Murakami Bingo.- Vamos a ver cuántos fans de Haruki Murakami logran llenar toda la cartilla de este bingo, aparecido en Sunday Book Review, de la mano del caricaturista Grant Snider. ver enlace aquí.
[ADELANTO EN PDF]

Murakami Bingo.- Vamos a ver cuántos fans de Haruki Murakami logran llenar toda la cartilla de este bingo, aparecido en Sunday Book Review, de la mano del caricaturista Grant Snider. ver enlace aquí.
Alfredo Bryce Echenique Me envían el Acta de Jurado que declaró a Alfredo Bryce Echenique ganador...
Carátula del primer número Con una entrevista a Enrique Vila Matas, un texto sobre César Aira,...
Mientras la densa cortina de lluvia se aleja de las costas de Tampa tras aguar los inicios de la Convención Nacional Republicana, Mitt Romney y Paul Ryan, recientemente ungidos como candidatos a la presidencia y a la vicepresidencia de Estados Unidos intentan demostrar frente a su público conservador -y sobre todo ante las cámaras- que son simpáticos, buenos padres de familia, seres comunes y corrientes (aunque uno sea un millonario mormón y el otro católico libertario); en una palabra, que ambos son, como dicta el sistema hollywoodense, humanos.
El tinglado es una prueba más de la severa esquizofrenia que afecta al Partido Republicano con especial fuerza a partir del auge del Tea Party. Durante los últimos meses Romney no ha hecho sino tratar de borrar la vena moderada que lo distinguió como gobernador, pero una vez asegurada la nominación quiere volver a acercarse a ese 10 por ciento de votantes independientes que decidirá la elección. Con un hándicap: a fin de asegurarse la fidelidad de los sectores más a la derecha de su partido decidió compartir fórmula con el joven y apuesto -en la línea Peña Nieto- ex congresista Ryan.
Se ha cuestionado a Romney por elegir una figura tan radical cuando, en teoría, los republicanos necesitaban a alguien menos polémico para ganarse el centro. Aunque en términos de estrategia estas voces puedan tener razón, lo cierto es que Romney se decantó por uno de los políticos que mejor encarnan los valores actuales de la derecha estadounidense. Porque, si bien en el interior del G.O.P conviven muchas corrientes -desde los fanáticos evangélicos hasta los liberales clásicos-, el pegamento que los une es su brutal desconfianza hacia el Estado, a quienes ven como fuente de todas las calamidades.
Pese a sus esfuerzos, Romney continúa sin despertar entusiasmo entre los suyos: por más que lo niegue, durante su etapa en Massachussets aplicó medidas estatistas, como la aprobación de un sistema de salud idéntico al de Obama. Ryan, en cambio, posee espléndidas credenciales: no sólo es un feroz adversario de la intervención del Estado en la economía, principio bajo el cual redactó la propuesta presupuestal republicana, sino que durante sus años de formación fue un enfebrecido seguidor de Ayn Rand, la novelista y filósofa de origen ruso que, desde la publicación de La rebelión de Atlas en 1957, se convirtió en una de las voces esenciales de la derecha estadounidense.
En esta ficción futurista, convertida hace poco en una torpe superproducción, Rand imagina unos Estados Unidos sumidos en una terrible crisis. En este escenario, un grupo de destacados empresarios y creadores, encabezados por el misterioso John Galt, desaparece de la vida pública, dominada por una pandilla de políticos colectivistas (es decir, demócratas) que han aniquilado toda iniciativa individual, y se refugian en una colonia oculta en las montañas de Colorado en la cual no rige otro principio que el laissez-faire.
El aparente paralelismo entre la situación actual de Estados Unidos debió encandilar a Ryan y a sus pares del Tea Party. Para ellos, la única forma de devolverle la prosperidad a América es anulando las medidas socialistas de Obama. Por desgracia, la trama de Rand, donde se enfrentan superhombres capitalistas convencidos de la bondad del egoísmo contra torpes rémoras altruistas es, además de una fábula maniquea, un anacronismo. Al imaginar el futuro, Rand en realidad veía el pasado: la Rusia de su juventud donde sus padres fueros desposeídos por los soviéticos.
Ryan y los suyos no comprenden -o lo enmascaran para proteger los intereses de unos cuantos- que la crisis actual deriva justo de lo contrario: la desregulación aprobada durante las presidencias de Clinton y Bush Jr. (no es casual que Alan Greenspan, todopoderoso presidente de la Reserva Federal en este periodo, fuese otro destacado discípulo de Rand). El Estado no fue, en este caso, la causa de la debacle, sino más bien esos capitalistas ambiciosos que lograron eliminar la vigilancia sobre los bancos de inversión, los derivados financieros y el mercado de hipotecas, lo cual precipitó el hundimiento de Lehman Brother o AIG -y, a la larga, de toda la economía mundial.
Poco después de ser nominado, Ryan declaró que su admiración por Rand había sido un pecado de juventud. Esta abjuración no se debió a que el ex congresista dejase de comulgar con el modelo social de la escritora, sino a su ateísmo o su defensa del aborto. Porque el segundo punto que une a la derecha estadounidense desde los años cincuenta -otro anacronismo de la Guerra Fría- es su carácter forzosamente religioso. Católico archi-mocho, como lo llamó Jorge Castañeda, Ryan ya no podía darse el lujo de ser asociado con una descreída. Se le podrá reprochar a Romney ser un hipócrita y un dos caras, pero al escoger a Ryan hizo algo más que lavar sus culpas progresistas: dejó en claro donde se encuentra hoy el verdadero corazón del Partido Republicano.
twitter: @jvolpi
No hay drama, en el caluroso día festivo, cuando te acercas entre una multitud de pantalón corto y gorra, pero aun así apenas bullanguera, al Memorial del 11 de septiembre (9/11 en las siglas americanas). Tampoco la mayoría de los visitantes que hacen cola, provistos de su pase gratuito, conocerá la intriga, a veces cruel, que ha precedido y sigue manifestándose en la construcción de este parque conmemorativo que es ya, en su estado incompleto, una de las grandes atracciones turísticas de Nueva York, aunque, al contrario que todo lo demás en Nueva York, sea gratuita y no suponga pagar impuestos ni propinas. El pase, ‘Visitor Pass', se consigue con facilidad a través de la recepción del hotel, si eres turista, o solicitándolo a una página web que funciona con la minuciosa precisión que el mundo anglosajón suele darle al papeleo. La visita merece cualquier pena.
La intriga, en más de una ocasión conspiratoria, del ‘9/11 Memorial' la cuenta muy bien -inevitablemente como una intriga ‘in-progress'- el excelente crítico Martin Filler, en el capítulo correspondiente de su libro ‘La arquitectura moderna y sus creadores", que aquí publicará en octubre Alba. Su texto es novelesco, y los protagonistas de su ‘thriller' inmobiliario tienen nombre, el de los alcaldes y gobernadores implicados (Giuliani, Bloomberg, Pataki, Spitzer), los arquitectos agraciados o perjudicados (Libeskind, Foster, Rogers, Calatrava, Childs, Arad), los contratistas con ánimo de lucro, en especial el promotor Larry Silverstein, afectados todos por algo que da a ese capítulo de Filler su valor añadido de cuento de fantasmas: el permanente halo de las 2983 víctimas, si se suman a las producidas por los pilotos suicidas de septiembre de 2001 las que hubo, allí mismo, en las más olvidadas explosiones de febrero de 1993. De los fallecidos en las Torres Gemelas hay memoria real y presencia figurada, pero los familiares han formado un ejército doliente y militante que vigila cada fase de la edificación del Memorial y se expresa y actúa con vehemencia cuando sienten que el espectáculo o la codicia desvirtúan el gesto conmemorativo. Y las autoridades neoyorkinas y nacionales escuchan a los vivos; por la gran dimensión de esa tragedia en la conciencia norteamericana y porque en el solar donde hoy se elevan varias de las edificaciones proyectadas han quedado los restos sin identificar de casi una mitad de las 2977 personas que perecieron en septiembre de 2001. "¿Cómo vamos a construir nada en el lugar donde lloran sus almas?", dijo con dramática elocuencia la viuda de uno de los eternamente desaparecidos.
Olvidémonos en el recorrido de los nombres protagonistas de esta novela negra, entre otras razones porque no es seguro que todos ellos sigan siéndolo el día en que el relato al fin termine. La obra de Santiago Calatrava, un centro de operaciones de tránsito, aún no despunta, la hermosa torre, World Trade Center 2, diseñada por Norman Foster, 88 pisos rematados por cuatro segmentos que se abren al cielo como fauces en grito, se ha pospuesto y nadie sabe si se llevará a cabo, y Daniel Libeskind, el proyectista original del complejo, hace años que perdió el control de su desarrollo, y ha tenido que ver cómo la torre por él ideada, la World Trade Center 1, era desnaturalizada por su sustituto, David Childs, y perdía su simbólica referencia a la Estatua de la Libertad; lo que ahora se alza de esa Torre 1, que es mucho, no pasa de ser un edificio poco distinguido que estará en su día coronado por una gigante aguja metálica, a modo de símil fácil de las que hay en los dos célebres hitos de Nueva York, la torre Chrysler y el Empire State Building. Por no hablar de los políticos en ejercicio, cuya condición efímera conocemos los ciudadanos de cualquier país que somos a la vez votantes.
Sin embargo, y pese a su enrevesada génesis, su inacabamiento actual y el conflicto de sus peripecias, el Memorial 9/11 posee ya un hálito que nos llega y nos conmueve. Uno entra en el recinto, jalonado por las siluetas de hormigón y cristal de aquello que está en obras, y advierte dos colores dominantes, el verde de la superficie y el negro excavado en el suelo. El verde corresponde al arbolado del parque, la plantación de robles blancos de California que aún han de crecer y hacerse más frondosos, y el ‘Survivor Tree' o árbol superviviente, un peral de flor que originalmente estaba en el jardín de la plaza interior situada entre las dos torres abatidas y que las brigadas de salvamento encontraron, dañado pero no muerto, en las ruinas humeantes de la llamada Zona Cero. Como un herido más de la masacre, el peral fue atendido y sanado en otro parque-hospital de la ciudad, hasta que renació y floreció de nuevo cada primavera, sobreviviendo también a los efectos de una devastadora tormenta sufrida, en su vivero provisional, en marzo de 2010. En diciembre de ese año el ‘Survivor Tree' fue replantado en el Memorial 9/11, donde hoy tiene un sitio de honor cerca del lado oeste de la Piscina Sur.
Y así llegamos al punto culminante de nuestra historia, situado en las dos inmensas piscinas que ocupan el perímetro exacto donde estaban las moles gemelas desplomadas. En esas piscinas o fuentes, en su hermoso y sobrio granito negro, en sus parapetos grabados, en el fluir moroso de un continuo canal de agua que forma una cascada sin estruendo y un lago sin profundidad, se guarda el luto, y en lo que constituye su mayor logro estético, los anchos pozos centrales por los que cae el agua a un fondo insondable y sombrío, se da la imagen más elocuente de la pérdida, de la oquedad y la carencia. No el olvido. Para desafiar al olvido se dispuso que los nombres completos de todas las víctimas de los dos atentados del World Trade Center, unidos en la Piscina Sur a los de los muertos en los vuelos pilotados por terroristas que se estrellaron en Pensilvania y Washington, estén inscritos en letras de bronce en los rebordes, también de piedra negra, que flanquean las piscinas, siguiendo en su disposición una "contigüidad con significado" pedida asimismo por los familiares para los casos en que sus seres queridos tenían vínculos de amistad, de amor o de pertenencia religiosa y social con otros fallecidos. La letanía onomástica, que el visitante paciente se demora en leer, lejos de ser grandilocuente queda al contrario como la estela fúnebre de un numeroso grupo de seres erradicados de golpe de la vida y persistentes, de ese modo rotundo y escueto, en la materia escrita de su identidad.
La gran paradoja narrativa del Memorial 9/11 es que los arquitectos-artistas, las celebridades, no son, al menos hasta ahora, los que han contribuido a crear el espíritu del lugar. En el caso de Foster y Libeskind, como hemos dicho, por la radical enmienda o incertidumbre de sus proyectos; en el de Calatrava, por la imposibilidad de juzgarlo antes de que pueda verse si el valenciano se repite a sí mismo, como a menudo hace, o trasciende sus líneas aladas. Los artífices más relevantes son comparativamente oscuros, el consorcio Davis Brody Bond, que firma el Museo Conmemorativo, y el arquitecto de origen israelí Michael Arad, quien hasta ganar el concurso de los dos monumentos acuáticos diseñaba, a sueldo de la municipalidad, comisarías para el Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York. La parte substancial, ya construida, del Museo de Davis Brody Bond, pese al rutinario ‘déjà vu' de su estructura, imbrica con gran eficacia evocativa en el atrio de entrada los dos tridentes, colosales columnas en forma de tenedores de acero, rescatados de la fachada original de las Torres Gemelas. Arad, que ha trabajado en colaboración con el paisajista Peter Walker, encontró en las dos piscinas sentido y sentimiento. El eco de las almas sollozantes, las de los vivos y las de los muertos.
De pequeña quería ser médico, cuando las matemáticas aún no se me resistían y la muerte apenas era un lejano sombreado. A los doce años cayó en mis manos la historia del Dr. Barnard, el cirujano que realizó el primer trasplante de corazón y que luego empezó a acostarse con la fama y a casarse con modelos. Su caudal de emotividad explicando cómo un corazón humano empezó a latir en otro cuerpo rodeado de gorros expectantes y látex erizados halló en mí una sierva dispuesta a encender su vocación y a rozar la idealizada heroicidad de quien salva vidas en lugar de almas. Claro está que no todos los médicos eran como el bronceado y dentón Dr. Barnard. Los que entonces nos sanaban, atendían a tres o cuatro pueblos a la vez e igual asistían un parto que le pinchaban la insulina a la abuela o cosían la rodilla de un niño. El maletín del médico de cabecera contenía un mundo misterioso regado por un olor terapéutico similar al de las farmacias, esa extraña mezcla de amoxicilina, desinfectante y menta. Pero además de remedios, “el senyor metge” poseía un don especial que combinaba autoridad con benevolencia, e incluso parecía que no cobraba por hacer su trabajo. Los vuelcos existenciales suelen rozar los extremos. Alejadas las fantasías clínicas me convertí en una hipocondriaca aventajada de las que compadecen al galeno por tener que anunciar el peor de los diagnósticos, pero capaz de revertir un instante la angustia en un sentimiento de eufórica resurrección al conocer la benignidad del asunto. Como era previsible acabé enamorándome de una bata blanca, y también aprendí a admirar el valor de esos ángeles en la tierra que son las sufridas enfermeras y enfermeros que cuando te conviertes en casi nada, un cuerpo tumbado sobre una camilla con papel cebolla y peúcos azules, tienen la palabra exacta para acompañarte en la soledad preanestesia. Si cada uno de nosotros contáramos nuestra vida siguiendo el hilo de nuestras patologías, descubriríamos hasta qué punto el cuerpo reacciona gracias a alguien que casi siempre hace horas extras. Las mismas que ahora están dispuestos a hacer los casi 1.800 profesionales insumisos para cumplir su juramento hipocrático y evitar la expulsión de los parias del sistema sanitario. Hay una construcción semántica interesante que estos días ha repetido el gobierno: “Atenderemos a los ‘sin papeles’, pero cobrándoles”. ¿A las prostitutas nigerianas, los menores apátridas, los sintecho, los sin nada? Por qué no afirman también que todos los parados tendrán trabajo si se pagan su propio sueldo. El “no” de estos médicos a aceptar uno de los mayores retrocesos no sólo sociales, sino éticos, con el que se pretende minimizar la insostenibilidad del sistema, muestra cómo entre la expropiación de la salud pública a los indocumentados y la firme reacción de los colectivos sanitarios para detener un estado de excepción hay tan sólo una humilde conjunción, eso sí, sangrante. (La Vanguardia)
Josefina Ludmer y Ariel Idez Josefina Ludmer, una notable crítica, entrevista a un autor joven,...
El país se encoge a ojos vista. Su producto interior bruto, el consumo, los puestos de trabajo, las empresas, sus servicios sociales, la calidad de su sanidad y de su educación. No hablemos de su prestigio y de su imagen, dentro y fuera, en Europa y en el mundo: rebajado, rescatado, intervenido, ocupado por los hombres de negro. Solo el ruido y la confusión crecen, magníficos ríos revueltos para la pesca de los fabricantes de realidades, los artistas del lenguaje político.
Encoge y se simplifica. La hegemonía del discurso monocorde es prodigiosa. Metidos en un círculo de tiza que pronto será muro maniqueo: nosotros y ellos, la razón y la fuerza, la justicia y la arbitrariedad, el derecho y el expolio, el bien y el mal. Las disonancias son meros matices internos. Nunca el pensamiento grupal había sido tan fuerte y extenso.
El éxito de propaganda es magnífico. Sus efectos morales demoledores. Nos sumergimos en la neolengua orwelliana donde la paz es guerra y la guerra es paz. Una nube recubre los mayores recortes de derechos sociales, presupuestos públicos, salarios y puestos de trabajo. El país está intervenido, rescatado, pero saca pecho como si estuviera a punto de alcanzar la plenitud histórica. Pedimos liquidez para no suspender los pagos de nuestra administración pero lo hacemos con exigencias y reconvenciones.
No cabe atribuir el mérito solo a los responsables del gobierno, a pesar de que hayan echado el resto. La oposición también tiene su responsabilidad. La del gobierno lo es por acción, pero la de la oposición por omisión. No ha hecho nada. Ni defender algo de su balance de gobierno, ni presentar alternativas, ni criticar con argumentos sólidos y coherentes las políticas del gobierno, ni sobre todo combatir su agenda de ocupación del espacio público.
Quienes debieran oponerse prefieren algún beneficio marginal al que acogerse. Alérgicos al riesgo, apuestan por seguir perdiendo lentamente a imaginar un envite que les pueda dar una victoria por pequeña que sea. Son los reyes del 'status quo'. Con poco se sienten gratificados. No es que no haga nada la oposición, es que no existe: unos se identifican directamente con el poder al que debieran oponerse, otros se conforman con su vieja parcela local en retroceso, mientras otros más solo piensan en el poder que se juega en otra parte.
Así llegamos al desierto actual. Nada peor y más denostado que oponerse radicalmente desde dentro, impugnar el dogma, negar la evidencia indemostrada. Los argumentos están ahí, sólidos, sin usar. ¿No es este el mayor fracaso de la reciente historia? ¿Hay que achacarlo entero y después de tanto tiempo todavía a la herencia recibida? ¿Todo se debe a la malvada acción de ese enemigo exterior secular que jamás ceja en su acción depredadora?
Nadie osa desde dentro. Si alguien intenta deberá hacerlo desde fuera, como una voz alógena. No está tan mal visto sumarse a ese Mordor que suministra cada día munición para nuestras quejas y moral para nuestros combates. Es mejor, o al menos más útil, que mantenerse en la tierra de nadie. Para no hablar de los ilusos que todavía pretenden tender puentes, reconstruir consensos, entenderse de nuevo. Son los más detestados. El negocio está en el conflicto, aunque no terminen de enterarse los tibios y los cobardes. Recibirán subvenciones quienes lo alimenten.
Todo termina en un dilema: callar o irse. Irse es una forma de callar y viceversa, cosas ambas que facilitan la tecnología y la globalización. Así se contribuye al proceso mayor, al empequeñecimiento. Sin esas voces, las que quedan se sentirán más cómodas, podrán campar a sus anchas.
Antoni Puigverd en 'La Vanguardia' ha dado en el clavo de esta pérdida: "Una nación de verdad es inclusiva. Tiene un proyecto común y sabe que existen cosas sagradas que no se ponen en peligro. Una nación de verdad no se construye sobre la negación de una parte de su gente".
El camino es claro. La hoja de ruta, aun con puntos de incertidumbre, sabemos a dónde lleva: cada vez más diminutos en un mundo cuyo centro de gravedad se desplaza y aleja de nosotros. Irrelevantes e insignificantes, pero eso sí libres y felices como pajaritos en el bosque contaminado.
Uno lo que escribe en los libros son mentiras, pero deben ser mentiras bien contadas, en las que se pueda creer a ciegas. "Esto me pasó a mí también", dice el lector, y uno recibe entonces su corona de triunfo porque se ha hecho acreedor a la credibilidad ajena. Han confiado en ti, y no los has defraudado. Esperaban una mentira bien contada, sin fisuras, sin dobleces, y se las ha dado. No tienen de qué quejarse.
Y cuando al llegar al final del libro el lector quisiera seguir adelante, porque se encuentra metido sin remedio en los laberintos de ese mundo que creaste para él, y quiere vivir al lado de los personajes, no abandonarlos, entonces tu corona es doble.
Ese lector que prefiere siempre la acción a la demora, a menos que se trate de un cuerpo desnudo. Ese lector al que nunca debes aburrir. Dice Billy Wilder, que hizo cine y no literatura, pero para nuestros fines viene a ser lo mismo, que su primer mandamiento es precisamente ése, "no aburrirás".
Ese mismo lector al que es necesario atrapar, antes de atrapar al asesino. No sé si esto último lo oí, lo leí, o lo inventé, pero de todos modos recomiendo no olvidarlo, tanto a los escritores maduros como a los aprendices.
Es peor que huya el lector, a que huya el asesino, eso hay que tenerlo por regla.