y el vasco importaron del celta el término andere. También eran de covada los cántabros y otros pueblos hispanos. En el área mediterránea, consta esa información respecto a corsos y ligures. 

Mientras algunos estudios declaraban a finales del siglo XIX que la extraña moda de que el padre impostara ritualmente el parto, con movimientos y gemidos, y el puerperio, con reposo y comidas rituales, e incluso el embarazo, con restricciones dietéticas y reposo, ya no se llevaba en el “Viejo Mundo”, lo cierto es que hasta mediados del siglo XX, como mínimo, se ha seguido constatando alguna forma de covada en todas partes, de Laponia a Sudáfrica y de Borneo a Brasil. También, por supuesto, en Estados Unidos, Inglaterra, Francia o Alemania. 

Las formas más evidentes, como que el hombre, además de acostarse con el recién nacido, le pusiera su camisa y quemara la placenta en una gran hoguera ritual —práctica registrada en el Limousin y en Albacete, que resulta de una plasticidad, no ya evidente, sino envolvente—, han desaparecido antes que otras, más estilizadas, como que la mujer lleve los calzones del padre cuando se acerca el parto, o la obligación de que en éste no falte alguna prenda del marido, sea en la espalda o la cabeza de la parturienta, o en la ventana; incluso el sombrero sobre la almohada era suficiente en los países Bálticos, Alabama y Carolina del Sur. 

De una encuesta que organizó en 1901 el Ateneo de Madrid sobre nacimiento, matrimonio y muerte, hay un fichero con los testimonios relacionados con la covada (I-C-f-1 y -2) en el Museo Etnológico y Antropológico. Se concluye enseguida que debió practicarse en todas partes de España y no sólo en Cantabria, de donde párrocos enérgicos erradicaron la “indecente” costumbre en la segunda mitad del siglo XIX, según narraba Telesforo Aranzadi (De la “covada” en España) en 1910. 

En las respuestas de la encuesta del Ateneo, se repite el rasgo clásico de comprobarla en el vecino, mientras en casa ya se ha superado: “No existe en Mallorca […] En donde se ve más marcada es en la vecina Ibiza. Tan pronto como se presenta el parto, el marido se mete en la cama con su mujer, tomando tazas de caldo como ella y colocando al recién nacido entre los dos”. El de Menorca asegura que es algo del pasado, aunque “al padre que, en vez de desplegar su actividad se tumba a la bartola, se le aplica el mote de parterot, masculino de partera (recién parida según nuestro dialecto)”. El de Canarias asegura que ya no se practica el acostarse mientras lo estuviera la puérpera “pero continúan haciéndose agasajar al igual que sus mujeres paridas […] comen y beben lo mismo, las mismas veces y durante el mismo número de días”.

A esa encuesta se debe el más expresivo testimonio nunca habido. Es el remitido desde Tamarite, en Huesca. El informante, cumpliendo la preceptiva del género, empieza por asegurar que no se conoce tal cosa en su pueblo, sino “en la montaña de esta provincia a principio del siglo XIX”. Luego anuncia que lo referirá en latín, porque “el hecho es escabroso y no muy pulcro”. Y, por fin, cuenta lo que sigue: 

Geniale ad convivium, mulierum turba vocata

prope lectum venit, quo jacent conjuges ambo.

Tecti ¡pro pudor! apte sindone parato

apicem phali tantum ut vir ostendet queat.

Alia post aliam eumque digito pulsant

Genitor, ave, clamantes, tu genitor, ave.

Es una lástima que esté en latín, porque seguro que las damas de Tamarite o las de “la montaña”, se expresarían  con un desgarro y justeza que nos ha ocultado para siempre ese comedido “¡genitor, ave!”. Pero mucho más es de agradecer que el maestro latinista se haya decidido a contar de una vez para la posteridad que las vecinas invitadas a festejar el nacimiento se acercaban al lecho donde yacían los dos cónyuges, la que en apariencia había parido y el divo, y éste ostentaba todo lo que podía de su maravilla fálica, graciosamente puesta bajo sedoso lienzo, y las visitantes proclamaban su felicitación admirada. 

Esta ceremonia de reconocimiento que busca aplacar al señor susceptible coincide con lo observado en el rito de la covada en la Guayana Británica, donde el divo hacía dieta especial desde el quinto mes de embarazo, permanecía inmóvil en la hamaca durante el parto y los primeros días posteriores, y, mientras la madre volvía al trabajo con el recién nacido en bandolera, él era solíticamente cuidado por todas las mujeres del poblado. En el alto Paraguay, era lo mismo, pero con el detalle de que, cuando la presunta autora de la parte grosera del milagro, regresaba de lavar al niño la primera vez, no podía hablar, sino sólo mirar con recogimiento al divo.

Respecto a la antigüedad y el arraigo de esta apasionante pieza dramática, basta tener en cuenta su representación por los pobladores precolombinos de América. 

El abandono de la covada en España fue un proceso gradual que se inició con los fenicios y los griegos, muy influyentes en los tartesios y los íberos, y continuó con los celtas y los romanos. Con todo, duró hasta el siglo XX, en el que aún se documentan ceremonias reminiscentes de su antiquísima vigencia en toda la Península. 

En algún momento debio quedar claro que, para implicar al padre en esos arreglos convenidos que llamamos familia y sociedad, era preciso recompensarle con una categoría que lo resarciera de su irremediable envidia y complejo de ninguneado. El  apellido paterno proviene de la invención del padre pos-covada —o sea, del que alza al hijo sobre sus rodillas, lo nombra y, en consecuencia, lo reconoce como suyo—, que a su vez es modelo de las religiones y cosmovisiones elaboradas en la última media docena de milenios.

Hay ahora una proposición legislativa que dice querer eliminar la discriminación que supone la imposición automática del apellido paterno en primer lugar, en caso de desacuerdo. Se le podría objetar que, para que el arreglo antimachista resultara más pedagógico —que es la pretensión de fondo—, la madre tendría que poder imponer el apellido de su madre, y no de su padre, aunque, horror, no dejaría de ser el del padre de la madre de la madre, con lo que el enjuague hecho para liberar a las madres del machismo imperante no haría sino recordarlo. Siempre habrá un apellido paterno que se perpetúe—incluso en el sistema portugués donde se transmite en segundo lugar el segundo apellido del padre, mientras el primero, el materno, se ostenta pero no se transmite— porque, después de todo, el apellido es una invención para implicar al padre: en realidad, para crear al padre según la convención vigente.

Pero lo cómico de la cuestión está en la propia ley actual, convenientemente enrevesada por la proposición alfabetizadora. Hoy, para registrar la inscripción del nacimiento en la localidad de domicilio común de los padres, si es distinta del lugar en que se produjo el nacimiento, se exige que la solicitud se formule mediante comparecencia de los progenitores de común acuerdo. Esto se suele hacer con bastante frecuencia, porque la inscripción en una u otra localidad tiene su interés: aparte de los insondables motivos sentimentales y hasta políticos, hay legados testamentarios vinculados a ese detalle, así como multitud de disfrutes y derechos —caza, aprovechamientos, servicios— que también dependen de esa inscripción. Entonces, ¿por qué la bondadosa ley no contempla en este punto el desacuerdo y su definitivo desarreglo mediante la resolución alfabética? 

Lo mismo sucede con la imposición del nombre propio, que puede ser simple o doble, pero no faltón, ni malsonante. Ahora bien, ¿qué pasa en caso de desacuerdo? ¿Por qué no interviene aquí la apisonadora alfabética? En buena lógica legislativa, debiera aplicarse igualmente, así tendríamos al menos tres causas de líos, y no sólo una. Saltan a la vista dos querellas alfabetizables que se han dejado sin explotar y podrían dar juego. Y ya lanzados, nuestros solícitos legisladores podían proponer el orden alfabético para solucionar todos los desacuerdos de pareja, la casa, la custodia, y demás alegrías. Pero, ¿qué digo de pareja? Nada: para todos los conflictos nacionales e internacionales de la humanidad. ¿Litigios por raya fronteriza? Orden alfabético al canto. ¿Que dónde lo buscamos? Pues donde lo haya, en la toponimia, en el nombre de las naciones, las civilizaciones o sus ministros, donde sea, es omnipresente. Qué maravilla, así tenemos el mundo arreglado y podemos pasar a otra cosa

Ya la ley de 1999 introducía una pedagogía de la insidia, no por imponer una de las dos combinaciones posibles, sino por presentarla como solución para casos de desacuerdo —casos que propone y, en definitiva, promueve la propia ley, y eso es lo peor que puede hacer una ley—. Si no se han previsto soluciones alfabetizadoras para las posibles querellas por el lugar de inscripción y por el nombre propio, porque cualquiera ve que el padre y la madre acuden al registro a inscribir un acuerdo en ese sentido, ¿por qué se prevé una querella ad hoc en la cuestión del apellidamiento, y se remata con una necedad asnalfabética, que no hace sino consagrar la propia insidia? Si él se llama Gómez, y ella, Rodríguez, y disienten en el orden, ¿de qué le sirve a ella hacerlo constar? Puestos a legislar el bostezo, casi sería más salomónico ponerle a la víctima del desacuerdo un nombre de oficio.

Proponer la querella con alevosía leguleya, para imponerle una solución desjuiciada, está muy feo, la verdad. Mucho mejor es no fomentar querella alguna. No contemplar el desacuerdo, como se dice en la jerga —y nunca mejor dicho, porque se trasluce que hay contemplación con regodeo—, y que se inscriba el lugar de nacimiento, nombre propio y orden de apellidos, conforme al común acuerdo de los progenitores.


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8 de noviembre de 2010
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Perdida la sintonía fina

Saber quien consigue musitar sus consejos al oído del Pontífice Romano es muy difícil. Pero es evidente que Benedicto XVI ha escuchado con atención las recomendaciones llegadas desde Barcelona sobre las lenguas y las culturas de este país diverso, de forma que luego se han traducido en las palabras y en la liturgia, fuertemente impregnada de la mejor cultura musical catalana, en la ceremonia de consagración ayer de la Sagrada Familia como Basílica. Pero no han sido los únicos argumentos escuchados por el Papa en los días previos a su viaje a Galicia y Cataluña. También ha escuchado y ha asimilado argumentos menos sutiles y civilizados, como los que se pueden leer con frecuencia en los medios de comunicación de extrema derecha, mayoritariamente afincados en Madrid. De ahí esta frase como un bombazo, lanzada en el avión de Roma a Santiago, en la que ha comparado la creciente secularización actual con el ?laicismo agresivo? que hubo en España en la década de 1930.

El portavoz del Vaticano, el jesuita Federico Lombardi, ha intentado quitar hierro a estas palabras, hasta convertir la cuestión en un problema de interpretación. Otros, en una peligrosa banalización de la historia, las han querido analizar como un mero y merecido castigo táctico al Gobierno socialista español. No hay que entrar a discutir estos argumentos, que la más sensata evidencia desmienten: el trato económico y fiscal que recibe la Iglesia en España, sin comparación en ningún otro país en el mundo; su extensa red de docencia subvencionada, fruto de una situación histórica excepcional; la presencia de numerosos ministros católicos practicantes en el gobierno; el trato especial, privilegiado e incluso vulnerador de la no confesionalidad del Estado que se expresa en multitud de aspectos simbólicos de la vida pública española; el despliegue de seguridad, medios y autoridades y las numerosísimas deferencias oficiales en estos dos días de visita pontifica. ¿Todo esto es propio de un país con un síndrome de laicismo agresivo propio de los años 30, aquella década turbulenta que terminó en un baño de sangre, sufrido también por millares de religiosos católicos? Todo el mundo reconoce a Joseph Ratzinger su envergadura intelectual y universitaria. Más discutible es su comportamiento como guardián del dogma, aunque no es de cuestiones de este tipo de las que quiero escribir ahora. Y hay de nuevo un mayor consenso, poco exhibido por sus partidarios, sobre su escasa mano izquierda como político y diplomático. Es evidente incluso que en algunas ocasiones, como le sucedió en el discurso de Ratisbona, no ha sabido calibrar muy bien su papel como cátedro propenso a la especulación con su papel como Jefe de Estado del Vaticano y cabeza de la Iglesia Romana. Nadie debería ofenderse aquí por su comparación de la España actual con la España de los años 30, al menos como se ofendieron los musulmanes con sus frases que identifican el Islam con la violencia. Es tan evidente la inexactitud y tan injusta la comparación, que sólo puede anotarse en el capítulo de las maldades de sus consejeros españoles --que el oído del Pontífice no ha sabido distinguir--, útiles para los movimientos tácticos de la Conferencia Episcopal en sus relaciones siempre complejas con el Gobierno. Según la revista Forbes, Ratzinger es el quinto hombre más poderoso del mundo. Nadie va a discutir a estas alturas la importancia de su viaje a España y, sobre todo, a Barcelona, donde la jornada de ayer propulsará el atractivo ya universal que tienen Antoni Gaudí y la Sagrada Familia. Este viaje lo tenía todo para terminar de forma redonda y perfecta. Pero falló la sintonía fina. Funcionó por una vez con el catolicismo catalán, mucho más que con el anterior Papa. A su llegada a Santiago, aseguró que España ?en los últimos decenios, camina en concordia y unidad, en libertad y paz, mirando al futuro con esperanza y responsabilidad?, palabras en directa contradicción con las que había pronunciado en el avión. Si es notable la 'finezza' del escribano de sus discursos, también es bien claro el tosco objetivo político de quien le sopló la comparación infame.

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8 de noviembre de 2010
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Siete maneras de matar a un gato

 

Inevitablemente, llega la enésima salvajada. La novela se abre con la minuciosa descripción de cómo se desnuca un gato que luego es decapitado, desventrado y despellejado a fin de dejarlo listo para ser devorado. "Hace una semana que no como carne", dice el narrador a modo de explicación ante su falta de condena por lo que le está ocurriendo al gato. "Estoy harto [...] de la polenta hervida, del arroz con gorgojos que conseguimos gratis del mayorista de Zavaleta y de las ciruelas que le robamos al portugués Oliveira".

                En vista de semejante apertura, y teniendo en mente el título de la novela, el lector se prepara para lo peor, es decir, las restantes  ejecuciones que vendrán. Y vienen, salvo que las victimas no son gatos sino seres humanos, muchos de ellos adolescentes, como el narrador, el Gringo, o su compinche, el Chueco. Hasta que, ya decididamente alarmado por los acontecimientos, el lector decide averiguar qué relación tiene con la realidad eso que le está contando el Matías Néspolo que se esconde detrás del narrador.

                Y resulta que Zavaleta, la barriada del sur de Buenos Aires donde está situada la narración, no sólo existe sino que ostenta el desgraciado estigma de ser uno de los lugares más peligrosos de la capital argentina. Basta dar un pequeño repaso a la crónica de sucesos del barrio para recolectar un repertorio de muertes violentas y salvajadas varias que el lector avezado, o sea, aquél que haya pasado de las cien primeras páginas, le sonarán extrañamente familiares: niños drogados, adolescentes que roban y matan a cambio de prácticamente nada, adultos que viven del tráfico y la prostitución, policías corruptos y, muy de cuando en cuando, un destello de humanidad, un gesto reconocible como perteneciente a un universo racional, una reflexión que podría surgir de una conciencia moral. Pero ya digo que son como destellos fugaces  que surgen muy de cuando en cuando de la negrura de un acontecer en el que lo primordial es llegar vivo a la noche, y una vez alcanzada tan efímera meta, arreglárselas para emerger de ésta vivo y con los arrestos necesarios para afrontar una nueva jornada en la que no se vislumbra la menor esperanza,

                Aun a riesgo de desorientar aún más al lector acerca de lo que va a encontrar según vaya pasando páginas y saltando de un capítulo a otro, he considerado indispensable hacer esta advertencia preliminar porque al mismo tiempo también creo indispensable decir que se trata de una muy notable novela y que en Matías Néspolo apuntan los rasgos que distinguen inequívocamente a un futuro  gran narrador. Asimismo considero indispensable hablar muy elogiosamente del ritmo, la tensión y el interés que suscitan las peripecias del Gringo, el Chueco, el Jetita o el Gordo Farias y su muy atractiva hija Yanina, por no hablar del resto de personajes muy bien perfilados que entonan este cántico coral surgido de la miseria y la desesperanza asumidas y, por ende, irredentas. Desde el primer encuentro con ellos los sabemos condenados a sufrir encontronazos brutales dentro de ese espacio que, como lo describiría Beckett, es lo bastante grande como para permitir dar vueltas y moverse por su interior, pero no lo suficientemente amplio como para  no saber que tiene límites y que éstos son infranqueables. Y tampoco se precisa una gran perspicacia para caer en la cuenta de que esa descripción valdría asimismo para cualquier  infierno. Lo cual hace más meritorio, y resalta aún más el  notable manejo de unos recursos narrativos indispensables para mantener durante más de doscientas páginas la ficción de que no se trata simplemente de una historia de perdedores que pierden (faltaría más), o de una situación en la que, si no hay escapatoria, si la partida está jugada de antemano, entonces se trata únicamente de asistir a una agonía. Y no. Teniendo en cuenta las muy considerables distancias que los separan en el tiempo, el espacio y, sobre todo, en sensibilidad, leyendo Siete maneras de matar un  gato es imposible no reconocer destellos del Baroja de La lucha por la vida, por la misma razón que leyendo La Busca, Mala hierba o Aurora roja es imposible no reconocer destellos de los Dickens, Balzacs y Dostoievskis que precedieron al ilustre panadero. Pero ya digo que es preciso dar un considerable salto atrás porque, así de sopetón, Matías Néspolo es un habitante tan inconfundible del Buenos Aires barriobajero y canalla que incluso se ha considerado necesario incluir al final un pequeño glosario porque la mitad de las veces resulta difícil entender de qué hablan él o sus personajes.

Siete maneras de matar a un gato

Matías Néspolo

los libros del lince

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8 de noviembre de 2010
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El Boomeran(g)
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