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Basta tener en mente el hecho de que en Mecánica Cuántica la medida del mismo observable en dos sistemas en principio idénticos no garantiza identidad del resultado para que se haga perceptible que la Mecánica Cuántica no casa en una teoría del conocimiento como adecuación a una objetividad. Pero el arranque del parágrafo 27 de la Heideggeriana Ejercitación (párrafo que en esta ocasión he traducido yo mismo) parece decir que el problema sí sigue siendo el mismo, lo cual supondría ya una suerte de inscripción de la Mecánica Cuántica en la metafísica de siempre:
"¿En referencia (Bezug) a qué es interpretada filosoficamente la Mecánica Cuántica?¿Desde la perspectiva de la objetualización de los objetos (Vergegenständlichung der Gegenstände) ?Y esto qué es? El representar (Vorstellen) del ente tal como "es"o tal como se muestra. Representar tal...como... Se trata de la referencia de la concordancia del conocimiento con el objeto".
No estoy sin embargo totalmente seguro de que así sea y tiendo más bien a pensar que los propios físicos están hoy efectuando un esfuerzo por acercarse a la filosofía a partir de su disciplina de manera no encasillable. Pero sigamos con el párrafo.
"Esta Concordancia (Übereistimmug) es desde antiguos tiempos la característica de la esencia de la verdad. Así pues, la Mecánica Cuántica ha sido puesta en conexión con la pregunta sobre la esencia de la verdad y sobre el apropiarse de lo verdadero. Lo "fundamental" de este propósito. Ahora bien ¿puede la ciencia sentar algo al respecto?.
No. Y de poder es sólo en el caso y en la medida en que "ella" es filosoficamente interpretada. Eso ella no puede efectuarlo por si misma. La primera pregunta: ¿a qué sitio pertenece la objetualidad de la física en cuanto tal?"
Heidegger parece defender una doble tesis relativizadora del peso de la Mecánica Cuántica: por un lado, la auténtica relevancia de esta disciplina sólo sería resultado de una apropiación de la misma desde el exterior, desde la interpretación filosófica que le sería extrínseca; por otro lado, la única filosofía que podría encontrar alimento en la Mecánica Cuántica sería la filosofía anclada en el problema de siempre, a saber, el problema de la polaridad verdad-objetividad, sea cual sea la respuesta que se da al mismo.
Ciertamente la ciencia no puede en sí misma ser filosofía, pero indiscutiblemente sí puede por sí misma devenir filosofía, mutar en filosofía. Ello empieza a ocurrir cada vez que los objetivos de inteligibilidad empiezan a primar sobre los objetivos de dominio o apropiación, pero sólo empieza. La filosofía es un largo recorrido, es una actitud que ha tenido fruto la historia conocida de la metafísica y puede llegar a trascender tal historia.
Y en relación con lo que he presentado como segunda tesis heideggeriana: la metafísica que se va fraguando simplemente en los seminarios y encuentros entre filósofos y físicos cuánticos no es seguro que sea encasillable en el canónico interrogarse sobre la physis, y en consecuencia en el canónico interrogarse sobre el ser, ya se trate de la forma que este interrogarse adopta desde Aristóteles, ya se trate del pensamiento que precede al pensador de Estagira.
He señalado ya que desde Erwing Schrödinger a Carlo Rovelli ha habido una inclinación de los científicos cuánticos a hacer incursión en la filosofía remontándose al pensamiento llamado pre-socrático. Pero no hay seguridad de que se trate de una vía acertada. Cabe incluso pensar que se trata de una última tentativa de buscar apoyatura, un terreno en el que cabría de nuevo arraigarse.

La trama se inicia en la Alameda de Santa María la Ribera, un nostálgico -más bien decrépito- parque no lejos del centro de la ciudad de México, donde el jefe de gobierno del Distrito Federal ha decidido rendir su informe de labores para encender los ánimos de los aburridos consejeros ciudadanos. Entonces alguien lanza un aullido entre la multitud: en una banca aparece el cadáver de una estudiante de secundaria con el cuello torcido y la palabra "puta" inscrita con un pintalabios púrpura en su uniforme de la escuela pública Ernestina Salinas.
La primera víctima del escándalo subsecuente es el doctor Federico Ballesteros, célebre defensor de los derechos humanos -y académico del INACIPE- convertido en flamante procurador de justicia del Distrito Federal a invitación de ese mismo jefe que ahora le exige resultados inmediatos. Muy pronto Ballesteros ha aquilatado la distancia que separa el antiguo activismo de su nueva responsabilidad: mientras antes se dedicaba a señalar las violaciones a las garantías individuales repetidas en incontables procesos, ahora tiene que lidiar con los abogados que, amparándose en la doctrina que él mismo ha sentado, no hacen sino liberar criminales.
Viéndose contra las cuerdas, Ballesteros confía en la experiencia de su siniestro subprocurador, quien no duda en recurrir a una de sus estrategias habituales: inventar un culpable. Eric Duarte purga una condena de cuarenta años por haber matado a su anciana madre enferma -o, más bien, por no haber tenido dinero para pagar a un abogado de peso- cuando recibe una propuesta que no puede rehusar: confesar el homicidio de la jovencita a cambio de que los jueces reduzcan su pena a veinte años. Tras dudarlo un poco, Duarte acepta y muy pronto es exhibido ante los medios por Ballesteros y su equipo como prueba de su pericia investigativa.
A partir de aquí, Justicia (2012), la apasionante sátira de Gerardo Laveaga -autor de numerosas novelas y ensayos, antiguo director del INACIPE y actual consejero del IFAI- pone en evidencia todas las contradicciones, vicios, rezagos y los lastres de nuestro malhadado sistema judicial. Si ya en la brillante Creced y multiplicaos (1997) se había burlado de forma inclemente de la Iglesia y los movimientos antiabortistas, en este caso no deja títere con cabeza: policías judiciales, ministerios públicos, altos cargos de las procuradurías, representantes populares y sobre todo ministros de la Suprema Corte son exhibidos sin piedad -y con conocimiento de causa. Porque, si Justicia no es exactamente un roman à clef, uno no puede dejar de reconocer la hipocresía generalizada que, salvo excepciones, permea en nuestra turbamulta de jueces, funcionarios, diputados y senadores.
Para exponer sus argumentos -que en México la justicia está diseñada para beneficiar a unos cuantos; que sólo los ricos se salvan de la cárcel; que la mayor parte de los jueces carecen de la amplitud de miras para buscar la justicia en vez de ampararse en tecnicismos; que en las cárceles se reproduce el mundo de afuera y por ello todo cuesta-, Laveaga se vale de dos protagonistas femeninas: Emilia, chelista y estudiante de la Escuela Libre de Derecho, aguerrida y llena de sueños, que entra a trabajar en la ponencia de uno de los ministros más liberales de la Suprema Corte a instancias de su tío, un ministro que en cambio sólo sirve "a los intereses de quienes lo han puesto allí"; y Rosario, la mejor amiga de la joven asesinada, quien conoce de primera mano al auténtico asesino.
Se le puede reprochar a Laveaga que Emilia tenga demasiados rasgos arquetípicos -la niña fresa, guapa e inteligente, sometida por gusto a la brutalidad de un novio imbécil-, pero el mecanismo le permite exponer sin cortapisas a la fauna con la que ella se topa en la investigación que emprende de la mano de Rosario. Porque en el México de Laveaga -como en el nuestro- todos defienden intereses personales espurios aunque finjan lo contrario: un poderoso senador, gay de clóset, que intenta enmendar sus fechorías hasta que alguien lo amenaza con hacer públicas sus preferencias; un defensor de los derechos humanos que fácilmente se convierte en lo contrario; ministros conservadores que se han vendido al mejor postor y ministros progresistas incapaces de modificar las turbiedades que reconocen a diario; todos ellos al lado de una horda de leguleyos, criminales y burócratas que no hacen sino enfangar los más altos ideales del Derecho.
Como cualquier sátira inteligente -hay que pensar en Swift o Voltaire, como sus modelos-, Justicia también resulta dolorosa. Si se trata de un libro importante, no sólo es por el talento de su autor para el suspense o por la eficacia de sus dardos, sino por su capacidad para incidir en uno de los problemas más urgentes del país. Porque, mientras no se realice una revisión integral de nuestro sistema de justicia, la sátira de Laveaga seguirá formando parte de nuestra lacerante vida cotidiana.
twitter: @jvolpi

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El primer personaje de ficción que me sedujo fue el pirata Morgan. Tenía diez años cuando leí las cinco novelas de Salgari en las que aparecía. Cuando me quedé sin Morgan, descubrí a Poirot, el detective de Agatha Christie. Duró más: alrededor de treinta novelas. Después llegaron los cuentos de Sherlock Holmes; por suerte para mí, también tuve para rato.
A los niños les gusta la repetición, el confort de lo familiar, pero no es que de mayores cambiemos tanto. Nos tienta regresar al mundo que nos dio placer, y mejor si hay algo de diferencia en la repetición. Es suficiente ver la popularidad de los detectives que reaparecen una novela tras otra -Stieg Larson, Fred Vargas, Arnaldur Indridasun: el éxito de un escritor policíaco se mide a partir de la creación de un personaje memorable--, la forma en que el cine nos llena de precuelas y secuelas y la televisión nos engancha con nuevas entregas de nuestras series favoritas. Quienes escribimos lo vivimos en carne propia: nunca falta el lector que sugiere que deberíamos continuar con una historia. A veces nosotros mismos estamos tentados de hacerlo.
Todo esto viene a cuento de la reciente fascinación que han ejercido sobre mí las cinco novelas que el escritor inglés Edward St. Aubyn, inspirado por su propia vida, le ha dedicado a Patrick Melrose, uno de los personajes mejor logrados de la narrativa contemporánea. Tardé en comenzarlas porque me desanimaban las casi mil páginas del ciclo; apenas leí los primeros párrafos, sin embargo, ya sabía que no pararía hasta terminarlas. St. Aubyn tiene muchas virtudes como escritor: capacidad para combinar un patetismo desgarrador con una mirada satírica despiadada, poderosas dotes de observación, registros que pueden ir de lo cómico a lo elegíaco en el mismo párrafo, una prosa elegante que no titubea a la hora de describir la crueldad, la perversión, la sordidez de una clase social.
Patrick Melrose pertenece la aristocracia inglesa, se mueve en un mundo de privilegios en que ser disfuncional es un mérito cultivado a rajatabla. Es el típico producto de una clase decadente, y a la vez su víctima; en una escena crucial de la primera novela, Never Mind (1992), David, el padre de Patrick, le pide a la madre, Eleanor, que coma el plato que acaba de preparar "como si fuera una mujer aparentando ser un perro". Eleanor se somete, por "espíritu de sacrificio", sin saber que está descubriendo la dinámica perfecta para la relación con David: es una masoquista en manos de un sádico. "They fuck you up, your mum and dad", dice uno de los versos más citados de Larkin, estribillo que tintinea en el fondo de toda la saga de Patrick Melrose, un niño que el padre no se cansa de abusar (en todos los sentidos) y al que la madre no puede ni quiere proteger.
Patrick deambula sin consuelo por estas novelas: si Never Mind narra la precariedad, las humillaciones, la violencia de su infancia, Bad News, la mejor del ciclo, lo encuentra más perdido que nunca, un veinteañero que busca escaparse de la realidad a través de su adicción a la heroína (pese al drama, St. Aubyn nunca pierde su sentido del humor: hay memorables escenas con Patrick buscando droga en los bajos fondos de Manhattan); Some Hope puede leerse como una comedia de maneras, con ácidas burlas a la nobleza británica; Mother's Milk (2006) es el quieto relato del fracaso matrimonial de Patrick, de su depresión a los cuarenta; At Last (2011) narra su esfuerzo conmovedor no solo por entender a sus padres sino también perdonarlos y, por fin, superar el trauma de la infancia.
Cuando terminé At Last me quedé un largo rato con una sensación de abandono: no habría nuevas novelas de Patrick Melrose para mí. Rogué que St. Aubyn recapacitara y en algunos años escribiera una sexta entrega, con un Patrick cincuentón. Descubrí que todo y nada había cambiado desde mis diez años.
(La Tercera, 25 de agosto 2012)


Hay que imaginarlos: al menos desde la adolescencia, y algunos desde niños, soñando con él, persiguiéndolo día con día, aprendiendo sus trucos, decepciones y estrategias. Para explicar su conducta, los psicoanalistas diagnosticarán una precoz neurosis obsesiva; otros dirán que desde pequeños se percibía en ellos una voluntad incombustible, cierta ansia de mantener el control o el irrefrenable deseo de cumplir sus caprichos. La mayoría tuvo infancias solitarias o infelices, marcadas por el deseo de volverse populares, pero no debemos compadecerlos: siempre fueron, si no los más fuertes o los más sagaces, sí los mejor dotados para sobrevivir.
Estos pequeños machos alfa debieron sufrir una revelación cuando descubrieron que nada los hacía sentir tan plenos como dar órdenes y verlas cumplidas, como ser admirados -y temidos- por su capacidad de imponerse sobre los demás. A partir de entonces, obtener el poder se convirtió en su única meta. Ello no quiere decir que no disfruten los privilegios añadidos -la riqueza; los hombres o las mujeres que desean; el lujo y el boato-, pero lo primordial es detentar, y sobre todo ejercer, el poder.
Nada más terrible ni más doloroso, pues, que alcanzar el poder y luego perderlo. La historia y la literatura son pródigos en ejemplos de generales, reyes y emperadores que, luego de conquistar naciones y ser glorificados como dioses, terminaron empobrecidos o ajusticiados. Al menos en aquellas épocas esta clase de individuos podía imaginar que, una vez hechos con el poder, nadie lograría arrebatárselos. En nuestros prosaicos tiempos republicanos, los hombres de poder saben que tarde o temprano habrán de perderlo. Esta consciencia no los prepara, sin embargo, para el fatídico instante en que deberán entregar la estafeta -o la banda presidencial.
Ellos dirán que siempre estuvieron listos, que por eso son auténticos demócratas. Mentiras. Nada prepara a un hombre de poder para abandonarlo, para verse desprovisto de la capacidad de dirigir otras vidas; ni siquiera para carecer de choferes, secretarias y secretarios, asesores, achichincles y lameculos. De allí la locura que suele caracterizar los últimos días de un presidente: conforme se acerca el aciago día su conducta se torna errática (o más errática); se salta el protocolo; tartamudea o, peor, se lanza en vergonzosos exabruptos; se contradice sin fin y, entretanto, conduce el país a la ruina. Llamemos a esta afección síndrome de Calles.
Agobiados ante la aterradora perspectiva de volver a ser ciudadanos comunes (o más o menos comunes, porque al menos son ricos), todos los presidentes mexicanos se han viso afectados por este síndrome. Decidido a justificar la represión del 68, Díaz Ordaz se obsesionó con destituir a Echeverría luego de que éste lo traicionase con su minuto de silencio por los estudiantes muertos. Las ambiciones de Echeverría, a su vez, lo llevaron a otra locura terminal: sabedor de que su poder en México menguaba, se empeñó en convertirse en un estadista internacional. Sus demenciales esfuerzos a favor del Tercer Mundo fracasaron y, luego de unos años de exilio, terminó enclaustrado en su mansión de San Jerónimo.
López Portillo alcanzó a ver cómo el país se deshacía entre sus manos y, buen aficionado a la literatura griega, quiso convertirse en un personaje trágico que terminó siendo patético. De la Madrid, en su estilo severo y frío, primero se aseguró de que su heredero ganase mediante un gigantesco fraude electoral y luego se conformó con un pequeño reino: el FCE. Salinas, por su parte, quiso resucitar a Calles y conservar el poder en las sombras, pero su hubris lo llevó a erigirse, por el contrario, en el más odiado de los ex presidentes mexicanos.
Tal vez Zedillo padeciese una variante singular del síndrome: en cualquier caso, ha sido el único capaz de revertirla con una maniobra que sin duda lo benefició a él, pero también al país: reconocer el triunfo de la oposición lo convirtió casi en el único ex presidente que concita respeto dentro y fuera. Lo contrario de Fox: pudiendo descansar como el primer gobernante democrático de México -más allá de sus escasos méritos-, prefirió consumir su capital político en destruir a López Obrador. No conforme, luego se peleó con su sucesor y, en un episodio esperpéntico, apoyó al candidato del PRI.
¿Y Calderón? Todo indica que, en este largo interregno antes de que le entregue el poder a Peña Nieto, también padece el síndrome. Aquí su cuadro clínico. Primer síntoma, ceguera: contra todas las evidencias, no deja de insistir en que su guerra contra el narco le hizo bien al país. Segundo, falta de autocrítica: según sus palabras, Josefina Vázquez Mota es la única responsable de la debacle del PAN. Tercero, soberbia: pese a su pésima actuación, se considera capaz de refundar a su Partido e imparte lecciones morales a diestra y siniestra. Y aún faltan tres meses antes de que se vea obligado a desprenderse de la banda presidencial.
twitter: @jvolpi

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