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Un regalo inesperado

Todavía no sé por qué merecí este regalo. Nunca había visto a Hugo Passarello Luna, el creativo y generoso fotoperiodista argentino radicado en París. Ni siquiera recuerdo cómo fue que nos hicimos amigos en Facebook. Pero un día me envió por esa vía un mensaje misterioso: quería mandarme una caja, un regalo, una sorpresa. Me pedía mi dirección postal.

Unos pocos días más tarde me llegó un presente hermoso e inesperado: era una cajita de cartón atada con un cordel. Adentro, cintas de papel mullido guardaban las joyas delicadas: una tiza y una piedrita.

¿Una tiza y una piedrita? ¿Para qué pueden servir estos simples adminículos? Obvio: para jugar a la Rayuela. Acompañaban a la caja una pequeña selección de sobres con postales: eran los retratos de unos 70 ávidos lectores de la obra maestra de Julio Cortázar, la novela-río Rayuela publicada en 1963, que se abre como un delta o estuario de múltiples caminos y direcciones.

Yo, que nací unos meses antes que la novela, pasé de mis lecturas de adolescente a las de joven adulto siguiendo a Horacio Oliveira y a la Maga por las calles, las plazas, las bohardillas y los puentes de París. Rayuela es como nosotros, los argentinos: mezcla ideas complejas con sentimientos simples, una deslumbrante retórica y una profunda cultura universal con sentimientos desgarrados y primarios.

*          *          *

 “¿Por qué Cortázar hoy?”, se pregunta Passarello en la exquisita página web de su proyecto (http://www.hugopassarello.com/rayuela/projet_es.html).

Y se contesta: “El 2014 es un año Cortazariano: se cumplen 100 años de su nacimiento y 30 de su muerte. Quise unirme a la ola de celebraciones y hacer un reportaje para descubrir a sus lectores y a la ciudad donde escribió gran parte de sus obras.

“Pero ¿cómo hacer un trabajo periodístico inesperado sobre un narrador de historias inesperadas? ¿Cómo evitar repetirse haciendo siempre las mismas entrevistas y los mismos artículos, recorriendo una y otra vez los mismos ángulos? Intenté una respuesta apoyando la narración sobre tres ejes: visual, lúdica y participativa.”

Passarello tardó un año (de mediados de 2013 a mediados de 2014) en juntar a los setenta voluntarios, hacerlos cómplices del proyecto, y armar un mapa tripartito del mítico París del Cronopio Mayor: Los personajes (escritores, artistas plásticos,  músicos, estudiosos de la literatura, las artes y la historia de ambas orillas del Sena y del Atlántico) eligieron un fragmento de Rayuela donde se menciona un rincón de París.

En las postales, por el lado B aparece el fragmento en cuestión junto con un texto donde el personaje explica por qué lo eligió y qué significa para ella o para él.

Del lado A de cada postal, Hugo Passarello les hace un retrato en el sitio elegido: la novelista Luisa Valenzuela en el Café au Chien qui Fume; el dibujante Rep en la Rue Danton; el bailarín de tango Coco Díaz en la Rue de Tombe Issoire; el pintor Rubén Alterio en el Café de la Paix; el periodista francés Rafaël Proust en la Rue Hermel; la mimo española María Cadenas en el Pont Marie; Mario Goloboff, biógrafo de Cortázar, en la Madeleine.

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¿Por qué? Cada lector tiene su razón. Alberto Manguel quiso posar en la esquina en la que Cortázar empezó a mostrarle su París. Otros buscaron lugares donde pasan cosas que les son cercanas en el libro. Unos más, sitios que les gustan, les importan, les afectan de la ciudad de ciudades.

Miguel Vitagliano posa con cara de pregunta y las manos en los bolsillos de unos vaqueros ajados frente a la estación de Saint-Lazare.

En la cara B de la postal, un fragmento del Capítulo 19 de Rayuela: “Oliveira cebó otro mate. Había que cuidar la yerba, en París costaba quinientos francos el kilo en las farmacias y era una yerba perfectamente asquerosa que droguería de la estación de Saint-Lazare vendía con la vistosa calificación de ‘magé sauvage, cueilli par les indiens’, diurética, antibiótica y emoliente”.

Al lado de esta cita, el texto de Vitigliano: “La primera vez que leí Rayuela el hábito del mate me resultaba una costumbre ajena; lo mismo seguí pensando a lo largo de sucesivos encuentros con la novela a través de los años. El episodio del capítulo 19 siempre se me cayó del recuerdo, no estaba entre los más vistosos. Quizá por eso elegí ese lugar, para no olvidar lo que se olvida.”

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Para no olvidar, Julio Silva, el gran amigo de Cortázar, eligió el único lugar que no figura en Rayuela: la tumba del escritor en el cementerio de Montparnasse. Pero se está yendo; aparece de espaldas, apoyado en un bastón.

¿Por qué este lugar?, le pregunta, como a todos, el fotógrafo. “Es un lugar que frecuento cuando la nostalgia se ampara de mis recuerdos.”

¡Muchas, muchísimas gracias, Hugo! Estoy tan orgulloso y feliz por tener la caja número 51, con mi tiza y mi piedrita. Todavía no la tiré pero siento que estoy un poco más cerca del cielo y más lejos de la tierra. 

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1 de marzo de 2015
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Doctor Canavero

El neurocirujano italiano Sergio Canavero anuncia que va a llevar a cabo un trasplante de cuerpo: lo que en realidad solemos llamar “trasplante de cerebro”. Cuando publiqué mi novela Doctor Zibelius y les decía a los periodistas que el “trasplante de cerebro” estaba al caer, me miraban con escepticismo y me tachaban de fantasioso. Mi mismo editor calificó la novela de fantasía científica. Nunca estuve de acuerdo con esa calificación, en parte porque conocía los trasplantes de cabeza con perros que se habían llevado a cabo en la Unión Soviética y con monos en Estados Unidos.

También conocía los proyectos y ambiciones del doctor Canavero, que lleva varios años enfrentándose a la comunidad científica y asegurando que “la operación es factible con los avances que ya existen ahora mismo y que no es necesario esperar más”. Le doy la razón, pues desde que me enteré de los experimentos soviéticos en los años cincuenta, y que parcialmente fueron un éxito, no me caben demasiadas dudas. Tampoco me caben dudas del escándalo que se va a armar cuando se lleve a cabo el experimento, porque en realidad se trata de un traslado de alma: de una emigración de la psique de un cuerpo a otro, y las religiones no están preparadas para semejante evento.

A menudo las novelas hablan más del futuro que del presente, más del deseo que de la realidad, más de lo que viene que de lo que queda atrás, incluso en narraciones que no tienen nada que ver con la ciencia-ficción, o que solo la tocan ligeramente. Pondré algunos ejemplos: Stevenson anticipó el concepto de inconsciente (y del otro que vive en mí) en su novela el Doctor Jekyll y el señor Hyde. Otro ejemplo menos evidente: cuando Camus escribió El extranjero, ese narrador indolente, insolidario y algo imbécil era más bien raro, ahora hay millones y millones de sujetos como él. ¿Anticipación científica? No, mera intuición para ver en el presente los signos del futuro. Por lo demás, no me quiero comparar con tales maestros, solo me limito a indicar la virtudes mánticas que suelen tener muchas novelas, hasta las que no lo parecen.

El doctor Canavero piensa que será una operación precedida de todo un trabajo psicológico consistente en lograr la identificación del cuerpo trasplantado con el nuevo cerebro, o del cerebro trasplantado con el nuevo cuerpo, pues Canavero cree, con razón, que el rechazo psicológico puede ser más grave que el físico, como ya se ha demostrado en trasplantes de manos. Yo también lo creo.

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1 de marzo de 2015
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Maldito ridículo

El sentido del ridículo es uno de los sentimientos que mejor se enrosca al cuello cuando se es joven, llegando incluso a atragantar a sus sufridos anfitriones. Cuando acompaño a mi hija pequeña a la parada de la ruta, me pide que no la bese al pasar por delante del ambulatorio donde la gente hace cola, y ella se siente vivamente observada. De mi otra hija, adolescente, el día que la despedí a través de la ventanilla del autobús, recibí al instante un watsap en el que me mandaba muy lejos. También suele prohibirme que baile delante de ella; “patética”, me dice, igual que Rajoy a Sánchez en ese escupitajo que sobre todo lo humilló a sí mismo, sólo que mi hija probablemente tenga tanta razón como yo en su día, cuando no toleraba ver contonearse a mis padres. Hay algo en la vulnerabilidad ajena que hacemos nuestro, y no tanto en un empático proceso de identificación sino a causa de las enfermedades menos tratadas a pesar de su extensión y sus riesgos: la inseguridad. No me refiero al titubeo, ni al ejercicio de esa duda que no es asunto de volubles ni melifluos sino de seres pensantes. Se trata de un sentimiento que produce desde frustración hasta envidia y que empequeñece a quien lo padece. Cuando alguien hace el ridículo sólo se tiene a sí mismo, y, si es poderoso, a una corte de almas comprensivas y temerosas que le quitarán hierro. En unos tiempos en los que casi nada permanece y a las relaciones las define muchas veces un trueque de intereses, la incondicionalidad cada vez pierde más fuelle. Y más bien tendríamos que hablar de comparsas, que no de compañía. Como la que secundó a la reina fallera por excelencia, Rita Barberá, destrozando el valencià y al tiempo demostrando que está liberada del sentido del ridículo. Bien hizo pidiendo disculpas, aunque nadie en su cargo debería practicar el terrorismo lingüístico. La insensibilidad con la que algunos se acercan a la lengua forma parte de la empobrecida concepción de un mundo en el que cuantas más patas se metan, más popularidad se adquiere. Los esperpentos y el mal gusto se multiplican, de Barberá o el pequeño Nicolás a los televisivos Belén Esteban y Paquirrín. No es la cotidianidad la que nos invade, sino una grasienta mancha de la vulgaridad que se muestra impúdica contabilizando share y tirando por el desagüe valores e ideales. En cambio hay otro sentido del ridículo más primario (y turbador) que no perdona a nadie, aunque te llames Madonna: el que produce una caída. A los treinta segundos de comenzar su actuación en los Brit, la reina del pop se desplomó, dejó muda a la sala y provocó un alud de seiscientos mil tuits en menos de 45 minutos. Irónico que quien ha sido capaz de sacudirse las risas provocadas por sus ramalazos místicos y sus patinazos artísticos, como aquella Don’t cry for me Argentina encarnando a Evita, tenga que tragarse burlas y memes por culpa de una estúpida capa. Dicen que cuando se patina sobre hielo la única solución es la velocidad: ella se levantó rauda, recolocó la voz y al menos, supimos que cantaba en directo. Rubia brillante / Cayetana Guillén Cuervo

Hiperactiva, aglutinadora de espíritus libres en un Madrid tan autocrítico como disfrutón, Cayetana Guillén-Cuervo es una metrosesenta que parece metroochenta. No sólo se ha convertido en uno de los puntales de la televisión pública -Versión española es un espacio decano- sino que ha sorteado cambios de directivas hasta conseguir que un programa de cine se emita en prime time. El año pasado rindió tributo a la memoria y al amor, y le dedicó a su padre -antes de morir- El malentendido de Camus. Además de intervenir en El ministerio del tiempo, en abril, se meterá en la piel de uno de los personajes más complejos del teatro, la Hedda Gabler de Ibsen. Linaje, polivalencia, talento y un personalísimo guiño a la vida. Lady ilustrada / Elena Ochoa ¿Cuántos comisarios serían capaces de reunir a autores de la talla de Goya, Mallarmé, Balthus, Ródchenko y Maiakovsky, Bacon, Cartier-Bresson o Hirst en una de las exposiciones del año y permitirse el lujo de titularla Detritus? De acuerdo, Elena Ochoa, lady Foster y su editorial Ivorypress son únicas. Mecenas cosmopolita, detectora de nuevas sensibilidades artísticas, Ochoa ha sabido construirse un bello traje a medida. Porque elevar el libro a la categoría de arte en un país que edita en idéntica proporción, aunque signo contrario, a la imparable caída de lectores (56.435 títulos llegaron a las librerías en el 2013, cuando ya el 35% de nuestros compatriotas no lee “nunca o casi nunca”) es más que un lujo sublime: un acto de resistencia. Compadre gracioso / Sean Penn Mucho se ha debatido sobre los límites del humor y la libertad personal. En la ceremonia de entrega de los Oscar, el concienciado, solidario y atractivo Sean Penn, que tan pronto se reúne con Maduro en Venezuela como viaja a Haití para trabajar a pie de obra, tuvo algo parecido a una regresión a su pasado de chico malo y patinó con una broma que ha levantado ampollas en los EE.UU. “¿Quién le dio a este hijo de puta su tarjeta verde?”, se preguntó en voz alta al entregarle la estatuilla de mejor director al mexicano Alejandro González Iñárritu. En el mejor anuncio de televisión mundial, a Penn su gracia se le volvió en contra, cuando al año cientos de espaldas mojadas se dejan la vida en la frontera con la tierra de las oportunidades. (La Vanguardia)

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28 de febrero de 2015
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Hitler o Stalin

El único enemigo que de verdad cuenta es el que amenaza directamente a nuestras vidas. Para los ucranios europeístas, los polacos o los bálticos, no hay peor enemigo que los rebeldes prorrusos, apoyados, organizados y pertrechados por Putin y sus servicios secretos. Para los cristianos de Oriente o los chiitas de Irak, no hay más enemigo que el Estado Islámico, que asesina a los hombres, esclaviza y viola a mujeres y niños, y pretende dejar la geografía árabe como la palma de la mano, ocupada solo por los sangrientos imitadores de los piadosos ancestros compañeros de Mahoma. Las víctimas no pueden escoger. Quienes tienen responsabilidades a la hora de parar las matanzas son los que no tienen más remedio que hacerlo. Y a la hora de establecer las prioridades no deben dejarse engañar por la retórica, las apariencias o los sectarismos ideológicos. La primera es parar la matanza en Siria e Irak y frenar al Estado Islámico. Hay razones de seguridad: los tentáculos del califato ya llegan a Libia y pretenden alcanzar Argelia y Túnez, con el propósito de saltar a Europa; y ahí están los millares de soldados perdidos de los suburbios europeos, dispuestos a regresar con todas las ansias de muerte que ya han demostrado. Pero hay además un nuevo genocidio en marcha, con el objetivo de exterminar las minorías religiosas, que los gobiernos decentes del mundo tienen la obligación de parar. La derrota del Estado Islámico exige pactar con el Irán de los ayatolás y con la dictadura de Bachar el Asad. Así de claro y duro. El primer pacto está ya descontado en Washington y en las cancillerías europeas, pero por otro motivo. Para que Irán no fabrique la bomba nuclear y desencadene una peligrosa escalada en la región hay que culminar la negociación que empezó en 2013 y alcanzar un acuerdo nuclear que tiene muchos enemigos: los ultras iraníes; la derecha israelí, encabezada por Benjamin Netanyahu; la monarquía saudí y los republicanos empeñados en evitar que Obama se apunte un éxito de tanto calibre. Más difícil de tragar es que Bachar el Asad, el mayor carnicero de la primavera árabe y del invierno que ha seguido, salga vivo y coleando gracias a su protector iraní. Llegamos así al último dilema, cuando descubrimos que ni el acuerdo nuclear ni la neutralización del Estado Islámico se producirán sin la diplomacia rusa y el visto bueno de Putin. Como en la Europa trágica de los años 30, cuando las democracias eligieron entre Hitler y Stalin, ahora hay que escoger de nuevo entre dos males, ambos insoportables. Putin es una amenaza estratégica, en el largo plazo, igual que lo fue Stalin en su día; pero la amenaza absoluta, inminente, existencial, es el califato terrorista. Es cuestión de optar o, si se quiere, de hacer las cosas por su debido orden, una después de otra, en vez de no hacer nada con el pretexto de que se hacen todas. Pero hacerlas.

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28 de febrero de 2015
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El minero número 11

Jorge Galleguillos Orellana, el minero número 11 en ser rescatado del interior de la mina San José, ha decidido profesionalizar sus recuerdos.

No hay día en que no vuelvan a su cabeza la tragedia, el encierro bajo tierra, la incertidumbre que vivió con sus compañeros, el hambre que pasaron, las visiones que tuvo, el llanto de felicidad cuando llegó la sonda, el rescate histórico, la salida espectacular, la fama, los programas de televisión, los viajes por el mundo, las peleas al interior del grupo, las visitas al psicólogo, las nuevas visitas al psicólogo, las promesas incumplidas y el olvido.

Por eso, ahora está parado en la puerta clausurada del yacimiento, por la misma boca que entró a la mina el 5 de agosto de 2010 y por la que nunca salió. Lleva puesto un casco, los mismos lentes del día del rescate, una polera que dice: "Los 33 del milagro", una linterna al cinto, una cámara al cuello y una botella de agua en su mano. Es su traje para venir a la mina.

Mira hacia el túnel, mira a los que lo miramos, toma un trago de agua, se acomoda el casco y comienza a hablar como un profesional de sus recuerdos: "Yo no sentí el derrumbe. Para qué decir que sí si no. Lo que pasó es que nosotros íbamos bien y de arriba cae algo así, en diagonal. Para mí, todo lo que cae, cae vertical. Pero de pronto las cosas caían de arriba en diagonal, y había mucho polvo".

Detiene el relato para tomar más agua. No es una pausa teatral. Es como si, todavía, necesitara ayuda para tragar lo que pasó, lo que le cambió la vida, lo que lo puso en la historia del país, lo que lo tiene aquí, hablando con los visitantes, peleando por ser guía de viajes pese a todos los problemas que han tenido los 33 para tener a cargo el turismo en la mina.

Y sigue:"Era terrible, terrible, el remezón que había. Y yo me voy, y me tomo así. Y mi compañero me dice: 'Galleta, Galleta, hueón, qué hago'. 'Vente p'acá, hueón', le digo. Ahí creo que perdí 10 por ciento más de lo que había perdido antes en audición. Y me dice mi compañero: 'Galletita, hasta aquí no más llegamos'. 'Sí', le dije yo".

Otro trago de agua. El sol que cae aquí, a 45 kilómetros de Copiapó, pica en la cara como un sarpullido:"En ese momento hay dos cosas que yo vi. A mi mamá, 78 años creo que tenía, y a mi nieto que había nacido recién y que tenía seis días. Los vi a los dos en ese momento; se me presentaron ahí adentro. En la imaginación los veo. Yo ahí pensé que quedábamos sepultados".

Aunque uno ha escuchado la historia mil veces, y Jorge Galleguillos la ha repetido otro millar de oportunidades, su relato atrapa. El hombre barbón, corpulento, con manos de roca y crema en el rostro, es el más entusiasta en darle valor turístico a esto. Y continúa:"Estuvimos ahí unos 15 o 20 minutos; yo no me podía las piernas. Avanzamos como cuarenta metros cuando ya empezamos a ver. Y ahí subimos, llegamos al nivel 150 y nos encontramos con uno de los niños que estaba abajo, que era un eléctrico de una empresa externa. Y grita preocupado: 'Oye, qué pasó', y pa pa pa, y esto y lo otro... Y había otro niño cambiando los neumáticos a un scoop, y también grita. Con el derrumbe la cuchara del scoop quedó llena, y con la onda expansiva uno de los niños salió volando. 'Un cigarro, hueón', dice uno, y yo: '¡Ya!', y pego dos chupadas. Yo no fumo, pero ese día fumé. Bajamos, seguimos más abajo y viene la camioneta con 26 personas arriba. No sé cómo venían. Uno arriba de otro. Porque en esa camioneta siempre viajan siete personas. Ahora venían 26. '¿Qué pasó, oye? Pa pa pa pa... ya, vámonos a la cresta...'. Y empezamos a buscar salida. No encontramos nada. Estábamos atrapados".

Nadie habla. Galleguillos tapa su botella de agua, y dice: "Ya, sigamos con el recorrido".

 

Extracto de "El último viaje de los 33 mineros", crónica aparecida en la revista Domingo de El Mercurio
 

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26 de febrero de 2015
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El genocidio está en marcha

Dos espesas cortinas de palabrería y de imágenes manipuladas ocultan o al menos difuminan el genocidio que están sufriendo las minorías étnicas y religiosas y muy específicamente los cristianos de Oriente en manos del Estado Islámico. La primera es la cortina de los malos usos del lenguaje, cuestión en la que es grande la responsabilidad de quienes tienen voz pública, dirigentes políticos y religiosos, periodistas e intelectuales: cuando cualquier enemigo intolerante y brutal es un nazi y un fascista y cualquier actuación violenta de una dictadura o de un grupo armado es un genocidio, entonces el nazismo, el fascismo y el genocidio se convierten en términos totalmente irrelevantes. La segunda la forman los señuelos que ocultan y desvían la atención bajo la forma de una violencia audiovisual extrema la violencia mucho más brutal y masiva del exterminio de grupos humanos enteros por el mero hecho de ser lo que colectivamente son. Esa es la función, específicamente terrorista, de los videos con las ejecuciones por decapitación o por el fuego de los prisioneros del califato terrorista o Estado Islámico, sean trabajadores cristianos coptos en Libia, rehenes occidentales y japoneses en Siria o prisioneros kurdos en Irak. El hecho es que el mundo entero permanece hipnotizado por el horror de estas ejecuciones o se estremece ante la eventualidad de que los lobos solitarios regresen a los suburbios europeos, pero apenas nadie señala ni denuncia el genocidio que está en marcha, dirigido a 'limpiar' la tierras del califato de cualquier minoría religiosa que no se identifique con el islam sunnita en su versión salafista --la misma, por cierto, que impera en la mayor parte de la península arábiga, donde la práctica de otras religiones está estrictamente prohibida. La grave y exacta denominación como genocidio aparece ya en el informe de Naciones Unidas publicado esta semana sobre el conflicto de Irak. El repertorio de las atrocidades nos remite a lo sucedido en Camboya entre 1975 y 1979, Ruanda en 1994, y la ex Yugoeslavia en la década de los 90, como antecedentes más cercanos de matanzas dirigidas a destruir a enteros grupos étnicos, ideológicos o religiosos. Una antigua y gran ciudad como Mosul, capital de muchas de estas minorías, se halla desde junio pasado en manos del califato genocida, con 14 tribunales especiales que se dedican a dictar las ejecuciones públicas diarias. Era la segunda ciudad de Irak, con 1'8 millones que son ahora apenas un millón de asustados habitantes, inermes ante el dominio terrorista. La comunidad cristiana ha huido entera o ha perecido. Gran parte de su patrimonio, entre el que se encuentran numerosos edificios religiosos, ya no existe o está en peligro. La biblioteca municipal con una valiosa colección de 8.000 libros raros y manuscritos, ha sido dinamitada. Esta vez valen las palabras más graves. Es fascismo, es genocidio, y hay que preguntarse a qué se debe tanta indiferencia.

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26 de febrero de 2015
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Asuntos Metafísicos 87: El precio de la identidad (2): razón de que la diferencia sea desigualdad.

Las líneas de Hegel con las que cerraba la columna anterior se incluyen en este párrfo

"La representación considera los momentos de la igualdad y la desigualdad como independientes entre sí, de modo que pueda bastar, para la determinación, uno sin el otro, es decir la pura igualdad de las cosas sin la desigualdad; o sea, considera que las cosas son diferentes aun cuando ellas sean múltiples sólo bajo el aspecto numérico, es decir, diversas en general, no desiguales" (Hegel, Ciencia de la Lógica. Doctrina de la Esencia traducción de Rodolfo Mondolfo, Solar- Hechette, Buenos Aires  citada p.371)

Hegel nos indica que este modo de pensar es propio de la representación. Y ¿qué es la representación? En la atmósfera hegeliana representar es casi lo contrario que pensar.    

La actividad del  pensar prioriza la diferencia luego la relación, establece diferencias allí dónde de lo contrario tendríamos una homogeneidad estéril. Por ende, si las cosas estuvieran sometidas al pensamiento no cabría suponer que tienen  una identidad previa a las relaciones diferenciales que mantienen. La pasividad del representar no vincula por diferenciación sino por yuxtaposición. Si dos cosas se le presentan iguales las incorpora sin buscar  la diferencia. Obviamente la actividad del pensar es más fértil:

"Al contrario,  el principio de diversidad expresa que las cosas son diferentes por su desigualdad entre sí, esto es que a ellas les compete la determinación de la desigualdad tanto como la igualdad"( idem).

 Hegel hace aquí una suerte de tributo a Leibniz , pero la Ciencia de la Lógica,  es decir, lo que Hegel considera el movimiento propio de las ideas,  da un paso más. Ciertamente no hay dos cosas iguales; si hay dos,  hay desigualdad de rasgos. Pero ¿por qué es así ? ¿Por qué no hay uno igual a sí  sin dos desiguales?

Para Hegel no basta decir con Leibniz que si se dan dos entidades hay una diferencia esencial o constitutiva, una desigualdad  entre ellas.  Hay que decir porqué  es así.  Hegel exige lo que el llama una demostración y lo hace en un texto durísimo y oscuro como todos los textos del autor. Ahorro en todo caso al lector el camino de la exploración y transcribo tan sólo el resultado:  no cabe suponer que haya dos cosas mera o absolutamente iguales, por la razón simple de que la igualdad como tal se revela ser dentro de sí misma desigualdad.

Así pues,  lo que la demostración del principio de diversidad o principio de los indiscernibles exige es trascender la consideración de las cosas iguales para contemplar la categoría misma de igualdad  y entonces... "mostrar  su traspaso a la diversidad determinada, es decir a la desigualdad. .

Al que crea poder constatar que se dan dos cosas in- diferentes o iguales, se le objetará lo siguiente: dado que la igualdad misma muda necesariamente en desigualdad, tales cosas iguales serían,  por la propia razón de serlo, desiguales.

Hay sin duda otras formas, digamos más cartesianas,  de intentar demostrar que la diferencia nunca es neutra, que la mera diversidad supone desigualdad de los diversos. Pero retengo aquí la de Hegel por un aspecto importante que comentaré en las siguientes columnas, a saber que la desigualdad hegeliana supondrá oposición y contradicción. Y en consecuencia: la identidad es diferencia, la diferencia es desigualdad, la desigualdad es oposición y la oposición contradicción.

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26 de febrero de 2015
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Las últimas de la fila

Durante casi un año España debatió la ley del aborto que el PP, con Gallardón al frente, quería aprobar en el 2014. Se dijo que se trataba de un guiño ideológico a sus votantes más conservadores, aquellos a los que la palabra aborto se les atraganta -como al resto de los mortales- y que en lugar de aceptar que hay veces en que la vida se escribe con renglones torcidos pretenden enderezarla a golpe de tacón. Salieron a la calle con un “sí a la vida” bien grande, como si todos aquellos jueces, médicos, enfermeras, familias y mujeres que han intervenido en algún desdichado proceso de interrupción de embarazo estuviesen a favor de la muerte. No hubo, en cambio, pancartas para el resto de los incumplimientos del programa electoral del PP, que hoy en día se pesan por kilos. Los periódicos publicaron encuestas en las que una abrumadora mayoría prefería dejar las cosas como estaban, con una ley homologada a las de nuestros vecinos, que al menos -a diferencia de la de 1985, con la que tantos populares, como su portavoz Rafael Hernando, dicen que se sentían cómodos- fijaba límites en los plazos. Uno de los puntos que provocaron mayor incomprensión se refería a la obligatoriedad de mantener embarazos con fetos inviables, que ocasionan padecimientos extremos tanto al nonato como a la madre. Varios médicos alertaron acerca de la crueldad que significaba. Una verborrea inclemente oscurecía otros asuntos en un país en demolición. Cuando el temporal amainó, Rajoy anunció la retirada del proyecto de ley. Y su ministro presentó la dimisión. Papel mojado. Todo el asunto supuso un auténtico disparate, aparte de la politización de un asunto que suele utilizarse como arma arrojadiza para diferenciar a los malos de los buenos. Otro de los argumentos-fuerza de la reforma señalaba a las menores, pero el dato lo tira por tierra: tan sólo un 12,38% de las que abortaron el pasado año lo hizo a solas. El porqué es un hueso más duro de roer que el propio embarazo: casos de marginalidad, violencia, abandono. La modificación de la ley que ahora saca del cajón el Gobierno sólo las afecta a ellas. A las que carecen del regazo de una madre y un padre para temblar. Las que están muertas de miedo, no por los médicos y políticos sino por una familia que, lejos de ser refugio, representa conflicto y amenaza. Las que ahora tendrán que dar explicaciones, buscarse un abogado, enfrentarse a sus propios padres. Sí, esa realidad existe, por aterida que resulte. Que para quedar bien con los votantes se penalice a unas pobres muchachas sumidas en la precariedad emocional es algo tan insólito como castigar al apaleado. (La Vanguardia) (Imagen: Rob Hann)

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25 de febrero de 2015
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El don de la ubicuidad

Juan Cruz es el personaje más ubicuo de que yo tenga memoria. La mejor historia que he oído acerca de él, es que cuando dos aviones se cruzan en el aire, en uno va Juan Cruz, y en el otro también va Juan Cruz, y los dos se saludan desde lejos. Algo así no hay necesidad de que alguien se haya tomado el trabajo de inventarlo haciendo acopio de ingenio, porque tiene todos los visos de ser cierto.

Crees que está sentado a tu lado en la mesa a la hora del desayuno en el hotel mientras los escritores vienen y van hablando de Michelangelo, en alguno de esos aquelarres internacionales donde parecemos estar todos y no está ninguno, oyes que cuenta una anécdota de las suyas y esperas la carcajada de los contertulios, el final siempre ingenioso, y de pronto lo vez en una mesa lejana conversando con alguien, o entrevistándolo, o está contigo pero a la vez está con el celular al oído hablando con una de sus hermanas en Canarias, o con Soledad Gallegos, la corresponsal de El País en Buenos Aires, o con Iñaki Gabilondo en Madrid, lo cual quiere decir mucho porque siempre trato de imaginar cómo era la vida de Juan antes de los celulares, desde dónde se comunicaba, salía o no salía de su habitación en los hoteles esperando o haciendo una llamada, cuántas veces al día corría hacia alguna cabina telefonica, las monedas en la mano, y debía  aguardar impaciente si la hallaba ocupada.

Qué vida más desolada entonces la de Juan sin celular, obligado a concentrarse en él mismo y ser uno solo y no tantos juanes como ahora, lo que quiere decir que entonces estaba más contigo, no tenía más remedio. Con Pilar no hay falla. Pilar siempre está. Tranquila, suave reposada, segura de sí misma, sabe que a cada minuto debe domar a una fiera inquieta pero sin uñas que es su marido a su costado. Y lo que le ha costado...

Para empezar, a Juan Cruz lo conocí en su despacho de Juan Bravo 38, altos de la librería Crisol, cuando era director general de Alfaguara, año del Señor de 1994, la vez que llegué a presentarle el manuscrito de mi novela Un baile de máscaras, que publicó al año siguiente. Hortensia Campanella, uruguaya exiliada en Madrid cuando la dictadura militar, quien entonces fungía como mi agente literaria oficiosa, había arreglado la cita.

Fue mi bautismo en Alfaguara. Yo venía de la revolución, un término que yo prefería para disfrazar el hecho incontrastable de que en realidad, de donde venía era de la política, enemiga artera de los escritores,  y Juan me dijo entonces, con tino y prevención de editor, que para hacer de mí un escritor con nombre de escritor, era necesario buscar como despojarme de la fama de político, algo en lo que estuve plenamente de acuerdo, y lo primero que le pedí es que en las solapas de mis libros no se pusiera que yo había sido vicepresidente de Nicaragua, porque el primero que no compraría el libro de un vicepresidente sería yo mismo.

La siguiente vez que nos vimos en Juan Bravo fue a finales de octubre de 1997, cuando le llevé los originales de Margarita está lindar la mar, que acababa de terminar después de un mes de trabajo intenso de corrección final en una finca entre Alcudia y Pollensa, en Mallorca; el nombre que le había puesto era Fin de fiesta, tras una infructuosa búsqueda de título, y Juan me contó entonces que se había abierto el concurso para adjudicar por primera vez el Premio Internacional de Novela Alfaguara, y me sugirió que por qué mejor no participaba con esa novela, al fin y al cabo, si no ganaba, y quedaba entre los finalistas, aquello ayudaría a las ventas, y al plan de seguir haciendo de mí un escritor con nombre de escritor.

No le dije ni que si ni que no, me llevé los originales de vuelta conmigo para pensarlo, y esa noche Hortensia me aconsejó que sí, que debía participar, y ella misma se encargó al día siguiente, en que yo volvía a Managua, de sacar en una tienda de fotocopias las copias reglamentarias del libro y entregarlas, todo bajo el seudónimo de Benjamín Itaspes, el nombre con que Rubén Darío se disfraza en su novela autobiográfica Oro de Mallorca, y la plica correspondiente. Cuando al mes siguiente hablé con Sealtiel Alatriste, el director de Alfaguara en México, me advirtió que Juan estaba en un error, los finalistas del premio no serían anunciados, había un ganador y punto; pero vuelta atrás ya no había ninguna...

Esta es la manera en que comienza mi libro de memorias literarias Juan de Juanes, publicado por Alfaguara a finals del año pasado, en su medio siglo de existencia.

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25 de febrero de 2015
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