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Los números imaginarios

Antes de ser una obra teatral estrenada a finales del año 2006, y antes de ser adaptada al cine por François Ozon en 2012, ‘El chico de la última fila' se llamaba, mientras la escribía Juan Mayorga, ‘Los números imaginarios', un título infinitamente más hermoso que el que le ha puesto Ozon a su película y más sugerente para mí que el que Mayorga le dio a su pieza antes del estreno en un teatro del ‘off Madrid'. Mayorga es matemático de formación y ejerció la enseñanza de esa disciplina, pero no seré yo quien se adentre en las pistas autobiográficas; lo que me interesa es resaltar unas palabras que el autor escribió para la edición de su comedia: "Los números imaginarios -raíz cuadrada de menos uno: sólo pensar en ella me da vértigo- son un maravilloso delirio de esa forma de poesía llamada Matemáticas. No son reales, pero se les puede sumar, y multiplicar, ¡y dibujar! No son reales, pero resuelven problemas de este mundo. Se parecen a esos seres ficticios -Ana Karenina o los Karamazov, el Hombre del Saco o el Flautista de Hamelin- que no existen y, sin embargo, son menos frágiles que usted y que yo. La vida suele ser más frágil que las ficciones con que la sostenemos".
Al ver en París en 2009 el montaje que hizo Jorge Lavelli, Ozon compró los derechos de ‘El chico de la última fila', escribió él mismo el guión y la convirtió en ‘Dans la maison', ‘En la casa', adaptación en gran medida muy fiel al original y libre en algún punto de relieve, que comentaremos. El resultado cinematográfico, lo único importante en la traición obligatoria que supone toda traslación de un medio a otro, es estupendo. ‘En la casa', después de un arranque al que -según los principios de mi educación fílmica ‘behaviorista'- le sobra la aceleración de fotogramas, cuenta con una trepidante velocidad de relato las peripecias, a veces intrincadas, del texto escénico de Mayorga; Ozon lo sigue en muchos momentos al pie de la letra, aunque sea la suya una caligrafía francesa que se permite guiños deliciosos, como el mantenimiento de una nomenclatura hispanisante y levemente falsa en los protagonistas, sobre todo esos tres miembros de la familia observada, aquí llamados los Rapha, en correspondencia al nombre que el muchacho algo lerdo y su progenitor algo burdo tenían en la obra de teatro, Rafa (Rafa hijo y Rafa padre).
Ozon, un director a quien sigo desde sus comienzos como cortometrajista, es, como todos los autores prolíficos, muy desigual. Ha hecho películas excelentes (yo citaría su mediometraje de 1996 ‘Regarde la mer', y los largos ‘Les amants criminels', ‘Bajo la arena', ‘Swimming Pool' y el más reciente ‘Mi refugio'), y ejercicios de estilo a mi juicio totalmente fallidos, sobre todo en el género de la comedia grotesca. Sin embargo, la comedia es un molde que le conviene, y le ha dado, cuando hace drama, la virtud de la precisión. En un principio, su humor era más expresionista y acre, al modo de Fassbinder, una influencia directa en su filmografía de los años 1990; últimamente su ironía vuelve a raíces francesas clásicas, un clasicismo que iría desde Marivaux hasta Resnais, el gran Resnais de, por citar un título, ‘Les herbes folles', estrenada en España tardíamente con el título de ‘Las malas hierbas'.
‘En la casa' no es una comedia, sino una tragedia ribeteada de humor, y en eso el cineasta también sigue al dramaturgo español. Todos los dispositivos ilusionistas, los desvíos narrativos, las entradas en el espejo del que no siempre se sale a la realidad, están en el riquísimo texto de Mayorga, que asimismo planteaba las nociones que más le han fascinado a Ozon: la figura del narrador como retratista entrometido, el acto de la creación en tanto que abuso de las intimidades y los lugares ajenos, la suprema compensación ‘moral' de buscar, formalizar y revelar lo escondido, lo negado, lo temido. Y así la ecuación de Mayorga, abstracta pero llena de sumas concretas, le sirve a Ozon, dotado del arma incisiva que supone la cámara de cine, para observar y rasgar muy patentemente el tejido de la fantasmagoría.
La fábula sufre, como decíamos, algún cambio en la pantalla. La expansión de los espacios dramáticos está bien hecha, por ejemplo en las escenas de la galería de arte de Jeanne/Juana, con el brillante añadido de las dos gemelas desconfiadas, que no aparecían en la función. Otras soluciones puramente ‘ozonianas' son quizá veleidosas: no creo que la sugerencia homosexual del beso inesperado de Rapha hijo a Claude dé más enjundia a la relación, ni el mostrar a Claude y a Jeanne en la cama, una cama real o imaginaria, claro está, resulta, a esas alturas de la película, un sendero apetecible. ‘En la casa' y ‘El chico de la última fila' tratan de la pérdida, es decir, del perderse continuo que es la ficción, o los sueños, o las imágenes nacidas de la pulsión del deseo, pero la trama densa de Mayorga ya contiene los suficientes signos de bifurcación del sentido para que el espectador, atendiéndolos o siguiéndolos en sentido contrario al aparente, refutándolos, enriqueciéndolos, sea, también él, a su manera, un supremo hacedor ficticio.
El sabio hombre de cine que es Ozon, después de embarullar un tanto los treinta minutos últimos, termina ‘En la casa' con un hallazgo de enorme elocuencia y belleza. Derrotados por su conspiración imaginaria, o vencedores, quién sabe, de la batalla de la audaz mentira contra la estrecha verdad, Germain y Claude acaban solos ante la casa de las historias, conscientes de su poder, levemente culpables de sus estropicios, y en cualquier caso golosos del descubrimiento de haber entrado, al principio por un mero guarismo irracional, en un mundo del que nunca podrán escapar.

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24 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El marco roto

Cuanto mayor es el marco más difícil es moverlo. Los que son modestos y sencillos también son fáciles de transportar e incluso de cambiar. Pero cuando tienen grandes dimensiones y están sobrecargados de molduras y adornos resulta muy difícil llevarlos de un sitio para otro e instalarlos en su emplazamiento definitivo. El riesgo de que den en una pared o se caigan es enorme.

Esto es lo que le ha ocurrido a Artur Mas. Había construido un marco colosal, de dimensiones históricas, en el que había conseguido enmarcar la entera política catalana durante los últimos meses y, gracias a un adelanto electoral que se ha revelado catastrófico, fruto de un mal cálculo, se le ha caído hasta hacérsele añicos.

Algunos han intentado disimular, como si no hubiera sucedido nada. Las ideas no han cambiado, los objetivos tampoco, ni siquiera los obstáculos previsibles por parte de la España profunda. El ministro de Educación José Ignacio Wert se ha encargado de demostrarlo, erre que erre, apenas unos días después de las elecciones con la concreción de su propósito de españolizar Cataluña. Pero el marco ya está roto. Por más propósitos de reparación que hagan unos y otros, cada vez está más claro que ya no tiene remedio. Y, una vez roto, nada será igual. De hecho, ya ha llegado un nuevo fabricante de marcos y molduras dispuesto a sustituir el viejo y averiado por otro nuevo, aparentemente más ligero y fácil de instalar, incluso más atractivo e ilusionante.

La idea del marco, frame en inglés, es del psicólogo George Lakoff, que se hizo famoso con su libro No pienses en un elefante. También puede explicarse con la idea de relato: Mas nos ha contado una historia que se ha convertido en la hegemónica en los últimos meses, sin que ningún otro político consiguiera imponer un relato alternativo. O como un asunto de agenda política: quien sabe organizarla e imponerla tiene ya la mitad del trabajo hecho.

Para imponer la agenda, el relato o el marco es evidente que hay que tener ideas, partir de un buen análisis de la realidad y organizar una buena estrategia. Pero no basta. Lo que cuenta es saber comunicarlo, y esto solo se puede hacer cuando se cuenta con medios, en el sentido más amplio de la palabra, que son los auténticos constructores del marco, el relato o la agenda. Entre los medios están las empresas, las organizaciones sociales, los grupos de interés, las redes sociales y, naturalmente, los grandes grupos de comunicación, capaces de producir impactos masivos en muy poco tiempo o de efectuar bombardeos sistemáticos durante tiempo prolongado. Berlusconi ha dado sobradas muestras sobre la eficacia de su utilización política.

Pues bien, el marco que ahora funciona no es el de Artur Mas, sino el de Oriol Junqueras y su Esquerra Republicana. Y ni uno ni otro cuentan con los mismos medios que sirvieron para acarrear el anterior y soberbio marco que quedó hecho añicos el 25N y sustituirlo por este nuevo que nos han anunciado. En prime lugar, porque el nuevo producto de la marquetería soberanista ya no es business-friendly. No va a gustar tanto en la City ni en Wall Street como el anterior. Luego, porque las asociaciones empresariales y patronales ya han dicho la suya: no les convence ni les conviene. El primer editor catalán y español que es Planeta lo hizo antes de las elecciones, por lo que es fácil pensar qué estará diciendo ahora. Respecto a los dos bancos catalanes, sabemos que son muy buenos administradores de sus silencios y tan elocuentes sin abrir la boca que a nadie se le oculta lo que piensan. El Grupo Godó ya le puso un semáforo rojo a Artur Mas, y sus críticas cada vez más intensas al programa económico son el rompehielos de la oposición al programa soberanista: recordemos que en el ámbito catalán cuenta con el primer periódico, la primera emisora de radio y el primer programa de televisión en la interesantísima franja horaria que pivota alrededor de las nueve de la noche.

La ventaja del marco con el que Mas ha sustituido su averiada moldura es que esta es más pequeña, ligera y fácil de cambiar. Estamos en tiempos veloces y volátiles. Si las cosas no funcionan, se manda el marco al desván y se sustituye por otro. Y también se hace con el fabricante, claro.



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23 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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A favor de su nadería

Los sabios de la Ilustración más influyentes, como Montesquieu, Rousseau y Voltaire, así como los fisiócratas, que eran los antisistema en aquel siglo, creían que la población disminuía y el mundo se despoblaba, bien por flojera de la gente, o por travesura de las pestes, guerras y hambrunas. Los cálculos actuales, en cambio, establecen un aumento del 32% de la población francesa en el siglo XVIII. Y los demas países europeos aún crecieron más. España, el 38 %, Suecia, el 60 %, Rusia, el 80 %, e Irlanda, campeona, con el 110%. 
 
Esto tuvo una interesante consecuencia, al creer ser menos, la carga impositiva del antiguo régimen era relativamente menor, no por bondad ni liberalismo, sino por ignorancia, porque se calculaba conforme a un conocimiento inexacto de la cifra de contribuyentes. Este error generalizado produjo cierta prosperidad, involuntaria desde el punto de vista recaudatorio gubernamental, pero democrática y bastante bien repartida a lo largo de un siglo, hasta la aplicación de los censos modernos en el siglo XIX. Esa prosperidad difusa fue el remanente que luego sostuvo las revoluciones.
 
A lo largo del siglo XVIII aumentó la población europea, pero no creció la natalidad. La mayor subida estuvo en la esperanza de vida, por la extensión de reglas elementales de higiene y medidas de limpieza, y del maíz y la patata. La natalidad empezó más bien a menguar. La depravación se extendió de arriba abajo en la escala social: los condes y duques empiezan a tener menos hijos, esta conducta se contagia a las demás clases al cabo de una o dos generaciones, con lo que se impone un maltusianismo de familia numerosa, y todos recuerdan con nostalgia que fuimos más y somos menos y adónde iremos a parar. En ese momento, los mayores sabios en leyes, sociedad y literatura generalizaron su experiencia familiar burguesa para acreditar un error, creían que el mundo se despoblaba, y tenían una idea vaga y al mismo tiempo falsa de la población existente. Con todo, sus teorías han funcionado y se han reproducido, lo que habla a favor de su nadería.
 


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23 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Para tomar nota

Tomen nota del número: 2085. Corresponde a una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, aprobada por unanimidad el jueves. Autoriza el uso de la fuerza para que las autoridades de Malí recuperen los territorios ahora controlados por grupos rebeldes y restauren la unidad del país y comporta la creación de una fuerza internacional de 3.300 soldados, bautizada como AFISMA (African-led International Suport Mission in Mali) y aportada por los países africanos de la CEDEAO (Comunidad Económica de los Estados de África Occidental), cuyo despliegue está previsto para septiembre de 2013 y con un mandato de un año.

¿Por qué les digo que tomen nota? Por lo insólito del caso. La última resolución del Consejo de Seguridad que autorizó el uso de la fuerza fue la 1973, de marzo de 2011. Establecía la creación de una zona de prohibición de vuelos sobre Libia para proteger a la población civil de los ataques terrestres y aéreos del coronel Gadafi y se aprobó con diez votos a favor y cinco abstenciones, entre las que se contaron las de dos países con derecho de veto, como Rusia y China. La misión, dirigida por la OTAN, suscitó numerosas críticas, tanto por las víctimas civiles de los bombardeos aéreos como por el desbordamiento del mandato, inicialmente para proteger a los civiles pero pronto transformado en derrocamiento del régimen. Después de la experiencia de Libia fueron numerosos los expertos que dieron por liquidada para muchos años la doctrina sobre la responsabilidad de proteger, que incluye el derecho de injerencia por parte de la comunidad internacional cuando hay una población amenazada. La prueba llegó antes de que terminara la misión en Libia, el 31 de octubre, con la represión de las revueltas en Siria, las acusaciones de genocidio contra su jefe de Estado Bachar el Assad y finalmente la abierta guerra civil de ahora. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ni siquiera ha podido ponerse de acuerdo en la imposición de sanciones al régimen, vetada por Rusia y China por temor a una escalada de resoluciones que pudiera llegar hasta la intervención exterior.

No ha sido el caso de la iniciativa francesa para conseguir la autorización del uso de la fuerza en Malí, votada sin problemas por Rusia y China. La facilidad con que esta resolución ha obtenido la unanimidad explica muchas cosas sobre la organización del nuevo mundo global y el comportamiento de las potencias emergentes. No hay aquí propósito alguno de proteger a la población civil, a pesar del infierno en que viven los malienses del norte bajo la dictadura de las milicias islamistas de Al Qaeda y de otros grupos radicales que aplican la sharia. El objetivo es ahogar el foco terrorista que ha aparecido en pleno Sahel y a la vez garantizar la integridad territorial y la soberanía de Malí, cuestiones que suscitan el consenso de todos. Para tomar nota.



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22 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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TOP TEN

  

Olvido García Valdés. Lo solo del animal.Barcelona: Tusquets

La poesía es una de las pocas inteligencias del mundo que nos queda. Casi todo lo demás pertenece a la Banca. Y una de sus entonaciones contemporáneas distintivas es la que debemos a Olvido García Valdés (España, 1950), cuyo nuevo libro, que es muchos libros, despliega con gozo discreto y gusto formal variaciones en torno a los afectos. El lenguaje de las emociones sutiles que el poema trama, produce el lugar donde este mundo se piensa más libre y gratuito. Lo había anticipado César Vallejo: la pureza del hombre es su estado de inocencia animal. De lo animal han dicho algo Derrida y Deleuze, citado éste en uno de los poemas. Sólo que se trata, para esta poeta, del alfabeto de las emociones que el libro interroga en el paisaje transitivo donde los animales, aéreos, terrestres y literarios, discurren como juego, forma, lección y enigma. Estos poemas parecen grabados en el lenguaje pero, a la vez, fluyen liberando al lenguaje de su obligación de intercambio informativo. Son inscripciones en el flujo verbal y afirman, por ello, el asombro de lo vivo frente a las miserias de la muerte y la desafección, allí donde calla “lo solo del animal.” El resto es poesía. 

José Balza: Cuentos. Ejercicios narrativos. Sevilla: Paréntesis

Por fin en España un libro de relatos del venezolano José Balza (1939), un autor secreto cuya ausencia y renuncia al sistema literario lo mantenía confinado a su ruta voluntaria, entre la Universidad Central y el paisaje acuático del Delta del Orinoco, cuya reputación de origen del mundo, inaccessible paso, y mapa improbable alimentan la obra de este narrador mundano, de escritura tan vital como sutil. Balza es el autor más íntimo de la literatura de un país donde los artistas suelen ser de extremos casuales. No frecuenta los foros públicos, rehuye la prensa, y varias veces ha estado ausente de su propia celebración. Balza ha seguido explorando el paisaje del Delta, no sólo navegando su biografía sino escribiéndola con esa tinta espejeante y lustral. Dicho de otro, modo: aquí la escritura habla por el mundo, retrazando sus rutas de obediencia, donde hasta lo ritual es extravío. “Tierrra de gracia,” había dicho Colón de Venezuela; Walter Raleigh prometió que sus arenas eran de oro, lo que le costó la cabeza. Cada cuento, al final, es un bautizo, una ceremonia de los comienzos. En esta escritura todo acaba de formarse y discurre con apetito y goce,  pronto disuelto bajo el exceso de luz. Ejercicios, por eso, de una escritura que rehúsa la fijeza o el dictamen, que nada impone ni reclama. Son cuentos de dar a cada quien el don del camino.

Juan Francisco Ferré. Karnaval. Barcelona: Anagrama

Esta gran novela española (aunque hace obsoleta la adscripción regional) es también del todo cervantina, sólo que ahora Sancho se actualiza como francés y pornográfico, y ha totalmente corrompido cualquier proyecto de Insula. Pero, ¿hay otra forma de poder?, nos pregunta esta novela festiva, satírica, y apoteósicamente cómica. No es sólo de Strauss-Kahn que Ferré (1962) se ocupa sino de la extraordinaria negatividad que el poder ha encarnado en estos tiempos filosóficamente definidos como Bullshit. Con esa negatividad obscena no hay nada que hacer, salvo una novela, que es (desde Celine hasta Pynchon) la fuerza virtual capaz de celebrar el fin del mundo con una carcajada pantagruélica. Lo propio de Ferré, como en su anterior Providence, es la desmesura, esto es, una nueva medida de la agudeza, más incisiva y mordiente, una lección sado-barroco-carnavalesca de la elocuencia de lo perverso. Sólo que esta vez, la escritura misma reverbera con brío imaginativo y humor gozoso. En este mundo al revés, la novela es la historia interna del futuro: su debate convoca el foro ilustre de los filósofos de la actualidad, entre los cuales el lector aporta la risa. Ferré es de los nuevos novelistas Atlánticos que hacen del género un instrumento subversivo, de sarcasmo y exorcismo.  Para tiempos melancólicos, no hay mejor remedio.

Sergio Ramírez. La manzana de oro. Ensayos sobre literatura. Madrid: Iberoamericana-Vervuert

Uno de los mayores novelistas hispanoamericanos, capaz de escribir cada novela como si fuera su primera, con asombro por la travesía, renovada de sutileza comunicativa y fascinante de entramado, Sergio Ramírez (Nicaragua, 1942) ha reunido en este tomo sus ensayos sobre escritores y novelas aunque, en verdad, nos propone una biografía de la literatura tal como la entendemos hoy: como una aventura hecha de la errancia de lo vivo y lo fortuito de lo escrito. Vida y escritura se iluminan mutuamente el camino: entre luces y sombras, ambas disputan la versión de los hechos.  Todo es novelesco, nos sugiere Ramírez, porque todo es verdadero entre encuentros, viajes y destinos que se inscriben simétricamente. Autor y lector, así, van a dar al relato, que es la amistad de lo vivido. Desfilan en estas páginas como en una novela memoriosa, Martí y Rubén Darío, Cortázar y García Márquez, Carlos Martínez Rivas y Carlos Fuentes; y a cada uno les da Ramírez su lugar en el ágape. Pronto nos percatamos que el novelista ha citado a un convivio a los mejores contertulios, y nos ha guardado lugar privilegiado en la charla. Esa fe sutil y robusta en la comunicación distingue la obra placentera y la vida comprometida de Sergio Ramírez. La convicción nostálgica en el valor de las palabras ilumina su fecundo trabajo. En este libro, esa pasión fraterna nos asegura que, contra todas las razones contrarias, la razón literaria nos alberga.

Jorge Volpi. La tejedora de sombras. Madrid: Planeta

“¿Tú a quién prefieres, a Freud o a Jung?” La pregunta de la muchacha que será su amante, la asume el profesor de Harvard no sólo como una aventura amorosa sino como la promesa de sus experimentos: Jung, responde él. Pero la pregunta la plantea esta brillante novela como un ejercicio de exploración y debasamiento de los paradigmas que las disciplinas nos imponen. Esos modelos babélicos están contaminados de biografía, de pasiones y violencia, y son más novelescos que científicos. Si el profesor hubiese respondido “Freud,” sus turbulentos amoríos y experimentos del placer (que harían de Sade un psicólogo feliz) tendrían que someterse a otras prácticas y agonías. Pero como responde “Jung,” sus amores discurrirán entre alegorías y pesadillas. Ya en sus novelas anteriores, sobre todo El fin de la locura, donde Lacan y Althuser se  refutan con saña no por diferencias teóricas sino por los favores de una discípula, Volpi (México,1968) había explorado la naturaleza novelesca de las construcciones teóricas. Esa sátira desmontaba la hipertrofia especulativa de los años 60. En ésta, Christiana Morgan, la “tejedora”, es también la que urde el texto y la textura de su propia misión en la suerte del Amor entre las máquinas de su héroe y las promesas visionarias de Jung. La “sombra” es el abismo que esta Ariadna ya no podrá tramar.  Esta brillante novela discurre con lucidez y nitidez, con gusto por las paradojas, no sin ironía pero también con simpatía.  Ninguna pareja es improbable, nos dice, gracias a los sueños de la razón fabuladora.

Javier Marías. Mala índole. Madrid: Alfaguara

Recuerdo haber leído un cuento de Javier Marías en inglés, en el New Yorker, y haber pensado que la historia de un hombre que graba un video de su mujer en la playa para recordarla cuando ella muera, ocurría en la otra lengua como otra historia. El lenguaje era más ardoroso, urgido y sensual que el lenguaje del original español, que me pareció más especulativo, reflexivo e intrigante. Eran, o parecían ser, dos cuentos algo distintos.  Consideré que la mirada del narrador, que no usa sus gafas para broncearse mejor, y la mirada del marido desde el video, son dos percepciones que declaran la indeterminación de la pareja como tal. En español, esa función de ver y registrar las consecuencias (como ocurre en algunas de sus novelas) abre en el relato el abismo de lo casual; y, en otro escenario, la inquietud de lo raro y aun extravagante del deseo, que pasa por el ensayo de construir la improbable definición de la pareja. La traducción, deduje, introduce otra lectura. Y el lector, cualquier lector, la que sea capaz de decidir en una historia que no teje sino que desteje la trama variable de lo entrevisto. El cuento se llama, “Mientras ellas duermen.” En otro cuento se lee: “Miré sin ver, como mira quien llega a una fiesta en la que sabe que la única persona  que le interesa no estará allí... Esa persona única estaba conmigo, a mis espaldas, velada por su marido.” Otro más, “Prismáticos rotos,” no es menos visual. La mirada reconstruye las representaciones, contaminadas de ficción. Ese parpadeo del tiempo vivo anima estos cuentos y su varia seducción.

Edgardo Rodríguez Juliá. La piscina. Buenos Aires: Ediciones Corregidor

Frente al padre que muere, el hijo considera la más larga agonía de una vida familiar laboriosa y destructiva a partir de las fotos, cartas y postales, verdaderas cicatrices, que revelan las relaciones del padre, la madre y el narrador  desde la perspectiva del luto.  Magnífico relato, que desentraña la íntima violencia de una familia desigual, y reconstruye, como quien arma la trama viva de la muerte cotidiana, la intrincada y fatal deriva de las relaciones humanas, entre un padre que camina “hacia las heridas…sus semejantes,” y una madre arrebatada por los “vientos de su ira.” Sólo que en lugar de la familia como “fábrica de la locura” (Klein) se trata aquí de la familia como perversa máquina de la tragedia, esto es, como el insomnio de la destrucción que los progenitores transfieren a los hijos. El dolor los hace inocentes pero el rencor los torna feroces. Sólo el relato les haría justicia ya no para liberarlos de su infierno acrecentado, sino para dedicarles la tolerancia de los balances, que la novela cede a los narradores para, al final, dejar al hijo el trabajo del luto.  La condición del hijo es asumir la tragedia familiar, que no en vano demanda los nueve capítulos del Infierno. Pero, como sabemos, el Infierno no es el castigo de los condenados, es lo desarticulado. Es decir, lo impensable; en esta novela, la fractura de lo vivo. Rodríguez Juliá (Puerto Rico, 1946) había ya construido en su Isla las formidables versiones contemporáneas de un barroco funerario. Y había hecho del Caribe el exacto revés del realismo mágico: el lugar residual del costo de lo moderno. Esta vez ha adelantado su piadoso Obituario.

Héctor Llaitul y Jorge Arrate. Weichan, conversaciones con un weychafe en la prisión política. Santiago de Chile: CEIBO Ediciones

Sobrecogedor testimonio, denuncia y alegato de la extraordinaria saga de la etnia  Mapuche, uno de los últimos pueblos originales que han sobrevivido, en el sur de Chile, la colonización europea y la dominación del estado nacional. Jorge Arrate (Chile, 1941), dirigente socialista bien conocido por la calidad de sus tareas, retoma la palabra en diálogo con el dirigente mapuche Héctor Llaitul para entender él mismo, del lado del lector, la biografía de la protesta, que este dirigente encarna y sus largos años de prisión denuncian. Weichan (Guerrear) es un testimonio exploratorio que declina la mediación de la grabadora y se basa en las notas del entrevistador, en la documentación mapuche y el proceso judicial. Rehúsa, por lo mismo, la autoridad etnológica pero también la instrumentación de la crónica, que hoy se alimenta de sí misma y eventualiza todo lo que toca. Logra, así, un protocolo de representación más digno del sujeto, y más sobrio: no sustituye al hablante, no lo vuelve a colonizar. Hoy que casi todos los medios de comunicación han renunciado a darle la palabra a los vencidos, este libro ensaya un modo inquietante de asomarse al abismo que rodea a la irracionalidad ideológica de este siglo.

Rosa Beltrán: Efectos secundarios. Madrid:451 Editores

En este feroz tratado, que une la sátira volteriana  a la diatriba nitzcheana, Rosa Beltrán (México, 1960) acude a la farmacopea para curarnos de espanto con una alegoría cómica y grotesca del predominio actual de los sacrificios humanos como ceremonia pública mexicana. Si el catastrofismo de Monsiváis y Pacheco ha sido superado por la descarnada refutación actual del otro y de los otros, que en las “redes sociales” se ha convertido en un banquete caníbal, en ésta novela filosófica, sátira literaria y alegato moral, Beltrán nos dice que el fin del mundo (maya o no haya) no sólo ya ocurrió, sino que somos sus fantasmas. El narrador es un lector de vanas banalidades, esto es, de libros de éxito; y su oficio es presentarlos en los foros de la Feria mexicana, entre hijos de la violencia, padres de los muertos, y caciques del poder letrado. Este relato es una protesta contra la vida mexicana como historia necrológica. La sátira literaria se convierte en crítica de una cultura corrupta que, hecha en la violencia, ya no es capaz de reconocer su modo de producción, paralelo al del crimen impune. En una vuelta de tuerca, como en el Orlando, el narrador se torna narradora, para compartir el testimonio. “¿Qué no entienden que estamos aquí para evitar la violencia?”, responde una enfermera en una manifestación a quienes la increpan, pero huye cuando un canalla saca una navaja y propone una violación masiva. Los matones letrados dominan el paisaje y multiplican el desvalor del lenguaje. Perseguidos hasta por los lectores que han secuestrado la lectura, sólo les queda a los pocos humanos el nomadismo, la deriva del sinsentido. Al final, el narrador(a) vuelve a Comala, el pueblo de Pedro Páramo, sólo que ahora la sentencia que definía al Cacique se ha hecho colectiva: “Nos hemos convertido en un rencor vivo.”

Alejandro Oliveros: Espacios en fuga (Poesía reunida 1974-2010).Edición y prólogo de Antonio López Ortega. Valencia: Pre-Textos

Oliveros (Venezuela, 1948) es un poeta privilegiado. Todo lo que dice está poseído por la gracia dúctil de una prosodia hecha desde las virtudes orales del español: la resonancia vocálica fluida, la enunciación narrativa controlada por la duración del acto verbal, la suficiencia del nombre hecho imagen. Dicción que nos viene de Rubén Darío, enumeración variable que prodigó Neruda, nitidez de la imagen que cultivó Emilio Prados. Poeta, además, educado en el brío del terso coloquio latino, en la precisión referencial, y en el fraseo isabelino, ese pronto arrebato. Llamamos coloquial a esa poesía donde, como dijo Charles Olson, el verso respira en la duración y la sílaba late en la acentuación. El poema es un organismo vivo. La lectura, por ello, un pacto de fe: ¨Ve a las ciudades, libro mío, y busca lectores/ demorados. Huye del halago y la hipocresía.” Y es, también, un acto estoico de estirpe clásica: “La pregunta por el hombre no ha cambiado…Son tiempos difíciles, pero vendrán peores.” 

 



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22 de diciembre de 2012
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II. Una navidad de ruinas

Yo había llegado unos días antes para las vacaciones de fin de año con mi familia desde Costa Rica, donde entonces vivíamos, y esa noche del terremoto dormíamos en Masatepe, a poca distancia de la capital. Las noticias de gente del poblado que participaba en fiestas navideñas en Managua y volvía despavorida, eran alarmantes. “¡Managua ya no existe!”, es lo que se escuchaba en las calles a oscuras, porque la energía eléctrica se había cortado. Las líneas de teléfono estaban muertas, y el dial de la radio vacío. A las seis de la mañana, estábamos mi mujer y yo en Managua buscando familiares entre los escombros.

De lejos, mientras nos acercábamos por la carretera de Masaya, que en su recta final parece entrar en el lejano volcán Momotombo, las columnas de humo de los incendios se veían ascender lentamente en el cielo limpio del amanecer, un aviso de la magnitud de la catástrofe. A contramano, comenzaba el éxodo que luego sería total, camiones, camionetas de acarreo arracimadas de muebles y colchones, carretones de mano que transportaban heridos, taxis, motocicletas, bicicletas.

Las paredes derruidas enseñaban muebles revueltos y descalabrados en dormitorios y salas, los colgajos de los alambres del tendido eléctrico pendían sueltos junto con los adornos luminosos de Navidad instalados las calles. En las aceras, cubiertas de cascajos, ripios y rótulos comerciales derribados, se alineaban los cadáveres sobre puertas desgajadas o sobre el piso desnudo, liados en sábanas. De alguna casa en ruinas salía un ataúd, otro más navegaba llevado en hombros entre el humo.

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21 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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unypl: UNYPL in 2012: The Walkers It?s a unique moment when I…

unypl:

UNYPL in 2012: The Walkers It?s a unique moment when I come across the walking readers. I see them suddenly, and then there are just a few strides left to take the picture candidly. Most of the time I catch up with them after they?ve already passed me by, to find out what they?re reading. Here they are from the past year, the walkers of the Underground Library:  ?A Clash of Kings,? by George R.R. Martin  ?Devil?s Gate,? by Clive Cussler and Graham Brown ?The Casual Vacancy,? by J. K. Rowling ?Mary, Mary,? by James Patterson ?Madame Bovary,? by Gustave Flaubert ?The Summer Book,? by Tove Jansson ?The Mother-Daughter Book Club,? by Heather Vogel Frederick ?Savor the Moment,? by Nora Roberts  ?Playing for Pizza?, by John Grisham ?The Proposal,? by Mary Balogh 



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20 de diciembre de 2012
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El Boomeran(g)
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