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Blogs de autor

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El álbum y la muerte

¿Es el álbum familiar una obra de arte? No cabe la menor duda. Pero ¿una obra gráfica o una composición literaria? Una mezcla de las dos. De este modo en Huesca se expone estos días una muestra con el certero título de Narrativas domésticas, cuya materia prima es el álbum y su constante inspiración.

De una parte, nada más próximo a la realidad que un conjunto de fotos caseras, sin pretensiones de trascendencia ni de creatividad. De otro, nada más artificial que esa colección que salta y resalta, sonríen casi invariablemente los personajes y se juntan azarosamente en las páginas de un libro que apenas posee el hilo de sus vacilantes fechas. Un hilo fino y quebradizo puesto que las instantáneas, como tales, sobrevuelan en microsegundos varios meses o años, captan una boda, una excursión, una boda, un viaje y, actualmente, casi cualquier momento de unos y otros: todos aquellos sujetos (la vecindad entera) que en esa circunstancia se halla parada y cerca de la cámara del móvil.

Los álbumes de la época preindustrial, cuando incluso era preciso desplazarse hasta el estudio del profesional para obtener la foto, eran como tesoros familiares porque en ellos solo entraba lo que había alcanzado un singular y festivo valor. Hoy, en cambio, los libros de álbumes serían tan copiosos como imposibles de almacenar. En consecuencia, es la misma cámara la que almacena las secuencias en el invisible contenedor del móvil, donde se apilaría una profusa colección cargada de trivialidad.

Casi nada se ha popularizado más que la misma foto. Y acaso nada de este tipo inocente nos ha dominado más. La compulsión a fotografiar sin razón ni pausa ha creado una suerte de histeria colectiva. Y lo fotográfico se une a la experiencia de modo tan íntimo que no parecen capaces de existir la una sin la otra.

La fotografía, al fin, es hoy el testimonio del menor suceso a tal grado que llega a ser la parte más incuestionable de la experiencia. Porque ¿cómo transmitir mejor la belleza de un paisaje, de un banquete, un monumento, una novia, un nieto o un familiar? La belleza y la fealdad, el mal tiempo o el accidente acaban siendo avalados por la foto. La foto no es el motivo de vivir pero es casi imposible vivir del todo sin fotografiar.

¿Álbumes de fotos hoy? Los sucesos que antes lo constituían y se presentaban como importantes capítulos de la "narrativa doméstica" han sido ametrallados por un sinfín de microanécdotas. De este modo, la historia de la vida mediante fotos ha llegado a ser un continuum parecido a los días sucesivos en los que ocurre algo o nada sin que se distingan demasiado entre sí.

Pero ¿y la muerte? ¿Se fotografiará ya también la muerte? Claro que no. Antes, siendo el álbum familiar, la gloria de la experiencia positiva excluía naturalmente la enfermedad y la agonía. Pero hoy, la muerte, siempre con mucha más autoridad que cualquier otro momento de la vida tendría que hallarse recogida en el carrete llamado (precisamente) "virtual".

En la inteligente exposición de Huesca, patrocinada por su Diputación, una artista británica Jo Spence tuvo la idea de fotografiarse a sí misma a lo largo del plazo en que sufrió un cáncer y reflejar así cómo ese maldito asesino fue deteriorándola. Murió en 1992 y, obviamente, no ofreció constancia de su rostro muerto, final indispensable del relato. Todos los álbumes ayer y hoy son, en consecuencia, historias falsas. Cuentos de la vida sin su correspondiente muerte. Cromos sin su cronos terminal.

Un álbum clásico da siempre mucho que pensar. Da siempre mucho que sentir. En todo álbum, el paso del tiempo nos traspasa de un velado dolor al recorrer sus páginas. Ni las verbenas, los baños del verano o las manos entrelazadas de los enamorados nos animan. El álbum nos mata. No hay foto de esa defunción privada pero, de hecho, el álbum mismo alcanza su máximo sentido para los otros cuando no existimos ya.



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7 de febrero de 2013
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Tiempo de malos

Por qué en la secuencia de un elogio, la que empieza por “es un gran profesional, con talento, inteligente, firme…”, se deja para el final lo de “… y buena persona”? En verdad suele decirse “y además es buena persona”, sujetando la expresión con el adverbio como si se tratara de algo no necesariamente obligatorio, de un plus que sirve de broche para expresar la idoneidad del individuo en cuestión. Hoy por hoy, nadie contrata a nadie por sus virtudes humanas ni por su nobleza o paciencia. Sin duda son características gratas, y sobre todo armoniosas, pero la preparación, el estatus e incluso el aspecto físico prevalecen. En la era del coaching y del ensimismamiento, que a diario exhibimos en las redes, se levanta un muro cada vez más alto entre el yo público y el yo privado. Aunque el ser humano sepa que continuamente tiene que conseguir dar un paso más, alumbrado por la ilusión de la trascendencia, el cortoplacismo ha condicionado sus aspiraciones. El gurú de la nueva religión laica, Alain de Botton, resalta cómo a lo largo de la historia las sociedades han priorizado el fomento de la bondad. “Pero nosotros somos una de las primeras generaciones que tienen cero interés público en el tema; es más, si alguien dice que se preocupará de ser más virtuoso, lo miran como a un loco”. Tan sólo hace falta revisar en qué contextos se ha utilizado el termino buenismo, y la rapidez con la que ha huido despavorido de la jerga mediática. La generosidad o la urbanidad -que va un paso más allá de la cortesía- no son valores en alza. Todo lo contrario, resultan una especie de propina que siempre será bienvenida. Desde antiguo, lo que más ha unido a la humanidad es que no tiene ningún lugar para escapar. La idea pertenece a Milan Kundera, recogida ahora por Bauman en Sobre la educación en un mundo líquido (Paidós), donde considera que la juventud está “tan preñada de rebelión como de conformismo”, y subraya la importancia de una educación para siempre, sobre todo cuando nada es perdurable y la vida se debe asumir pedazo a pedazo. En el nuevo saco de valores, el beneficio está por encima del sacrificio, y la arrogancia enmascara la confianza. Los unos definen a los otros como empáticos o reservados, con espíritu de funcionario o proactivos, ingeniosos o previsibles, vanidosos o humildes…, esquivando el reduccionismo maniqueo de buenos y malos, como si dicha división ya no tuviera crédito. Porque hoy, cuando se expresa admiración hacia alguien, se dice “eres un crac”, dejando claro que el mundo nunca ha sido de los buenazos sino de los putos amos.

(La Vanguardia)

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6 de febrero de 2013
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III. De bibliotecas y zoológicos

Darío Jaramillo enhebra con sensibilidad todas estas crónicas de factura estremecedora, y que se leen con deleite, y su composición es un mosaico en el que se representa la realidad contemporánea del continente, que a veces deja de parecer realidad, como una novela contada a muchas voces, las del argentino Martín Caparrós, el mexicano Juan Villoro, el colombiano Alberto Salcedo Ramos: travestis, narcos, emigrantes, maras, futbolistas, boxeadores, víctimas de terremotos, la biblioteca de Pinochet, sí, Pinochet fue dueño de una numerosa biblioteca, las ruinas del reino de Pablo Escobar que hasta un zoológico tuvo, con elefantes e hipopótamos que andan ahora perdidos en las selvas. La realidad para leer como es, una gran mentira vivida día a día por personajes que desafían a la imaginación más desbocada.
Y en el escaparate tenemos también Sam no es mi tío: veinticuatro crónicas migrantes y un sueño americano (Alfaguara, 2012), reunidas por el argentino Diego Fonseca y la brasileña Aileen El-Kadi, ambos muy jóvenes, igual que lo son los cronistas incluidos en el libro, la inmensa mayoría nacidos a partir de la década de los setenta del siglo pasado. Estamos hablando de la crónica del siglo veintiuno, y del paisaje de realidades que toca enfrentar.

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6 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El último que apague la luz

Hay libros que se escriben como resultado de una decisión y otros que van escribiéndose sin que uno se dé cuenta. Esto es lo que me ha sucedido con el que hoy se pone a la venta en las librerías y también en formato e-book bajo el título El último que apague la luz. Son textos sobre el estado y la evolución del periodismo escrito durante los últimos cinco años, justo desde que empezó esta crisis devastadora que tanto está afectando a los medios de comunicación y al oficio de periodista. Para que los lectores de este blog puedan hacerse una primera idea, hoy doy en este post los primeros párrafos con que arranca el libro.

?Esta es una escena contemporánea, el diorama de un conflicto de nuestro tiempo, el símbolo de un fin de época. La rotativa se parará después de tirar el último ejemplar del periódico. Las camionetas saldrán por última vez a emprender sus rutas de reparto. Solo faltará que alguien apague las luces y deje las instalaciones enteras oscuras y vacías, con la sala de redacción desierta y silenciosa en el centro del escenario.

"Esa cabecera centenaria que se identifica con el nombre y con la historia de una ciudad, que ha presidido los desayunos de todas las familias en épocas de paz y en épocas de guerra, durante los largos períodos de prosperidad y durante las crisis, y en cuyas páginas han aprendido a leer todos los niños de esta poblada metrópolis, dejará de publicarse y ya no estará nunca más en los quioscos ni seguirá deslizándose cada mañana por debajo de la puerta o cayendo en el buzón de la escalera de vecinos.

"Esto ya ha sucedido en los últimos años en muchas ocasiones, sobre todo en el país donde más desarrollada estaba la industria de la prensa impresa que es Estados Unidos. Pero no es un guion lejano y ajeno, sino una pieza dramática, incluso una tragedia, que ya ha empezado a representarse en toda Europa y que pronto va a tomar un ritmo endiablado entre nosotros. "Desaparecen las cabeceras y desaparecen los puestos de trabajo. En las rotativas por supuesto, en la distribución, en los departamentos de publicidad y de marketing. También desaparecen los quioscos de prensa, negocios tan decadentes como lo es hoy el periódico impreso. Y desaparecen los periodistas, antes una profesión nutrida y próspera y ahora disminuidos en sueldos y en ofertas de trabajo, precarizados y prejubilados, expulsados de su oficio y sustituidos incluso por el público que antes les leía y adoraba y en este momento incluso les reemplaza, porque escribe y alimenta gratis las nuevas webs de agregación y de contenidos generados por los lectores.

"Esa es la peor noticia que puede dar un periódico. Porque es sobre el periódico mismo y porque es la noticia de su desaparición. El pudor periodístico siempre ha dificultado la información sobre el propio periódico y el propio negocio. Puede que fuera falso. Pero esta era la costumbre. Los periodistas no eran noticia. Dar noticias sobre uno mismo no puede ser bueno. Suelen ser malas noticias. O al menos, noticias incómodas. Y si son buenas, fruto del autobombo periodístico o de las exigencias crecientes del marketing del propio periódico, son increíbles para los periodistas, acostumbrados a mirar con recelo cualquier noticia positiva.

"Vaya si serán noticia ahora. Y además tendrán que darla, tendremos que darla. Será la peor de todas, la que ningún director de periódico quiere dar en su primera página: que mañana ya no saldremos. Es una necrológica anticipada. Necrológica del periódico y necrológica de la noticia. Nada hay tan deprimente como la noticia de que ya no volveremos a dar noticias. "Esta noticia que hemos leído ya varias veces y que sabemos que leeremos más veces en el futuro tiene un tope que cuesta imaginar, aunque ya esté a la vuelta de la esquina. Un mundo sin periódicos impresos, una mañana sin periódico que comprar en ese quiosco de la esquina que ya cerró hace años, con el único consuelo de una vaga reminiscencia en el teléfono o en la tablilla digital. ¿Un mundo sin nosotros, los periodistas? ?.



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5 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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DFW ha muerto y vive no lejos de aquí

Cuando llega la hora, el suicidio resuelve el enigma del destino. Si leemos el obituario de un autor después de que éste padezca una "larga y penosa enfermedad" nos sentimos inclinados a lamentar la pérdida, pero cuando David Foster Wallace se ahorcó sus obras dejaron de ser brillantes y su talento ya no pudo ser admirable.
En su corta y elocuente vida intuimos la sombra de las pesadillas amargas. Cuando un novelista decide largarse con viento fresco colgado de una soga, sus lectores se quedan en una posición muy incómoda. ¿Por qué me gustan tanto sus obras? ¿Tanto gozo me causa leerlo?
La ácida sagacidad de DFW resultó ser una mirada verdadera. No hubo impostura. No fue una pose. Resulta que el humor de ese tío adornaba al extraño y desolado miedo de su país. Es probable que muchos de sus lectores, en lugar de liberarse, sientan el contagio de este miedo cerval. Pues lo que hay de histérico en el dolor de vivir no es una broma.



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5 de febrero de 2013
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El Boomeran(g)
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