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Cuando hacer cumplir la ley es abyecto

En varios de los momentos álgidos de la calamidad social que asola a Grecia, ciertos comentaristas europeos confluían en el argumento de que la loca irresponsabilidad de los ciudadanos griegos en los años de "bonanza" artificial había conducido al desastre. Se diría pues que en los años anteriores a la crisis los trabajadores griegos estaban en una permanente juerga, juerga que compartían con los trabajadores españoles y demás meridionales, unos y otros embarcados además en irresponsables adquisiciones de bienes y viviendas. En suma: aquellos mismos que hoy sufren las devastadoras consecuencias del desastre, serían culpables de una confianza ciega en los aspectos miríficos del sistema, culpables de una pecaminosa falta de previsión, por lo cual de alguna manera serían responsables de lo que ahora les sucede.
Esta visión es simplemente ofensiva para el montador de la industria del automóvil, el taxista o el estibador, cuyas jornadas hace un lustro (en Tesalónika, Algeciras o Marsella) podían ya como ahora alcanzar las doce horas, ciertamente entonces mejor remuneradas. Ofensa que se sigue infringiendo un día y otro, a veces en foros de los que cabría esperar discursos un poco menos ciegos, por no decir menos alcahuetes con el sistema generador de la presente indigencia.
Obviamente, esta alcahuetería resulta particularmente insoportable en los casos en los que la ofensa social es de tal envergadura que las víctimas se hallan tentadas de tirar la toalla y acabar con sus vidas. Si en Francia desde hace años hubo una secuela de suicidios de trabajadores vinculados a la telefonía Telecom, en España el asunto afecta primordialmente a víctimas del sistema hipotecario. Uno y otro caso son brutal síntoma de lo radicalmente enfermo de un sistema social que simplemente hace imposible la vida de los hombres. La memoria de los suicidas españoles pueden incluso ser objeto de ofensa suplementaria, no tanto en razón de las convicciones católicas de muchos españoles, como del desproporcionado poder de la jerarquía que representa esta confesión: jerarquía tan objetivamente indiferente al estado de cosas que lleva a la desesperación como presta a reiterar la vulgata relativa al carácter sagrado de la vida, "que sólo Dios puede arrancarnos" etcétera. Dentro del sentimiento de impotencia que esta dolorosa historia produce es inevitable una radical toma de partido que he de empezar con una reflexión.
Hay muchas razones por las que una persona puede tomar la tremenda decisión de acabar con su vida. Algunas de ellas no sólo son perfectamente compatibles con el hecho de que esta persona tenga una existencia digna y libre, sino que incluso se hacen más presentes en este caso. Pues una sociedad que garantizara la subsistencia en condiciones de dignidad y libertad sería una sociedad en la que, lejos de desaparecer, se exacerbaría lo esencialmente trágico de nuestra condición. En la encrucijada entre el equilibrio y la enfermedad, entre la exaltación por los contenidos de la vida y el sentimiento de que las fuerzas no responden, entre la intensidad de los afectos y la soledad, un ser humano puede sentirse atravesado por la idea de no esperar pasivamente que la muerte le llegue. Y la organización social nada tendría en este caso que ver con ello. Podría ocurrir incluso que la decisión de avanzar la muerte se acompañara del sentimiento de pesar, precisamente por abandonar el marco en que se despliega esta admirable cosa que es (o que habría de ser e principio) la sociedad de los hombres.
De ahí lo insoportable del hecho que ciertas personas se vean abocadas al suicidio en razón de la sociedad y no a pesar de la vida en sociedad. Estas personas han sido realmente conducidas a la muerte por aquello mismo que debería ser el marco que incita a vivir. Estas personas no han tomado la decisión de morir como resultado de verse confrontados a los abismos inevitables de la condición humana, sino por el contrario: han sido privadas por la sociedad de tener la posibilidad de vivir humanamente ( es decir en libertad y en un entorno digno) y eventualmente enfrentarse un día al problema del si su vida seguía teniendo sentido. Abocadas a morir por algo que (a diferencia de la enfermedad u otros males esenciales) podría perfectamente ser evitado. Abocadas a morir por un mal contingente, un dispositivo social generado por el ser humano pero convertido en una máquina de mutilar a la humanidad.
Esto simplemente no puede seguir así, y ello sea cual sea la secuencia y el resultado final del voto parlamentario relativo al problema de las víctimas de hipotecas. O en otros términos: hay efectiva obligación moral de desobediencia al cumplimiento de normas abyectas y ello en cualquier nivel de la cadena. No es cierto que la ley está siempre para ser cumplida. Los resistentes en regímenes de tiranía lo han tenido siempre claro.

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26 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Bien pudiera

Me preguntas lo de Hernán Cortés. Pues lo considero creíble. Estudié hace tiempo el caso, en Gómara, donde el horizonte tiene veleidades convexas y las aguas todavía parecen dudar entre ir al Atlántico o al Mediterráneo. Del viejo castillo sólo queda una encía gastada. Hijo de este lugar era López de Gómara, cronista severo y narrador extraordinario.
 
En 1562 una cédula de Felipe II ordenó al corregidor de Soria recoger los papeles del escritor, ya difunto, en su casa de Gómara, “junto a la ciudad de Soria”. Era la culminación de un persecución oficial que empezó en 1553, cuando se prohibió imprimir, vender, poseer y leer la Historia General de las Indias, que tuvo un año escaso de legalidad en España, pero fue la obra más leída y traducida de su siglo en Europa, y una de las más frecuentadas por Montaigne y los ilustrados de la época.
 
Consta que la prohibición se notificó a una docena de libreros de Sevilla, lo que da idea de lo abundoso del gremio.
 
Ahora, ¿qué hizo López de Gómara para pasar de cronista oficial de Carlos V y autor exitoso, a escritor prohibido y borrado, que pasó sus últimos años en arresto domiciliario? ¿Fue lo de Hernán Cortés? Para mí, no. Yo creo que fue una cuestión de etiqueta. El motivo fue haber criticado en sus Anales del Emperador Carlos V la instauración en 1548, por el príncipe Felipe, en su palacio de Valladolid, de la etiqueta borgoñona, en detrimento de la castellana, “que por sola su antigüedad se debía guardar”.
 
Felipe II nunca olvidó la crítica, y emitió hasta tres cédulas —la primera, cuando todavía era príncipe— ordenando la recogida de los libros y papeles de López de Gómara, y su desaparición oficial.
  
Ahora, la Historia de Gómara es una pieza extraordinaria y venerable, que narra, entre otras cosas mucho más  valiosas desde el punto de vista humanístico y literario, las hazañas de Hernán Cortés, de "condición putañero y muy celoso". El núcleo original de la Verdadera historia, el que según Duverger procederia del propio Hernán Cortés, no rectifica la narración de Gómara, al contrario, la da por buena y solo se preocupa de hincharla con lances cuarteleros.


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25 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Conciencias tranquilas

Tengo la conciencia tranquila. Así se oye una y otra vez de boca de sospechosos, imputados, enjuiciados y puede incluso que de condenados. Estamos en una época de tranquilidad de las conciencias. En la superficie todo se agita, pero las conciencias están conformes y serenas, satisfechas del comportamiento de sus propietarios.

Los tribunales dirán lo que quieran. No hablemos ya de la prensa. Ni siquiera dejaremos margen para las evidencias, esa prueba que se exhibe bajo la luz del sol y a la vista de todos. Lo único importante es la tranquilidad de conciencia. La democracia ha llegado hasta aquí: la única ley moral que sigo es la que yo invento e improviso para mi conciencia. El totalitarismo está ya a mano de todos y cada uno de esos sujetos individualistas que solo atienden a una conciencia cómoda y adaptable, la suya, única soberana y señora.

Hemos conocido épocas y generaciones enteras habitadas por la intranquilidad y la agitación, por el complejo de culpa, por la mala conciencia en definitiva. Su tiempo ya pasó. Poco tienen que hacer en este mundo nuevo donde nada hay más eficaz que las adaptadas buenas conciencias de antaño o la fórmula todavía más útil de las conciencias ausentes de hogaño. Entonces había doblez e hipocresía, hoy mero cinismo y desvergüenza.

Quien busque explicaciones para la corrupción puede encontrarlas en la extendida e impudorosa apelación a la conciencia por parte de quienes se ven implicados. El juez último y mayor que es la propia conciencia no me condena, nos dicen; por tanto, de nada valen las condenas que puedan pronunciar otros jueces y menos todavía los jueces sin títulos que son los periodistas que pregunta e inquieren.

De ahí que cada vez que alguien nos diga que tiene la conciencia tranquila debemos entenderlo como reconocimiento de una culpa que confiesa que no se dejará atrapar; que evitará incluso acogerse a la última salvación moral del culpable mediante algún arrepentimiento y reparación. Las numerosas conciencias tranquilas de nuestro tiempo son las carpas felices que chapotean en la charca podrida de la corrupción como sistema.



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25 de febrero de 2013
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La peluquería del mundo

El mundo es una gran peluquería. Bien podríamos recorrerlo de norte a sur, a través de estos establecimientos, con el fin de husmear su capilaridad social. Desde las paredes desconchadas de color pastel donde revolotean inmensos rulos caribeños, hasta los locales bulliciosos en Chicago o Nairobi en que se practican laboriosos desrizados o los templos minimalistas de Avenue Montaigne, las mujeres se observan a sí mismas en un ritual inexcusable que alberga el deseo de ser percibida. Lo cuenta bien Nancy Houston en su último libro, Reflejos en el ojo de un hombre, al confesar que ha necesitado mucho tiempo para admitir que las mujeres alimentan el deseo de ser miradas. En las peluquerías se respira intimidad, de la misma forma que la laca te hace estornudar. Un lugar donde se escenifica el sentimiento de desdoblamiento femenino: el sentirse a la vez observadora y observada. No es casual que en muchos países del Sudeste Asiático, con una silla y un espejo, se improvise una barbería en la calle, mientras que en su versión femenina debe de tener, como mínimo, tres paredes. Tampoco lo es que desde el estado de opinión se haya popularizado un calificativo que vale para todo, aunque básicamente para subrayar lo superficial: revistas “de peluquería”, conversaciones “de peluquería”… La relación entre pelo y libertad ha sido glosada desde antiguo. Por ello, ante la globalización de la política sexual, en muchos países, género y sexo se han convertido en principales indicadores sociales del estado en nombre del honor. La ola de violaciones que en pleno siglo XXI recorre el globo, de México a India, del Sudeste Asiático al mundo árabe o América Central, significa ante todo un arma cargada de honor contra el enemigo. Se toma a la fuerza el cuerpo de las mujeres, en una vejación extraordinariamente perversa de la individualidad, para dañar al adversario. Y ciertamente se yuxtaponen dos realidades: la de la conquista y afirmación de la identidad propia de una civilización moderna, y los vestigios aún inquebrantables de una sociedad patriarcal que, entre otras cosas, atribuye al pelo de las mujeres una descomunal simbología, y es capaz de legislar un yo sin cuerpo. No me refiero sólo a ese velo que muchas mujeres islámicas aseguran llevar libremente porque les procura integridad, seguridad y protección. Ni, en el otro extremo, a la avalancha de queratinas, alisados y tintes vegetales. En Occidente, el pelo lleva asociados otros significados, ni punitivos ni escandalosos, sino propios del dilema interno entre la búsqueda y la autorrepresentación, pero que a veces resultan una auténtica colección de desencuentros con uno mismo. Por eso, para conocer bien un país es recomendable pisar una de sus peluquerías donde se oye el rumor de fondo de la sociedad panza arriba, pero también donde mujeres, y hombres, van a lavar, a cortar y a peinar su yo. (La Vanguardia)

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25 de febrero de 2013
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Del terror

Mientras sigue vigente el gran tirón popular del cine de terror, cobra a su lado presencia el cine del terror, un derivado del cine histórico que la historia contemporánea del terrorismo nutre cada vez más. El cine de terror y el cine del terror comparten algunos rasgos por encima de la violencia, que es consubstancial a otros géneros fílmicos, el bélico o el ‘western', por ejemplo. El cine de terror tiene sus monstruos, sus aparecidos fantasmales, sus víctimas incautas, y en las películas de terrorismo también los terroristas suelen aparecer como figuras malignas que se ceban en el desavisado. En ambos registros genéricos se da relieve asimismo a la herida sangrienta y la víscera, aunque en el ‘gore' gótico brote a menudo a modo de chorro de ‘geyser' y no de sangre derramada en las torturas y en los atentados. Y, como en un ‘horror movie', hay caserones misteriosos en tres de las películas recientes del cine del terror que he visto, dos de mucho éxito, ‘Argo', de Ben Affleck, y ‘La noche más oscura', de Kathryn Bigelow, y otra que pasó por nuestras pantallas con pena y sin gloria, ‘Invasor', de Daniel Calparsoro.

      La de Bigelow, titulada en inglés ‘Zero Dark Thirty', la jerga críptica militar para la operación de captura de Osama Bin Laden, podría haber sido llamada en España ‘Las lágrimas de Maya', título más preciso y menos místico que el que le han puesto sus distribuidores. Maya es la agente de la CIA que protagoniza de cabo a rabo y proporciona el punto de vista a la historia contada; el personaje está basado en una persona real, y la actriz Jessica Chastain le da entidad, cuando mira, cuando se empeña, cuando se indigna, y sobre todo, en una escena crucial, cuando llora al ver el estado en que queda el prisionero pakistaní Ammar, torturado por un compañero de la agencia de espionaje. Me significo, antes de seguir el comentario. Al contrario que ciertos allegados míos, y coincidiendo en ello con algunos articulistas norteamericanos de izquierda y con la propia CIA (que se ha sentido muy incómoda con los resultados del film, desautorizándolo, en un insólito comunicado, su propio director en funciones), soy de la opinión de que ‘Zero Dark Thirty' es un relato equilibrado y nada sectario, que no elude la presentación descarnada de las prácticas ilegales de tortura por las que, en gran medida, se obtuvo la información del paradero del líder de Al Qaeda, y se muestra, tanto en la pintura de los altos dignatarios norteamericanos como de los episódicos personajes musulmanes, verosímil y nada maniquea, sin enmascarar tampoco que el resultado de la operación fue una ejecución sumaria del criminal, no exactamente indefenso pero fácil de capturar, si se hubiera querido, con vida.

     Bigelow, que ha crecido mucho como cineasta desde sus primeras películas, de un brillo que yo encontraba insustancial, pese a las admoniciones de Guillermo Cabrera Infante, amigo y admirador de la directora, ya dio la medida de su talento en la anterior, e igualmente polémica, ‘En tierra hostil' (‘The Hurt Locker'). Creo, sin embargo, que la hora final de ‘La noche más oscura', centrada en el desarrollo de la operación en la ciudad de Abbottabad, responde a un mecanismo narrativo de extraordinaria perfección formal, que produce una trepidación emocional pocas veces sentida por mí como espectador del cine de acción; la sentí también viendo ‘Invasor', cinta antibelicista de gran empuje y agudo filo crítico (en este caso de los ‘servicios paralelos' y ‘poderes fácticos' españoles), que, de modo tan inexplicable como sospechoso -al menos para mí, que soy desconfiado en las cosas del juicio estético ajeno-  fue recibida de uñas por la crítica nacional y desatendida por el público.

     ‘Invasor', como ‘Argo', hurgan en episodios ya pasados, pues la primera, que adapta bien la novela de Fernando Marías de igual título, publicada por vez primera en 2004, trata de un caso de asesinato de civiles nativos durante la guerra de Irak, y la segunda vuelve, más de treinta años después, al episodio de la ocupación de la embajada USA en Teherán, ocurrida a finales de 1979, tras la caída y huída del Shah de Persia y la instauración del régimen jomeinista. Como se recordará, los revolucionarios iraníes tomaron 54 rehenes, habiendo logrado escaparse de la sede diplomática atacada violentamente seis norteamericanos, a los que dio refugio en su propio domicilio el embajador canadiense de la época, Ken Taylor; ‘Argo' cuenta la operación secreta de rescate de los seis escapados por parte de un agente de la CIA, Tony Méndez (también real aunque menos apuesto que Ben Affleck), que desafió en última instancia las órdenes del Pentágono y sólo en 1997, cuando el presidente Clinton desclasificó el caso, pudo salir a la luz, ser condecorado por el valor y buen resultado de la misión y publicar sus memorias, base parcial del guión.

      Rodada principalmente en Turquía, que hace las veces de Irán, y, al igual que ‘Zero Dark Thirty', sin la aprobación de la CIA (así se aclara en los títulos de crédito), ‘Argo' es no sólo una película trivial y gruesa de trazo sino un tendencioso panfleto encubierto de objetividad, al contrario pues que la de Bigelow. Su prólogo trata de señalar los precedentes históricos del país, sin eludir que el Shah fue una marioneta de los gobiernos estadounidenses, pero lo que sigue es una dramatización efectista, bastante mal interpretada, no sólo por Affleck, al que no descubriremos aquí como actor mediocre, y dirigida por él mismo rutinariamente. Aunque no todos los ‘buenos' se hacen de querer (los seis refugiados resultan antipáticos, me temo que de modo involuntario), los ‘malos' son todos de una pieza, y el final de una asombrosa cursilería patriotera: el agente Méndez, divorciado de su mujer, vuelve a casa y ella, al ver al héroe, se reconcilia al instante, mientras se besan sobre el fondo de la bandera americana que ondea en el jardín. Unos días antes de escribir este artículo vi ‘Lincoln', hermosa colección de estampas sentimentales a mayor gloria de América, pero con una escena ‘gore' casi insoportable, en la que Bobbie, el hijo mayor del presidente, ve pasar a dos enfermeros negros que arrastran una carretilla chorreando sangre hasta un vertedero donde arrojan su carga, los brazos y piernas amputados en el campo de batalla. El jingoísmo de Spielberg está al noble servicio de la igualdad. ¿Tendrá cabida en Hollywood el género maximalista de corte ‘obamiano'?

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25 de febrero de 2013
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