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Himnos de paz en guerra

Intriga y estimula leer estas líneas: "Seduzco a una mujer con la herida del pecho, con la herida de la pierna. La atraigo con el dedo roto hacia la cama". Las palabras proceden de un poema titulado ‘Frialdad', y están en el recién aparecido libro de Abbas Beydoun ‘Un minuto de retraso sobre lo real' (Vaso Roto, Madrid/México, 2012). ¿Y quién es Abbas Beydoun? Yo desde luego no le conocía hasta que hace unos días llegó a mis manos este bellísimo libro de prosas poéticas, traducido del árabe con su habitual calidad por Luz Gómez García, quien, dentro de una larga y amplia trayectoria, ha hecho conocer en España a uno de los grandes poetas del siglo XX, el palestino Mahmud Darwix, fallecido en 2008. Beydoun, libanés de Tiro, nacido en 1945, es además periodista y novelista, y recogió en libros anteriores sus conversaciones con Darwix y su propia experiencia carcelaria tras la invasión israelí de su país. Vaso Roto anuncia nuevas publicaciones poéticas suyas.
Recuerdo de mi único viaje a Líbano, hace casi tres años, la impresión de sus mujeres, jóvenes y maduras, con o sin velo, fumando en los numerosos cafés del centro no sólo cigarrillos sino la tradicional pipa de agua o ‘narguilé', en una muestra de libertad, al menos gestual, difícil, cuando no suicida, en otros países árabes. Seguía viva la reminiscencia de la guerra civil acabada en 1990, y visibles las cicatrices urbanas de los bombardeos de la aviación israelí en la operación Lluvia de Verano de 2006, pero al atardecer, la capital, Beirut, aún con los tanques del ejército apostados en muchas esquinas, se llenaba, sobre todo en la zona de su paseo marítimo, de un plácido y jovial discurrir de gentes muy similares a nosotros no sólo en rasgos físicos sino en la ansiosa búsqueda de una felicidad tan a menudo esquiva. ¿O es que vamos a creer que en Líbano y en Túnez, en la franja de Gaza, en el Egipto de las revoluciones, y hasta en la martirizada Siria de hoy, no hay lugar para que alguien, sobreviviendo a la tragedia y al dolor, tenga un pensamiento lírico, un arrebato erótico, una salida humorística, y los ponga por escrito?
Darwix fue el prototipo de ese poeta nunca abrumado por la historia, que tanto pesa en sus versos, pero no el único. Días antes de leer al libanés Beydoun, conocí en las jornadas poéticas de Cosmópolis, en Córdoba, al egipcio Ahmed al-Shahawi, a punto de volver a las incertidumbres políticas de su país. No sin antes dar a conocer sus versos de ‘Nadie piensa en mi nombre', editados el año pasado en Costa Rica, y donde leemos en su brillante poema ‘Imágenes celestiales' lo siguiente: "En la niñez, / me criaron los gusanos de seda. / A los cuarenta / -a pesar de la profecía-, / aún no he salido de la crisálida" (la traducción en este caso es de Mohamed Abuelata).
Sólo entenderemos el calibre de lo que sucede, no todo positivo, en los bullentes países del Oriente Medio cuando también leamos a sus muy notables escritores, entre los que cuento desde hoy a Abbas Beydoun, quien en el primer libro de los tres que componen ‘Un minuto de retraso sobre lo real' traza sus experiencias, algunas muy divertidas, en Alemania, convoca con sentido a Brecht, a Gunther Grass, a Kiefer, a Stockhausen, y a la vez no pierde la memoria histórica de la gravedad, como en el poema de la última parte que gira en torno a un paquete bomba encontrado en una zona de su ciudad: "El paquete también desapareció, quizá en nuestras cabezas, igual que en nosotros una guerra tras otra ha dejado bombas sin estallar".

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26 de noviembre de 2012
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Me gusta

Cuánto poder encierra ese botón. Basta un clic para anunciar en tu vida on line que ahí dejas tu huella, sin saber muy bien si se trata de manifestar tus preferencias, hacer felices a los demás o tan sólo sacar la patita. Incluso aunque en realidad ese algo no te guste. Cada vez me sorprendo más de las variopintas causas que reclaman un “me gusta”, como si no hubiera otra manera de decir que compartes una idea, que te solidarizas con una campaña o que has ido a ver la misma exposición. No sólo eso, a menudo los comentarios se acompañan de una decena de signos de admiración, algo que ilustra acerca, no sólo del estado de ánimo del emisor, sino de su buenrollismo agotador. A diferencia del mundo real, las comunicaciones on line desbordan alegría. Emoticonos, estrellas, corazones y todo tipo de dibujitos se entrometen ahora entre las palabras escritas a capricho, y, sobre todo, con letras multiplicadas a fin de transmitir mayor intensidad: como si dar las “graciasss” fuera más sentido que “gracias” o “nooo” más tajante que un simple “no”. Los juegos con los signos de puntuación guiñan un ojo en el mensaje como nunca lo harán en el cara a cara. Porque los sentimientos “editados” y envueltos en lazo que se expresan a través de las pantallas pretenden convertirse en una tarjeta de presentación, la de tu identidad digital, que casi siempre pretende ser más virtuosa que la real. “Me gusta que te guste lo que me gusta”, leo en un amplio artículo de The New York Magazine en el que se analiza cómo ha evolucionado el estado de ánimo de la web desde hace diez años, cuando triunfaban la insidia, el descontento, los incendiarios trolls e incluso los pervertidos. Hoy, en cambio, la web es algo parecido a un hogar y ha mejorado sus modales hasta el punto de edulcorar el lenguaje. No sé qué lo mueve, si una aspiración a la ternura, o a la reputación, el deseo universal de caer bien o simplemente el de enmascarar la nada con palabras agradables. La gente hoy se felicita por la fotografía de un muffin o se entusiasma al ver la colección de imágenes tomadas en tus últimas vacaciones con una única idea: colgarlas en el muro. “Si no publico las fotos de mis fines de semana, mis amigos se creen que no tengo vida social”, me razonaba una chica de 18 años. Así es: lo que hago en realidad no es tanto por o para mí mismo sino para exponerlo a la mirada ajena. “Facebook puede haber reemplazado a Disneylandia como el lugar más feliz de la tierra”, afirma Joseph B. Walter, que ha investigado la interacción en internet durante décadas. Y así lo parece a tenor del inmenso regocijo que nos infantiliza con palabras encantadoras y autocomplacientes. Si en verdad la web se ha transformado en nuestro espejo cultural, los imprescindibles buenos modales no deberían excluir ni el ejercicio de la crítica ni los interrogantes. Eso sí, basta con uno.

(La Vanguardia)

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26 de noviembre de 2012
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2. Nuestro más profundo y sublime secreto…no lo es tal

Las supuestas cartas de Rubén Darío a Amado Nervo no han sido encontradas en el archivo del destinatario, sino en el del remitente, lo que quiere decir que Darío, más descuidado aún, sacó copia de ellas, y temerario, las guardó, él, el más tímido de los mortales, para que la posteridad supiera de su condición de homosexual.
Las cartas son parte de un lote de cerca de 900 documentos escritos a mano, y calzados con la firma de Darío, entre los que además hay copias abundantes de sus propios poemas, que acaban de ser adquiridos por la Universidad del estado de Arizona, adquisición celebrada con repique de campanas, y el profesor de esa misma universidad, Alberto Acereda, reputado como experto en la obra dariana, ha sido el primero en tener acceso a ellos, y nos regala, como primicia, un artículo publicado en el Boletín de Estudios Hispánicos que se edita en Londres, y que titula "Nuestro más profundo y sublime secreto (título entresacado de una de las cartas): los amores transgresores entre Rubén Darío y Amado Nervo". Su propuesta es que, en base a ese hallazgo, toda la obra de Darío, y por tanto la de de Nervo, se lea desde ahora a la luz de la homosexualidad.
Sólo que las cartas son falsas. Y ya se sabe que para bailar esta clase de tangos se necesitan dos: un ingenuo que se deja timar, y un pícaro que se alza con el botín que cándidamente le entrega el timador.

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26 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El triste color de la crisis

Crisis no es lo mismo que desolación. Crisis no es lo mismo que demolición. Crisis no es lo mismo que pobreza, enfermedad, humillación y muerte. Lo que esta Gran Crisis causa, sin embargo, con su comportamiento es un horrendo castigo que si ha tomado primero en sus fauces a los países del sur de Europa no ha terminado su devoración. Más que eso, según Huw Pill (¿píldora venenosa?) de la plantilla de Goldman Sach, el asunto no ha hecho -para España- más que empezar. ¿Acabar con la crisis, el paro, el empobrecimiento, la desesperación? Si la sevicia no ha hecho más que empezar a salivar ¿cómo será su vómito cuando se atragante?

Nadie lo sabe. Y aquí ha radicado durante estos años, faltos de luces, la tenebrosidad de la situación. Y su pesadilla. Porque en tanto se ha podido culpar a la codicia humana, a la desalmada conciencia de los banqueros, a las malditas ratas de las agencias de rating o a la incompetencia de los políticos la plaga de los crímenes de lesa humanidad, nos manteníamos en actitud vengativa, tan excitante que movía al saqueo o la subversión.

Pero ni siquiera los movimientos callejeros de revuelta han llegado ser demasiado enérgicos: ni incendiarios, ni incontrolados, ni saboteadores (Rayo Vallecano aparte). Las protestas contra los recortes en Grecia, Portugal, en España o Gran Bretaña, han brotado como fuegos fatuos. Bengalas del malestar, fumarolas de las fuertes heridas sufridas, pero nada equivalentes a quemar a los malditos ("que no nos representan") en la hoguera y a sus instituciones también.

Al cabo se ha llegado a un punto dominical en que los políticos siguen celebrando sus votos, sus langostinos, sus verbenas y nada puede esperarse de gentes que siendo prácticamente las mismas, unas han ganado mayoría y otras incluso las han perdido ya.

¿Entonces? ¿En quién confiar? ¿A qué esperar?

Por unos u otros medios, esta Gran Crisis posee el carácter natural de una hecatombe. O aún peor, los atributos de alguna catástrofe sobrenatural enviada sin razón, sin proporción, sin plazo de duración o alivio. De este modo, las víctimas han sido más que ciudadanos superexplotados de carnes al grill, cuerpos sometidos a una incompresible ley del Sistema que como un Dios sin seso (ni sexo) envió primero una oleada de fuego especulativo, luego otra marea de deuda ardiente y luego otra de fulgurante deuda soberana.

O, finalmente, por contraposición, un enfriamiento absoluto del ánimo y, por momentos, una rendición de los seres humanos a la perdición termal. ¿Será Angela Merkel el anticristo flamante? ¿Será Alemania la serpiente que recobra su aire de dragón histórico y capitanea un nuevo Holocausto interracial? No sería del todo extraño puesto que la historia profética del Apocalipsis lleva a ciudades malditas como Babilonia y de Anticristos que se encarnan en los mismos papas, como figuras perversas de la máxima santidad.

Pero ni siquiera esta narración de tremendo videojuego parece verosímil. Demasiado simple para entusiasmar, carente de intriga suficiente, falta de código cifrado y ausente de guerreros sagaces en busca del Santo Grial.

Pero, entonces, ¿qué es esto que pasa? ¿Asistimos a una representación del fin de los tiempos y seguimos contando como incautos las fechas de las cumbres, los días del rescate o los números de los institutos de medición? El Credit Suisse, un supuesto ángel incontaminado, ha calculado que las familias españolas han perdido casi un 20% de su riqueza efectiva en los últimos seis años. En ese número del diablo (6 años o 666) la boyante España de los ochenta naufraga y todavía no es consciente de cómo ha podido ser.

Ni siquiera los premios Nobel, Stiglitz o Krugman, alcanzan a diagnosticar con determinación las causas y los remedios. Y si de la enfermedad no se conoce sus componentes ¿cómo componer el remedio que neutralice la toxicidad?

De este modo, día tras día, mientras los políticos demoran sus acciones o las cumbres se derriten sin afrontar el Mal, la población se sume en un desánimo que, de un lado, representa a aquellos que se queman a lo bonzo ante los edificios oficiales. Pero también a los millones de familias (unos 13 millones de personas en España ahora) que de ser clase media o casi media han devenido en el cero de la sociedad.

Hace ochenta años, Keynes calculaba que para esta época la economía habría resuelto el problema de los ciclos y se dirigía a procurar un bienestar donde bastaría con trabajar tres horas. No iba si se quiere descaminado del todo. No habrá bienestar pero vamos camino de trabajar cero horas. Un desiderátum de esta coordenada que hoy se acompaña con la asíntota de la inanidad.

No trabajamos más, trabajamos menos. No trabajamos menos para vivir mejor sino que no hay trabajo para procurar que vivamos felizmente menos.

¿Triunfo pues del capitalismo rampante y rapaz? Triunfo funeral del capitalismo que extrayendo la médula de los obreros ha venido a convertirlos, uno a uno, en disecaciones de su misma figuración. Capitalismo taxidermista que en su maniobra de expolio termina, curiosamente, a su vez expoliándose a sí mismo y condenándose a la exfoliación total.

China espera a estallar con su burbuja inmobiliaria y tras ella los demás países emergentes desde la India a Brasil. Todo será una cuestión de tiempo, biológico y vegetal. De apenas un nuevo año chino y de una media docena para todos los demás.

Con ello el horizonte quedará allanado y deshabitado al modo de la historia que se cuenta en el cine de Yo soy leyenda. Siendo, además, en el caso de la leyenda de Richard Matheson, la leyenda intuida del mundo que nos parió.

Y nos mató. Segundo pilar, pues, del Apocalipsis de San Juan. No es una u otra circunstancia envenenada la que presagia el advenimiento de nuestro Gran Dolor. "Y del humo del pozo / Salieron langostas de la tierra / Y se les dio potestad. / Como los escorpiones de la tierra / prohibido les fue que dañasen la gramilla de la tierra / Y todo lo verde / y ningún árbol, Sino sólo a los hombres / Que no tienen el sello de Dios / sobre las frentes". Esto exclama el Apocalipsis de San Juan.

El corazón de Dios parece harto de la turbadora vida de los hombres y de este modo no quiere salvarlos del terrible Juicio Final. Sólo los árboles y la gramilla (¿la gallina, incluso?) le interesan, tal como los benditos ecologistas de tan buen corazón.

Porque ¿será cierto que el hombre ha pecado imperdonablemente contra el divino Cordero? Claro que no. Durante años el ciudadano consumidor no hizo otra cosa que cumplir con el comunitario mandamiento del consumo. Gracias a su consumo o su gasto en el hiperconsumo nacieron empresas y puestos de trabajo no sólo en Occidente sino en Oriente. Emergieron países, islas ahumadas, desde los fondos de la miseria y el mundo se creyó en la senda de una proeza planetaria que transportaba emigrantes del sur al norte y de la prostitución tailandesa a las factorías de seda estampada en los alrededores de Milán. Y viceversa.

Una gran kermés internacional, cargada de robos, droga y asesinatos múltiples, de tráfico de niños, de mujeres y órganos palpitantes, convirtió el mundo en una algarabía desarrollista que, con su pedrería de pecados, no dejó a casi nadie indiferente. Eso era el Progreso. Desequilibrado, delirante, especulativo y demencial fue el Progreso de la Postmodernidad. ¿Fue esta la neurótica causa de la crisis? Para que lo fuera realmente era necesario la locura contra un Dios. ¿Estaría dispuesto el mundo para esta blasfemia con carácter del Medievo? Claro que no.

El estallido de la burbuja financiera o de cualquier burbuja lasciva nacía de la extrema fermentación y la Humanidad no habría sido sino la levadura necesaria de un nuevo mundo que muchos empezaban a gustar y pronosticar. La riqueza se extendería por el planeta, los indios tendrían su Bollywood, los chinos su Sanghay Café y los brasileños su Maracaná universal. El fin de un tiempo viejo, el tiempo obsoleto del siglo XX se reemplazaba por el blanco resplandor del siglo XXI, sin gulags, sin guerras frías, sin amenazas atómicas, sin petróleo y sin C02.

Pero ¿habrá una guerra forjándose ya? En Irán, en Siria, en las Coreas, en China y en Japón. La Gran Depresión de 1929 halló su milagroso remedio en la Segunda Guerra Mundial. Allí murieron 60 millones de personas que podrían haber sido población desempleada y, por añadidura, las empresas envejecidas y sus gastados puestos de trabajo obtuvieron la oportunidad de sanearse con la última generación del marketing y la maquinaria nueva. ¿Será hoy precisa una nueva Gran Guerra para que la hormona capitalista pueda sobrevivir?

O bien ¿es concebible, de otro lado, una salvación absoluta del estrago actual que ya ha hundido a cientos de miles de empresas y hasta el alma empresarial de nuestra economía vigente?

Porque ¿el Estado? ¿Quién puede seguir esperando algo de este demacrado Leviatán? Si hay una criatura emponzoñada por el desastre esta es, en primer lugar, la política estatal y sus carcomidos comportamientos. Y, sin política saludable o son-rosada ¿Cómo esperar la curación?

De toda la maldad de esta Gran Crisis pueden ser excluidos los obreros, los curas, los maestros y los auxiliares de enfermería. En el corazón de las tinieblas de esta formidable Crisis anida como el peor gusano la corrupción política y de cuya apestosa secreción ha sido apestada toda una sociedad de líderes partidistas, peores que los robbers baron, peores que las Cuatro Fieras que el Ángel del Apocalipsis explica como "Poderes Políticos". El León con alas de águila que evoca el Paganismo. El oso devorador de muchas carnes que anda con tres huesos en la boca. El Leopardo con cuatro cabezas y cuatro alas. La Fiera con pies de hierro de la que surge el Anticristo.

Puede esperarse que todo esto que ocurre para la ruina de los seres humanos provenga de un más allá. Razón esotérica que viene a cebarse en nosotros como acaso en otros planetas de los que no tenemos noticia ni rastro de PIB. Puede ser que esta etapa se inscriba en el proceso, no siempre dulce, de la Humanidad y que su parte más hostil se represente ahora. Puede ser. Pero ¿quién podría olvidar que unos se enriquecen a la vez que otros se despeñan en la indigencia? ¿Quién podría olvidar que las diferencias de renta han pasado de ser entre lo más alto a lo más bajo de 16 veces a 300 y a veces a 3.000?

No se trata sólo de una insufrible y gigantesca injusticia. Se trata sencillamente de una monstruosidad. Tan importante que decide el destino de los humildes, humilla su personalidad, descompone sus amores y sus familias, les condena como perros a comer de los contenedores y a vivir en chamizos en las faldas de la ciudad maldita. Esa Babilonia del Apocalipsis que han levantado los asalariados urbanistas de Tongzhou, Dublín, Seseña o Guardamar.

Los preppers o adeptos al prepping (preparación) forman un movimiento que se prepara para el colapso de la civilización occidental y ya encuadran a tres millones de personas, por lo menos. Todos ellos aprenden a cultivar judías o nabos, a elaborar pan, criar gallinas o confeccionar mermeladas, tejerse un suéter o hacer funcionar un motor con aceite de cocina. Todos ellos alertados por el inexorable fin de esta civilización.

De hecho, como enseña el Apocalipsis, no esperan una catástrofe a plazo fijo. Simplemente ven que esto va indefectiblemente de mal en peor. Viven pues para y por la catástrofe que, de ser tenida por un hecho extraordinario, se ha instalado como una "normalidad".

Huyen de las ciudades habitadas por zombis desocupados y del Gobierno de la nación colonizados (incubados) por las elites del dinero. La fantasía del aislamiento comunitario descrita por Night Shyamalan con la película The Village (2004) tiene su continuidad en el film 2012 de Roland Emmerich o The Road, con la ventaja de que ya no dan qué pensar.

Los prepper no esperan nada de la civilización una vez que ha tomado estos derroteros denigrantes. En suma, no esperan nada del capitalismo ni del postcapitalismo, ni del capitalismo rosa o a la violeta. Todo ha quedado impregnado de un verdoso color que, como un moho, cae sobre la felicidad de los habitantes humanos, tan afectados por sus empleos precarios como por la subestimación del paro y la ferocidad de la desigualdad creciente, ardiendo como una zarza de cruel e injusta abnegación fatal.



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26 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El desastre

Hoy, a la distancia de doce años, al fin es posible entreverlo -y afirmarlo- con certeza: el 1º de diciembre del 2000 fue un trágico espejismo. Esa clara mañana de otoño México celebró uno de esos exultantes días de júbilo que rara vez se le conceden a los pueblos: una victoria que no le pertenecía a Vicente Fox, y mucho menos al PAN, sino a todos aquellos que habían luchado para terminar con el régimen autoritario y corrupto que había gobernado al país por más de siete décadas. La algarabía, dentro y fuera, era casi unánime: tras la brutal represión de 1968, la "caída del sistema" de 1988 y el alzamiento zapatista de 1994, el país se desembarazaba de los culpables de su inequidad y de su atraso y se abría a una nueva era donde sería posible consolidar las instituciones democráticas y navegar hacia la justicia, el crecimiento y el progreso.

 

            Doce años después, México no se acerca ni siquiera vagamente a esa estampa dibujada en las mentes de sus ciudadanos aquella luminosa mañana del 2000. Todo lo contrario: se ha convertido en un país más fracturado e inseguro; un país devorado por la frustración y por el miedo; un país desprovisto de cualquier motivo de júbilo; un país en el que unas cien mil personas han sido asesinadas sin que conozcamos las razones y sin que los culpables hayan sido atrapados y juzgados; un país en el que miles han debido abandonar sus hogares por la fuerza; un país que, más allá de la aparente solidez de su economía, no se diferencia de un país en guerra.

            ¿Qué pudimos hacer tan mal los mexicanos no sólo para traicionar las grandes esperanzas del 2000 sino para, en el lapso de una década, transformar a México en este infierno? La culpa no puede achacársele sólo al PAN, o a Vicente Fox y a Felipe Calderón, eso está claro: su responsabilidad en la catástrofe es mayúscula, y no creo que la Historia vaya a absolverlos, pero el resto de la clase política, y los ciudadanos que hemos aprobado o asumido sus decisiones, somos parte ineludible del desastre.

            Los primeros signos de que nuestra anhelada transición a la democracia se tambalea aparecen ya durante los primeros meses del sexenio de Fox. Electrizado por el entusiasmo hacia su figura, el presidente se esfuerza por formar un gobierno de unidad, invitando a ocupar posiciones clave en su gabinete a figuras independientes y a militantes de la izquierda, con quienes comparte, en teoría, la meta esencial de desmantelar la herencia corporativa y autoritaria del PRI. Roñosa, la izquierda se rehúsa a cerrar filas con los panistas: en su mezquina lectura de los hechos, la derecha le ha arrebatado el papel que merecía por sus luchas y sacrificios, y prefiere consolidar sus bastiones -sobre todo el DF- mientras aguarda (o provoca) el fracaso de sus adversarios.

            Demasiado cómodo en su papel de héroe de la democracia, y abandonado por los estrategas independientes que lo auparon al poder, Fox cambia de estrategia y decide que su enemigo primordial ya no es el PRI, sino la figura ascendente de Andrés Manuel López Obrador. Cada vez más obsesionado, el Presidente desperdicia la segunda mitad de su sexenio en combatirlo de todas las formas posibles, legales y extralegales. De este modo, en un profundo error histórico que quizás sea la causa principal de la debacle que terminará por alcanzar de modos distintos tanto a la una como a la otra, la derecha y la izquierda democráticas aniquilan para siempre la alianza natural que debió articularlas en esos momentos críticos.

Si hubiesen estado dotadas de mayor visión de largo plazo, menos dogmatismo ideológico y menos rencor humano, el PAN y el PRD tal podrían haber imitado el modelo chileno -la unión táctica de la democracia cristiana y la socialdemocracia contra el enemigo común: la dictadura-, limando sus aristas radicales y construyendo un gobierno mayoritario fuerte, capaz de poner en marcha una agenda de transformaciones esenciales que era urgente para el país. En vez de ello, Fox y López Obrador quemaron todos los puentes de entendimiento entre el PAN y la izquierda, precipitando al país en un auténtico choque de trenes cuyas consecuencias seguimos pagando hasta el momento.

            El desaguisado electoral del 2006 fue la consecuencia extrema de su egoísmo y su ceguera. Leer lo ocurrido en ese año como la desaparición de la escena del PRI es no entender lo que verdaderamente ocurría en esta encarnizada lógica a tres que guía al sistema partidista mexicano. En efecto, el PRI pareció hundirse como nunca, en buena medida debido al pésimo desempeño de Roberto Madrazo, pero al atizar la rivalidad entre Calderón y López Obrador los priistas anticipaban el aniquilamiento de ambos.

            Así, mientras PAN y PRD insistían en ver la elección del 2006 como una especie de fin del mundo, en la cual no sólo gastaron todos sus cartuchos, sino que agotaron toda su legitimidad y todas sus energías democráticas, el PRI (más sabio por viejo que por diablo) tuvo la paciencia y el tino de aguardar a que sus dos enemigos se hicieran pedazos en la contienda de ese año, desprestigiando su lucha de todas las maneras posibles. Tras ver las maniobras burdas e ilegales empleadas por el PAN para ganar la contienda, y la desaforada reacción de López Obrador al verse despojado del triunfo, mandando al diablo a las instituciones, ya nadie podría decir que el PRI era mucho peor que sus alternativas. Si el 2006 resulta tan trágico no es sólo por la acidez y acrimonia de la contienda, sino porque los aparentes ganadores se volvieron idénticos al PRI que habían combatido.

            Consecuencia extrema de la polarización derivada del 2006 -leído así, el cliché resulta válido: el año que vivimos en peligro- fue toda la presidencia de Felipe Calderón. En su azarosa e irresponsable lectura de las votaciones, necesitaba mostrarse a toda costa como un presidente fuerte, capaz de unir al país contra un peligro aún mayor que López Obrador o el PRI, y encontró en el narcotráfico ese monstruo capaz de legitimarlo -sí-, pero sobre todo de reunificar a un país dividido en una causa superior. Un trágico error de perspectiva y acaso una de las decisiones políticas más dramáticas -y abominables- tomadas por un presidente mexicano. Pero, una vez más, tenemos que observar su estrategia en el contexto de las elecciones del 2006 y del México bronco que parecía abrirse paso en esos días.

            A diferencia de Fox o de muchos de sus correligionarios, Calderón sí era un producto puro del panismo, con todas sus virtudes y defectos: una mezcla de fe cívica, honestidad institucional y catolicismo ultramontano. Cuando, en su visión, las antorchas de López Obrador aún seguían encendidas, toma la decisión de enfrentar al Mal Absoluto. Cruzado de una batalla que el país no merecía, Calderón opta por desembarazarse de su conflicto personal con AMLO para enfrentar, gallardamente, un desafío aún mayor, tratando de subir en la escala de valores y de presentarse como un héroe moral y un líder fuerte.

De nuevo: si PAN y PRD no hubiesen dejado pasar la oportunidad en el 2000 de articular un frente común, acaso la "guerra contra el narco" no hubiese sido necesaria, o se habría planteado de otra manera, sin el tono atrabiliario e impensado, sorpresivo, que adquirió a solo 18 días de iniciado el gobierno de Calderón. Desaprovechada esa oportunidad, el sexenio de Calderón se convirtió en una sucesión de errores y desatinos enmascarados bajo la supuesta necesidad de combatir al narcotráfico.

Sin duda la ilegalidad y la corrupción asociadas con el narcotráfico eran una realidad palpable cuando Calderón tomó las riendas del país, y tampoco puede negarse que la intimidación y los chantajes amenazaban con estallar en cualquier momento, pero la forma de encarar el problema, asociándolo con una estrategia puramente bélica, sin tratar de resolver las causas sociales del conflicto, anticipar el recrudecimiento de esa violencia que en teoría se trataba de extirpar ni entrever las dificultades para perseguir judicialmente a los delincuentes con un destartalado sistema de justicia debe considerarse una de las decisiones políticas más contraproducentes tomadas por un líder democrático. Sin ninguna discusión pública previa y sin conocer la realidad sobre el terreno, la "guerra contra el narco" copió la retórica y la tácticas de la "guerra contra el terrorismo" de George W. Bush, y sumió al país en un conflicto no demasiado lejano del que hoy sufren en Irak o Afganistán, al menos en lo que se refiere al número de víctimas. El saldo que deja esta guerra, cuyo nombre ahora los panistas quisieran olvidar, es oprobioso y continuará afectando a millones de mexicanos en los años venideros.

Frente a la magnitud del desastre, la actitud del PRI y de la izquierda no pueden sino considerarse tibias, cuando no directamente cómplices, como si de nueva cuenta se hubiesen conformado con observar cómo el país se destruía en manos de Calderón sin intervenir de manera más decidida para frenarlo, acaso porque ni ellos mismos sabían -ni saben- qué hacer ahora para revertir la violencia. No deja de sorprender que, durante las campañas electorales, Peña y López Obrador prefiriesen evitar el tema del narcotráfico, como si fuese apenas uno más de los muchos problemas del país, y no la causa de la mayor desestabilidad social que hemos sufrido desde la guerra cristera. Y aun hoy, a unos días de tomar posesión, el PRI no ha sabido presentar una sola iniciativa novedosa para afrontar la peor herencia recibida por un gobernante en nuestra historia reciente. 

 ¿Transición a la democracia? ¿Alternancia? Estos términos, hasta hace poco tan estimulantes y pomposos, apenas significan nada frente a un país que, a doce años de haber expulsado al PRI de la presidencia, se desangra como nunca. ¿Qué diremos en el futuro de estos 12 años? ¿Qué fueron una oportunidad perdida? ¿Un paréntesis opaco en medio de una marea de priismo? Resultaría mendaz afirmar que no hubo avances en otros terrenos, olvidar que ganamos en transparencia y rendición de cuentas, que la libertad de expresión se consolidó, que la seguridad social experimentó un impulso decisivo o que las peores formas del priismo terminaron expulsadas de nuestra vida pública, pero, contrastados logros con los daños derivados de la guerra contra el narco, estos logros se tornan pálidos o de plano irrelevantes.

Y así, doce años después de aquella ilusión, de ese espejismo del 1º de diciembre de 2012, el PRI regresa a Los Pinos tras haber ganado las elecciones (usando sus buenas y sus malas artes). La lectura del resultado electoral es dolorosa y evidente: los ciudadanos le dieron su voto, de forma mayoritaria, a la derecha y a la izquierda democráticas durante doce años con la esperanza de que condujesen al país a un lugar mejor. En vez de eso, éstas desperdiciaron todas las oportunidades, pelearon entre sí hasta desangrarse y, en medio de esta ácida pelea, el segundo gobierno panista destruyó al país como ningún otro gobierno reciente. Cuando el 1º de diciembre de 2012 Enrique Peña Nieto jure su cargo y le devuelva la presidencia al PRI, ya no quedará ninguna duda del gigantesco fracaso de estos doce años de alternancia.

 

Twitter: @jvolpi



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25 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Dios habita en Suiza

Si usted atraviesa la población de Murg, en Saint Gallen, al norte de Suiza, en un coche que bordee el hermoso lago, tiene posibilidades de ver a Dios paseando tranquilamente entre las nubes, o esto es lo que ha informado, como es bien sabido, el servicio cartográfico de Google, dando detalles, incluso, de las coordenadas exactas del morador divino. Es cierto que esa noticia ha llegado en medio de informaciones asombrosas de la rival Apple, en cuyos mapas, recién estrenados, podía encontrarse una estación del metro de Buenos Aires en el desierto, el río Ebro en Río de Janeiro o la Costa Brava en Sudáfrica, datos sensacionales todos ellos pero menos, si somos justos, que encontrar la morada del Creador y, además, obtener una imagen de su paseo. Lo que se le negó al pobre Moisés, allá en el monte Sinaí, cuando solo pudo contemplar una zarza ardiente, se nos ha otorgado a nosotros, gracias a nuestros modernos profetas.

La imagen está ahí, atrapada en la red, como la mosca en la telaraña, y ya no va a desvanecerse, por mucho que se rían los escépticos. En lugar del monte Sinaí, o del Ararat, o del Olimpo -sede de su rival Zeus- el Dios bíblico de Google ha sido localizado inesperadamente en un lugar mucho más apacible, en un país rico, neutral y sin guerras. Pronto se ha dicho que eso que se veía en la imagen no era Dios sino una mancha, o una distorsión óptica, y que, por tanto no había que darle ninguna credibilidad, pero lo decisivo es que mañana -o quizá ya ha ocurrido hoy- un estudiante incorporará la información y su imagen a la sucinta bibliografía con que acompañará su trabajo de fin de curso, con la ulterior aprobación, tal vez, del profesor.

De hecho, cada vez es más habitual que se considere fuente de autoridad cualquier cosa atrapada en la red, sin que sea necesario que un autor sea responsable del texto o la imagen invocados. Ya se ha hablado mucho de la posible malignidad de un método de ese estilo, desde la naturalidad del plagio hasta la impunidad de la calumnia y la injuria. Sin embargo, se ha comentado mucho menos el efecto simétrico: una suerte de ingenuidad que da por bueno e irreversible cualquier hallazgo sin necesidad de formular demasiadas preguntas. De noticia en noticia, lo que antes era misterioso, y complejo, ahora se revela en su desnuda sencillez, en su banalidad.

Lo más paradójico es que esta simpleza espiritual convive perfectamente con la sofisticación tecnológica. Y ahí es donde Dios -una de las formas humanas de enunciar lo misterioso- resulta un ejemplo pertinente. O bien no interesa en absoluto, o bien se confronta con una linealidad terrorífica. En el primer caso Dios es un trasto inútil al que ya no vale la pena dedicar atención alguna porque su territorio está perfectamente colonizado por otros intereses y saberes más adecuados al hombre de hoy. No caben, pues, los grandes interrogantes que la tradición anterior asociaba con el nombre de Dios, como la trascendencia y la inmortalidad, sin que valga la pena continuar discutiendo sobre asuntos improbables e inservibles. Escasea, en consecuencia, la figura del agnóstico, e incluso del ateo, que expresa dudas sobre los misterios de la existencia, aun en forma literaria o filosófica, como si cualquier reflexión de este tipo fuera irrelevante por superflua. Por lo general el que no cree en Dios se encoge de hombros cuando se le pregunta por lo que esto significa. Los templos están vacíos, y basta. En esta desocupación se han desvanecido, también, los ritos y los mitos que alimentaban más o menos espectralmente el recinto sagrado.

En el bando opuesto, con excepciones claro está, el creyente en Dios es de un candor agresivo y automático, sobre todo cuando nos alejamos de las grandes tradiciones religiosas y nos aproximamos a una suerte de tecnoespiritualidad en la que todo es tajante, transparente y cuantificable. Una tarde pasé un rato en la sede de la Iglesia de la Cienciología, en Madrid. Hojeé unos folletos, vi un par de películas: todo era admirablemente pulcro, nítido, una espiritualidad aséptica que aseguraba la salvación. El lugar parecía un laboratorio dotado de las últimas tecnologías donde el alma fluía hacia el cielo a través de las pantallas. El conjunto era de una exactitud implacable. Ningún rastro de angustia, ningún rastro de sangre. Dios era, desde luego, algo naif pero la eficacia para la eternidad resultaba agresiva e incuestionable.

No obstante, a este respecto, la visita más memorable es la que hice al Gran Templo Mormón en Salt Lake City, donde todo está preparado para que Dios se aloje, una vez deje su rincón suizo. Es más, juraría que en el templo mormón había un fresco en el que el Creador aparecía como la silueta que los exploradores de Google han encontrado en el cielo de Saint Gallen. Pero esto último no puedo asegurarlo pues quizá se trata de una trampa de la memoria que juega con algún fragmento de aquel Génesis mormón que, precisamente, en cuanto a calidad artística, poco tiene del de Miguel Ángel.

Sea como fuere, en un museo anexo al templo un guía me acompañó a una suerte de planetario modernísimo en el que se me explicaría todo lo que necesitaba saber uno que quisiera informarse sobre Dios. El guía -un hombre rubio, pálido, afable pero con un cierto fulgor fanático en los ojos azules- se puso a relatar, para mi sorpresa, una minuciosa historia de la creación que se acompañaba con imágenes proyectadas en la pantalla ovalada del planetario. Todo se había iniciado hace unos pocos miles de años y Dios había realizado el trabajo en siete días. Luego se sucedían, no sé muy bien cómo, el Paraíso Terrenal, la expulsión de Adán y Eva, la historia humana -en síntesis, claro- y el Juicio Final. Había efectos especiales para cualquiera de los capítulos, menos para el de la Vida Eterna definitiva, que coincidía con el término de la sesión. Antes de despedirse el guía me comentó que era licenciado en Física por una universidad norteamericana.

Esta última afirmación podía ser desconcertante a primera vista, pero encaja perfectamente con el progreso del creacionismo en muchas universidades americanas, no todas de tercer orden, en las que se explica la formación del universo en términos muy similares a los expuestos en el museo del Gran Templo Mormón. Con toda probabilidad, en su licenciatura, mi guía había estudiado la física cuántica y la teoría de la relatividad, y utilizaba las últimas tecnologías, y, no obstante, encaraba los interrogantes sobre el origen echando mano de la contabilidad bíblica, con una simpleza extraordinaria. Es la actitud habitual en el tecnoespiritualismo: grandes efectos especiales al servicio de una credulidad acrítica por entero.

Las librerías están llenas de textos en los que se prometen fáciles fórmulas para acceder a lo espiritual, y aún más lo están las pantallas: desde esos grotescos hechiceros que aparecen cada noche en los televisores repartiendo augurios a diestro y siniestro, hasta los innumerables mesías que anuncian su reino por los demasiado trillados caminos de Internet.

Curiosamente, en paralelo a los grandes avances del conocimiento, hemos creado un mundo en el que un sabio difícilmente se hará oír y en el que cualquier necio lo tiene fácil para gritar. Con el agravante de que las estupideces de este último, congeladas en la red, serán eternas, o casi, como lo será esa imagen del paseo de Dios por encima de un lago suizo. Al fin y al cabo, así domesticado, Dios es el ídolo bien digerible que siempre gusta a los crédulos. Nada que ver con las apasionantes preguntas sin respuesta, con la maravillosa fecundidad del enigma.

El País, 14/10/2012



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25 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Generación ¡Bang!

Acaba de aparecer en México Generación ¡Bang!

El libro nace de una vieja obsesión: escribir una crónica sobre México y el narco.

Entre el año 06 y el 12, todo el período de Felipe Calderón, siempre viajé al menos una vez cada año a México. Y todas las veces, sin importar el motivo del regreso, volvía a aparecer esa deuda pendiente: escribir una crónica sobre México y el narco.

En cada viaje preguntaba a los nuevos cronistas mexicanos por datos, historias, ciudades y personajes que me pudieran servir para mi propia crónica del tema. Hasta que un día, entre esos viajes, descubrí por primera vez lo que hasta entonces me hubiera parecido imposible: nunca iba a escribir una crónica sobre México y el narco.

Desistí de escribir mi texto, porque estos nuevos cronistas ya estaban -y están, diariamente- haciendo la gran crónica del narco mexicano que me hubiera gustado hacer. En eso se pasaron los últimos años. Sin que ni ellos mismos, tal vez, se dieran cuenta estaban armando un único relato de varios autores y una nueva generación.

Un texto fragmentado, coral, publicado por partes y en medios nacionales y extranjeros, escrito por jóvenes mexicanos inexpertos y enfrentados a cubrir su primera guerra. Un grupo que cronistas que comenzó el sexenio de Calderón con menos de 35 años, que no vivió la violencia política del México de los 70, ni cubrió las guerras centroamericanas de los 80, ni reporteó el despertar zapatista de los 90. Jóvenes que crecieron leyendo del boom de la nueva crónica latinoamericana, y que usaron esa forma de contar para relatar la guerra de Calderón.

El periodismo narrativo, la crónica, para mostrar el México de hoy. Estos jóvenes no estuvieron los últimos años escribiendo eruditos ensayos académicos sobre la violencia, redactados desde un cómodo escritorio de algún barrio fuera de peligro. Tampoco eran los reporteros de primera línea, aquellos que sacrifican su vida por el dato duro y el conteo de balas, y de los cuales hay demasiados muertos. Estos, los de esta nueva generación, relataban historias de violencia más que el número de víctimas. En vez de contar la cantidad de balas, estaban describiendo las consecuencias y el sonido de un disparo. ¡Bang!

Generación ¡Bang!

Son 11 los Bang! del libro: 11 crónicas y 11 biografías de los autores y 11 entrevistas donde ellos me contaron del futuro de México o de cómo terminaron escribiendo de la violencia o de los resguardos que debemos tomar al escribir en zonas de peligro o de por qué elegir un muerto y no otro para contar su historia.

Hace algunas horas llegué a México para presentar Generación ¡Bang!

El historia de una generación.

Mi crónica sobre México y el narco.

 

 

 

twitter: @menesesportatil 

 

 



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25 de noviembre de 2012
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El Boomeran(g)
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