Samanta Schweblin Como hemos comentado antes, la escritora argentina Samanta Schweblin ganó el...
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Samanta Schweblin Como hemos comentado antes, la escritora argentina Samanta Schweblin ganó el...

Mario Bellatin y Edmundo Paz Soldán en chat Apareció la revista virtual “Traviesa” que,...

Ya en el año 2000, poco antes de la caída de las torres gemelas de Nueva York, el boliviano Edmundo Paz Soldán y el chileno Alberto Fuguet había juntado en Se habla español una serie de cuentos cortos de diversos autores latinoamericanos, que giran acerca de la experiencia de los emigrantes, sus esfuerzos por alcanzar la frontera de Estados Unidos como ilegales, y sus vidas en el nuevo territorio conquistado.
El tema es retomado en Sam no es mi tío desde la perspectiva de la crónica. Y quienes cuentan en las páginas del libro colectivo sus experiencias, lo hacen después del nuevo gran parte aguas, la caída de las torres, un acontecimiento que fue capaz de fracturar la historia y acabar con todo lo que quedada de inocencia en la visión compartida, o confrontada, entre América Latina y los Estados Unidos.
La riqueza de este libro está en la intimidad revelada de la experiencia personal. Cada quien cuenta lo que le ha pasado en su intento por acercarse a Estados Unidos, o viviendo dentro de sus entrañas. Desde el trance de hacer cola para una visa, como lo relata el peruano Santiago Roncagliolo, o el fugaz pero dramático encuentro con el anónimo bracero en California, como lo relata el otro peruano Daniel Alarcón, o el aspirante a escritor empleado como cuchillero en una tienda de quesos en Nueva York, como lo relata el colombiano Joaquín Botero.
Otro mural en movimiento. La película siempre se rebobina. Sam no es tu tío pero tampoco dejará de serlo. El cielo de los Estados Unidos sigue siendo vasto e insondable.



Inmediatamente después de la caída del Muro de Berlín, en 1989, y antes de que fuera objeto de un gran concierto público oficial, la Novena Sinfonía de Beethoven se convirtió en la música favorita de muchos manifestantes, del este y el oeste de la ciudad. Los presentes en aquel colosal acto de demolición de fronteras cantaban fragmentos de la parte coral, la Oda a la Alegría, basada en el poema de Schiller, entendiendo, quizá, que no había palabras más idóneas para el momento y que unieran tanto a los que durante décadas habían sido obligados a permanecer separados. Aquellas imágenes y aquellos cantos tenían un hondo simbolismo, no solo para Berlín sino para toda Europa, y parecían confirmar que el gran arte -en este caso una obra de Beethoven- acudía al rescate del hombre europeo tras el último y más brutal de sus naufragios. Para eso, en última instancia, servía el arte, y eso era lo que cabía esperar de los textos de Dante, Shakespeare o Cervantes, de las composiciones de Bach, Mozart o Shostakovich, de las pinturas de Leonardo, Rembrandt o Cézanne.
Eso pareció, todavía, entonces. Sin embargo, más de dos décadas después, aquellos manifestantes cantando a Beethoven forman parte de un espejismo. Tal vez, en aquellos días demasiado esperanzadores, fuesen ya un espejismo. Se pensó que Europa saldría reforzada con la conclusión de la Guerra Fría y, de hecho, se incorporaron muchos más países al proyecto de construcción europea. Se realizaron progresos importantes, como la moneda única y la superación de las aduanas. Pero ahora, cuando las dificultades económicas atenazan a Europa, se hace evidente una paradoja dramática: en algún lugar del camino se perdió el alma. Dicho de otro modo que pueda gustar más a los que hacen muecas cuando oyen la palabra alma: en algún lugar del camino, Europa, que alardeaba de construirse a sí misma, dio la espalda a su propia cultura.
Basta, en la superficie, comprobar cómo la cultura europea ha desaparecido, prácticamente, de la vida pública. En los discursos y controversias de los dirigentes políticos esta ausencia es cada vez más radical, poniendo de manifiesto la extrema mediocridad de la mayoría de ellos pero también la falta de exigencia de los ciudadanos a este respecto. En sus buenos tiempos -no hace mucho- Berlusconi tuvo un ministro que riñó a los periodistas que le hablaban de cultura con el argumento de que la Divina Comedia no servía para comer, pues con ella no podían hacerse bocadillos. Un amigo italiano me comentó, entonces, que si un político hubiese dicho eso con anterioridad, habría sido poco menos que lapidado. Ya sabemos que Berlusconi era, y es, un asno multimillonario, y que sus colegas no tenían su procaz atrevimiento, pero no podemos asegurar que fuese más ignorante que los otros. Basta con recordar los discursos de Sarkozy o los de Cameron y compararlos con los de De Gaulle, Willy Brandt o cualquiera de los protagonistas del inicial impulso europeo. Aquí Aznar, Zapatero o Rajoy tienen la ventaja de tener que competir con Franco, un individuo que tenía por principio, según sus biógrafos, no leer jamás un libro.
No obstante, las carencias en la vida pública serían menos decisivas si la cultura -el alma- europea se manifestara, viva, en el interior del organismo social. Ahí es donde la paradoja se hace más sangrante puesto que la cultura europea es, en realidad, el único espacio mental que justifica la edificación de Europa. Sin la cultura europea, lo que llamamos Europa es un territorio hueco, falso o directamente muerto, un escenario que, alternativamente, aparece a nuestros ojos como un balneario o como un casino, cuando no, sin disimulos, como un cementerio.
Y ese es un peligro incluso mayor que el de la crisis económica, pues puede provocar una indefensión absoluta: nadie cantará a Beethoven, o a Schiller, porque nadie recordará que el arte es aquello que consuela cuando existen muros y aquello que enaltece cuando se destruyen fronteras. En consecuencia, nadie sabrá, tampoco, que eso que llamamos cultura, a la que Europa -más que otras regiones del mundo- lo debe todo, es un ejercicio de libertad y de orientación en el laberinto de la existencia. Para eso necesitamos todo lo que ahora, con una celeridad increíble, estamos abandonando. Es cierto, como dicen muchos profetas actuales, que la cultura -la "cultura europea", se entiende- es superflua y anacrónica, pero no es menos cierto que también la libertad es superflua y anacrónica desde un punto de vista estrictamente pragmático. Se puede existir -no sé si vivir- sin ser libre. También se pueden hacer grandes negocios o tener éxito en la profesión. La libertad no es necesaria pero, como demuestra el ejemplo de Antígona, es imprescindible. De eso, durante siglos, nos ha hablado la cultura europea a los europeos. Y es eso, precisamente, lo que hoy se aleja de nosotros.
Hace poco recibí una lección inolvidable al respecto. Formé parte del jurado que tenía que decidir unas prestigiosas becas. La selección era rigurosa, y los candidatos, de acuerdo con las referencias, sobresalientes. Sin duda estaban técnicamente muy preparados. Sin embargo, en sus exposiciones orales casi ninguno de estos candidatos citó a un escritor, a un artista, a un científico, a un filósofo. No se aludió a cuadros, a textos literarios, a tratados de física. La pregunta es: ¿de qué hablaban y a qué aspiraban los candidatos? Aspiraban, naturalmente, a triunfar en sus campos respectivos, y para ello hablaban de programas informáticos, técnicas de evaluación, metacursos, procesos logísticos. Creo que todos los miembros del jurado esperábamos que esto fuese solo la metodología y que al final asomaría algo verdaderamente sustancioso. Pero no. Para estos sobresalientes candidatos el tratamiento de la cultura era exactamente igual al tratamiento que otorgaban a la sociedad sus colegas, también sobresalientes, de una escuela de negocios. La economía no estaba sometida a la libertad, sino la libertad a la economía.
Si no pecamos de ingenuos ya sabemos que siempre ha sido así. No obstante, la resistencia a esta percepción ha sido, igualmente, un motor esencial en el desarrollo de la cultura europea, tal como lo reflejan los ideales humanistas e ilustrados, cíclicamente asumidos, tras su original enunciación en la Grecia antigua. Tratar de entender lo humano en su complejidad, más allá de lo estrictamente útil, e incluso más allá de lo conveniente -ahora diríamos: de lo política y moralmente conveniente-, ha sido uno de los logros mayores de nuestra tradición espiritual, a la que, desde luego, no han faltado los momentos de tiniebla. Renunciar a aquella comprensión impide penetrar en la naturaleza humana, tanto en sus luces como en sus sombras.
Y, sin embargo, aparentemente, esta renuncia se erige en un signo de la época, a juzgar por nuestra vida pública y nuestra educación. Lo que hasta hace relativamente poco se consideraba en Europa cultura se ha transformado en arqueología, con el riesgo de que la propia Europa se convierta en pieza arqueológica que, en un futuro no muy distante, se exponga a la mirada de los nuevos poderosos. Puede alegarse que, con anterioridad, fuimos los europeos los que nos deleitamos con el botín tomado a otras civilizaciones. Es verdad. La Historia es así. Lo malo es vivirla y formar parte del bando de los inminentes perdedores. Y aún es peor que la caída llegue a producirse sin ninguna grandeza, con apatía, con ignorancia. Veremos.
Mientras tanto en la librería Catalònia, una de las más antiguas de Barcelona, se abrirá un McDonald's. Aunque quizá todo ha sido una pesadilla y he leído la noticia al revés: en el lugar de un restaurante de comida rápida, cerrado por falta de clientes, se abre una librería.

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Abrumado, como todo quisque, por la miseria de la vida oficial, procuro escapar de la oscuridad como puedo. Que el Dos Mil Trece nos permita recobrar una luminosidad que a pesar del empeño de las fuerzas oscuras sigue iluminando más allá del velo de tinieblas, ese fue mi deseo de fin de año.
Hoy la miseria era un nuevo latrocinio de nuestros representantes, tan gigantesco como los anteriores e igualmente cínico. Oponiéndole resistencia he recordado una cantata de Bach, la BWV 39, que comienza diciendo: "Comparte tu pan con aquellos que tienen hambre". Una buena ocasión para oírla de nuevo.
En tiempos de Bach no podían darse latrocinios como los nuestros simplemente porque la posesión era cosa de unos pocos. Muy pocos. Y en general de uno, del señor que a veces era un guerrero y otras un obispo, o ambas cosas a la vez. Sin embargo en aquellos tiempos la podredumbre moral estaba mejor construida, tenía otra calidad. Al malvado se le despreciaba y temía, pero nadie lo ponía como modelo. Y, sobre todo, el malvado era una rareza, un condenado en vida. Los nuestros son gente de primera portada de revista, gente estupenda.
La coral de Bach continúa diciendo "Lleva a los pobres a tu casa, viste a quienes vayan desnudos, y no te escondas de tu propia carne". Este final es inquietante, und entzeuch dich nicht von deinem Fleisch. ¿Qué nos dice el poeta? ¿Qué aceptemos nuestro cuerpo como constatación de que somos mortales? ¿Qué ese cuerpo nuestro es igual al de quienes van desnudos temblando en el invierno? ¿Nos está diciendo que la riqueza no ha de servir para esconder nuestra debilidad, nuestra fragilidad? "Una hoja somos, en otoño, colgada de la rama", decía Ungaretti, y por mucho que nos escondamos un poco de viento nos derribará.
Pero si tratamos a nuestro prójimo con generosidad, si lo consideramos nuestro igual, entonces, dice la coral: "Tu luz brillará como la aurora, la curación no tardará en llegar, la justicia te precederá y la Gloria del Señor será tu recompensa". La luminosidad de los justos que hoy nos parece una leyenda es, sin embargo, indudable y muchos la hemos visto en momentos decisivos cuando la bondad de un acto ajeno nos ha deslumbrado.
No es preciso ser creyente, no es necesario atarse a ninguna promesa para oír estas palabras de Bach con perfecta seriedad. Es cierto que todo conspira en contra, pero si nos esforzamos por considerar a los demás como simples mortales, tan frágiles como nosotros, es posible que divisemos cierta luminosidad en alguno de ellos.
Se trata de cambiar el primer pensamiento que nos asalta frente al malvado ("¡Querría verte muerto!"), por el segundo ("¡Pero si sólo va a durar un puñado de inviernos...!"). Y desviar la mirada del siniestro para dirigirla hacia el justo. ¿Qué no se le ve? Alguno ha de haber.
Y si no, siempre nos quedarán los niños.
Artículo publicado en Jot Down.
