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La máscara funeraria

Hubo una época en la que a los grandes hombres se les sacaba un molde del rostro cuando morían. Del negativo en cera de la cara del moribundo salía la escultura mortuoria, la máscara funeraria, que pasaba a engrosar las reliquias del finado. Esta tarea la hacen ahora los medios de comunicación, que vuelcan en cuestión de horas un torrente de palabras e imágenes sobre la muerte del ?grosso personaggio?, al que le sucede lo que a todas las súbitas corrientes de agua: la falta de control produce desbordamientos y excesos, a veces bordeando el ridículo, casi siempre entrando de lleno en la exageración. No hay que darles mucha importancia, porque son meras coronas mortuorias, licencias mediáticas que se desvanecen en cuanto se da el duelo por despedido a la salida del cementerio.

El escultor que se encarga de la máscara quiere construir una imagen culminante, la síntesis de una personalidad y de una vida, trenzada por los éxitos y los logros a los que se debe la fama y el prestigio y apenas moteada por los fracasos, las villanías o los comportamientos mediocres. De ahí que este momento crucial para la posteridad descarte la teoría contraria: que una vida pueda ser una concatenación de fracasos, uno detrás de otro, apenas ensombrecidos por unos pocos destellos victoriosos, que en ninguno de los casos alcanza la cima anhelada y señalada por el desenfreno de la ambición. Este hombre quiso ser presidente de su país y tuvo que contentarse con presidir su región. Quiso reformar desde dentro un régimen de matriz estrictamente totalitaria, y lo hizo con talento y talante autoritarios, pero tuvo que conformarse con que fueran otros correligionarios suyos los que pactaran la ruptura con las instituciones y leyes de la dictadura en los acuerdos de la transición con la oposición. Intentó ganar en las urnas lo que había perdido sin ellas y también fracasó, convirtiéndose en el líder de una derecha nostálgica y ultramontana. Se creía rompetechos pero nunca rompió el suyo y esto fue su ruina: era más apreciado por la izquierda en el gobierno como jefe sempiterno de la oposición que por la derecha aspirante. Cayó en un error internacionalmente imperdonable: no propugnar el voto afirmativo en el referéndum sobre la OTAN, suficiente para descalificar a un partido conservador occidental. Le costó sacar a la derecha del pozo, pero lo que él no había podido conseguir lo hicieron sus herederos; sin complejos, después de haberle creado el complejo de que un ministro de la dictadura jamás llegaría a la meta. Fracasos, errores, villanías... No voy a seguir, los materiales están a mano: Grimau, Ruano, Montejurra, Vitoria... Nunca fue un demócrata, aunque arrimó el hombro en favor de la democracia después de navegar en tantas ocasiones en dirección contraria. No olvidemos a uno de sus maestros, don Carlos, el jurista nazi Carl Schmitt. Era una vocación política total, una ambición sin freno, dispuesto a todo. Habría sido un caudillo en tiempo de caudillos y quiso ser un presidente electo en tiempo de elecciones. Pero no pudo ser, entre otras razones porque mucho habría que decir sobre su pericia y sus habilidades; bien discutibles a la vista de tantos fracasos. Más claro sería hablar de oportunidades, que las tuvo en dictadura y en democracia: este hombre tuvo muchas y no consiguió sacarles provecho, aunque se esforzó con voluntad bien oportunista, haciendo concesiones cuando hiciera falta. Nadie puede decir que fuera un hombre de convicciones. Como sucede con las trayectorias largas, hay una piadosa tendencia a confundir las virtudes de su tiempo con los méritos de quien finalmente no es más que uno más entre muchos protagonistas. Cuesta encontrar un momento, una institución, una historia concreta que se la debamos entera y sea toda ella mérito suyo. Algunos caracolean buscándola y se dan de bruces con lo contrario, con los fracasos y los errores. Para mi gusto quien más se ha acercado a la definición de su máxima obra de beneficencia ha sido Rosa Montero: es el tipo que se comió a los caníbales y un caníbal él mismo al que debemos estar agradecidos por esta hazaña que justifica toda su vida política.

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16 de enero de 2012
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Elegancia social

No sé si la crisis acabará con lo que antiguamente, en frase de un cierto sabor rancio, se llamaba la elegancia social del regalo. Por si no es así, y pensando, pasadas ya las Fiestas por antonomasia, en la inminente llegada de San Valentín y el Día del Padre, doy aquí ideas, basadas en mi propia experiencia de regalador de discos.

     El primero es excepcional en su originalidad. Se llama ‘France 1789' y consiste en una selección de canciones revolucionarias interpretadas por una gente que lleva ya algunos años resucitando con artisticidad y fidelidad el repertorio de la ‘chanson' popular francesa, que ni mucho menos empezó, como algunos piensan, con Jacques Brel o George Brassens. El promotor del empeño y principal intérprete, el barítono Arnaud Marzorati (que trabaja, utilizando siempre instrumentos de época, con el refinado sello discográfico Alpha 810) nos descubre en esta ocasión un conjunto de piezas jacobinas y antimonárquicas, irreverentes y blasfemas, entre las que no falta alguna elegía de corte lírico, como la bellísima ‘Oye mi voz, acaba con mis males', delicada composición de autor anónimo que, siendo un alegato contra la tiranía, consigue la intensidad patética de un ‘lied' romántico.

   He disfrutado mucho también, en la vena sombría, con la grabación reciente de la obra maestra de Britten ‘The Turn of the Screw' (‘Otra vuelta de tuerca' o simplemente ‘Vuelta de tuerca', como propone su mejor traductor al castellano). Publicada por el sello Glyndebourne, que recoge los mejores montajes del célebre festival inglés tomados en vivo, esta versión de una de las más grandes óperas del siglo XX fue dirigida en lo musical, con mucha sutileza, por Edward Gardner, y cuenta, entre otras excelentes prestaciones vocales, con la de la soprano Camilla Tilling en el papel de la gobernanta rodeada de niños poseídos y fantasmas mefíticos que ideó en su novela corta homónima Henry James.

     Mi último goce ha sido el descubrimiento de que Johann Sebastian Bach, además de unos ancestros, unos hijos, un suegro y una segunda esposa de gran talento musical, tenía un familiar más lejano, un tío de su propio padre, oscurecido indebidamente por el paso de los siglos. Ese tío segundo fallecido en 1703, y cuyas composiciones conoció de joven Johann Sebastián, se llamaba Johann Christoph Bach, y de él ha sacado John Eliot Gardiner (en su sello ‘Soli Deo Gloria') una selección de arias, lamentos, motetes y diálogos amorosos que está entre lo mejor que he oído del repertorio tardo-barroco. Intensidad, don melódico, poderoso sentido dramático, en interpretaciones de altísimo nivel.

    Los tres discos los encontrarán ustedes en las mejores tiendas del ramo, otra frase suavemente rancia del pasado, y si no tienen una cerca de casa búsquenlos a través de Diverdi (www.diverdi.com), estupenda distribuidora independiente que también dispone de un ‘outlet' físico en el centro de Madrid.

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16 de enero de 2012
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Yo, por mi música, mato

 

Los antiguos escribían y leían sobreentendiendo cosas que nosotros no leemos, ni deducimos entre líneas, ni de ningún otro modo. Mauro Servio Honorato, gramático nacido hacia 370, escribió este comentario a la Eneida VI, [107]: Sine gaudio autem ideo ille dicitur locus, necromantia vel sciomantia, ut dicunt, non nisi ibi poterat fieri: quae sine hominis occisione non fiebant; nam et Aeneas illic occiso Miseno sacra ista conplevit et Vlixes occiso Elpenore. Lo que quiere decir que la práctica de la necromancia (adivinación mediante consulta a los muertos) o de la esciomancia (adivinación mediante consulta a las sombras) precisaba el viaje a ese lugar sin alegría que es la morada de los muertos y adonde no era posible llegar sin sacrificio humano. Por eso Eneas lo hizo después de matar a Miseno, y Ulises, a su vez, una vez matado Elpenor.

Cualquiera que lea los pasajes correspondientes de la Odisea y la Eneida, notará que el texto no dice expressis verbis que Ulises sacrificó a Elpenor, ni que Eneas hiciera lo propio con Miseno. Sin embargo, a la luz del comentario de Servio, aparece otra lectura. Elpenor, descrito como el mas joven y menos heroico de los compañeros de Ulises, se mató al precipitarse borracho desde lo alto de la morada de Circe. Quedó insepulto y luego fue la primera alma que se apareció a Ulises en el Hades reclamándole una sepultura adecuada. El lance se calca en la Eneida con Miseno, joven compañero de expedición que había fallecido en el mar, y que luego reclama a Eneas ser enterrado como es debido para que el héroe pueda consultar al alma de su difunto padre Anquises.

La redacción está cuidada de modo que esas muertes con valor sacrificial de Elpenor y Miseno no parezcan tener relación alguna con Ulises y Eneas, que hacen como que no se enteran de ellas hasta encontrarse en el puertas del más allá. Sin embargo, eran muertes imprescindibles para el descenso del héroe a la morada de los difuntos, y están narradas siguiendo un modelo antiquísimo, pero en una época que ya no aprobaría que el héroe sacrificase a las claras a un compañero. 

Pero, una vez bien perfilado el lance gracias al comentario de Servio, no solo se hace evidente que Virgilio lo sobreentendía así al leer la Odisea y, en consecuencia, hacía su correspondiente calco en la Eneida, sino que se ha tratado de un lugar común y predilecto para otros autores. Lucas, el evangelista más observador y  literato, narra en Hechos de los Apóstoles 20, 7-12 la historia de Eutico, que estaba sentado en lo alto oyendo predicar a Pablo y se cayó, matándose del mismo modo que Elpenor y, no por casualidad, en la Tróade, lugar de suma resonancia homérica. También en los Hechos de Pablo se narra lo mismo de Patroclo, copero de Nerón, que se cae y mata mientras asistía desde lo alto a la predicación de Pablo. En estos dos casos, el héroe apóstol se cubre de gloria resucitando convenientemente a los precipitados; en la épica, en cambio, el héroe procede a enterrarlos para poder seguir adelante con su propósito glorioso de descender a la morada de los difuntos, platicar con ellos, y regresar.

¿Dónde encontramos el modelo primigenio de esas muertes sacrificiales necesarias para ser un gran héroe llegar a la morada de los difuntos? Pues en la literatura sumeria, cómo no. Allá se narra el viaje de la diosa Inanna, que tiene el valor de abandonar los esplendores de su existencia celestial y terrena, para visitar la región tenebrosa y sin retorno. En su descenso debe ir abandonando una a una sus siete potencias divinas, debe ir muriendo. La heroicidad es vista como absolutamente desmesurada por los propios difuntos: “Si eres Inanna, del lugar donde el sol se levanta, ¿por qué has venido al país sin retorno y tu corazón te lleva hacia la ruta por la que ningún viajero regresa?” (Kramer: Inannas Descent, 82). En la versión acadia del mismo mito, Inanna se llama Istar (antecedente de la Astarté fenicia, la Afrodita griega y la Venus romana) y debe franquear siete puertas de siete murallas, despojándose con ello de las siete potencias que hacían de ella un ser vivo.

Y cumple decir que el más famoso émulo del periplo mortuorio es Jesucristo, que se dedica a que lo maten para no ser menos que los dioses y héroes que le han precedido, de modo que que crucifixus, mortuus, et sepultus, descendit ad inferos… 

Orfeo, el héroe músico, también quiso cometer la consabida hazaña. Pero, como era artista, su lance reviste las particularidades de su profesión. En realidad, revisado su periplo a la luz del comentario de Servio, se patentiza que su viaje a los infiernos es con el fin de ganar más público, que es la perenne heroicidad del artista, y el papel de la necesaria muerte sacrificial le toca a Eurídice. O sea, Orfeo mata a Eurídice con un propósito artístico: hacer una gira y triunfar a lo grande en un lugar nunca visto y ante un público extraordinario. Platón, que entendía del género y también le puso su muerto —el insepulto Er, hijo de Armenio mencionado en Sócrates 614b, eco reminiscente de Elpenor y de Patroclo, entre otros— consideraba que Orfeo fue un cobarde incapaz de morir de amor pero, podemos apuntar ahora, muy capaz de matar para triunfar. Era imposible que Eurídice regresara viva de allá, eso ya lo sabía Orfeo, que justo había utilizado su muerte para poder acceder a aquel escenario, y con razón pudo decir “yo, por mi música, mato.”

 

 

 

 

 


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16 de enero de 2012
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La personalidad

Recuerdo que en mis años de bachillerato, hace más de medio siglo, nuestros maestros elogiaban mucho al alumno que tuviera "personalidad". Que la tuviera porque sí o que la hubiera logrado diciendo no.

La "personalidad", de hecho, se componía de una forma de independencia contracorriente y de una virtud que apartaba de seguir la senda cómoda y vulgar de los otros seres del montón. Ellos serían el rebaño y nosotros la antítesis de la oveja negra. Tácitamente era admisible que la "oveja negra" fuera también  un efecto de la independencia personal pero al ser negra, sombra fosca, no se contaba moralmente con ella.

Si embargo, si la "personalidad", considerada en abstracto, encerraba un importante peligros era llevar su potencia al otro extremo. Una genuina "personalidad" distinguía pero ¿por qué esa distinción iba a ser siempre la ejemplaridad positiva? En las clases, chicos de mucha personalidad desobedecían, pecaban, daban malos ejemplos a los otros, eran , a su vez, "ejemplares".

Los maestros, especialmente religiosos, tropezaban con esta equivocidad cuando estimulaban a tener "personalidad" porque, a fin de cuentas, su objetivo iba dirigido a que tal condición fuera un estandarte de sus propios valores religiosos. La personalidad negativa era incluso de mayor entidad pero, en ese caso, debía atribuirse a las ignominias  del demonio que también, por su parte, maniobraba para crear personalidades afines  dentro de la clase. Estos alumnos "endemoniados", esencialmente rebeldes, se convertían pronto en "manzanas podridas" pero de tanta influencia que el grupo alrededor, como la fruta en el cesto, tendía a contagiarse fácilmente. Aislar las manzanas podridas era la función del maestro.

 Sin embargo, la "personalidad", contemplada hoy con perspectiva, no era realmente asimilable a la distinción indistinta  sino a aquella que igualaba los propósitos formativos de los docentes. Los chicos con personalidad solían coincidir con los que tenían las mejores notas y, al cabo, tanto en el aseo como en la conducta, reproducían las reglas del centro escolar. O, lo que es lo mismo, aquellos que obedeciendo fielmente a las normas se hacían tipos "normales". Y en ello vino a parar la diferencia. Lo ejemplar se sancionaba por el reglamento y lo ejemplarizante era lo reglamentado normativamente.

Esta fuerte colusión entre el ser y el deber producía personalidades sociales a granel  que respetaban las normas y se atenían a ellas con orden. La "probidad" ejemplar se prolongaba en los negocios o en los negocios mediante  palabras de honor  y se extendía por la composición social como un fruto cívico. La escuela y sus maestros no estaban ya presentes en la edad adulta pero los ciudadanos eran una homotecia de la "personalidad" aprendida en las aulas para traspasar toda la vida.   

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16 de enero de 2012
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El cartógrafo de Lisboa

A primera vista podría parecer que para  novelar un suceso histórico bien conocido – por ejemplo el descubrimiento de América –  uno no necesita romperse mucho los cascos porque, en líneas generales, el argumento ya está inventado. Sin embargo, a la hora de la verdad  resulta que sí es necesario agudizar el ingenio porque el lector conoce la historia en líneas generales y espera algo más que un simple remedo o recreación de los hechos históricos. Y en este sentido El cartógrafo de Lisboa es un ejemplo extremo de inventiva y búsqueda de material narrativo novedoso.
Puesto en la tesitura de no caer en la rutina, el autor parece haber obedecido a un reflejo personal.  Profesionalmente, Erik Orsenna pertenece al Consejo de Estado francés y ha sido asesor de altos funcionarios gubernamentales. Es decir, es un hombre acostumbrado a moverse en los estadios más altos del poder pero siempre desde un discreto segundo plano. Y eso es lo que ha hecho en su novela. En lugar de centrarse en el verdadero descubridor de América, Cristóbal Colón, ha preferido darle voz a su hermano Bartolomé, hombre de confianza y mano derecha del Almirante pero que siempre se mantuvo en segundo plano.
Y quizás por el mismo reflejo personal, en lugar de arrancar la historia en aquel luminoso 3 de agosto de 1492 en que las tres carabelas partieron hacia lo desconocido desde el puerto de Palos, Erik Orsenna ha elegido una vía mucho menos espectacular y directa. La casi totalidad del relato transcurre en Lisboa antes del Descubrimiento, mientras que el final tiene lugar en Santo Domingo, unos años después de la muerte del Almirante. Puesto en términos clásicos, esta sería una novela con planteamiento y desenlace, quedando el nudo a disposición del lector para que lo desarrolle a su gusto.
Es cierto que Bartolomé Colón trabajó como cartógrafo en Lisboa al servicio de la corona portuguesa, y hasta se conserva en Italia un mapa de las Indias Occidentales que un Alessandro Zorzi dibujó siguiendo sus instrucciones (y que contiene tantos y tan notorios errores relativos a las distancias y la situación de los continentes que incluso asombra que las naves españolas  fuesen y volviesen tantas veces de América sin perderse). Pero tampoco es una biografía del hermano casi desconocido de los Colón. Lo que de verdad interesa a Erik Orsenna es el ambiente que se vivía en Lisboa en vísperas de la gran aventura, cuál era la mentalidad imperante y el grado de desarrollo de la navegación o los límites del conocimiento de las ciencias relacionadas con ésta. Y para cumplir lo propuesto ofrece una  magnífica galería de personajes, ocurrencias  y parajes de la capital lisboeta: la prostituta que se ganaba la vida gracias a su oreja izquierda, la navegación como fabricante de viudas, las andanzas de éstas en el Bosque de los Ciegos, la llegada de aves y animales exóticos a Lisboa o la evocación de los temibles dogos devoradores de indios  son hallazgos felices pero que sobre todo ilustran el ambiente y las transformaciones que estaba experimentando el mundo gracias al impulso otorgado por el rey Enrique el Navegante a las exploraciones marítimas.
Desde su oficio de cartógrafo al servicio de una importante empresa de elaboración de mapas, y gracias a su estrecho contacto y colaboración con su hermano Cristóbal, Bartolomé Colón se convierte en un testigo privilegiado de la fase previa al Descubrimiento. Los notorios avances de los marinos portugueses a lo largo de las costas de África y la progresiva convicción de que ahí estaba la puerta de acceso a Oriente hacía cada vez más inverosímil el empeño del marino genovés por ver aprobada su idea de llegar a Las Indias por el lado contrario, o sea salir hacia el oeste con intención de llegar al este. Sin grandilocuencias ni visiones enfebrecidas, más bien como si se tratase de una chifladura personal, Bartolomé Colón colabora con su hermano y durante años ayuda a éste a encontrar pruebas documentales y testimonios personales que avalen su proyecto. Y es muy característico del papel secundario de Bartolomé el hecho de que él estuviese visitando diversas cortes europeas recabando apoyo para su hermano mientras  éste, aprovechando un repentino voto favorable de la corona castellana, parte hacia América sin avisarle, de manera que el fiel y oscuro colaborador  es casi el último en enterarse  de que la historia del mundo ha sufrido un vuelco sensacional gracias al descubrimiento de las Indias Occidentales.

El cartógrafo de Lisboa
Erik Orsenna
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16 de enero de 2012
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El mejor jugador del mundo

El año pasado, cuando Lionel Messi escuchó su nombre como merecedor del Balón de Oro, sacó la lengua. Lo hizo dos o tres veces; un gesto fácilmente reconocible en los niños cuando se sienten extraviados entre la alegría y la timidez, en la incomodidad de representar la satisfacción de los otros antes de hacerla suya. Porque hay personalidades que ante el triunfo levantan la cresta, prestos a enaltecerse, y otros que no saben si es a él a quien en verdad felicitan o al de al lado, de ahí que Messi instintivamente buscara la compañía de su lengua. Al subir al escenario para coronarse como mejor jugador del mundo, apoyó los codos en el atril, midiendo bien la proporción entre cercanía y contexto, con gran naturalidad. Este año, más hecho a los focos y con un esmoquin berenjena que incluso le sentaba bien, al recibir el mismo título ya no sacó la lengua. Pero mientras, generoso, compartía su premio con Xavi; mostraba una vez más esa mirada aniñada que incluso podría parecer bobalicona pero que en verdad representa el milagro de un joven deportista millonario tocado por el genio y la humildad. «Me tienen envidia porque soy rico, guapo y un gran jugador», dijo CR7 en un acto de impúdica autoafirmación. En las distancias cortas, Cristiano Ronaldo sigue siendo el mismo hombre que sus exabruptos en el campo y mira por encima del hombro alejado de cualquier código social, incluso de la más rudimentaria cortesía. Su latoso ego no parece tener nada que ver con el escudo que levantan muchos personajes para protegerse de la fama, sino con el desentendimiento y la incapacidad para corresponder a la curiosidad o incluso admiración. En el retrato de sí mismo que alimenta día a día, Ronaldo se muestra como un hombre frío y orgulloso, un pobre niño rico que no posee ni un ápice de empatía. Pero es que, en los últimos años, el crack Ronaldo ha sufrido lo peor que puede sucederle a un genio: vivir a la sombra de otro más grande que él. Las leyendas de históricos segundones son una buena metáfora de la infeliz ambición: Mozart y Salieri, Shakespeare y Ben Jonson, el ajedrecista cubano José Raúl Capablanca ?«aprendí a jugar antes que a leer»? a quien el reflexivo y aristocrático Alekhine nunca pudo vencer. O Joe Frazer, un campeón duro y correoso, que vivió hasta el último de sus días más amargado por el legendario Mohamed Ali que por el cáncer de hígado que le mató. En los años sesenta, en Francia, se llegó a hablar de anquetilistas y poulidoristas. El calculador ciclista Anquetil lo ganaba todo, pero Poulidor, campesino, educado y humilde, contaba con el favor del público a pesar de representar al eterno segundón. Messi combina el espectáculo en el campo con la humildad fuera de él pero, a diferencia de Poulidor, gana títulos. Eso sí, achina los ojos como el francés sonriendo con un candor admirable siendo como es el mejor futbolista del mundo. (La Vanguardia)

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16 de enero de 2012
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La jaula de la lealtad

En la abúlica disputa que mantienen los precandidatos del PAN a la presidencia —apenas removida por las toscas gracejadas de Ernesto Cordero—, sólo existe una cuestión clara y urgente, aunque ninguno de los contendientes se atreva a esbozarla: al día de hoy, resulta inimaginable que un partido que dejará como legado más de 50 mil muertes (60 mil, según la cuenta del semanario Zeta) derivadas de su política de combate al narcotráfico pueda repetir su triunfo sin un drástico cambio de timón.

 

Esta certeza, menospreciada por unos y silenciada por otros, se filtra en el discurso panista como un mancha grotesca, una monstruosa elipsis que contamina todos sus argumentos y propuestas, convirtiendo la precampaña en una farsa donde lo único que importa no sólo no puede decirse, sino ni siquiera pensarse. Este dilema, por ahora irresoluble, es la consecuencia extrema de una forma de entender el poder —un “estilo personal de gobernar”, escribía Cosío Villegas en otro tiempo— asociado a la presencia cada vez más incómoda (aunque, otra vez, ningún panista quiera expresarlo) de Felipe Calderón.

Si el gobierno de Vicente Fox se caracterizó por el carácter variopinto y con frecuencia inmanejable de sus atrabiliarios integrantes —Jorge Castañeda, Adolfo Aguilar Zínser o el propio Santiago Creel—, desde el principio quedó claro que Calderón privilegiaría la lealtad por encima de cualquier otra virtud. Acosado por los gritos de fraude entonados por la izquierda y luego puesto contra las cuerdas por su propia decisión de declarar una “guerra contra el narco” (que ya no llama así), el segundo presidente panista ha hecho lo imposible por vacunarse contra una posible traición de sus subordinados.

Si se revisan con cautela, todos los movimientos en su gabinete han estado sellados por esta maníaca obsesión por la lealtad. Como un Otelo de la política, esta inseguridad extrema ha terminado por paralizar las mejores acciones de su gobierno y por encadenar a sus colaboradores en un temor reverencial hacia su figura. En su entorno, la autocrítica se ha vuelto cada vez más escasa y la posibilidad de dar marcha atrás, una vez constatados sus fiascos, poco menos que imposible.

Los panistas se hallan, así, frente a una disyuntiva catastrófica: muchos de ellos perciben que la única forma de ganar las elecciones es reconociendo los yerros en la obcecada estrategia de su presidente, pero saben que ese mismo presidente todavía es un enemigo formidable para cualquiera que tenga el valor de cuestionarlo, ya no digamos de traicionarlo.

La elevación y la pervivencia de Ernesto Cordero como precandidato no obedece a otra razón. Si el círculo presidencial lo ha amparado y protegido, y continúa inyectándole recursos pese a las mínimas posibilidades que tendría frente a Peña Nieto y López Obrador, es porque sólo él garantiza una lealtad a toda prueba a Calderón. No sólo porque sea su amigo cercano, sino porque todo el capital político de Cordero descansa en el presidente. En este sentido, más que un precandidato, Cordero se comporta como un rehén de la presidencia.

Si bien se trata de una figura fascinante —los mejores personajes de novela son quienes abundan en contradicciones—, Santiago Creel no representa en la contienda sino una suerte de reivindicación de quien hace seis años ocupaba la posición que hoy detenta Cordero: la de heredero in pectore del presidente en turno. De precandidato oficialista a precandidato independiente, Creel sabe que tiene poco que perder y por ello es quien aporta más ideas frescas y más talante crítico a la disputa panista.

Llegamos así a la figura más inquietante de la precampaña: Josefina Vázquez Mota. Cualquier panista lúcido sabe que, debido a las redes tejidas durante sus doce años en el primer círculo de poder, su astucia política y su condición femenina —inevitable decirlo—, es la única que podría hacerle mella a Peña y a López Obrador. Sólo que, para el círculo calderonista, tiene un inconveniente insalvable: también es la única que podría, legítimamente, distanciarse de su antiguo jefe. Por ahora, ella ha preferido mostrarse prudente —acaso en exceso—, pero nada impide que, una vez convertida en candidata, termine por renovar la ominosa tradición que hasta hace poco cumplían los candidatos del PRI: asesinar (a veces no sólo simbólicamente) a su predecesor.

De hecho, aunque ni ella ni nadie en el PAN tenga el valor de susurrarlo, ésta es la única manera como Vázquez Mota podría arrebatarle la ventaja de más de veinte puntos a su rival del PRI. En el momento en que no sólo exhiba su enemistad con Elba Esther Gordillo y todo lo que representa la líder sindical —la única panista que puede jactarse de enfrentarla—, sino que se decida a reconocer el fracaso total de la estrategia de Calderón frente al narco, estará mucho más cerca de convertirse en la primera presidenta de México.

 

twitter: @jvolpi

 

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15 de enero de 2012
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La meada del héroe

Son imágenes insólitas, nunca vistas. Lo que reflejan no, al contrario. Forma parte de los ritos de la violencia guerrera desde que el mundo es mundo. El robo, la rapiña, la violación, la mutilación o la profanación de cadáveres son el resto inercial de una fuerza a la que se le ha permitido proyectarse sin límites. ¡Ay de los vencidos! La frase latina incluye la meada sobre los muertos y los heridos.

No hay guerra civilizada, por más esfuerzos que la humanidad haya realizado en su historia, desde la invención de unas reglas idealizadas para la caballería medieval hasta las convenciones de Ginebra y los códigos de los ejércitos profesionales occidentales. Civilizar la guerra es un esfuerzo encomiable que ayuda a tragar la píldora amarga cuando no hay más remedio que librarla. Pero al final, la guerra es siempre guerra. Sucia, inmoral, corrupta y corruptora, hasta destruir el alma de quien la emprende aunque tenga todas las razones morales y legales en su favor. El orden y la formalidad de los ejércitos sirve precisamente para domesticar en la medida de lo posible esta violencia irrefrenable y para convertir las miserias que la acompañan en grandeza, honores y heroicidades. Esos héroes pillados en plena meada jamás podrán convertirse en ciudadanos normales y mentalmente sanos. La virtud que tiene nuestra época es que la tecnología que la caracteriza, tan provechosa para el arte de matar, también lo es para el arte de la transparencia. Si en épocas anteriores podíamos esconder bajo las alfombras la suciedad insoportable de las guerras que librábamos, ahora las imágenes del horror se nos aparecen como pesadillas en Youtube y se difunden por Twitter y Facebook. Sin la miniaturización de las cámaras digitales y su incorporación a los móviles y sin las redes sociales no habrían existido ni se habrían publicado las imágenes de los cuerpos vejados y martirizados de Abu Ghraib, la grabación de la matanza de civiles en Bagdad difundida por Wikileaks bajo el título de 'Asesinato colateral' o ahora esos cuatro marines que orinan sobre los cuerpos recién ametrallados de unos talibanes. Tan expresivas como las imágenes son las tomas de sonido que las acompañan sin dejar asomo alguno de duda, por si pudiera haberla, sobre la actitud de los soldados. En Abu Ghraib fueron los propios torturadores, fascinados por las imágenes, quienes obtuvieron las pruebas de sus crímenes. En el caso del helicóptero, la grabación es el protocolo audiovisual que acompaña al ametrallamiento aéreo, algo de creciente interés precisamente para controlar el comportamiento de los soldados al entrar en fuego. Las imágenes del escuadrón de los meones, tomadas por un quinto soldado con su teléfono móvil, se dirían, en cambio, fruto de la casualidad. No parece haber dudas de que alguien pedirá explicaciones sobre su difusión a este quinto marine que no meó sobre los cadáveres y que es el único héroe de los cinco.

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14 de enero de 2012
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El contable hindú

Pronto, muy pronto, el matemático indio Ramanujan será muy conocido: se anuncian dos o tres películas sobre la vida de este genio sin ningún tipo de educación formal que, durante las primeras décadas del siglo XX, logró llegar a la élite de Cambridge, para enfermarse poco después y regresar a la India, donde falleció en 1920, a los 32 años. David Leavitt, novelista conocido por El lenguaje perdido de las grúas (1989), narra su historia en El contable hindú (Anagrama). Leavitt se centra en G. H. Hardy, otro matemático importante, y sus esfuerzos por traer a Ramanujan a Inglaterra una vez que descubre su inmenso talento. Impresiona la reconstrucción de la Inglaterra de hace un siglo -sobre todo el ambiente intelectual gay de Trinity College en Cambridge, dominado por figuras de la talla de Russell, Keynes, Moore y Wittgenstein--, pero tanta minucia termina por lastrar a la novela. Ramanujan tarda en aparecer, y decepciona cuando lo hace; Leavitt no logra iluminar al personaje, con lo que su genio se queda en el enigma. Una vez en Inglaterra, hay algo de trama en los esfuerzos de la mujer de un matemático por seducirlo y en sus desencuentros con la cultura inglesa (la novela es una versión sofisticada del clásico motivo del "pez fuera del agua"), pero todo esto no levanta vuelo de la misma manera en que lo hace el retrato del círculo de poder en Cambridge. El problema está en que la novela está narrada desde el punto de vista de Hardy, que no tiene el aura o el carisma de Ramanujan como para sostener un relato de 600 páginas. Es notable el esfuerzo por narrar las matemáticas, por animarse a incluir explicaciones detalladas de series infinitas, ecuaciones y "teoremas disparatados sin demostración"; también es de destacar la complejidad de la relación colonial entre Inglaterra y la India, en un momento como el de la primera guerra mundial, en que el gran imperio va dejando de serlo rápidamente. Hay mucho que recomendar de El contable hindú, excepto, paradójicamente, la historia del contable hindú. 

 

(Babelia, El País, diciembre 2011)       

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13 de enero de 2012
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¿De la pintura?

Puede parecer que el lienzo es a la pintura como el libro al papel pero nada de nada. El libro continúa siendo conceptualmente el mismo en la pantalla pero el cuadro no. La cuestión radica en que mientras el libro viene a ser ante todo una concepción mental y la mente queda prácticamente indemne con la clase de materia que la soporta, el cuadro tiene al lienzo como parte sustantiva de sí. El libro se goza sensualmente pero sólo como objeto. El cuadro se goza sensualmente en cuanto sujeto. Un libro despojado de papel no queda mutilado en su esencia pero el cuadro se desbarata sin la tela que constituye parte significativa de su composición, factor de sus efectos, efecto de identidad.

Desde hace años,  mucha de la llamada pintura que se exhibe en las galerías de vanguardia no usan lienzos. Se apoyan en metales o en metacrilatos, se conforman con productos industriales y se fabrican a la manera de gadgets. Su cielo protector no es el arte sino el "efecto especial". Esa "pintura" llama la atención no en cuanto obra de arte sino en cuanto curioso artificio. De este modo se añade una confusión más a la idea del arte pero, a estas alturas, qué más dará.

A mi sí que me da. Veo en esa deriva desde la pintura a la ocurrencia industrial un deslizamiento parecido del arte  al diseño. Afortunadamente en este último caso el término diseño es útil para diferenciar zonas muy próximas pero en el caso de la llamada "pintura sin pintura" la confusión es tan vana como fuera de razón. No se trata de que las obras de "pintura sin pintura" sean desdeñables ni mucho menos. Sólo que si no tienen pintura ¿por qué empeñarse en colarlas de matute en los museos de pintura y tratarlas críticamente como tales? Mi amigo Santiago Picatoste que es un buen pintor, ha optado últimamente por emplear metacrilato, cloroformo industrial, tornillos de acero, velcro industrial de cremallera que se utiliza en trenes y aviones, etc. Está muy satisfecho de sus resultados y sus agentes también. Yo me sumo a ese disfrute pero ¿de la pintura?

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13 de enero de 2012
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El Boomeran(g)
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