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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los funerales del Papá Grande

La agonía del caudillo mantiene en vilo a los fieles que todavía lo acompañan. Desde que abandonó el poder, o desde que fue obligado a abandonarlo, su heroico camino se ha precipitado en una ruina silenciosa y, si bien mantiene las esperanzas de sobrevivir, anticipa una muerte irremediable. Una muerte que significa acaso el fin de sus ideales. El fin de la revolución que encarnó como ninguno de sus contemporáneos. Triste y solo, Bolívar -o al menos el Bolívar de la más desesperanzada novela de García Márquez, El general en su laberinto- continúa su viaje por el río Magdalena hasta llegar a la hacienda de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, donde acabarán sus días.

            Comparada con la de su ídolo, la agonía de Hugo Chávez tal vez fuese igual de lenta y dolorosa pero sin duda resultó menos solitaria. Aunque el régimen se empeñó en ocultar los detalles de su enfermedad -y en un gesto propio de la Guerra Fría su sucesor llegó a decir que le fue inoculada por agentes del Imperio-, el mundo entero, y en especial sus millones de seguidores, siguieron paso a paso su lucha y su postrera derrota contra el cáncer. Extraña manera de llevar hasta el final su identificación con el Libertador: replicar el patetismo de sus últimas jornadas.

            Cuando los ecos de sus funerales se hayan apagado -y su cuerpo sea exhibido como un Lenin tropical- llegará la hora de juzgar su herencia. Por más que suene a cliché, su vacío no podrá ser llenado fácilmente: ni Evo Morales ni Rafael Correa, sus inseparables compañeros, ni el enfático y aún imberbe Nicolás Maduro, poseen la personalidad indómita, el carismático descaro, la fe inquebrantable o la jocosa verborrea de Chávez para asumir el liderazgo planetario que el antiguo militar logró adjudicarse. Tras el desprestigio que sufrió tras la caída del Muro y el desmembramiento de la Unión Soviética, la causa revolucionaria encontró en Chávez al único adalid capaz de insuflarle, desde el centro mismo del poder, una nueva máscara. Si no otra cosa, el venezolano supo resucitar un entusiasmo hacia la política o, mejor, hacia la posibilidad de realizar cambios drásticos en la sociedad, algo que se creía perdido en las plácidas -y muy inequitativas- democracias liberales instauradas en la región a partir de los noventa.

Cuando se inició su ascenso tras su fallido golpe de estado, muchos se apresuraron a asociar a Chávez con un pasado caudillista que ya jamás podría repetirse. Primer error de una cadena interminable: autodidacta y desprovisto de raíces en el marxismo, él no pertenecía a la misma estirpe de Fidel, por más que luego lo ungiese como su padre simbólico, ni tampoco a la de los gorilas que infestaron la zona en otras épocas. Se trataba más bien de un nuevo tipo de líder que sólo ante la falta de otro vocabulario podría llamarse "de izquierda": un político cuya ideología socialista era un coctel en el que cabía tanto una legítima preocupación por los desfavorecidos como la decisión de acotar, cuando no de destruir, el libre mercado y las reglas democráticas. Su ideario fue siempre visceral: la oposición frontal a Estados Unidos y el imposible anhelo de unificar a América Latina bajo su mando.

            Provisto con enormes dosis de pragmatismo y una personalidad volcánica decidida a simbolizar esta resucitada vía revolucionaria, Chávez no sólo desmanteló la democracia venezolana desde dentro, sustituyéndola con otra a su medida, sino que, gracias a los ingentes recursos petroleros del país, se convirtió en portavoz de una variopinta camada de izquierda que no compartía otra cosa que esa misma desconfianza primordial hacia el modelo estadounidense. Su retórica estentórea logró concitarle un apoyo popular que nunca se detuvo -más allá de las distorsiones del sistema electoral, siempre conservó una amplia mayoría- y la admiración de los alicaídos progresistas europeos y grupos de activistas.

            Dicharachero y manipulador, Chávez supo tocar las fibras sensibles de un mundo desencantado por el liberalismo salvaje de los noventa y golpeado por la crisis, a la vez que en los hechos era incapaz de tomar una sola medida a la altura de sus promesas. Quizás aquí yace su herencia más paradójica: más allá de su vena autoritaria -que nunca dejó de ejercer- y su discurso maniqueo, nadie niega su énfasis en defender a los pobres: esos pobres a los que él representaba y hacia los cuales siempre dirigió su acción y su discurso, esos pobres que durante su mandato se volvieron menos pobres pero que difícilmente podrán avanzar en la ruinosa economía que les legó su adalid. Tras su solitaria muerte en Santa Marta, Bolívar fue ensalzado como un héroe al tiempo que su proyecto político -la unidad latinoamericana- se dirigía hacia el fracaso. Todo indica que a Chávez le ocurrirá algo parecido: su imagen provocadora tal vez no sea olvidada, pero su mayor apuesta -su lucha por los pobres- parece dirigirse hacia el mismo fracaso de su ídolo.

 

twitter: @jvolpi

 



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11 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: Clemente Palma, el malévolo

A partir de ayer, me hice cargo de la sección "Segundas oportunidades: del blog Papeles Perdidos de El País. La idea es hablar de escritores olvidados o no tan conocidos, libros que pasaron desapercibidos, etc. Comienzo con el peruano Clemente Palma.
 
A Clemente Palma (1872-1946) le tocó ser hijo de Ricardo Palma, lo más cercano que tiene la literatura peruana del siglo XIX a un autor fundacional. También tuvo la mala suerte de no gustarle un poema temprano de Vallejo (llamó a sus versos "burradas más o menos infectas"). Así, Palma hijo se convirtió en una anécdota en la historia de la literatura latinoamericana. Sus Cuentos malévolos (1904), sin embargo, merecen ser más conocidos; son necesarios para entender el desarrollo del cuento moderno en el continente.

En los modernistas, la corriente decadentista era parte de un amplio espectro de opciones formales y temáticas; en Clemente Palma, el decadentismo aparece de una forma tan explícita, tan sin matices -quizás hay más humor negro que entre los europeos--, que uno podría pensar que lo que quería el hijo era simplemente estar lo más lejos posible del padre prócer de la patria. Puede que algo de eso haya, pero importa más que los Cuentos malévolos, con su ataque a las convenciones de la moral burguesa (el amor romántico, el tabú del incesto, el rechazo a la droga), su fascinación por lo macabro y su gran manejo del ritmo narrativo, están muy vivos hoy.

"Estoy contentísimo: mi buena Luty se muere", escribe el misógino autor del diario encontrado en "Idealismos", que presenta cínicamente sus acciones para librarse de su mujer como gestos paradójicamente necesarios para que así ella escape de su amor por él ("ese anodadamiento del alma de Luty"). Se trata de un cuento efectivo, con tensión desde la primera frase. "Los ojos de Lina", "La granja blanca" y "La leyenda del haschish" son otros cuentos recomendables. Su Narrativa Completa fue publicada en el Perú en 2006, en una edición de dos volúmenes a cargo de Ricardo Sumalavia. Los interesados también encontrarán allí XYZ (1934), una tan interesante como fallida novela de ciencia ficción.

(El País, 8 de marzo 2013)



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9 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Chávez, en su mausoleo

Es una de las grandes paradojas de la izquierda autoritaria. Combate la religión y la teocracia, pero termina convirtiéndose en culto religioso y en teocracia. Los antecedentes citados por Nicolás Maduro lo avalan: Lenin, Mao, Ho Chi Minh? Se olvidó de Kim Il Sung. La sorpresa es que sea una izquierda que se dice del siglo XXI la que opte por esa religión del pueblo, en la que el líder carismático es ofrecido a las oraciones de los fieles en carne embalsamada para toda la eternidad.

Lo más interesante del viaje que ahora empieza es que el cadáver de Chávez en ascenso se puede cruzar con el de Mao en descenso en su cotización religiosa ante las masas populares. Muchos son los observadores que pronostican para esta década la retirada del mausoleo del Gran Timonel, que ahora ocupa el centro de la plaza de Tiananmen en el corazón de Pekín. El buen presagio surge de la llegada del nuevo líder Xi Jinping al poder en los mismos días en que Chávez se despide. El día en que China mande a Mao al infierno habrá llegado al fin la libertad para los chinos. Tal es la fuerza del talismán expuesto en el ombligo de la República Popular.

Lo mismo sucederá con el cadáver de Chávez, elevado al altar del culto revolucionario patrio después de su martirio crístico en La Habana, por causa del virus imperialista, en una operación que tiene tanto fondo estratégico e ideológico como cálculo oportunista y tacticista. El culto a Chávez es la forma política que adopta la perpetuación del chavismo a través de Nicolás Maduro, sucesor designado por el propio Chávez por encima y al margen de la Constitución. La Operación Mausoleo, de inconfundible matriz bolchevique, viene aconsejada por un sabio conocimiento de la historia del socialismo real que solo en Cuba se mantiene con vigor. Lenin fue embalsamado, su cerebro extraordinario troceado en láminas para su estudio por la ciencia y el culto organizado en la Plaza Roja de Moscú, en una maniobra de Iósif Stalin para consolidar su poder personal por encima de la entera vieja guardia revolucionaria, León Trotski incluido.

Populismo es una palabra corta y simple. No sirve. La gestión de la enfermedad de Chávez, las elecciones del 7 de octubre ganadas ampliamente en una tregua del cáncer, la rápida recaída que impidió la toma de posesión, el nombramiento de Maduro como sucesor, señalan al difunto embalsamado como una pieza fundamental del formidable golpe chavista. Del cadáver santo emana el nuevo poder bolivariano que se perpetúa, y no precisamente de la Constitución promovida por el mismo Chávez, de cuyas cláusulas sucesorias podía deducirse cualquier cosa menos el dedazo con el que Maduro ha obtenido el poder supremo y todas las herramientas para ganar las elecciones y perpetuarse en el poder quién sabe si a imitación del padrecito de los pueblos.



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9 de marzo de 2013
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IV. Felices a la fuerza

Al fundamentalismo le interesan los colores, asunto curioso. Escoge unos, y veta otros. La felicidad podría ser verde, o azul, pero no roja. Si las flores están prohibidas para San Valentín, más lo están las rojas, que son emblemáticas ese día. La Policía de la Felicidad considera el rojo un color lascivo que provoca el deseo sexual en las mujeres. El ojo del estado está muy abierto para cuidar la virtud.
El dueño de una tienda de regalos en Rabat, Samer al Hakim declara pesaroso: "Me han dado un folleto sobre una fatua que prohíbe la fiesta del amor. Han sido amables en sus consejos, pero me han advertido contra la venta de cualquier producto rojo, aunque sea un muñeco". De todos modos, flores y regalos se venden de manera clandestina; puede más la ambición por la ganancia que el miedo a los azotes.
No pocas veces la literatura adivina las intenciones de quienes quieren imponer la felicidad en la vida real. En Un mundo feliz, Aldous Huxley empieza explicándonos cómo los cerebros de los niños que crecen en un laboratorio dentro de unas botellas reciben mientras duermen determinadas verdades morales que el estado decide. Es la docencia del sueño, la hipnopedia. Desde entonces aprenden que la sociedad es más importante que el individuo. Que no hay felicidad hacia adentro, sino hacia afuera.
Y en la novela 1984 de George Orwell, la Policía del Pensamiento, que es una Policía de la Felicidad, enseña a pensar de la misma manera porque el que piensa diferente es infeliz. Seamos felices entonces, a la fuerza.

 

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8 de marzo de 2013
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El Boomeran(g)
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