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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Convocatoria a los héroes

Lo difícil no es dejarse llevar. Nada requiere menos esfuerzo e inteligencia. El mérito consiste en frenar y cambiar de rumbo, en contra de las fuerzas que han trabajado en favor de esta inercia. Para dar el quiebro se necesita al menos a un héroe de la retirada, y mejor dos. ¿Recuerdan?

Hans Magnus Enzensberger acuñó el término en un artículo seminal así titulado, que tenía a Mijail Gorbachev en el centro del foco. Servía también para otros personajes, como Adolfo Suárez. Muchos años después Javier Cercas convirtió a tres de estos héroes, Carrillo, Gutiérrez Mellado y el propio Suárez en el reparto central de su Anatomía del Instante.

Hubo más héroes de este fuste en nuestra historia reciente. Jordi Pujol fue uno de ellos. Y Feliupe González. Son los generales que demuestran su inteligencia y su fuste moral en el momento decisivo de la batalla, es decir, cuando hay que agrupar las propias tropas para obligarlas a renunciar al combate. Ahora estamos de nuevo en los preparativos de una batalla de dimensiones desconocidas, sin que se atisbe entre los generales a nadie dispuesto a la más sublime de las maniobras, la única que puede permitir la victoria de todos. Algunos vitorean ya a Artur Mas, propulsado hacia arriba por la corriente: por su frialdad en el momento en que otros sentirían un vértigo paralizante y por su buena disposición a ponerse al mando, dejándose llevar por la fuerza del cambio en la opinión catalana. Se equivocan: no es heroicidad. Al menos todavía. Otros más habrá que jalearán a Mariano Rajoy cuando mantenga la apuesta sin mover una pestaña en nombre del programa que le ha catapultado con una mayoría tan amplia y sin ceder ni una pulgada ante las exigencias de un pacto fiscal de los catalanes, ni asustarse ante una marcha que se anuncia decidida hacia la independencia.

Se equivocarán gravemente unos y otros y contribuirán cada uno en su propia medida y proporción a la colisión final. La pérdida de Cataluña sería para España un 98 de dimensiones colosales, sentida como una amputación de un miembro vital. La Cataluña surgida de tal colisión histórica sería una incógnita en cuanto a peso, tamaño efectivo, energías e incluso personalidad, a pesar de las ideas arcangélicas con que se adorna la independencia. El divorcio sin traumas y con facturas ligeras es una quimera y un engaño. Es probable que sufriera y mucho la catalanidad lingüística y cultural, que actualmente desborda ampliamente las fronteras del Principado. Dividir la deuda, las pensiones y otros bienes gananciales sería un ejercicio traumático que dejaría heridas perennes. Estas dos partes separadas sumarían en la UE y en el mundo global mucho menos de lo que pesan ahora juntas.

Muchos a un lado y otro objetarán con razones de peso y argumentarán en contra de tanto inconveniente y en favor de que siga la inercia con su curso ineluctable, que es el que nos ha llevado hasta aquí. No hay que hacerles caso. Nada es inevitable si alguien se propone que no lo sea. Y de poco valen ciertos argumentos sobre la inamovilidad de las posiciones. No se puede objetar a la otra parte que no se respetan las reglas de juego porque las reglas de juego pueden cambiarse mediante pactos y porque quienes plantean tal objeción no destacan precisamente por su respeto de las reglas. No cabe tampoco apelar a las insólitas miserias actuales cuando acabamos de vivir y podemos repetir 30 años de prosperidad y progreso; por cierto, los mejores de la historia, tanto de Cataluña como de España.

Lo primero que conviene es que en ambas partes haya alguien que entienda el valor superior de cualquier solución consensuada que frene de una vez este dejarse llevar que lleva al despeñadero. Lo segundo es que den un paso al frente los héroes de la retirada, el héroe español que obligue a la derecha nacional y centralizadora a ceder ante los catalanes y el héroe catalán que obligue al independentismo a ceder ante la propuesta de pacto con España. Sabemos quienes son y solo necesitan hacerlo, como hizo Suárez en su día. O no: quizás son otros. No les aplaudamos ni les jaleemos todavía porque no se lo merecen. 



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16 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Misterioso asesinato en Chongqing

Vestida con una chaqueta negra y una camisa blanca que contrastan con su esmerada elegancia de épocas mejores, Gu Kailai comparece ante el tribunal de Hefai con un rostro inexpugnable. Tras oír los testimonios en su contra -se le acusa de envenenar a Neil Heywood, su socio y, según otras fuentes, amante-, la Jackie Kennedy china, como la llaman los tabloides, acepta sin parpadear todos los cargos. Amparándose en su confesión, los jueces apenas tardan en dictarle una condena a muerte suspendida, lo que equivale a un término de entre 14 años de cárcel y cadena perpetua. Al escuchar el veredicto, Kailai no sonríe pero su rictus se relaja. Según las últimas filtraciones, será trasladada a Quincheng, una prisión de lujo construida para albergar a viejos funcionarios imperiales, políticos nacionalistas y criminales de guerra japoneses -y donde su suegro, Bo Yibo, pasó una temporada durante la Revolución Cultural antes de ser rehabilitado por Deng Xiaoping como uno de los "ocho sabios" del Partido Comunista Chino (PCCh).

            El juicio, celebrado a toda velocidad en una corte celosamente resguardada -a la cual la prensa extranjera no tuvo acceso-, no sólo representa el mayor escándalo que haya sacudido al gigante asiático en las últimas décadas, sino la metáfora de un sistema diseñado para ocultar las fuerzas en pugna en el interior de su elusiva y enigmática (al menos a ojos occidentales) clase política. Porque, si bien los jueces condenaron en solitario a la impertérrita Kailai y el nombre de su marido no fue pronunciado en las audiencias, el auténtico destinatario del proceso ha sido Bo Xilai, hasta hace poco popular líder de la rica provincia de Chongqing. Para todos los improvisados sinólogos del planeta, tan abundantes como los kremlinólogos de la Guerra Fría, el espectáculo no ha tenido otro objetivo que apartar a este último del poder cuando se disponía a convertirse en miembro del Comité Permanente del Politburó, el máximo órgano del PCCh. 

            La trama parece surgida de una mezcla entre Chinatown y El complot mongol. Según la versión oficial, Gu Kailai no sólo era una abogada exitosa y rica, sino una mujer aquejada por drásticos cambios de humor y una "leve" esquizofrenia. Años atrás, ella y su esposo habían conocido a Heywood, quien llevaba varios años en Pekín como intermediario entre empresas británicas y chinas -y a quien otros señalan como agente del M16. Las dos familias no tardaron en hacer migas económicas y sociales: Haywood fue responsable de que Guagua, el hijo de Gu y Bo, ingresase en una prestigiosa academia británica (luego emigraría a Oxford y Harvard), y pronto se convirtió en socio de Kailai en una empresa de bienes raíces destinada a obtener jugosos contratos en Chongqing. Sólo que, en algún momento, el ambicioso Bo Xilai frustró sus planes al poner en marcha un plan anticorrupción con el objetivo de aumentar su fama pública. Furioso, Haywood procedió a encerrar a Guagua en una de sus mansiones en Inglaterra y le envió a Kailai un correo electrónico asegurándole que pensaba "destruirlo" si no obtenía las ganancias prometidas.

            En "estado de shock", entonces Gu Kailai planeó asesinar a Haywood. Para lograrlo pidió ayuda a un antiguo empleado de su padre y al jefe de policía de Chongqing, Wang Lijun, a quien ordenó vincular al inglés en una trama de narcotráfico. El 13 de noviembre de 2011, Kailai y Haywood cenaron en su fastuosa habitación de hotel; para celebrar su reconciliación, ella llevaba una botella de whiskey condimentado con cianuro. Kailai le hizo dar un sorbo; doblegado por las náuseas, Haywood se recostó en su cama. A continuación Kailai le abrió la boca y le hizo ingerir otra dosis.

            El 15 de noviembre, los agentes de Wang descubrieron el cadáver; la propia Kailai visitó a la esposa de Haywood y logró su autorización para que fuese cremado sin autopsia. Entretanto, el jefe de la policía cambió de parecer y, acaso temiendo por su vida, buscó refugio en el consulado estadounidense, a cuyos funcionarios reveló los oscuros pormenores del crimen (actualmente se halla en prisión). A partir de allí, las autoridades chinas desplegaron todos sus recursos para retomar el control del caso. Gu Kailai fue acusada de homicidio y Bo Xilai obligado a renunciar a todos sus cargos.

            Como resulta evidente para cualquier lector de novelas policíacas -por ejemplo las del detective Chen Cao, del escritor Qui Xiaolong, publicadas en español por Tusquets-, la infinidad de fallas y cabos sueltos en el proceso apuntan a una trama de ambición, celos y venganza del más alto nivel. Por el momento, Bo Xilai no ha sido acusado de corrupción, pero la amenaza lo mantiene a raya. Aun así, mientras ni él ni su esposa sean condenados a muerte les queda la esperanza de que los vientos vuelvan a serles propicios. Como en tantos cuentos chinos, no sería la primera vez que un político defenestrado, como el propio padre de Xilai, termine de nuevo en la cima.  

 

twitter: @jvolpi



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16 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Yo ya lo decía

Eso va a terminar mal. El mundo es un lugar peligroso y el mundo multipolar en que vivimos todavía más. Las promesas de la Primavera Árabe se han trocado en guerra civil en Siria, asaltos mortíferos a las Embajadas de Estados Unidos y un desencuentro creciente entre el Egipto de los Hermanos Musulmanes y Washington. De Israel y la derecha estadounidense surgieron las casandras desde el primer momento. Un tópico supremacista iba en su auxilio: la ineptitud innata de determinados pueblos para la democracia.

Quien más se equivocó según esta forma de ver las cosas es Christopher Stevens, asesinado en Bengasi el 11 de septiembre, pues apostó por la democracia en Libia desde el primer momento y militó activamente en contra del excepcionalismo antiárabe. Es el primer embajador de EE UU que muere en acto de servicio desde 1979, cuando Adolph Dubs, destacado al frente de la Embajada de Kabul, fue secuestrado por una guerrilla antisoviética y cayó en un intercambio de disparos entre los secuestradores y las tropas de Moscú que se suponía iban a liberarlo.

Quien también se equivocó y el que más, siempre según esta versión neoconservadora, fue Barack Obama, que tendió la mano a los árabes y a los musulmanes, permitió el derrocamiento de los dictadores que aseguraban su sistema de alianzas, dejó crecer la bomba de los ayatolás y no ha podido frenar la escalada de una guerra sectaria en Siria, una deflagración que amenaza con arrastrar a la región entera hacia un enfrentamiento bélico de dimensiones pavorosas.

Ellos ya lo habían dicho y no se les escuchó a tiempo. Exhiben su superioridad racista junto a la inelegancia de quien siempre muestra colgada del brazo a la razón que les acompaña como pareja fiel. Estos críticos se han visto en buena parte castigados por la impericia del candidato republicano Mitt Romney, que no ha sabido cerrar filas como es de rigor y se vio en el 11-S de 2001 ante los actuales ataques terroristas planificados contra EE UU. Buscan de nuevo la identificación descalificadora con Jimmy Carter, que además de perder al embajador en Kabul perdió la presidencia ante Reagan en 1980 después del secuestro de 55 estadounidenses en la Embajada de Teherán y su frustrado rescate aerotransportado. El mundo es más peligroso porque es más multipolar y menos americano. Los de yo ya lo decía han hecho una contribución mayor a esta deriva con los resultados catastróficos que cosecharon sus pretensiones de dominación por la fuerza que aplicaron sobre Oriente Próximo. Obama también ha contribuido, aunque de forma limitada, por su escasa capacidad para enderezar las cosas. Uno de los grandes trucos de la demagogia política es confundir los efectos, es decir, la debilidad de Obama, con las causas: el desplazamiento de poder en el mundo multipolar. Pero ni siquiera así Romney sabe sacar rendimientos electorales.



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15 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las esquinas

En los cuadros, sus esquinas, sus ángulos o sus límites marginales son de la máxima relevancia. El pintor que no resuelve bien ese pasillo hasta el fin del lienzo o el tope del marco, se arriesga a desequilibrar la obra o, más secretamente, a crearle enemigos aparentemente menudos pero de extrema virulencia para la estética.
Lo mismo puede decirse de las novelas, los edificios y las personas. Las esquinas o remates s dan empaque o miseria a la obra o al personaje. Si la presentación y la despedida son capitales para suscitar la valoración de un visitante, en la construcción una buena esquina conlleva distinción mientras que una mala deshace la eventual belleza del proyecto.
La arquitectura contemporánea puso mucho énfasis en las esquinas a partir de los años ochenta y adquirió esta moda duradera al constatar sus buenos efectos. Los edificios redondeados han sido en los últimos años muy frecuentes fueran destinados a sedes públicas o a estadios o a viviendas. Todos ellos , sin embargo, han caído pronto en el adocenamiento de su personalidad. Unos y otros se superponen como anillos de un juguete rutinario, unos y otros se copian con tanta facilidad que su impacto se degrada pronto.
Los otros, los edificios, con perfiles muy acusados, provistos de una proa, en ocasiones finísima como una línea, mantienen su carácter tal como en las personas la morbidez rebaja su efecto físico las aristas de una osamenta angulosa hacen inolvidable al personaje.
Estar en el filo y sentirse bien. Llenar el cuadro y concluirlo consistentemente enaltece su valor y su memoria. Son, además, mucho más convincentes sus términos, son más genuinos sus finales si no desflecan el conjunto sino que o bien inducen a su continuación cabal o estimulan su retorno. En la pintura, en la música, en la novela, la terminación, su límite, su última esquina es su última palabra.

 



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14 de septiembre de 2012
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II. Un paraíso para Nelson

En uno de los videos en que promueve su cruzada, Romer comienza utilizando la imagen de un grupo de muchachos africanos que se ven obligados a estudiar sus tareas en plena calle, bajo las luminarias del alumbrado público, porque en su casa no tienen luz eléctrica. Y elige como ejemplo a uno de ellos, Nelson. Seguramente, aún siendo tan pobre, tiene un teléfono celular, dice; pero eso no es suficiente.
¿Qué pasaría si Nelson viviera en una ciudad donde la energía eléctrica fuera barata, y pudiera estudiar en una buena universidad? ¿Una ciudad donde todo el mundo gozara de empleos bien remunerados, y no tuviera que preocuparse de la violencia callejera, ni del crimen, ni de la ineficiencia del estado, regido por leyes obsoletas? Y todo eso, sin tener que emigrar. Ese milagro ocurriría dentro de las propias fronteras del país miserable y atrasado de Nelson. Basta segregar una porción del territorio.
Nelson vive en un país fallido, que no es capaz de hacer posible el desarrollo. El estado no puede garantizar a sus ciudadanos una vida pacífica y segura, su burocracia engorrosa ahuyenta las inversiones, y por todos lados campea la corrupción. Hay que librar al desarrollo económico de estas amarras. En la ciudad modelo, libre de los males endémicos del subdesarrollo, reinará el buen gobierno. Una ciudad exitosa, por fin, en un país fracasado.

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14 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un agitador de la utopía

Escribo conmocionado por la muerte de Francisco Fernández Buey, mi querido Paco, que me acaban de comunicar, y con la precipitación a la que obliga el cierre de la edición del periódico. Sin embargo, no me es difícil, como en un torbellino, evocar sucesivas imágenes de Paco, al que conocí hace ya tantos años.

Recuerdo perfectamente la primera vez que lo vi, recién entrado yo en la Universidad, en una asamblea de estudiantes que se celebraba en el paraninfo. Paco era ya un dirigente estudiantil famoso y enseguida pude apercibirme de las causas: pese a que no era corpulento, su capacidad de dominio del espacio y de persuasión de los oyentes eran enormes. Me cautivó su voz grave y bien modulada, pero, sobre todo, la mesura extraordinariamente armónica de sus argumentos. Aunque él era entonces muy joven -debía de tener unos 23 años- ya reunía toda la capacidad del que puede encabezar un proyecto por la limpieza y convicción de sus ideas. Aquella primera ocasión fue la piedra de toque para medir cuántas intervenciones públicas les escuché a Paco Fernández, siempre firmes, y siempre de una elegante elocuencia.

Con los años comprobé que esa imagen exterior de Paco, que le habían convertido en una leyenda en la ciudad, se conciliaba perfectamente con su existencia cotidiana. En privado, era un hombre muy afable, de fácil conversación, que emanaba continuamente una gran coherencia en sus convicciones. A lo largo del tiempo tuve la oportunidad de colaborar repetidamente en empresas editoriales e intelectuales en las que él participaba. Nunca falló en la transmisión de esta honestidad y hondura morales que tanto le caracterizaban. Como es sabido, siempre mantuvo posiciones políticas revolucionarias que, en su caso, estuvieron sostenidas por unos fundamentos culturales de enorme solidez. Su inconformismo y su rebeldía éticas se agrandaban en la misma medida que su profundidad intelectual las hacía consecuentes. Tras años de encuentros intermitentes, en los que se forjó un gran aprecio mutuo, tuve la fortuna de coincidir con él en estas dos últimas décadas en la misma Universidad Pompeu Fabra. Nuestros despachos estaban situados en el mismo pasillo y esto nos daba la oportunidad de conversar frecuentemente. Paco Fernández era un brillante profesor y ensayista, vertientes que él desarrolló siempre en paralelo a su inconmovible militancia política.

Su muerte significa una enorme pérdida desde todos los puntos de vista. Con él desaparece uno de los grandes agitadores de la utopía, si bien permanece su ejemplo y la caja de resonancia de sus ideas. Para mí la pérdida es doble porque se desvanece un referente intelectual y moral y, simultáneamente, se aleja un amigo querido. En el vértice del torbellino de imágenes que ahora me envuelve permanece, como una tierra firme inalterable, la amistad, complicidad y lealtad que nos ha unido durante tantos años.

 

El País, 25/8/2012 



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13 de septiembre de 2012
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