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Recuerdos crueles: Juan Ayala da voz a los ‘colimbas’ de La Plata en Malvinas

Pasaron casi 32 años de la Guerra de las Malvinas, y siguen asombrándome los muy buenos relatos, memorias, investigaciones periodísticas que no dejan de brotar sobre el conflicto. 

Ahora, una vida más tarde, los sobrevivientes nos enfrentamos con lo que nos pasó, pero también reflexionamos sobre lo que ocurrió, tanto en el llamado Teatro de Operaciones como en “el continente” argentino y en Gran Bretaña.  

Quiero hablarles de varias obras recientes que me emocionaron, que me hicieron pensar, que me reafirmaron en que pese a todo el mal producido por la cruel arrogancia de un gobierno dictatorial, el de Galtieri y de un gobierno elegido, el de Thatcher, nos ha quedado algo bueno: la necesidad interna de contar, de compartir, de luchar para que, al menos, entre tanta muerte y sufrimiento, hayamos aprendido algo.

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Hoy hablaré de un hermoso y duro libro: Malvinas, la primera línea, de Juan Ayala.  

Hace 12 años, los periodistas Juan Ayala y Daniel Riera publicaron en la edición argentina de la revista Rolling Stone la más impactante y sabia de las crónicas sobre la tragedia de la posguerra. Nuestro Vietnam sigue a un puñado de ex combatientes que 20 años después de la guerra están rotos, desesperados, en el límite. Varios de estos muchachos se suicidan; otros quedan lisiados del cuerpo y del alma para siempre. El drama de los suicidios de veteranos de Malvinas no se contó jamás con tanta empatía y tanto valor literario.

Yo había seguido la carrera de cronista de Riera, que era un niño en el 82. En su fructífera carrera, contó la historia de su propia transformación en ventrílocuo, se sumergió en el Buenos Aires Bizarro y publicó perfiles y reportajes en las principales revistas del continente.

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Pero no había seguido la carrera de Juan Ayala, el otro autor de ese texto memorable. El año pasado, Ayala vino a verme a la Fundación Tomás Eloy Martínez en Buenos Aires, donde yo estaba dando un seminario, y me regaló trajo su último libro, Malvinas, la primera línea, publicado por una pequeña editorial de nombre adecuado: Libros del náufrago. Recién esta semana pude entrarle, y me deslumbró.

Ayala sí es de la “generación Malvinas”, aunque no fue a las islas. Pero a diferencia de Riera, a él la guerra no lo dejó escapar, y tras Nuestro Vietnam, se sumergió en la experiencia de los conscriptos del Regimiento de Infantería Mecanizada 7 de La Plata.

El RIM7 fue enviado a primera línea son armamento adecuado, sin ropa para el frío, sin comida, casi sin instrucción. En la noche fatídica del combate final, se enfrentaron a un ejército profesional provisto de visión nocturna. Era como pelear con los ojos vendados. Murieron 36. Todos menos tres eran colimbas.

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La historia de los chicos de "primera línea" es un gran ejemplo de memoria histórica, de historia oral. Hablan en primera persona los soldados. Sus voces se entretejen para contar el drama, desde el momento de ser enviados a las islas hasta que vuelven al continente, exhaustos y famélicos, y son internados en el regimiento para alimentarlos a la fuerza, para que sus familiares y el país no vieran cómo volvían.

Sus voces son claras y están muy bien hilvanadas. Me gusta sobre todo la construcción del jefe inmediato de los soldados, el subteniente Baldini. Un “loco de la guerra” cruel e injusto, Baldini muere en combate, mientras el capitán abandona a sus hombres y corre montaña abajo. Baldini podría ser un gran personaje de esas películas bélicas de Stanley Kubrick u Oliver Stone. 

Pero alternados con estos capítulos, se cuenta el andamiaje bélico, político, diplomático que llevó a la catástrofe. Ayala se muestra como un investigador profundo, con gran habilidad para resumir en pocas páginas un enorme cúmulo de datos y análisis.

Y el autor combina hábilmente los relatos de guerra y la historia del conflicto con un tercer elemento: hacia el final, cuenta dolorosas entrevistas con el gobernador militar de las islas, Mario Benjamín Menéndez y con el oficial el hijo del presidente de la comisión que juzgó y condenó a los responsables de la guerra, General Benjamín Rattembach. Es un gran acierto trasladarle a uno de los principales responsables y al hijo de su juzgador las preguntas que quedan doliendo desde la historia de los chicos.

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Malvinas, la primera línea es un homenaje a nosotros, los ex combatientes, pero también un libro que deberían leer todos los argentinos, y no solo nosotros, porque habla del valor de la honestidad, del coraje, del recuerdo como cura, de los costos humanos de la guerra, de la justicia, de la naturaleza humana. 

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24 de febrero de 2014
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Reloj no marques?

Debo confesar que la relación de los individuos con las horas me fascina. Cómo el tiempo se escurre o se alarga igual que un chicle insípido. Siempre que puedo, procuro indagar acerca de los hábitos de la gente que me interesa: a qué hora se escriben, cuándo hacen ejercicio y, en el caso de las mujeres que concilian trabajo y familia, cómo ejecutan malabarismos horarios al coincidir los actos de las ocho de la tarde con la cena de los niños. Cuando se tienen hijos, una se cuestiona la frontera entre la tarde y la noche, que representa la ebullición pública. Las presentaciones de libros, estrenos, mesas redondas se programan cuando la curva del día desciende y en las casas con pequeños se agita un frenesí de toallas mojadas, peines dolorosos, purés de verduras y terrores nocturnos. Todo eso sucede, comprimido en unos 120 minutos, mientras afuera el mundo se saluda perfumado, “hace contactos” y multiplica el tiempo que no tiene. Expresiones como gestión del tiempo, horas productivas o higiene del sueño proliferan a día de hoy, cuando hay coaches para todo, incluso para organizarse un horario como quien escribe una partitura. Y la partitura española lleva mal el compás con el reloj internacional. Nos acostamos más tarde que cualquier vecino nuestro europeo, dormimos una hora menos, desayunamos cuando otros comen y nuestro prime time empieza una vez que belgas o alemanes ya se han tomado el diazepam. La semana pasada The New York Times publicaba el tema en portada, y nos reñía por cenar tan tarde y dormir la siesta, aunque esa dulce costumbre que tantos sabios han aplaudido apenas nos la permitamos los fines de semana. Las fotos que acompañaban el reportaje no muestran a un español perezoso en un sofá de Ikea o una terraza con encanto, sino que retratan una imagen zafia, a años luz de esa otra terca marca España. Y apelan a nuestra pobre cultura en economizar el tiempo. La que tantas veces han expuesto Ignasi Buqueras y su Comisión Nacional para la Racionalización de los Horarios Españoles con los demás países de la UE, relacionando nuestra extensa jornada laboral con nuestra baja productividad. Pero, en cambio, no señalan dos obstáculos de peso: por un lado, la antigua creencia de que echar horas en el trabajo significa hacer méritos y dar ejemplo. Sin duda un asunto espinoso para modificar en tiempos de precariedad y paro, pero que nos aísla de la agenda internacional. El segundo obstáculo es aún más inasequible: las cosas no suceden linealmente, una detrás de otra, sino que a menudo se simultanean, y un instante cabe dentro de otro instante. Cuando la luz del día se alarga, también parece que la vida se alargue. De ahí el apurar hasta el último sorbo de claridad. No, no es que nos pirremos por la chanza, seamos juerguistas, siesteros y desorganizados. El del español, catalán, vasco y gallego es un sueño de omnipotencia. Lo que queremos es vivir más que nadie. (La Vanguardia)

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24 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Estado de emergencia

Decir que la nación se halla dividida o ferozmente enfrentada es, además de una obviedad, una salida fácil. En efecto, de un lado están los chavistas fanáticos -difícil imaginar maduristas-, que se solazan en mil variaciones de la teoría de la conspiración: los otros son por fuerza fascistas, enemigos del pueblo, topos de la CIA, traidores que deben ser condenados de manera expedita. Y del otro lado se encuentran, por supuesto, los antichavistas fanáticos: quienes antes aborrecían al líder no por su deriva autoritaria, sino porque detestaban a cualquier gobierno que renegase de su ortodoxia financiera o porque no toleraban su popularidad, y ahora ven en Maduro a un títere manipulado desde ultratumba.

            Pero, insisto, decir que hay dos bandos enemigos, con radicales en uno y otro, resulta anodino. Olvidémonos pues de los izquierdistas irredentos que defenderán a Maduro haga lo que haga; y olvidémonos, a la par, de los ultras de derechas -y muchos de sus aliados liberales- que no le reconocerán un solo mérito a Chávez por una alergia visceral hacia su figura. Y concentrémonos en lo que de verdad está pasando en Venezuela: un país sometido a un estado de emergencia que no ha hecho sino acentuarse con cada nueva medida tomada por Maduro, un hombre sin la astucia política de su mentor.

            Si, como ha señalado Giorgio Agamben a partir de las ideas de Carl Schmitt, el estado de emergencia en el que un individuo o un grupo se desembaraza de la legalidad para hacerse con poderes extraordinarios que les permitan enfrentar una "grave crisis" se ha vuelto el sello de nuestra época, Venezuela -y sus aliados- lo han conducido al extremo. Imbuido con la idea de que el antiguo régimen no hizo otra cosa sino explotar a las mayorías, el chavismo ganó su legitimidad en las calles, y luego en las urnas, a fuerza de desacreditar a las viejas instituciones democráticas, mostrándolas como los instrumentos usados por la oligarquía para preservar sus privilegios. Aunque parte de éste análisis fuese certero, a partir de entonces Chávez no cesó en su empeño de desvalijar a la democracia desde el consenso, asumiendo que las votaciones que ganó, al menos hasta su penúltimo intento, le permitirían arrogarse la tarea de combatir, como los antiguos dictadores romanos, todas las amenazas que se cerniesen sobre la república bolivariana.

            El fallido -y torpe- golpe de 2002 no hizo sino confirmar su paranoia: en efecto, la ultraderecha conspiró en su contra y lo apartó de la presidencia por la fuerza. Una vez que Chávez recuperó el poder, ya no había marcha atrás: el estado de emergencia se volvería permanente y sólo él, provisto ahora con esa legitimidad secundaria generada por su regreso, podría salvar al país de sus enemigos. Más allá de la retórica bolivariana, de eso se trataba: de erigirse en el único prócer de la nación. Hasta que lo consiguió.

            En esta lógica, Chávez aún logró convertirse en un émulo del Cid cuando, postrado y moribundo, consiguió que el líder opositor Enrique Capriles reconociese su postrera victoria. El poder puede heredarse; el carisma, no. Y Maduro no es -y nunca será- Chávez. De allí que, para enfrentar una crisis cada vez más alarmante, su apuesta fuese por exacerbar el estado de emergencia al conseguir que el congreso lo habilitase con nuevos poderes especiales. Todo lo ocurrido desde entonces no es sino consecuencia de este acto de soberbia, pues si, como en Roma, el dictador no contiene la amenaza -en este caso la doble hidra de la inseguridad y el desabasto- su legitimidad no tardará en desvanecerse, como ha ocurrido.

            Aprovechando el descontento popular, la parte de la oposición encabezada por María Corina Machado y Leopoldo López apostó, contra la opinión del gradualista Capriles, en impulsar manifestaciones que aceleraran la caída del régimen. Amenazado por todos los flancos -la crisis batiente; las protestas callejeras; los grupos armados sin control; y en especial el amago de los militares-, Maduro decidió dar un golpe de fuerza. Desde entonces ha silenciado a todos los medios críticos y perseguido a los líderes opositores, responsabilizándolos de la violencia. Y ha querido presentarse, de nueva cuenta, como salvador. No se trata aquí de ser de izquierda o de derecha, bilioso chavista o furibundo antichavista, sino de condenar sin titubeos a un régimen que, de por sí dueño de poderes que exceden cualquier espíritu democrático, se ha decantado enfáticamente por la represión.

 

Twitter: @jvolpi



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23 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lionel Asbo

 

En el encabezamiento de las cuatro partes de que consta el libro se pregunta reiteradamente: “¿Quién dejó entrar a los perros? ¿Quién?”. Y a renglón seguido se especifica: …”Ésta, nos tememos, va a ser la cuestión”.  Teniendo en cuenta que el subtítulo dice “El estado de Inglaterra” resulta razonable sospechar que la mencionada cuestión consiste en averiguar por qué Inglaterra, poseedora de una clase alta aquejada de grandes vicios pero que dedicaba sus mejores esfuerzos a dirigir a una clase trabajadora domesticada y muy productiva, ha dejado entrar a unos perros proletarios que no sólo han copado los resortes del poder sino que imponen a todos sus gustos plebeyos y la satisfacción de sus abyectas pasiones. O algo así.

Si alguien está de verdad  interesado en averiguar tan intrigante proceso más le vale ir a buscar la respuesta en otras fuentes porque aquí no la va a encontrar. Pero quien abra la novela con la esperanza de que le cuenten una historia formidable, encarnada en unos personajes a la vez fascinantes y repulsivos, y cuyas andanzas son igual de fascinantes y repulsivas (o sea, como la vida misma, vaya) habrá acertado de lleno.

El planteamiento es muy sencillo: un chico de quince años y que ha quedado huérfano desde muy temprano (un chico con inequívocos rasgos negroides en una familia suburbial y cuyos miembros están en el límite  mismo de la border line pero que son todos inmaculadamente blancos) está al cuidado de su tío Lionel, un tipo brutal y descerebrado al que vemos alimentar con cerveza y tabasco a unos perros de presa que él necesita feroces para su negocio de intimidación y extorsión; al que vemos también propinar palizas bestiales sin motivo, vender a unos proxenetas a un adolescente que él considera rival  y entrar y salir continuamente de la cárcel, aprovechando sus periodos de libertad para aleccionar a su protegido en contra de la escuela, los estudios y el saber en general; al que incita a consumir porno inmoderadamente cuando no se lo lleva a locales de top less y al que le impone una única barrera moral: que no se acueste con su madre, es decir la abuela del chico, pero eso es algo que ya está ocurriendo, como bien sabrá el lector desde la primera línea: “Estoy teniendo una aventura con una mujer mayor […] El sexo es fantástico y creo que estoy enamorado. Pero hay una complicación grave y es la siguiente: ¡es mi abuela!”.

Obviamente, con un material así Martin Amis tendría de sobra para llegar hasta el final de la novela, pero más o menos hacia la mitad de la misma ocurre algo que toma a todos por sorpresa ( y me inclino  a pensar que en ese todos está incluido el propio Amis): encontrándose en una de sus habituales estancias en  la cárcel, al tío Lionel le cae la lotería: no ochenta mil, ni trescientas mil, ni novecientas setenta mil libras sino ciento cincuenta millones. De libras. Nada menos.

A cualquiera se le ocurre que en una sociedad como la actual (y esto se hace extensivo a cualquier sociedad, no sólo a la inglesa) poner en manos de un bruto descerebrado  el poder absoluto que implica  disponer de esa inimaginable cantidad de dinero es suficiente para romper todos los esquemas e incitar a quebrantar cualquier promesa previa. Frente a la obligación no deseada de ser testigo de su época y erigirse en conciencia moral de sus contemporáneos (el arte comprometido, la creación de una realidad mejor, etc) es comprensible que un narrador de raza como es Martin Amis se desdiga de todos sus planteamientos y promesas y se dedique a seguir hasta el final el filón literario que ha encontrado. Y al diablo con la sociología y sus perros. ¿Y que, en resumidas cuentas, quién los dejó entrar ?

Martin Amis, quién si no.  


 Lionel Asbo. El estado de Inglaterra.

Traducción de Jesús Zulaica.

Anagrama


 



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23 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El cero y el excremento

En los últimos tiempos, una larga cadena de huelgas de limpieza proporciona la expresiva imagen de nuestra coyuntura orgánica. Las basuras cubren las calles de la ciudad o los pasillos de los hospitales, las escuelas públicas y no importa qué dependencias sagradas. En cualquier momento volverá a repetirse el escenario de las basuras como protagonistas de la ciudad porque una enfermedad, más allá de lo visible, induce sin remedio a esta masiva defecación del sistema. De hecho, podría tomarse estas huelgas como una protesta más en medio del malestar, pero la suciedad es, por sí misma, algo más que un hecho confinado. Lo sucio enseña la insidia interna o intestinal del sistema y su presencia crean alusiones tan oscuras como pestilentes.

La limpieza de las superficies, cualquiera que sea su clase es, en cambio, semejante al vacío mágico (espíritu santo) que guarda el espacio tridimensional, y ambos se alían para conformar la arquitectura del progreso. Sobre la base limpia e iluminada nace la creatividad, tal como el lienzo en blanco llevaría, en manos de un artista, a un resultado efectivo y bienaventurado. A partir de esa plataforma brota la feracidad del cuadro, de la máquina o de la mente. Sin este vacío (vacío puro y originario) derivaría cualquier mamarracho estético, correlato de la ideología sin ideación y de la coyuntura sin otra propiedad que su crisis.

Igualmente, sin un primer vacío luciente, toda teoría acaba en una feria de máscaras. Tanto es así que la inexistencia del vacío primero y auténtico -igual a la conciencia exigente- mata la producción de la ciencia y de todas las creencias que la merodean.

La crisis actual es policéntrica, pero comporta precisamente la consecuencia de haber perdido su tejido transparente, sea este igual a la honestidad o la exaltación de la honra sin antifaces.

Todos los órdenes afectados por montañas de suciedad, atestados de bolsas negras arrugadas, apiladas y malolientes, acaban descomponiéndose frente al sol y sustituyendo la organización por el caos, el caos por la ignominia y el sistema por el accidente.

De ahí que la pulcritud primordial, tanto del vacío tridimensional como del plano, requieran, en la construcción, material o no, un desarrollo que eluda, gracias a su pulcritud, la angustia del vómito y sus rastros agrios.

Ser limpio de corazón es el tropo que alude a un ser cimentado en el hueso humano y, por tanto, ajeno a la tufarada nauseabunda del yo. Ser limpio de corazón es lo contrario a la cadencia de la contabilidad opaca y a la biliosa maniobra del dinero (o jugo) negro.

La firmeza del zócalo, la belleza encantada de la bóveda, la rectitud de un pilar componen una parte decisiva de la secuencia arquitectónica que afianzará en su desnudo la clave de su belleza y de su natural beneficencia.

La vida limpia, sin corrupción, asciende hacia vidas más complejas. La corrupción, por el contrario, promueve, en su interior, un lastre mortal y, en su exterior, el rostro de lo ominoso, la cara de los grandes explotadores intoxicados por la desaforada acumulación de su dinero o su excremento. He aquí, por tanto, el balance de esta mórbida época de mierda.

 



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23 de febrero de 2014
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Cuarentones con show

Con lo encantadoras que resultan las tardes de sofá acompañadas por una vela perfumada de vainilla, una novela rusa, Chet Baker invariablemente y alguna pequeña adicción. Incluso una tableta de chocolate negro 70%, cuya imparable ascensión lo ha situado ya incluso en los mostradores de los quioscos, en dosis de bolsillo. Quién nos lo hubiera dicho, que en la setentización del cacao tendría tanta responsabilidad nuestra generación. ¿Qué íbamos a hacer, sino, comer pipas? Ser jóvenes en los años ochenta nos marcó la piel con veneno, pero ahora que ha llegado la edad de ser jefecillos de algo, aunque sea de uno mismo, tenemos peperos en lugar de poperos. Calcinada la frontera entre lo público y lo privado, emerge una nueva moralidad que acucia con un mandato: ?reinvéntate?. No hay palabra efecto de la crisis que aborrezca más. Me gustaría saber cuántos reinventados prosperan, o simplemente deben de agarrarse a la oportunidad y sacar la ambición por los carrillos. Como esa hornada de cuarentones que lucen poder, patillas y Twitter. Esta misma semana, dos hombres de cuarenta años, católicos, hiperactivos y temerarios, han ocupado la atención mediática. Ahí está Matteo Renzi, nuevo primer ministro italiano, que ya ha dejado bien claro como quiere a su equipo de gobierno: ?Con un cuchillo entre los dientes?. El chaval, descamisado, con muy buena agenda, conchabado con el diablo para, cual Bruto, acabar con Enrico Letta, tiene 39 años, va a misa los domingos, y está dispuesto a superar el verso de Marvell: ?Me engendró la unión de la desesperación con la imposibilidad?. Y qué decir acerca de Leopoldo López, un patiquín que afean en Venezuela, niño pijo y voluntarioso que le planta cara a la represión de Maduro. López, aupado por la meca del pop latino que le tuiteó mensajes de apoyo, se entregó a la policía con show, de blanco, con flores en la mano y un crucifijo en el pecho. Pero antes grabó un vídeo en el sofá de su casa, piernas abiertas, junto a su esposa, a quien agarra la rodilla durante veinte minutos de speech. Al final ella lo abraza, orgullosa. La escena psicoafectiva de estos políticos temperamentales atrae la fábula a la vida. López no tiene reparos en desplegar encanto personal, como ese otro figurín de la política internacional con mucha tesis: Axel Kicillof (42 años), mano derecha de Cristina Kirchner, un keynesiano impregnado de marxismo que ideó la expropiación de Repsol. Los nuevos cachorros de la política son desacomplejados, audaces, pulidos y 70% cacao. Que tome nota Madina (38 años), a ver si tiene show.

(La Vanguardia)

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22 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El nazismo de nuestros días

Quienes están habituados a referirse frívolamente al nazismo para descalificar a sus adversarios políticos deberían leer urgentemente el informe que acaba de publicar el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas sobre Corea del Norte, en el que se denuncian los crímenes contra la humanidad cometidos por el régimen comunista de Kim Jong-un y se caracteriza a dicho sistema como lo más parecido en la actualidad al régimen genocida que dirigió Adolf Hitler. La investigación realizada por un equipo de juristas documenta ?violaciones de los derechos humanos sistemáticas, generalizadas y graves por parte de la República Popular Democrática de Corea?, que en buen número de casos califica como de ?crímenes contra la humanidad? a cargo de la policía, el ejército y el aparato judicial, bajo el directo control del Partido de los Trabajadores y de su Líder Supremo. Las prácticas represivas incluyen sistemáticamente la violencia y los malos tratos, entre los que se denuncian detenciones arbitrarias y prolongadas, torturas, ejecuciones sumarias, desapariciones, violaciones y abortos forzados, efectuadas en buena parte en los campos de detención de presos políticos, conocidos como kwanliso, en los que hay actualmente entre 80.000 y 120.000 presos. Estos centros de internamiento constituyen una auténtica maquinaria de exterminio que el Consejo de Derechos Humanos compara ?con los campos del horror de los Estados totalitarios establecidos durante el siglo XX?. El propósito que persiguen los autores del informe no es la mera denuncia de los abusos, sino presionar a Pyongyang y obtener resultados. El primer destinatario del documento es el Consejo de Seguridad, donde se sienta el único aliado de Corea del Norte que es China, país que puede impedir con su derecho de veto la apertura de una causa contra el jefe del Estado coreano y las principales autoridades del régimen en la Corte Penal Internacional por crímenes contra la humanidad. Además del apoyo diplomático, el régimen norcoreano tiene grandes similitudes y afinidades con la China de los años cincuenta y sesenta bajo Mao Zedong y surge de la misma fuente de inspiración estalinista y soviética. El documento añade una acusación que concierne directamente a China como es la devolución de millares de norcoreanos fugados a territorio chino sin atender al destino fatal que les esperaba de vuelta a su país. El informe sobre Corea del Norte honra y prestigia al Consejo de Derechos Humanos, un órgano reformado hace ocho años, pero que no había conseguido hasta ahora desembarazarse de las críticas por su escasa actividad ante los regímenes dictatoriales supuestamente progresistas y sus dobles raseros en la evaluación de los derechos humanos cuando concernía a países como Israel o Estados Unidos.



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22 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ir de tiendas

Como saben, especialmente las mujeres, no es lo mismo "ir de compras" que "ir de tiendas". Los hombres, por su parte, aceptaron con obvia facilidad la necesidad de ir de compras pero a muchos les ha parecido detestable o, claramente afeminado, "ir de tiendas". Y, sin embargo, el dilema hoy se sublima en el sentido general de la experiencia estética en el recinto urbano.

Todos las prescripciones sobre los hábitos saludables incluyen hoy la recomendación de andar diariamente alrededor de una hora. Pero no es lo mismo "andar" que "pasear". Baudelaire, que ni hacía mucho ejercicio ni se cuidaba en nada la salud, invitaba, sin embargo, a deambular por la nueva ciudad. La ciudad moderna y sus pasajes, sus escaparates o sus comercios, emergidos hace cien años cuando su atractivo sería la centésima parte de lo que ahora se ve.

Contra el mandato de "ir de compras" se halla el placer de "ir de tiendas" y frente a la medicina del caminar se halla la estética del flâneur. Ahora estoy en París y por eso hablo así, afrancesadamente. Pero, cursilerías aparte, la cuestión radica en que "caminar" o "andar" mucho borran con su destino clínico la experiencia estética de pasear la ciudad.

Es cierto que estamos en crisis y determinadas ciudades no se hallan en su máximo esplendor pero también es verdad que bajo el imperativo de hacerse deseables, las tiendas han ido ganando mucho en seducción.

El arte de tradición ya había incluido el gusto de salir un sábado de galerías. Pero ya el arte de nuestro tiempo incluye el estético recreo de ir de tiendas. Es fácil, desde luego, decir esto en París pero no retiro la afirmación para muchas capitales españolas y, desde luego, para todas esas metrópolis desde Nueva York a Sidney que han promovido la creación y la inventiva comercial.

Cualquier viajero dispone, para su gozo, no ya la arquitectura, la naturaleza o la gastronomía local. Hay un arte, fuera de las galerías o los museos, que no siendo el street art, se halla también por las avenidas y es la importante aportación de numerosos establecimientos a la degustación de la mirada. Baudelaire quedaría maravillado de esta ciudad posmoderna que ha superado en mucho a la modernidad. Una ciudad que, por resumir en las líneas que me quedan, se halla representada en un comercio como Merci en París a doscientos metros de la Bastilla.

Lo que aquellos desarrapados revolucionarios violentaron en provecho de la Humanidad, lo hace Merci, dando las gracias a los curiosos de su almacén donde se expenden cafés y rissotos, se prestan libros y se vive, en general, arriba o abajo, según los meses, un despliegue en torno al cine o, actualmente, el viaje en avión. Paneles con la información de los vuelos, cintas transportadoras de rodillos como las del control policial, mochilas, sacos de dormir, maletas y mil enseres, muebles y ropas, que componen ahora su teatro interior.

Hay más ejemplos a tiro porque la misma empresa se ha desplegado en la ropa de niños, en la peluquería y hasta en la caricatura del fotomatón. Pero es mejor que se lo crean y se recreen donde quiera que estén. La ciudad no se compone solo de graves monumentos sino de importantes y livianas oportunidades que yendo de tienda en tienda, de calle en calle, ofrecen el arte de vivir, urbanamente, (¿cómo no?) l´écume des jours.



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22 de febrero de 2014
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