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Eder. Óleo de Irene Gracia

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La potencia del átomo

Stéphane Hessel ha muerto apenas cinco años después de que, a sus 90 años, se hiciera famoso en el mundo entero. Su proeza fue un libro de 32 páginas que llama a la rebelión contra los poderes políticos y económicos establecidos. Impulsa a resistirse contra la injusticia, la superexplotación, el neoliberalismo salvaje, la falsa democracia y la corrupción rampante. Clama en fin contra todo el mundo institucional que odiamos los ciudadanos comunes de Oriente u Occidente, donde se revela la gran estafa de un sistema que aún aspira a "refundarse"

El éxito de este panfleto hesseliano del que se han vendido casi 5 millones de ejemplares en unos 100 países del mundo expresa la cristalización de un malestar de prácticamente toda la Humanidad de clases medias y obreros frente a unas estructuras cada vez más crueles y expoliadoras.

Le bastó a Stéphane Hessel un puñado de folios para aumentar la intensidad emocional de los potenciales rebeldes y para sumar a su descontento la conciencia de otros millones de personas que no había escuchado todavía el fuerte grito de un ¡basta ya!, procedente de un viejo sabio cuya autoridad se había forjado no sólo bajo las torturas de la Gestapo y la reclusión en dos campos de concentración nazi sino en su participación en la elaboración de la Declaración de los Derechos Humanos en 1948, poco después de la Segunda Guerra Mundial.

Ni El Manifiesto Comunista de 1848 podía aspirar por las circunstancias históricas y el incipiente desarrollo de los medios de comunicación a un impacto tan grande, a pesar de su majestuosa importancia. El Manifiesto se parece al panfleto de Hessel, ¡Indignaos!, en su potencia y en su breve extensión, un texto o átomo, un tomito de 23 páginas que explota como una bomba. La gran diferencia es, sin duda, que tanto Marx como Engels, sus autores, no habían cumplido aún 30 años, 60 menos que Hessel y que, no por casualidad, mientras las palabras de este se proponen la destrucción de lo existente sin una clara alternativa futura, El Manifiesto, más romántico, expone un programa para el porvenir tras haber aniquilado la maldición capitalista.



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1 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La revolución del papa conservador

Quizás era inevitable que a un papa tan carismático como Juan Pablo II le sucediera uno poco versado en el arte de seducir a la gente; lo que sorprendió a todos fue que el nuevo papa, Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), más que exento de carisma, era simplemente alguien para quien los baños de multitudes y los largos viajes transcontinentales para predicar la palabra de Dios resultaron ser una forma nada disimulada de la tortura. Los problemas de salud terminaron por minar a un papa anciano, que solo quería quedarse en casa, y lo llevaron a tomar una decisión revolucionaria que repercutirá en la forma de entender el puesto de líder de la iglesia católica.

Benedicto XVI ya era un hombre poderoso durante el papado de Juan Pablo II; estaba a cargo de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, la organización destinada a promover la ortodoxia católica. Elegirlo era apostar por el continuismo, dar un voto de apoyo al proyecto puesto en marcha por Juan Pablo II (frenar los impulsos del ala más liberal de la Iglesia). Sin embargo, ser papa consiste en mucho más que defender un proyecto ideológico. Porque Benedicto XVI es un teólogo más a gusto entre libros y encíclicas, y el puesto para el que se lo eligió no necesita tanto de un intelectual como de un hombre capaz de transmitir visceralmente la fe. Durante ocho años asistimos al espectáculo escasamente conmovedor de un papa que no terminaba de entender ese mundo complejo y turbulento, lleno de desafíos que cuestionaban la relevancia de la iglesia católica.

A Benedicto XVI le tocó un período particularmente espinoso, y no salió airoso del todo. Ante el escándalo de los abusos sexuales dentro de la iglesia Católica, respondió de manera tardía; si bien trabajó para imponer nuevas reglas y prevenir abusos en el futuro, lo cierto es que no tomó medidas duras contra los sacerdotes acusados --salvo excepciones muy obvias como Marcial Maciel Degollado, director de la congregación Legión de Cristo en México- y tampoco castigó a los miembros de la iglesia que ayudaron a tapar el escándalo. Se mostró más duro con los que cuestionaban la ortodoxia católica, los teólogos y obispos que se atrevieron a sugerir que era hora de un lugar menos subordinado para la mujer dentro de la Iglesia.

  El proyecto central de Benedicto XVI puede entenderse como un metódico intento de seguir restringiendo los logros liberalizadores del reformista Concilio Vaticano II. La postura conservadora ante el rol de las mujeres en la iglesia se replicó en otros sectores: el papa insistió en la necesidad de volver a celebrar la misa en latín, y, en un tiempo multicultural, ofendió a los musulmanes con comentarios tontos sobre Mahoma. Todos esos gestos, por supuesto, tuvieron adherentes: el papa le estuvo hablando siempre a los más ortodoxos. El problema es que una iglesia no solo debe sobrevivir sino también necesita revitalizarse con nuevos fieles, creyentes jóvenes y creyentes descubiertos en lugares no tradicionales, a los que el papa no fue a buscar.

Irónicamente, al final de su período, Benedicto XVI fue capaz de un gesto tan radicalmente subversivo como la renuncia a su puesto. No se trata sólo de una muestra de humildad, sino de algo revolucionario: al morir los papas en el puesto, mostraban simbólicamente que eran los representantes de Dios en la tierra. Podía haber ex-presidentes, pero no ex-papas. Ahora, sin embargo, tendremos un papa emérito, y eso hará que la institución del papado pierda algo de su magia cuidadosamente preservada a lo largo de los siglos. Después de un mandato deslucido, Benedicto XVI pasará a la historia por su último gesto como papa. 

(El Deber, 28 de febrero 2013)    



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28 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nuestro querido yo

No somos nada sin los demás. Somos buenos o malos, odiados o queridos, simpáticos o antipáticos gracias a los juicios emitidos por los otros. Porque los otros, a fin de cuentas, en el balance definitivo, no son otra cosa que productores de la identidad de mi yo.

¿Cómo no sentir, pues, interés por lo que opinan, hacen, prefieren y desprecian los prójimos? El querer saber sobre los demás no es una forma de cotilleo, sino realmente una exploración básica y alimenticia sobre el ello freudiano en donde nos cotejamos y perfilamos como definidos personajes del ego. Este ego que resulta ser, en consecuencia, una producción de los egos interrelacionados de los demás puesto que no somos sino en comandita. No nos hallamos, pues, como tales sino en consecuencia social.

Durante unos 400 años o más la intimidad fue una completa quimera. Los habitantes de un domicilio dormían arracimados, padres e hijos, parientes y caminantes del lugar. La modernidad, que inauguró el sentido del ciudadano, individuo (indivisible), fue estableciendo una frontera entre el interior privado, reino del yo, y el espacio público, reino de todas las cosas. La cosa pública pertenecía, en efecto, al teórico reino de la claridad mientras la intimidad se correspondía con las impenetrables sombras del hogar, desde el comedor a la alcoba.

Antes de este tiempo, los reyes y reinas se apareaban por primera vez ante una concurrencia de nobles, eclesiásticos o no, y morían, hasta los principios del siglo XX, en presencia de un coro de allegados y una algarabía de plañideras.

El sexo, tan taimado, se hizo público solo en el último tercio del siglo XX pero, a cambio, la muerte fue pasando a la clandestinidad de las herméticas residencias de ancianos, las celadas camas de los hospitales y los encastillados tanatorios del extrarradio. El deseo de saber sobre la vida de los otros fue circunscribiéndose, en el mejor de los casos, a los parientes y allegados. Pero ni eso. La intimidad alcanzó el valor de un tesoro máximo que no se podía revelar.

De ahí que, como marca la ley de la oferta y la demanda, creciera su valor mercantil y vivencial. Viviendo como vivimos en enjambre, el secreto ha pasado a convertirse en el mayor caudal doméstico. Pero no saber de los otros y sus historias personales es igual a perder el sustento fundamental del propio yo. No se trata, pues, de perversión el interés por el secreto o los secretos existenciales de los demás sino la manifestación de un hambre biológica por llegar a ser yo. Una necesidad tan primaria, en suma, como la de existir identitariamente entre el embrollo de lo que somos y lo que no somos en contraste con los percances y el carácter de nuestro querido yo.



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28 de febrero de 2013
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Basta un animal humano

Reitero lo esencial de la tesis aquí mantenida en relación a una de las vertientes de este blog: si el orden social indujera desde la infancia a desplegar las potencialidades que nos singularizan como seres humanos, cada uno de nosotros tendería tanto a ir más allá de la lucha por la subsistencia e incluso la dignidad ornamental de su entorno, intentando ser una proyección singular de la humanidad. El hombre es el animal más social que existe, el animal intrínsecamente marcado por esa ordenación que los griegos designaban bajo el término nómos, ley, término que delimita de entrada los lazos entre hombres y que (como hemos visto en la columna titulada "Ley social y necesidad natural") sólo más adelante acabara designando asimismo correlaciones entre fenómenos físicos. Por ello cualquiera que sea la circunstancia en la que el hombre se encuentra, imperativo para él es sentir que de alguna manera su presencia garantiza ya los cimientos del orden lingüístico, simbólico y de ordenación social en general. La tesis sin embargo presta el flanco a una objeción a la que intentaré dar respuesta.
Lo contingente e irremediablemente trágico del destino humano puede hacer que una persona llegue a carecer tanto de proyección directa en el relevo de las generaciones como de lazos afectivos, más allá de los signos de respeto y consideración de los que todo ciudadano sería merecedor en una sociedad humana digna de tal nombre. Y si la ley marca los vínculos entre hombres ¿qué ley puede imperar cuando un hombre está sólo? Tremendo asunto que enlaza directamente con la idea que estoy barruntando de que ese nudo de relaciones entre seres de palabra que hace la humanidad no exige empírica pluralidad de sujetos, que la humanidad se proyecta por entero en cada uno de los sujetos que lo encarnan:
Aun careciendo de compañía, aun careciendo de alguien a quien dirigir la palabra, y de todo horizonte que permita de manera directa reconocerse en el ciclo de las generaciones, aun careciendo de objetivo para el cual sea necesario contar con los demás, el hombre lucha. Y en la hipótesis de que su subsistencia está ya garantizada, esta lucha va obviamente más allá de la misma: lucha precisamente por mantenerse como el singular animal cuyo objetivo esencial no es la subsistencia.
Aún en la soledad el hombre halla manera de que su día y vida incluya momentos de una tarea fértil para la preservación de su humanidad: tarea en la que continuamente ha de actualizar tanto sus recursos memorísticos como su ingenio, por ejemplo para el aprendizaje de nuevas técnicas, quizás triviales para los demás, mas no para quien tiene la dicha de descubrirlas por vez primera.
Aún en la soledad el hombre activa sus potencias cognoscitivas que puede llegar hasta la disposición de espíritu que caracteriza el ejercicio de las matemáticas, cuya virtud como hemos visto en el prodigioso texto de Aristóteles al respecto, va más allá de toda finalidad práctica.
Aun en soledad, el hombre se inscribe en el tiempo de manera no pasiva, conserva la memoria de fechas simbólicas y así, con independencia de si ello toma la forma de representación de un Hacedor, el hombre vive su destino como algo marcado por el entorno empírico, pero irreductible al mismo.
Aun en la soledad, el hombre tiende, en suma, a garantizar en su propio ser lo esencial de aquello que forja la humanidad manteniendo el lugar físico en que habita no meramente como una guarida, un lugar que protege de amenazas e intemperies, sino como una casa, un lugar dónde hay fuego y amplitud, es decir un lugar apto para recibir a otros hombres y compartir con ellos el alimento y la palabra.
Pues el hombre no está en soledad como podría estarlo un animal, eventualmente mejor dotado por la naturaleza si emergiera un problema de subsistencia. En la persona sola hay un ser de pensamiento y de palabra. Y su perdurar no tiene cabal sentido más que si en él sigue estando presente todo el acervo que caracteriza a la especie, y es en razón de ello que, permanentemente, esta persona habla.
¿Con quién habla pues si nadie puede escucharle? Hace ya tiempo sugería en este mismo foro que la persona que pese a la soledad se encuentra en condiciones de reivindicar su humanidad habla con aquel mismo a quien se dirige Einstein cuando, entre sus convencionales tareas en una oficina de patentes de Berna, aventura en su cabeza hipótesis para las que no había quizás entonces interlocutor competente (de lo cual es indicio el hecho de que tendrían consecuencias para nuestra representación del mundo inasumibles por el propio Einstein). Habla la persona sola con el sujeto humano, sujeto del conocimiento o sujeto forjador de símbolos, sujeto asimismo de ese imperativo por el cual, cualquiera que sea la circunstancia, mientras se dé un hombre, la ley que forja a los hombres está plenamente vigente y que, en el reino de las leyes, de ninguna manera todo está permitido. Habla en todo caso con un interlocutor que es reductible a la situación de soledad en que se encuentra, habla en suma con la matriz, presente en sí mismo del hombre.

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28 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Populismos

No todos los populismos son iguales. Ni siquiera todos los populismos son igual de nocivos. Más aún: hay sistemas políticos, perfectamente democráticos, incluso entre los más democráticos del mundo, en los que no se puede concebir una campaña electoral o simplemente la acción política sin alguna dosis de populismo. Hay un populismo totalitario y xenófobo, pero también hay un populismo democrático y cosmopolita. Hasta tal punto es así que democracia y populismo suelen ir de la mano. El populismo busca vencer en las urnas y tiene pocos instrumentos mejores que las urnas para expresarse.

Al final, es siempre una reacción contra las élites. En ocasiones por motivos espurios o ante unas élites literalmente inventadas. Fue el caso del nazismo con la conspiración judía universal. Pero en otras por motivos bien tangibles y racionales, ante unas élites encastilladas en sus privilegios, que se niegan a negociar concesión alguna. Este es el populismo de Beppe Grillo y de sus estridentes expresiones contra la casta política italiana.

Cuando se dice que dos populismos, uno de derechas y otro de izquierdas, han conducido a la ingobernabilidad de Italia, nos acogemos a un mensaje simplificador, en blanco y negro, que lo amalgama todo. Es lo mismo que sucede con el euroescepticismo. Hay un euroescepticismo de derechas, como es el británico, que quiere menos Europa, cuanta menos mejor, como hay un euroescepticismo de izquierdas, más hastiado que escéptico, que rechaza la política de austeridad a toda costa, sobre todo cuando en nada ayuda a que repunte el crecimiento y la creación de puestos de trabajo, pero que estaría encantado con más Europa, si Europa significara políticas sociales y crecimiento.

Este rechazo a la política europea realmente existente no es en realidad un rechazo a Europa, sino a la Europa de Angela Merkel y a la sumisión de la Comisión a la Europa de Angela Merkel. Y conjuga muy bien con una casi obligada dosis de populismo: en Italia, como en España, se aprueban las medidas de rigor en un plisplas, incluso cuando hay que realizar reformas legales en profundidad, hasta tocar la Constitución, pero no hay manera de mover el statu quo o de sacar ni un solo privilegio a la casta política.

Rechazo de la Europa del rigor y de la recesión y rechazo de unas élites políticas que se perpetúan en el poder y sacan provecho personal de la representación de los ciudadanos, con las dosis estratosféricas de corrupción incluidas. Esto es el Movimiento 5 Estrellas (M5E) que acaba de triunfar en Italia, un fenómeno muy italiano pero que sintoniza perfectamente con lo que está sucediendo en el conjunto de Europa.

Es evidente que algo así no gusta a los mercados. Tampoco a la Comisión Europea, que acogió con glacial sequedad los resultados. Tampoco hay entusiasmo alguno en los grandes medios de comunicación, que recibieron con graves y solemnes palabras las noticias electorales. ¿Ingobernable Italia? Vamos a verlo ahora. Con esos bueyes hay que arar y los italianos suelen ser muy buenos arando en los pedregales políticos.

La responsabilidad, en todo caso, no es de los votantes, ni menos de los electores del M5E, sino de quienes han tenido las palancas del poder hasta ahora, Mario Monti incluido, y no han sido capaces de hacer buen uso de ellas, hasta perderlas en el último envite electoral. Gritar ahora populismo, populismo y demagogia, demagogia, sirve para poco, o incluso sirve para aumentar el divorcio entre esas élites en retroceso, casi derrotadas, y el movimiento en ascenso. Hay que tomar nota de la temible modernidad del fenómeno. Sobre todo quienes quieran aprender la lección para no verse arrollados por fenómenos similares en otros países, España sin ir más lejos. El M5E responde a un cambio generacional. El 40% de los jóvenes les han votado. Sus diputados y senadores son los más jóvenes de las dos Cámaras. Han colocado a más mujeres que nunca en el Parlamento. Pertenecen a unas cohortes de edad que no se sienten representadas por la vieja política.

Como corresponde al cambio generacional, hay también un cambio tecnológico y social de por medio. Estos jóvenes votantes y sus representantes utilizan las redes sociales, que se han convertido en instrumentos de difusión del poder y por tanto en medios democratizadores. La sociedad política se hace más horizontal, menos jerárquica, organizada de forma descentralizada y en red. Está en ruinas la mediación política tal como la hemos conocido, a través de grandes estructuras partidarias e ideológicas que secuestran fácilmente la voluntad de los ciudadanos. El M5E es parte del cambio geopolítico que está transformando el mundo y lo grave de la vieja cultura política es la sorpresa con que ha recibido su aparición de la noche a la mañana como árbitro parlamentario y por tanto como vencedor en las urnas. No es antipolítica, es una nueva forma de hacer política.



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28 de febrero de 2013
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