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Desde que Maj Söwall y Per Wahlöö publicaron hace lo menos cincuenta años sus famosas "diez novelas de detectives", los Países Escandinavos no han dejado de asombrar a los aficionados al género negro con una serie ininterrumpida de escritores que en algunos casos, léase Stig Larsson o Henning Mankell, se han convertido en fenómenos mediáticos de alcance universal, pues quienes no han leído directamente sus libros se habrán visto de todas formas asaltados en sus domicilios por las películas y series de televisión realizadas a partir de sus relatos más conocidos. Otros, y hablo de gente como Anne Holt (Noruega), Khell Ola Dahl (Noruega), Liza Marklund (Suecia), Karin Fossum (Noruega), Åsa Larsson (Suecia) o Arnaldur Indridason (Islandia), cuentan con seguidores en todo el mundo y especialmente en Alemania, que parece degustar con particular delectación las brutalidades que con tanta precisión cuentan esos novelistas.
Y esa tal vez sea la característica más llamativa, y uno de los principales argumentos de venta, de la novela negra escandinava: la brutalidad, el sadismo y la delectación de la que hacen gala los asesinos nórdicos al cometer unas salvajadas meticulosamente descritas por sus narradores. Las novelas del tándem Söwall-Wahlöö fueron el primer ataque frontal contra esa falsa pero generalizada convicción de que los escandinavos eran unos privilegiados que tenían la suerte de convivir todo el año con aquellas diosas rubias y con ojos de color cielo que durante los veranos bajaban a tomar el sol del Mediterráneo. Y encima estaban todas aquellas asombrosas prestaciones que ofrecían a sus súbditos unos estados que más parecían madres ubérrimas y entregadas. O sea, una especie de paraíso sin más áspid que un clima endiablado. Pero qué va, y, ante la sorpresa de todos, los escritores de novela negra no han dejado de poner de manifiesto que debajo de esa capa de civilización y racionalidad corren negros ríos de pasiones y odios y crueldades y venganzas capaces de hacer parecer unos aficionados a los mismísimos mafiosos sicilianos.
Jo Nesbo es de los que no creen en absoluto que la vida en Noruega, el país con el superávit más alto del mundo y con la tasa de desempleo más baja, sea precisamente un paraíso. Y su alter ego, el ya famoso comisario Harry Hole, menos aún. Aquejado de graves problemas con el alcohol, solitario, víctima de viejos traumas y obsesiones, obstinado y díscolo, en cada novela se pone él mismo varias veces al borde del despido por su indisciplina y su compromiso irrenunciable con el conocimiento de la verdad. Caiga quien caiga y sean cuales sean las consecuencias de sus pesquisas, el criminal debe ser desenmascarado.
En El muñeco de nieve Nesbo se ha creado un entorno narrativo tan complejo que le exige dar lo mejor de sí mismo. Llega a manejar una cincuentena de personajes contando víctimas, verdugos, testigos y sospechosos (casi todos ellos lo son, en un momento u otro), además de los periodistas y policías, entre los cuales una enigmática y muy atractiva recién incorporada al equipo de investigadores y con la que el comisario establece una complicada pero creativa relación porque cree ver en ella una réplica de sí mismo sin que esa impresión le ciegue hasta el extremo de no ver en ella una conducta sospechosa... Es lo que tienen las relaciones entre policías.
Quede claro que Jo Nesbo maneja los personajes y las situaciones con una envidiable eficacia de manera que mientras pasa páginas el lector no para de plantearse conjeturas que acaban resultando ser falsas porque detrás de cada certeza hay siempre un giro brusco e inesperado que abre nuevas e insospechadas perspectivas.
El problema, y creo que esta servidumbre podría hacerse extensiva a muchos de los escritores de novela negra, es que en su afán de entretener, despistar y desconcertar al lector, Jo Nesbo va abriendo historias cada vez más fascinantes y espeluznantes, y que los asesinatos se suceden a ritmo creciente. Pero todo lector experimentado sabe que resulta mucho más fácil abrir que cerrar las historias, y no digamos nada cuando llega la hora de formar un todo coherente, verosímil y, lo que faltaba, con final feliz. Hacer que todas las piezas encajen. Que algo de lo dicho o contado en las primeras páginas no contradiga la historia general. Que el lector no adivine antes de tiempo la clave central y todo ello expuesto, además, con arte y amenidad. Todo un reto. Pero vaya, aunque al final El muñeco de nieve se líe y se alargue un poco innecesariamente, el camino para llegar hasta ahí es muy emocionante y repleto de pistas falsas y soluciones imposibles. Quienes le conocen bien aseguran que es la mejor novela de Jo Nesbo.
El muñeco de nieve
Jo Nesbo
Traducción de Carmen Montes y Ada Bernsten
RBA

El asunto de la personalidad siempre ha sido sumamente atractivo. No hay más que ver el ascendente que aún mantiene la astrología en las relaciones sociales, como si preguntar por el horóscopo en un primer encuentro fuera una manera popular de desvelar algunos rasgos del carácter -que curiosamente sus portadores, sean aries o virgo, suelen aceptar con agrado-. Melancólicos, coléricos, sanguíneos o flemáticos, en la clasificación de los cuatro temperamentos humanos que elaboró Hipócrates conocer al otro pasa por poder catalogar la pasta de la que está hecho. Aun sabiendo que una prolija colección de máscaras acompaña la presentación del individuo en sociedad, e incluso ante uno mismo. Los psicópatas, asegura Kevin Dutton, autor de La sabiduría de los psicópatas, abundan en las altas esferas y, de hecho, algunas de sus características son indispensables para ostentar el poder actuando bajo presión. Como el arte de pisotear a quien les tose sin que les tiemble el labio. Ni autocrítica, ni sentimiento de culpa, ni inseguridad; una capa de barniz es incapaz de oscurecer del todo la frialdad de su mirada esencial para tomar decisiones de gran calado. Pero no siempre es posible detectar la falta de empatía, el sentimiento de omnipotencia o la obsesión por el control como rasgos de personalidades psicópatas. ¿Requerimientos necesarios para inquebrantables mandatarios? Como Putin, amigo del sanguinario El Asad, convertido ahora en prohombre global por haber detenido una nueva guerra en Siria ganando por la mano en capacidad de liderazgo al propio Obama. ¿Recuerdan al Putin de Beslán, y la escuela que su ejército asedió para acabar con un comando de terroristas chechenos -y de paso con más de 170 niños-; o del teatro moscovita donde también se asfixiaron con los gases 129 rehenes inocentes? Por no citar a Litvinenko, Politkóvskaya o a su opositor, reciente candidato a la alcaldía de Moscú, Navalni, y otros adversarios políticos de este exagente del KGB. De la misma forma que escuchamos “un poco de ansiedad es buena”, tras la lectura del libro de Dutton uno se medio convence de que un punto de psicopatía también lo es en este mundo raro. Durante el curso de su investigación, el autor los ha conocido en todos los círculos y ámbitos de la vida, empezando por su padre. Y aparte de los Hannibal Lecter, también ha hallado “psicópatas que, lejos de devorar a la sociedad desde dentro, han servido, mediante una tranquila desenvoltura y tomando decisiones muy duras, para protegerla y enriquecerla”. Otro cosa sería su fiabilidad. Los que no son compasivos, ni dudan, ni tan siquiera sueñan, pueden cambiar el destino de un país, sí, con un rictus terrorífico. (La Vanguardia)

La exploración de la propia biblioteca es siempre gratificante. Qué voy a empezar a leer hoy es la pregunta que pone fruición en mis dedos mientras buscan tocando los lomos de los libros. Y hoy me digo: Vladimir Nabokov, este tomo de cuentos que tantas veces he pasado por alto porque siempre me ha vencido el gusto por sus novelas, desde aquella primera que leí en mis años de Berlín, Risa en la oscuridad, la maestría de lo trágico, o la sin par Lolita, no por tan aclamada y tan filmada menos obra maestra.
Me lo llevo triunfante, ya atardece, es la hora en que siempre empiezo a leer, salgo al jardín rumbo al corredor en busca del sillón, siempre hay un viejo sillón preferido cuando de libros se trata, y ahora doy inicio al rito de revisar tapa, contratapa, solapas, y por fin voy al índice.
Cuando leo un libro de cuentos no siempre empiezo por el primero, siguiendo el orden en que vienen en el índice, porque leer al azar es parte de la delicia que aguarda solapada. Dejarse seducir por los títulos más atractivos, o en todo caso hacer una exploración a ciegas como quien se abre paso en un bosque donde nunca antes se ha puesto pie. ¿Pero si los árboles están ya marcados, como hacen los leñadores con aquellos que van a ser derribados?
Porque otra de mis costumbres es calificar cada uno de los cuentos con asteriscos, de uno a cinco asteriscos puestos al lado de cada título en el índice con lápiz de grafito, según el grado en que me hayan gustado. Si hay asteriscos, por allí ha pasado ya el leñador. Y advierto con susto que allí están los asteriscos en el libro de cuentos de Nabokov.
¿Cómo puede ser el olvido tan solapado y pertinaz? Pero entonces, en lugar de devolverlo a su lugar y buscar otro, me propongo una relectura. Nabokov siempre vale la pena. Y ensayo una especie de azar. Ignorando el índice donde han quedado las marcas de hace tiempo, y como quien baraja un naipe, empiezo por el primero que encuentro.
O vuelvo a los árboles marcados, y ateniéndome a mis propias calificaciones de antaño elijo los que entonces me parecieron los mejores, los que tienen cinco asteriscos; o, al revés, los que sólo tienen dos, o uno.
Al volver a los de cinco asteriscos, compruebo si los cuentos se sostienen o no; si aquella vez me deslumbró alguno de ellos fue porque cada lectura tiene su momento; y pesa la edad que uno tenía entonces, la exaltación o la melancolía. Y en los que fueron pobremente calificados, quizás algo se me quedó oculto y es tiempo de subirles la calificación, un acto de justicia íntimo que nadie más conocerá.
La verdad es que no estoy haciendo una relectura sino una nueva lectura, porque no recuerdo una sola palabra, nada que me guíe en aquel bosque oscuro de árboles marcados, ni descripciones, ni frases, ningún atisbo del argumento. Pero al volver al índice y revisar las calificaciones, me alegro de que el lector de ayer siga siendo el mismo de hoy, ése que hace años se encontró con la maestría de Nabokov y hoy vuelve a reconocerla intacta.
Aunque una sensación de impaciencia y molestia conmigo mismo me domina a medida que voy releyendo, o leyendo, para mi consuelo Nabokov viene en mi auxilio: "Es curioso", dice, "uno no lee un libro, sólo lo puede releer. Un buen lector, un lector de verdad, y activo y creativo, es un relector".
Y me digo que soy un animal que olvida lo que come pero de todos modos se nutre, todo va al torrente sanguíneo de la escritura, y que olvidar tiene la ventaja de que el deleite de leer viene a ser doble.

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Esta lista me la pidió Letras Libres para su número especial de verano. No son, naturalmente, los mejores libros de mi historia de la literatura, sino los más importantes, según la definición que da del adjetivo el diccionario ideológico de Casares: "Dícese de lo que principalmente importa, conviene o interesa para algún fin". Así que la doy por orden de aparición en la escena de mi vida.
1. Casa de muñecas de Ibsen, en un volumen heredado de mi abuelo paterno que leí en 4º de bachillerato. Al portazo de Nora no le vi la trascendencia hasta que me hice mayor, pero la obra me aficionó para siempre al teatro.
2. Esperando a Godot, un año o dos después, en una traducción de la revista Primer Acto. Me aprendí el brevísimo papel del Chico que interpreté en una lectura dramatizada de los amigos cultos de mi hermano, en la trastienda de una farmacia alicantina. No la entendí y no la entiendo ahora. Del gran Beckett siempre me ha gustado más el teatro que la novela.
3. Las flores del mal en el original y, para las dudas del alejandrino consultando la versión de Eduardo Marquina, que no estaba nada mal. Su lectura coincidió con mi pérdida de la fe cristiana, que no hay que achacarle a Baudelaire.
4. Las entonces Poesías completas (en 1965, cuando las compré al llegar a Madrid) de Aleixandre. Contenía libros fundamentales, pero aún estaban por publicarse Poemas de la consumación y Diálogos del conocimiento.
5. Ficciones de Borges. O sea que era posible escribir así, entre géneros, entre lenguas, entre la erudición y la broma.
6. Volverás a Región de Juan Benet leída en la ‘mili'. Sin comentarios.
7. Luces de bohemia de Valle Inclán, que tardé en ver representada y por eso me pareció durante muchos años la mejor novela de su tiempo.
8. El hombre sin cualidades de Musil, esperando ansiosamente que fuesen apareciendo sus entregas en la edición de Seix Barral.
9. Elegías duinesas de Rilke, traducidas por Ferreiro Alemparte en el volumen de Rialp. Pocos libros tengo más subrayados.
10. Cuentos góticos de Isak Dinesen, de quien todo me gusta: sus relatos, sus memorias, su pequeño teatro, sus andanzas, su casa, su tumba.
Apéndice tramposo. Cuando había cumplido los treinta y pensaba que mi formación básica tenía ya fundamento, faltaban por llegarme las obras que más me han importado, convenido e interesado para mis fines literarios de la madurez, si es que la palabra no es presuntuosa: las Collected Plays de Shakespeare, leídas (y comprendidas, espero) una por una en dos lluviosos inviernos de Oxford, y, más recientemente, poco a poco, los doce volúmenes de los Complete Tales de Henry James al cuidado de Leon Edel, estudioso y biógrafo del maestro a quien -descubrí con alborozo- muchos de los cuentos le gustan menos que a mí.
