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Blogs de autor

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Partir para contar

Los ves colgados de esas verjas de Ceuta y Melilla que cada vez son más altas y tienen más cuchillas cortantes como navajas de afeitar (y llamadas “concertinas” por las autoridades españolas quizá para quitar hierro a lo siniestro de su cometido); los ves famélicos y asustados y muchas veces ves los cortes que les ha costado llegar a lo alto de unas vallas de las que van a ser desalojados aunque sea a palos; y mientras tanto escuchas a los locutores hablando de “desplazamientos inhumanos”, del “hambre, la zozobra y los peligros que les han acosado durante el camino” y, sobre todo, oyes las continuas referencias a unas mafias innominadas; pero nada de todo ello permite hacerse una idea, siquiera somera, del monstruoso montaje económico y político creado a costa de unos desheredados que se ven obligados a recorrer miles de kilómetros o a lo largo de varios años y arrostrando toda clase de privaciones y bajezas para terminar, en el mejor de los casos, en algún país europeo de la cuenca del Mediterráneo sin papeles, ejerciendo trabajos miserables y a merced de unas autoridades que en cualquier momento pueden ponerlos otra vez en la frontera.

Mahmud Traoré, el joven senegalés que narra su odisea en Partir para contar, salió de su aldea natal cercana a Dakar el 17 de septiembre de 2002 y logró entrar en Ceuta durante el célebre “asalto” que tuvo lugar en la noche del 28 al 29 de septiembre de 2005 y en el curso del cual centenares de jóvenes se lanzaron todos a una contra las vallas: sorprendidos por ese ataque coordinado, los vigilantes de uno y otro lado de la valla trataron de repeler a los asaltante primero con pelotas de caucho y luego, cuando se les acabaron, disparando al aire con sus armas de reglamento. Pero hubo varios muertos porque, al parecer, los africanos son  como aquellos obreros del franquismo que parecían volar porque la policía nacional siempre disparaba al aire en las manifestaciones, a pesar de lo cual podía haber algún muerto y varios heridos.

Entre una y otra fecha, y contando avances y retrocesos, durante esos tres años y medio el joven Traoré hubo de recorrer más de 7.000 kilómetros en camiones, todoterrenos y autobuses, pero también en transportes policiales en los que era devuelto a la frontera anterior; sin embargo, una parte considerable de esa distancia hubo de hacerla a pie porque los conductores de los vehículos contratados entre varios para realizar un trayecto acostumbran a abandonar a los pasajeros alegando diversos pretextos: controles imprevistos de policías o soldado, rastros de bandas de ladrones tuareg, acuerdos entre las autoridades locales y las de los países emisores de emigrantes ilegales para que éstos sean devueltos a casa,  o lo que sea.

Esas rutas de la emigración clandestina siguen, no por casualidad, los caminos abiertos desde la antigüedad por las grandes caravanas que se adentraban hasta el corazón de África con productos de primera necesidad y regresaban cargadas de sal, marfil y esclavos. En el caso de Traeré, su viaje le llevó a atravesar Senegal, Mali, Burkina Faso, Níger, Libia, Argelia, Marruecos y España. Al decir del narrador, a lo largo de ese larguísimo trayecto, únicamente en Burkina Faso pudo circular sin ser víctima de extorsiones y engaños.

Otra desgracia es que la palabra “mafias” que suele utilizarse en los noticiarios encubre en realidad un tinglado económico que incluye a policías y militares cuyos puestos de control les permiten ir mordiendo los ahorros de los viajeros pero dejándoles siempre algo para que no se enfaden los siguientes; incluye también a las autoridades encargadas de extender documentaciones y pasaportes en los sucesivos países de paso, a los conductores de vehículos de transporte (capaces de meter a 30 personas en un todoterreno y luego dejarlas tiradas en mitad del desierto); a las sucesivas bandas locales organizadas y, como no podía ser menos, a la población civil de las ciudades intermedias a las que llegan sin blanca los viajeros y en las que deben hacer altos, a veces de muchos meses, para trabajar y ahorrar con vistas a seguir viaje. Y ahí es donde les esperan los autóctonos para ofrecerles sueldos de miseria (hacer de aguador durante doce horas al día puede recibir como pago la comida y diez euros mensuales) ello por no hablar de los desprecios y humillaciones que van en aumento según se sube hacia el norte y se aclara la piel de las poblaciones. “Como si ya no fuera África”, apunta Mahmud Traoré.   

La sorpresa es que, sin restar un ápice al espectáculo degradante de unos grupos humanos dedicados a explotar salvajemente a unos semejantes menos afortunados, la sorpresa, digo, es que al mismo tiempo Traoré da cuenta de numerosos gestos de solidaridad y apoyo de parte de unas poblaciones que viven con lo justo y que deberían estar hastiadas de socorrer a los millares desgraciados que un año tras otro atraviesan sus poblaciones viviendo de la caridad y la generosidad humana, pues cómo si no podrían sobrevivir sin ropa, ni agua, ni alimentos y haciendo jornadas de sol a sol a pie y en pleno desierto. Otra sorpresa agradable es el tono matter of fact en que está narrada la odisea: ni el menor asomo de autocompasión, ni adoctrinamiento o juicio moral. Mahmud Traoré eligió vivir en Europa, sabía que ello tenía un precio y se limita a contar su historia sin recurrir a efectos literarios o llamadas al sentimiento. Fue así y así lo cuenta.

                                                          

Partir para contar

Mahmud Traoré y

Bruno Le Dactec

Traducción de Beatriz Moreno

 

Editorial Pepitas de Calabaza    



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25 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sin talleres de reparación

Apenas hay crisis que no tenga efectos globales, pero a la vista está que faltan los instrumentos globales para resolverlas. En pocas ocasiones como en la asamblea anual de Naciones Unidas, que se reúne cada septiembre en Nueva York, adquiere mayor visibilidad la insuficiencia de los instrumentos multilaterales para enfrentarse con rapidez y eficacia a situaciones como las que acaban de estallar en África con la epidemia de ébola, o en Oriente Próximo con la instalación del Estado Islámico en un amplio territorio entre Siria e Irak. Ambas constituyen amenazas globales, que interpelan al ensimismamiento de los Gobiernos y al provincianismo de las opiniones públicas. El crecimiento exponencial de las muertes por ébola en los cuatro países donde se ha declarado la epidemia ?Guinea, Liberia, Sierra Leone y Nigeria? amenaza la seguridad regional y la estabilidad de esos países. Si no se frena la progresión de la enfermedad, los cálculos más catastróficos sitúan en 1,4 millones la cifra de fallecidos el próximo enero. El freno solo puede venir, en el medio plazo, de la rápida obtención de una vacuna y, en el inmediato, de las actuaciones sobre el terreno para detener la transmisión, algo que no está al alcance de los Gobiernos africanos, pues exige una espesa red sanitaria que aísle a los enfermos y entierre adecuadamente a los fallecidos. Las débiles estructuras estatales son insuficientes y las organizaciones internacionales, la OMS principalmente, carecen de medios e incluso de capacidad de reacción. Al final tuvo que ser Estados Unidos, por boca de su presidente, quien dio la voz de alarma, señaló el carácter global de la crisis y aprobó el envío de un contingente militar de 3.000 personas y una inversión en instalaciones y equipos sanitarios de 750 millones de dólares (586 millones de euros), la mayor ayuda humanitaria desde el tsunami de 2004 en el Índico. También el Estado Islámico constituye una amenaza global, aunque se enmascare en su actuación regional. La contención del peligro, y no digamos ya su eliminación, no está al alcance de los países de la región. Nada pueden hacer las organizaciones multilaterales, empezando por unas Naciones Unidas limitadas por el veto de Moscú. Nuevamente todo hay que fiarlo a la acción de Washington, que en este caso, al contrario del ébola, no desea que sus soldados pongan pie en tierra y se limita a bombardear desde el aire. La consistencia del peligro global es evidente. Por la emulación del modelo en toda la geografía del islam. Pero también por la difusión vírica de la acción terrorista. Los combatientes del Estado Islámico tienen un nuevo e inquietante perfil. Hablan inglés, son hábiles en las tecnologías digitales y cuentan con un buen entrenamiento militar. Su regreso a los suburbios de las grandes ciudades de donde proceden será un momento especialmente peligroso por su capacidad de actuar en red y difundir, también exponencialmente como el ébola, sus doctrinas y sus planes violentos. Así son las crisis del siglo XXI: con efectos globales que los talleres de reparación, casi todos locales y nacionales, son incapaces de resolver, y suelen terminar en las manos no siempre hábiles del mecánico americano.



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25 de septiembre de 2014
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El retorno del Long Play

El CD mató al casete. La música por Internet y los dispositivos móviles están matando al CD. Pero el viejo Long Play, el disco negro de 33 revoluciones por minuto, está volviendo. Puede que con ellos vuelva esa parte de nosotros que tiramos al desván de los trastos viejos.

*          *          *

Esto para los que se acuerdan del siglo XX: así era nuestro templo.

Lo describo: en la sala, entre el televisor y el equipo de música, debajo del mueble con puertas de vidrio que guardaba los whiskis y las copas, o detrás del sillón, ese era el sitio de los discos. Al costado de nuestros sueños, como banda sonora de amores y desengaños. 

Al levantarnos del colchón que hacía de sofá para poner el lado B, sentíamos que nosotros también colaborábamos en hacer nuestra música. ¿No les parece que perdimos algo ahora que no existe más el lado B de la vida? Tal vez tenga algo que ver con la pérdida del otro lado de la sociedad, de la política, de las ideas.

Con los discos, agarrábamos la música a manos llenas, veíamos cómo la púa le arrancaba emociones a punta de diamante, podíamos poner este o aquel surco con una caricia y sentir el crujir granuloso del frote. En el disco había una realidad física, como si alguien estuviera haciendo música en ese momento. El sonido digital nos hace escuchar una pulcra lista de números reproducidos con perfección japonesa.

*          *          *

Y no nos engañemos. La diferencia no es sólo de sonido. En los discos escuchábamos otra música, que prefiero acordarme como menos comercial, más producto de la locura creativa de unos delirantes de garaje que de las estrategias de mercado de las grandes discográficas. Por supuesto, comercio hubo siempre. Pero estaba mucho más repartido. Si hasta los discos clásicos y de jazz se prensaban (mal, pero era parte de su encanto) en Buenos Aires, en México, en Colombia, con textos poéticos y emocionados en las contratatapas.

En los sesenta y los setenta, las tapas de los discos (sobre todo los de rock) se transformaron en un arte. He visto paredes tapizadas con esas alucinantes tapas de Led Zepelín, de Pink Floyd, de Genesis. Nunca olvidaré el día en que compré Santana Abraxas: esa negra voluptuosa y psicodélica era, percibía yo en mi turbación adolescente, la puerta de entrada a un mundo que todavía no conocía.

¿Podemos tirar así como así, como quien se saca una camisa vieja, los colores y las formas, las imágenes que se colocaron en la adolescencia como anteojos entre la retina y el mundo, esos dibujos raros y familiares que nos ayudaron a formarnos una visión de la vida?

*          *          *

Pero los elepés están volviendo. ¿No los ven, en un  rincón de las disquerías, en negocios especializados para nostálgicos y exquisitos, en librerías de viejo y en las plazas, entre libros de aventura de la editorial Thor y artesanías de cerámica, de madera o de tenedor? A veces veo la mirada extrañada del que siguió la orden perentoria del progreso. Parece estar pensando: “¿Cómo puede ser que estén aquí? Yo tiré o dejé morir de tristeza mis viejos discos, para no caer en el ridículo de ir en contra de la modernidad, y aquí están, los mismos, con sus mismas tapas que me despiertan una sonrisa involuntaria, presentados como artículos de colección.”

Sí, son esos. Ahí está el ‘Let it be’ con la tapa divididas en cuatro, o el de Mercedes Sosa dedicado a Violeta Parra, en un tono violeta que ya no existe. Y mirá este, ¿te acordás?, el Lado Oscuro de la Luna. Hay para todos los (viejos) gustos: las elegantes tapas negras de Blue Note para los jazzeros, el logo amarillo con volutas de Deutsche Grammophone para los amantes de lo clásico, y para los tangueros, aquellos dibujos de Gardel, Troilo y Piazzolla con alas de Hermenegildo Sabat. Las mejores tapas de los CDs nunca fueron más que torpes imitaciones, pálidos remedos de aquellos años gloriosos.

*          *          *

Quiero creer que el retorno de aquellos discos es la vanguardia de una revancha. Y no son cosa sólo de viejos. La última generación de disc-jockeys saben tan bien como sus antecesores que en las discotecas se comunican mucho mejor con esa multitud sudorosa y ondulante a través del sonido pastoso, la flexibilidad, la capacidad de juego del elepé.

Aunque se rayaran de vez en cuando, siempre respondieron con fidelidad a nuestro amor. ¿Por qué no los rescatamos del depósito? Tal vez esté allí lo mejor de nosotros mismos.

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24 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Rayuela en París, París en Rayuela

 

  

La última vez que estuve en París me ocurrió algo que ahora contaré para empezar esta conversación con ustedes acerca de nuestra relación personal con Rayuela. Y eso porque, me doy cuenta ahora que escribo éste párrafo en Barcelona, en el lado de allá, que leeré mañana en París, en el lado de aquí; aun si mañana ya es ahora, y ahora ocurra ayer—me doy cuenta, digo, que mi relación con Rayuela se debe a cada uno de ustedes. Esto es, a nosotros; esos otros que somos juntos.  No se trata de documentar ahora mi hipótesis sobre la naturaleza dialógica de la lectura (he propuesto que en la conversación de un libro con el lector  hay otra conversación, dentro la cual se despliegan todavía otras conversaciones más, sin confusión ni alarma). Es por ello que toda gran obra postula un gran lector. Alguien que se haga cargo de esta Biblioteca de la Lectura. Por eso, he llegado a creer que estas lecturas configuran nuestra biografía, que habrá que entender como una lectografía.

Son lecturas alternas, superpuestas, que se desplazan a saltos, como quien se lanza y, plaf, empieza otra vez a leer. Tampoco tiene que ser un “plaf” dramático, entre la morgue y el loquero, espacios donde Rayuela desciende al Infierno, que es el mundo literal, donde la conversación, justamente, cesa. Y se debería decir de alguien que parte: Fue un lector y dejó el lenguaje, pero el lenguaje sigue hablado por él. Los buenos lectores, como Cortázar, no mueren, sólo vuelven la página. El salto de la buena lectura puede ser, más bien, ligero, un leve brinco, de una casilla a otra, como si la prosa (que viene  de caminar y se debe a su andadura) fuese un andar sobre el aire, la epifanía del juego.

De modo que mi primera conclusión es que nunca leemos a solas Rayuela. La leemos acompañados por otros lectores y lecturas, incluso por algunos, como mis estudiantes, que aún no la han leído, y se les nota: están en la inminencia de hacerlo. Y aun si lo han hecho, todavía no han practicado la lectura como sobresalto, acompañados. Si uno se fija bien, descubre que su lectura presupone un breve coro de oficiantes del acto de leer Rayuela. El cual, a su vez, postula varias tribus de lectores, que leen por sobre los hombros,  como en un cuadro de Magritte, sin otra filiación que la figura asociativa que acontece cuando alguien abre esta novela y se abre una calle. Yo la leí por primera vez el mismo año de su publicación (1963) gracias a un amigo, que desesperadamente buscaba pasarle a alguien el libro, para ser parte inmediata de ese planeta. Me aseguró que era “formidable, che, formidable,” no sin regocijo, ansioso de incluirme en su asombro. Y asumí el encargo y lo compartí, de inmediato, con una novia que fumaba Galoise y hablaba a solas, despeinada y distraída.

Pero vuelvo al comienzo de mi relato. Ocurrió que la útima vez que visité París, para estar en esta misma sala e inaugurar un coloquio con una ponencia que llamé “Un paradigma transatlántico: teoría y práctica de la representación dialógica.” Mientras que  Álvaro Salvador hablaría esa tarde, sin habernos puesto de acuerdo, que es el modo de acordar que tiene la tribu del libro, de “París, encrucijada trasatlántica.” Ocurrió, digo, que al salir de mi hotel y echarme a andar, si no como el flaneur de Benjamin tampoco como el caminante nocturno de Maupassant en “La noche,” que recorre el terror de un París desértico y muerto—o sea, un París, sin lectores; sí,  en cambio,  como el paseante asociativo de Nadja, que gracias a su caminata limitada por la familiaridad de su barrio, el quinto,  trama una figura, “los vasos comunicantes,” que ya no se debe a la casualidad sino al azar favorecido.

Pero caminando a mi aire, como si nunca me hubiera ido de París, de pronto, caí en cuenta de que caminaba erráticamente. Peor aún, comprendí que caminaba de memoria. Para decirlo todo de una vez, caminaba sin rumbo. ¡Me había perdido! Y, entonces, exclamé: ¡Por fin, lo logré! Me he perdido en París. (Este eco de la lectura se debe a Margo Glantz, quien después de haber escrito sobre naufragios logró, finalmente, naufragar en uno de sus viajes, y lo celebró: ¡Qué maravilla, estoy realmente naufragando!).

París es una excelente plaza de extraviados de todas partes, pero yo tenía que recuperar la memoria para venir a la Maison de l’Amérique Latine.

Di vueltas en redondo, retándome; renunciando a un mapa, y a las señales del tránsito. Miles de famas de todos los países se hacían un selfie con Notre Dame.

Hasta que, metódicamente, que es la inspiración a pie, reconocí de pronto una callejuela de Rayuela, la cual me llevó a una Avenida de castaños, que se abría dichosa a las nuevas calles antiguas del libro.

Estaba, entendí, caminando Rayuela, pero no como un mapa – que tendría que ser del tamaño de la ciudad, una Guía literal de París; si no como su cartografía; esto es, como una metáfora conceptual: la de otro diseño del lenguaje que equivale a todos los lenguajes. Rayuela, me dije, nos ha leído a todos y es nuesto Aleph—el libro donde vive París, la ciudad donde está la idea de la Ciudad. De modo que gracias a la Puerta de Rayuela recuperé la memoria, y estoy aquí para contarlo.

Este es el juego parisino de Rayuela. Rehúsa ser un álbum sentimental de tus mejores postales, el que resultaría banal; y es, más bien, una carta de navegación impredecible, y para cada lector siempre otra. Lo mejor, mon frère, es que Rayuela no se parece a París sino que París se parece a Rayuela. A la Ciudad Luz se le han fundido los plomos, escribió Martín Romaña; no a la novela.

Por eso, ya la primera frase de Rayuela nos pregunta: “¿Encontraría a la Maga?” La forma condicional del verbo, presupone la fragilidad de esa búsqueda, la incertidumbre de caminar la más larga caminata, que el libro emprende. Y tiene, por eso, sentido que Julio Cortázar diga de Horacio Oliveira: Buscar era su signo. Lo cual refuta la amenaza  de Picasso: Yo no busco, encuentro.

Buscar, no para encontrar, sino para preguntar por tí, es la definición de la lectura, de su gratuidad y creatividad. En cambio, encontrar estirando la mano, sin buscar, aparte de que inspira cierto temor,  anuncia las licencias del que no pregunta, y más bien se debe a sus opiniones; a la soledad, se diría,  del Yo sin edad.

En una carta a Carlos Fuentes, Julio Cortázar se quejaba de que su amigo y gran lector le hubiese colocado, en un estudio reciente, al lado de Alejo Carpentier. Tienes que comprender, le decía, que aunque Alejo sea un gran escritor, “él se acuesta con las palabras, yo me peleo con ellas.”

Las palabras, lo sabemos, están vivas para Cortázar. Laten y respiran con su fluidez oral. Lo leemos, y somos parte de esa circulación del habla que podemos llamar tuya y mía.

 

 

(Leído en el homenaje a JC organizado por la Cátedra Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara, México, el 18 de setiembre de 2014 en la Maison de la Amérique Latine, París, en compañía de Aurora Bernárdez, Julián y Geneviève Ríos, Gustavo Guerrero, Dulce María Zúñiga, Carlos Álvarez, Erandi Barbosa, Florence Olivier, Carlos Henderson, Edgar Montiel, Armando Luigi Castañeda, entreotros)

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 



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24 de septiembre de 2014
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El hombre del jersey beige

Millones de chaquetas de tweed, camisas a cuadros y trajes oficiales -adjetivados igual que los coches ídem: Audis negros con cristales ahumados que escenifican la representación de un estatus- desembarcan estos primeros días del otoño en las tiendas de ropa para hombre. Aunque la pasarela internacional exhiba rabiosas tendencias que desafían la uniformidad, ávida por mostrar desacato estético, las avenidas de Occidente se llenan de hombres enfundados en jerséis beige y americanas gris marengo que igualan ambición e intención. Y ahuyentan la temeraria sombra del riesgo, que únicamente cotiza en tanto que altavoz mediático. El sistema de la moda se rige por una lógica perversa: los diseñadores resuelven sus creaciones durante seis meses, intentando ser únicos, los mejores, bajo la presión de la prensa especializada y los compradores, pero son meros eslabones de un sofisticado engranaje. Las firmas de lujo que los contratan codifican mensajes de deseo en forma de millonarias inversiones publicitarias de las que están tan necesitados los medios, mientras que las marcas de la llamada moda pronta, o low cost, se benefician de esas campañas y ponen en sus escaparates el mismo modelo con peores materiales pero a precios imbatibles. La ropa masculina asume su convencionalidad en época de profundas y sucesivas mutaciones. Porque el hombre del traje gris, ese estereotipo alumbrado en los años cincuenta, cuando los primeros brókers se hacían limpiar los zapatos en la Grand Central Station, ha devenido hoy en el hombre del jersey beige. Hace unos años se reeditó la novela de Sloan Wilson que acuñó dicha etiqueta, prologada por Jonathan Franzen, quien afirmaba: “Esta novela consigue capturar el espíritu de los cincuenta. El conformismo incómodo, la evasión del conflicto, el quietismo político, el culto a la familia nuclear y la aceptación de los privilegios de clase”. Valores que permanecieron como absolutos durante más de sesenta años, y que el desgaste social de una crisis enquistada ha erosionado: la gente sale a la calle, no le teme al conflicto; se cuestionan los privilegios de clase y la familia se ha pluralizado. Aún así, el hombre del jersey beige ha emprendido su conquista planetaria. Sastrería industrial, o mejor dicho oficial, pero con patrones más sofisticados que los del sastre de Camps. Un carácter burgués uniformiza la debilitada eurozona: no es hora de extravagancias exquisitas. Aquellos políticos de UCD con trajes de Cortefiel son hoy populares o socialistas vestidos de Massimo Dutti y Mango, mientras que la izquierda escarlata compra las camisas en Alcampo. La pasarela palpita, la calle bosteza. Todo cambia excepto el aburrimiento. (La Vanguardia)

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24 de septiembre de 2014
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Lo que pudo haber sido y no fue

El segundo período del presidente Obama se acerca ya a su ocaso, y ha llegado la hora de preguntarse si su figura no quedará en la historia envuelta más bien en un halo trágico. El sentimiento de tragedia también es no pocas veces fruto de la frustración de quienes, desde la platea, albergaban la esperanza de ver al héroe alumbrado por los fulgores de la gloria y tienen que despedirse de él en silencio, o con aplausos desganados. La nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue.

En El mayordomo, Forest Whitaker interpreta al sirviente negro que ha estado junto a varios presidentes a través de las décadas, poniendo la mesa en silencio y cepillando trajes. Una de las escenas lo muestra auxiliando a Lyndon Johnson, mientras puja con los pantalones abajo en el retrete, víctima de estreñimiento crónico. Y en otra, ya anciano, ve con los ojos llenos de lágrimas por la televisión la ceremonia en que Obama es juramentado. Es su propia reivindicación.

He allí el gran contraste, de donde nace la fábula posible: el primer presidente negro de la nación más poderosa del mundo. Antes, en el reparto de papeles, a los negros les tocaba servir de mayordomos del poder, o llorar la muerte de sus benefactores, de Abraham Lincoln, el ícono de la liberación de los esclavos, a Franklin Delano Roosevelt, como en esa imagen clásica del soldado negro que toca bañado en lágrimas su acordeón, al paso del féretro del presidente.

El cineasta Michael Moore, ha dicho hace poco que Obama "tan sólo será recordado por ser el primer presidente negro de Estados Unidos". Moore, cada vez más un demagogo, a lo mejor está en lo cierto. Pero quizás más que debido a su propia culpa, su fracaso esté siendo determinado por los anticuerpos que generó ante su llegada a la Casa Blanca, precisamente por ser negro.

Hizo una entrada triunfal bajo los reflectores, pero pronto sus frases para recordar fueron distanciándose de la realidad, en medio de una feroz batalla doméstica donde la misión primordial de los fundamentalistas del tea party fue entorpecer todo lo que hiciera y propusiera. Y desde las tramoyas de esta conspiración llegó siempre un inconfundible aunque disimulado olor a racismo.

Quizás su buena voluntad lo llevó a entrar con pie falso en el escenario, porque, al principio de su primer mandato, cuando tuvo la oportunidad de tomar iniciativas por su cuenta, insistió con terquedad en que no actuaría sino era por consenso. Perdió tiempo, y después de ser electo de nuevo siguió empantanado.

Y empantanado quedó también en la escena internacional, del tradicional conflicto de Estados Unidos con Irán al siempre renovado enfrentamiento entre Israel y Palestina, las primaveras árabes que terminaron otra vez en dictaduras, o en anarquía, como en Libia, la guerra de múltiples fuerzas en disputa en Siria, la trampa mortal que siempre ha sido Afganistán, el avance ruso hacia sus viejas fronteras imperiales en Ucrania, de por medio el cinismo sin miramientos de Putin, que no deja de poner nunca su cara impasible de jugador de póker.

 Y ahora, el Califato Islámico, la peor de las pesadillas, llena de confusiones y atrocidades como todas las pesadillas que quitan el sueño. Esta guerra de los drones contra los yihadistas seguramente tuvo que haberla peleado cualquier presidente de Estados Unidos; pero no será una cruzada capaz de reverdecer sus laureles.

Nada extraño que un presidente de Estados Unidos le herede a otro una guerra; pero Obama andará ese camino final a tropiezos, con los focos de los reflectores apagados, siempre bajo el acecho intransigente y feroz de los fundamentalistas domésticos que nunca quisieron haberlo visto en la Casa Blanca.

Ahora en las fotos aparece como un hombre viejo, encanecido bajo el agobio de las frustraciones, tan lejos ya de la música de fiesta que acompañó su entrada a la gloria de aquel reino, mientras música y reino se desvanecen en el aire cargado de infortunios

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24 de septiembre de 2014
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El Boomeran(g)
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