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Un tipo normal

Dicen: “un loco”. Pero una línea del informe fiscal ratifica la correspondencia entre la razón y el corazón de Andreas Lubitz minutos antes de estrellar un avión con 149 personas a bordo: su respiración era normal. Qué anotación tan francesa, tan eficazmente descriptiva, tan Simenon. El copiloto hizo descender el Airbus en silencio, sin sintomatología susceptible al oído: no le faltó el aire ni hiperventiló. Lacónicas dicen que fueron sus últimas respuestas cuando aún compartía los mandos con el piloto, antes de que este saliera de la cabina para orinar. Una eventualidad fisiológica, que acaso Lubitz había meditado, le permitió ejecutar su plan. La sangre y la conciencia congeladas, a punto de decidir el destino de cientos de personas. Sereno, sin sobresaltos. Respirando con normalidad. No hay móvil, ni explicaciones, ni está detrás el Estado Islámico, ni hasta el momento se han encontrado cómplices. Lubitz dejó de responder, blindado por las normas de seguridad que ahora se vuelven en contra al permitir el bloqueo unilateral de la cabina de vuelo, en este caso para mal. No es difícil imaginar la desesperación del piloto experimentado, diez años de vuelo y dos hijos, un hombre afable -dicen sus colegas- “un gran profesional” que de repente se ve despojado de su mando por una simple meada. La ideología de la prosperidad, amparada en el control, no ha podido evitar el escollo de la biología a pesar de sus extremados controles. Algunas compañías americanas tienen activado un protocolo para evitar estos casos: miccionar dentro, vete a saber cómo. “Era un tipo normal” siempre dicen los vecinos de los criminales, ejemplificando la mansa entrega de la buena gente frente a la paranoica alerta -siempre reactiva- de que el enemigo pueda sentarse a tu lado, respirando con normalidad. Hace unas semanas leía en El País una entrevista de Pablo Guimón a Darian Leader, un prestigioso psicoanalista británico que estudia la locura. Afirmaba: “Cuando la gente hace cosas terribles, a veces resulta que son muy sanos. ¿Qué es alguien sano mentalmente? Hay que eliminar la distinción entre salud y enfermedad mental, y ver a las personas en términos de estructura mental”. Leader asegura que no es lo mismo estar loco que volverse loco. Personalidades ansiosas, obsesivas, fóbicas, narcisistas, depresivas o bipolares han escrito gran parte de la historia de nuestra civilización. El estigma de la locura se ha paseado entre el genio y el electrochoque, entre la euforia y el aislamiento. La locura es morbosa, tan fascinante como temida para el cuerdo, que nunca está del todo seguro de serlo. Pero el nombre del mal se escuda muy a menudo en su desvarío a fin de buscarle una rápida (y satisfactoria) explicación a la tragedia, una simplificación para quedarse tranquilos. No digamos que era un loco, se volvió criminalmente loco. (La Vanguardia)

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30 de marzo de 2015
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Olvídense de la modernidad: pesan más los arcaísmos

“A los internautas les encanta el linchamiento”, dice Jordi Soler en un excelente artículo. Ante las evidencias, no podemos negarlo, pero habría que añadir que el linchamiento es característico de las sociedades humanas, y justamente por eso abunda en la red, sin olvidar que también abundaba antes de la aparición de la red, y lo solía llevar a cabo la prensa. En la España de la democracia los linchamientos en la prensa se han ido sucediendo con una regularidad tan mecánica como ritualizada.

El antropólogo Girard diría que los linchamientos periodísticos y cibernéticos serían la puesta a punto del sacrifico antiguo. Nunca hemos dejado de sacrificar, simplemente ha ocurrido que los sacrificios han cambiado de formato (sin por eso cambiar de sentido). El sacrificio sirve para cohesionar y comulgar. Los que linchan comulgan con la carne de la víctima: literalmente la machacan y la devoran.

Seguimos siendo de un atavismo tan evidente como desmoralizador. Nos llenamos la boca con la palabra modernidad, pero lo cierto es que nuestra sociedad está podrida de arcaísmos.  

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30 de marzo de 2015
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Avenida de Jordi Pujol

De no haberse producido la confesión, algún día la mejor calle habría sido para él. Naturalmente, esto habría sucedido a los pocos meses de su fallecimiento; aquí no damos calles a los vivos, con la excepción inexplicable de los reyes de España y familia, que sirven para bautizar hoteles, hospitales o calles sin rubor alguno. De no haber cambiado las circunstancias, su desaparición habría sido gloriosa, como lo fue la de Adolfo Suárez, de forma que sus seguidores habrían entonado como con Wojtila el santo subito que le habría encaramado en el callejero de la capital catalana entre muchos otros honores post mortem. Imaginemos la Diagonal, arteria transversal como su movimiento o ideología, el pujolismo. Imaginémosla además con la remodelación ahora iniciada en la zona más noble, entre Passeig de Gràcia y Francesc Macià totalmente culminada hasta Glòries y anotada en el haber de un alcalde Trías, sí el mismo que ahora pidió su desaparición, en su tercer o cuarto mandato, es decir, entre 2019 y 2027: echen las cuentas y vean que es perfectamente verosímil. Este futurible que ya no se producirá habría significado un desquite histórico del hombre que dirigió Cataluña durante 23 años, aunque después de esperar pacientemente ejerciendo de banquero a que muriera el general que fusiló al último presidente catalán en ejercicio, prohibió la lengua y la cultura catalanas, erradicó las libertades públicas y se constituyó en infranqueable barrera de las aspiraciones democráticas de los españoles, catalanes incluidos. Habría sido un acto de justicia poética retrospectiva bautizar esta avenida, que antaño llevó el pomposo nombre del Generalísimo, con el de quien quiso ser su némesis. Recordemos el panfleto redactado por el joven resistente en 1960 Us presentem el general Franco: "El general Franco, el hombre que pronto vendrá a Barcelona, ha escogido como instrumento de gobierno la corrupción. Ha favorecido la corrupción. Sabe que un país podrido es fácil de dominar, que un hombre implicado en hechos de corrupción, económica o administrativa es un hombre comprometido. Por eso el Régimen ha fomentado la inmoralidad de la vida pública y económica. Como es propio de ciertas profesiones indignas, el Régimen procura que todos estén metidos en el fango, todos comprometidos. El hombre que pronto vendrá a Barcelona, además de un opresor, es un corrupto". La octavilla con este texto fue lanzada en el Palau de la Música Catalana el 19 de mayo en los hechos que condujeron a la detención de Pujol el 22 de junio, luego a su interrogatorio y tortura, y al final al juicio y condena por un tribunal militar y a dos años y medio de cárcel. De su puño y letra, Pujol acusaba de corrupto a Franco pero ahora no podrá desquitarse dando nombre a la avenida que adoptó el del dictador ni podrá dar el nombre a ninguna otra calle de Barcelona precisamente por la misma enfermedad que acompaña tanto a las dictaduras como a las democracias. También hubiera servido para el mismo menester la Ronda del General Mitre, donde ha vivido desde que se casó en 1956, en el piso que le regaló su padre, el ahora famoso Florenci Pujol. Por este piso han pasado centenares de políticos, empresarios, intelectuales y periodistas en los últimos 60 años y todavía pasan ahora, convocados discretamente desde esta especie de exilio o extrañamiento interior en el que se ha colocado como resultado de la confesión. Les recibe en lo que fue el piso de la portera, convertido en el despacho de trabajo que sustituye las instalaciones oficiales sufragadas por el erario público y por la ahora disuelta Fundación Jordi Pujol. Habría servido incluso alguna gran infraestructura. El aeropuerto de El Prat por ejemplo. Si Barajas es ahora el Aeropuerto Adolfo Suárez, a nadie le habría parecido extraño un Aeropuerto Jordi Pujol, siguiendo una larga y copiosa tradición que ha dado los nombres de políticos, escritores o músicos a este tipo de instalaciones. Nada de todo esto sucederá. El pujolismo ha dejado de existir. Todas sus derivaciones, antaño tan celebradas, los post?, los trans?, los neopujolismos se han esfumado por arte de ensalmo desde el 25 de julio pasado. Como máximo algunos regresan a un criptopujolismo, que apenas confiesa su filiación y menos su dolor por la pérdida. Todos ellos son ahora antipujolistas explícitos que toman distancia con el personaje, sus ideas y sus métodos, e incluso con su legado. El único lujo pujolista que se permiten es el de seguir endiñando el sambenito a los antipujolistas, siempre culpables, todavía culpables, por su prematura clarividencia respecto a las virtudes morales del líder y su familia. No es extraño. El suyo es un método que tiene una larga tradición. Lo peor de la época del comunismo, como todos sabemos, eran los anticomunistas, responsables al final de los desmanes del comunismo. Entre otras razones, porque fueron mayoritariamente comunistas arrepentidos los que pasaron a engrosar las filas del anticomunismo. Si el pujolismo ha caído y exhibe sus inmoralidades, que caiga también y exhiba las suyas el antipujolismo, culpable por partida doble, aunque contradictoria: por haber fracasado en su pretensión de acabar con el pujolismo cuando tocaba y por su complicidad implícita con el pujolismo cuando se consolidó. Quedan condenados así por una cosa y por la contraria. Ellos sí que no tienen escapatoria.

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30 de marzo de 2015
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Espionaje entre amigos

Las democracias no hacen la guerra entre ellas. Pero que no guerreen no significa que no se espíen. Las democracias se espían unas a otras, aunque normalmente adornan estas actividades de la más exquisita hipocresía. Uno de los servicios que rindió el exespía Edward Snowden fue explicarnos que Estados Unidos se dedicaba no tan solo a espiar a los países amigos y aliados, sino a pinchar los teléfonos móviles de mandatarios como Angela Merkel. Probablemente no faltan los motivos para espiarse. Económicos sobre todo. Y también diplomáticos. Hace pocos meses hubo una crisis seria entre la Casa Blanca y la Cancillería de Berlín, con expulsión incluida del jefe de los espías estadounidenses en Alemania. Nos enteramos además de que los espías germanos no iban a quedarse quietos a partir de ahora. Ahora ha vuelto a producir otra crisis de espionaje entre dos amigos y aliados como Israel y EE UU, país que asume en esta ocasión el papel de víctima en homenaje a la palmaria evidencia de que el mundo ha cambiado y que aquí ya no hay quien mande ni imponga su voluntad sobre los otros. El caso israelí tiene antecedentes. El más conocido es el de Jonathan Pollard, un analista de inteligencia militar detenido en 1985, que cumple todavía cadena perpetua por espiar en favor de Israel. Si juzgáramos el comportamiento de algunos políticos de ambos países, se diría que Israel es un Estado más de la Unión. Bibi Netanyahu lo ha demostrado en su reciente y victoriosa campaña electoral, en la que aparecía enfrentado con Obama más que con Isaac Herzog, que le disputaba el título. Esto es espuma. Debajo está la realidad que Snowden reveló en un documento, donde se describen tres círculos en el espionaje entre aliados: el de máxima confianza, en el que está Reino Unido, pero no Alemania ?y de ahí el disgusto de Merkel?; un segundo, en el que están casi todos los países de la OTAN, pero no Israel, y un tercero de aliados de máxima desconfianza, del que Israel es el más destacado, hasta el punto de que es el país que espía más agresivamente a Washington, según el diario conservador The Wall Street Journal. En esta nueva crisis, Washington cree que Jerusalén ha ido demasiado lejos. No se ha espiado meramente para obtener información, sino para hacer saltar por los aires las conversaciones nucleares del grupo llamado P5+1 (los cinco países con asiento permanente en el Consejo de Seguridad más Alemania) con Irán. Lo que más ha molestado a Obama es que se haya espiado para el Congreso republicano con el objetivo de hacer descarrilar las negociaciones. La hipocresía permite muchas cosas, pero no se perdona la destrucción por medios ilícitos de la tarea diplomática de meses y años. No es extraño que las relaciones entre Israel y EE UU se hallen en su punto más bajo desde al menos 1991.

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29 de marzo de 2015
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Teorías conspirativas

Tuvo que cortarse el pelo para triunfar, aquella melena lacia a la manera de las modelos cuando van a un casting y saben que peinarse demasiado les pone años encima. El estilo casual siempre caracterizó a Robin Wright, paradigma de esas mujeres que han nacido para vivir en un rancho californiano, con su pelo desmayado y algo sucio, su jersey de punto grueso y el mejor de los accesorios: Sean Penn -19 años juntos y dos hijos-. Por ello no ha sido fácil desengancharle el segundo apellido (Wright-Penn) hasta que ha triunfado como Claire Underwood, esposa de Kevin Spacey en House of cards, serie preferida de periodistas, políticos y amantes de las tramas maquiavélicas. Claire es una incansable tejedora de intrigas para la que trepar en las altas cumbres es el pan de cada día. Su encaje con el dudoso pero a la vez implacable Frank destila tal verosimilitud que los estadounidenses lo prefieren al mismísimo Obama. A pesar de esa visión de la política llena de sombras, manejos y extravíos morales, el 57% de los telespectadores de la serie lo cambiarían por el otrora deseado presidente, quien parece que perdió su baraka. En cuanto a Sean Penn, novio de Charlize Theron, ha declarado recientemente: “Nunca me he sentido amado”. ¿Infancia traumática, trama conspiranoide o demasiado sexy para sentirse amado? Robin Wright, en cambio -a quien triunfar le ha costado 30 años-, dice que nunca había tenido tan pocos pelos en la lengua ni tantos orgasmos. Frank/Kevin tiene algo de Pedro J; un día se lo dije a su mujer, Ágatha Ruiz de la Prada, y me confesó que ella se lo había comentado aquella tarde. Movida por la energía de la coincidencia me animé: “Y tú tienes un algo de Claire/Robin”. “Gracias, ella me encanta”, me respondió. En Madrid se echan de menos las House of cards patrias, con sus conspiraciones y sus entregas por capítulos, que han tumbado a varias cabezas de león. Menos mal que ha reaparecido José Bono para colorear la escena, montando cenas con ZP y los chicos de Podemos. Bono podría interpretar una versión castellana de la serie de Netflix. El exministro anda ahora de gira, revelando secretillos de Estado mientras se ha extendido una mezquina rumorología acerca de su vida privada. A los tirantes y las camisas a rayas de Hermés les han sucedido los sincorbata, las camisas blancas y barbitas hipster. Transparencia por opacidad, realismo sucio por realismo mágico, utopía frente a austeridad. Lo naif quiere sustituir a lo de siempre, rancio y ajado. Pero siempre habrá marionetistas de Estado. Para que las teorías conspirativas triunfen hay que ser de una pasta especial. Existen personas abiertas de mente y rigurosas, y quienes, por el contrario, se muestran desconfiados y maliciosos. De esos “vicios intelectuales”, como los denomina el profesor Quassim Cassim, depende el éxito de la conspiración. Las leyes de la imitación social, los medios de comunicación y las series de moda que nos sirven conspiraciones a domicilio hacen el resto. Por eso queremos vivir en ellas, pantalla mediante. Casta y figura / Úrsula Corberó La lectura semanal de ¡Hola! es un sedante que apacigua la cruda realidad, expulsada de su couché. En cada número hay alguna perla que da fe de la complejidad psicológica del ser humano, así como de aquello que lo conforma. La guapa actriz Úrsula Corberó, nombrada embajadora de la Academia del Perfume, es entrevistada y fotografiada en el lujoso palacio Duarte Pinto Coelho, donde recuerda sus orígenes humildes: sus padres no tenían coche e iban en tren o haciendo autostop a las audiciones. Le preguntan a qué olía su infancia, y fiel a sus orígenes responde: “A campo y a caca de vaca”. ¿Y tu presente? “A laca”, responde. Ya lo decía Mae West: la chicas buenas van al cielo y las malas a todas partes. Fotógrafo estrella / Mario Testino

Hace poco que ha alcanzado el millón de seguidores en la red social de fotografías Instagram, donde a menudo deja de lado su costoso equipo para capturar, smartphone en mano, una vista de la tarde cayendo sobre la torre Eiffel o la instalación que más le ha sorprendido en una galería de arte californiana. También da master classes gratuitas a través de la red social, consejos para triunfar en este enredado mundo donde se prefiere fotografiar las experiencias a vivirlas. “Cuando cuelgo una foto tiene que transmitirme algo. Se trata de vivir con los ojos bien abiertos”. Alcanzó la atención de los paparazzi desde que fotografió a Lady Di, y ya ha colonizado varios museos. Mediático, peruano y neoyorquino, divertido y rico.

(La Vanguardia)

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28 de marzo de 2015
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Los impecables pueden ser implacables

La experiencia de la vida me ha ido indicando que las personas que se permiten periódicamente pequeños ataques de ira son menos peligrosas que las que nunca se conceden ni la más mínima salida de tono.

La ira es una emoción narcótica, que exalta negativamente, y que negativamente emborracha. Si te la vas tomando en pequeñas dosis no pasa nada. Conoces esa droga y en cierto modo la controlas; pero si no estás habituado a ella y un día te cae encima, entras en una especie de locura ciega de la que te cuesta salir.

Me ha tocado asistir a ataques de ira de personas que prácticamente nunca recurrían a la cólera y era todo un problema librarlos de esa situación, pues llegaban a límites a los que nunca llegarían los que se permiten cabreos esporádicos y más o menos vistosos.

Lo mismo se podría decir de otras pasiones del cuerpo y del alma. Los que no las conocen y sucumben de pronto a ellas no saben cómo escapar de ese fuego abrasador.

Por eso temo a los impecables, porque sé que se pueden convertir en implacables cuando cruzan la frontera.

Refiriéndonos al piloto que estrelló el avión en los Alpes, me inquieta toda esa gente que, como siempre en estas tragedias, empieza a decir que era un chico excelente, amable, que nunca se metía con nadie, que saludaba a todo el mundo.... También el doctor Jekyll parecía un hombre muy tratable hasta que se convertió en Hyde.

Hoy mismo, la novia del copiloto ha revelado al periódico Bild que Andreas Lubitz le dijo en una ocasión: “Algún día haré algo que cambiará todo el sistema y todo el mundo conocerá mi nombre”. (Wird jeder meinen Namen kennen). De modo que la cosa venía de lejos. Con otras palabras, el copiloto le estaba diciendo a su novia: “Ahora soy Jekyll, pero un día seré Hyde y os vais a enterar”.

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28 de marzo de 2015
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La Alquimia según Harpur: el retorno de Mercurio

Dice Jacob Böhme en su Aurora (1612) que la Divinidad "tiene en su más interior nacimiento una acritud terrible, por cuanto la cualidad salada es una contracción dura, oscura y fría, tanto que del agua resulta hielo, y además por completo insoportable".
Basilio Valentín, pseudónimo de un monje benedictino (1413), afirma en "Las doce llaves de la filosofía" que basta "una pequeña cantidad del espíritu del dragón" para "disolver y hacer volátiles el oro y la plata" y así "se elevan en el alambique".
Ireneo Filaleteo, un inglés del XVII, subraya que "nuestro Mercurio es espiritual, femenino, vivo y vivificante".
Nicolás Flamel, en su Libro de las figuras jeroglíficas advierte que "si tras haber puesto las confecciones en el huevo Filosófico no ves la cabeza del Cuervo negro de un negro muy negro, tendrás que volver a empezar".
Para Fulcanelli (1924), la serpiente "indica la naturaleza incisiva y disolvente del Mercurio, que absorbe ávidamente el azufre metálico y lo retiene con fuerza".

He aquí algunos vestigios de la tradición alquímica que los expertos remontan a las tabletas de la biblioteca de Asurbanipal, en Nínive, en el siglo VII a. C. Según recientes estudios, la escuela de pensamiento alquímico se vio galvanizada en la Alejandría helenística gracias a la influencia griega, persa, judía, egipcia y gnóstica. Como si estos estilos hubieran confluído en un tratado de utilidad universal y libre de las fórmulas doctrinales que elaboran los credos nacionales.

Esta voluntad transcultural y transhistórica es uno de los rasgos más sorprendentes de la tradición alquímica aunque debo advertir que por esmerada que sea la disposición del lector contemporáneo, tarde o temprano desistirá con cierta desesperación, incapaz de penetrar la hermética apariencia de su lenguaje. Si el lector es indulgente, renunciará a descifrar la compleja simbología de un relato incomprensible; si fuera colérico, blasfemará y contribuirá con su desdén a divulgar la fama de charlatanes que arrastran los alquimistas. Inevitablemente se preguntarán los dos tipos con irritada impaciencia ¿de qué están hablando? ¿Hay alguien que lo entienda?

El azufre y el mercurio, con sus respectivas cualidades (fijas, cálidas y secas o volátiles, frías y húmedas) operan sobre los metales mediante la calcinación, congelación, coagulación, disolución, digestión, destilación, sublimación, reparación, multiplicación y proyección. Un proceso en el que actúa un fascinante bestiario (Dragón, León, Pelícano, Pavo Real, Cuervo, Serpiente...), bajo la influencia del calendario astral, hasta consumar la Gran Obra, el Opus que permite al adepto de esta "antigua ciencia" y "noble arte" obtener la Piedra Filosofal y el Elixir de la Inmortalidad.

Ciertamente, no se conoce a nadie capaz de traducir a nuestro lenguaje lógico este galimatías "hermético" y resulta por ello sorprendente que a lo largo de los siglos haya subsistido una escuela de pensamiento que no se entiende. Son miles los volúmenes conservados en las bibliotecas europeas que comentan con erudición las operaciones de la Gran Obra; son innumerables los manuscritos bellamente ilustrados con emblemas y alegorías que nadie sabe interpretar.

Aunque podamos admirar los seductores símbolos de la Alquimia y dejarnos perturbar por la evocación poética que inspiran, no hay modo de integrarlos en nuestra moderna visión del mundo. La severidad materialista nos cierra el acceso a una interpretación del Cosmos que se remonta a episodios nada cartesianos y nuestra impetuosa tecnología industrial cercena de cuajo la idea de una Naturaleza preñada por el Espíritu. Podemos conceder que la creencia sea aceptada como una benévola inquietud religiosa, pero nos parece imposible admitir que tal cosa sea un "arte" que se considera a sí mismo la más solvente de las "ciencias".

Sin embargo el código simbólico de la Alquimia anuncia la liberación del espíritu prisionero en la materia. Bajo el patronazgo del legendario Hermes, el ciclo narrativo de la Alquimia acoge la fertilidad de los viejos mitos clásicos y cristianos y otorga a sus figuras excelsas un papel decisivo en el proceso de insurgencia del alma y de transformación de la materia: Apolo, Leda, Saturno, Cristo, La Virgen... aparecen con su vigor ancestral en el teatro de la condición humana dispuestos a representar el último acto y brindarnos la ocasión de vencer al destino, la extinción y la muerte. ¿Quién podría resistirse a la llamada de esta epopeya? ¿Quién se negaría a poner en práctica las instrucciones de un manual como éste?

La promesa de la Piedra Filosofal y del Elixir de Larga Vida nos hace lamentar que algo tan formidable sea enunciado con tan inextricables fórmulas. Aunque uno, a fin de cuentas, entiende que el mistérico desafío a las leyes naturales (la fabricación del oro y la prolongación de la eterna juventud) esté reservado a una aristocracia espiritual reacia a divulgar el gran secreto (y sin embargo empeñada en dar una y otra vez testimonio de su inminencia).

C.G. Jung, Mircea Eliade y Gaston Bachelard han ayudado a comprender lo que hay aquí de psicología y de historia cultural, proponiendo reveladoras aproximaciones al denso vocabulario icónico de los alquimistas. Pero no son muchos más los autores que hayan tratado con respeto el abrumador testimonio de esta fulgurante tradición. De ahí que debamos celebrar el nuevo libro de Patrick Harpur que publica Atalanta como el más inquisitivo, sensato y lúcido de los recientemente dedicados a la ciencia hermética.

Mercurius o el Matrimonio de Cielo y Tierra, que apareció originalmente en 1990 y ahora, entre nosotros, en 2015, es una novela y un ensayo. La vida de los protagonistas transcurre por cauces temporales distintos, pero tanto el capellán Smith como la joven Eileen comparten un inteligente interés por la Alquimia (la joven antropóloga aplica el método estructuralista de Lévi-Strauss al opaco entramado conceptual). Sus peripecias sentimentales ayudan a entender que nada sucede fuera de la perturbada vida de los humanos: ni siquiera el estudio de la ciencia hermética cuyos arcanos abordan los dos personajes con deslumbrante precisión. Podemos asegurar que Harpur ha escrito uno de los estudios más elocuentes y sagaces sobre el arte de estos grandes brujos blancos que han sido los herederos de la Alquimia.

Es probable que el ejercicio sincrético de Harpur conceda a la tradición alejandrina una inesperada actualidad. Gracias a los vínculos que sugiere entre la física cuántica, la cosmografía de la materia oscura y los estudios de la consciencia, no será paradójico que la ciencia contemporánea encuentre en las intuiciones de aquellos viejos alquimistas unas visiones que, después de todo, no serán tan descabelladas.

 

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28 de marzo de 2015
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Dos voces resuenan en los Alpes

En las desoladas laderas alpinas se pueden escuchar ya las voces de dos jóvenes cantantes de ópera. Sus cuerpos se hallan esparcidos, perdidos en aquellas escarpadas soledades, pero sus maravillosas voces, desprovistas ya de envoltorio terrestre, se mueven con las ventiscas y los copos de nieve.

María Radner era una contralto alemana de 27 años, cuya carrera estaba despegando. Grandes directores como Zubin Mehta, Christian Thielemann, Simon Rattle y Antonio Pappano la eligieron para cantar sobre todo en las óperas de Richard Wagner.

Su rol preferido, el último que representó en el Liceu de Barcelona dos días antes del vuelo fatal, es el de Erda, la diosa madre de las valkirias, encarnación de las fuerzas de la naturaleza y la sabiduría. La voz de Radner era grave, vigorosa, expresiva al máximo. Conmueve ver hoy en Youtube una muestra de su arte en la canción Morgen, un melancólico adiós a la vida de Richard Strauss.

Se estaba preparando para debutar este verano en el Festival de Bayreuth, la meca del canto wagneriano. Volaba a Dusseldoff con su esposo y su bebé. Seguramente, entre atender al niño y conversar con su compañero de vida, debía estar estudiando una partitura desplegada sobre la mesita del asiento.

Quién sabe si por delante o por detrás en el avión volaba su compañero de reparto Oleg Bryjak, un bajo-barítono de Kazajstán también especializado en Wagner. Oleg, de 54 años, también venía de cantar Sigfrido. Su papel, en el que había ya descollado en Berlín, Londres, Salzburgo y Baden Baden, era el del malvado Alberlich, el nibelungo que roba el oro a las doncellas del Rin y se hace confeccionar el célebre anillo.

Bryjak tenía una apostura viril, una ironía inteligente en la cara redonda y barbuda, una voz bruñida como una campana de bronce, la apostura de un adorable villano. ¿Estaría él también repasando sus próximos papeles, tomando agua, tal vez leyendo un libro en esos últimos minutos sobre las cumbres nevadas?

Entre los 150 muertos del Airbus A340 de Germanwings, dos cantantes de ópera. Los teatros que los tenían contratados deben buscar a nuevos intérpretes. Pero tal vez para los pocos habitantes de esos pueblitos de montaña en los Alpes franceses resuenen entrelazados, por las noches y entre las melodías del viento, los lamentos de estas dos voces profundas y trágicas.

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27 de marzo de 2015
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El terrorista solitario

Urge redefinir la gramática del terror. No es necesario pertenecer a una organización para ser un terrorista. También existe el terrorista solitario, que trabaja únicamente para su propio yo.

 

 

El copiloto alemán de la tragedia de los Alpes podría ser incluido en ese perfil de confirmarse las sospechas.

El terrorista solitario tiene su propia contabilidad, como indicaba el malogrado escritor B.S. Johnson en su novela La contabilidad privada de Christie Malry. Algunos tienen incluso una libreta en la que van apuntando las afrentas, con su valor negativo que es necesario contrarrestar por medio de un acto brutal.

Al referirnos al terrorista solitario podríamos estar hablado de un perfil más común de lo que creemos. Muchos terroristas afiliados a organizaciones criminales podrían ser también terroristas solitarios y deseosos de matar, que buscan la protección de estas corporaciones para burlar su asfixiante y enloquecida soledad.

Aunque estamos hablando de conjeturas más o menos justificadas, y habrá que saber más sobra la personalidad del copiloto que protagoniza todas las portadas de los periódicos, una cosa me sorprende de su fotografía más difundida: Andreas Lubitz se halla tranquilamente sentado y sonriente al borde de un abismo. No todos se sentarían sobre ese pretil de forma tan desenvuelta y jovial. Unos centímetros más allá de su pierna derecha parece abrirse el vacío. Me lo confirma parcialmente Lourdes Unanua, una amiga de San Francisco, que me dice en un correo:

 

El pretil en cuestión es un punto de mira desde el cual se divisan unas espectaculares vista de la bahía y de la ciudad que reluce al fondo como si fuera una joya metálica. Este pretil está sobre un promontorio de rocas y arbustos; no da directamente al vacío, pero si te caes vas rodando hasta el océano. Este lugar es lo que se llama el comienzo de Marin Headlands”. Si yo fuese psicólogo tendría en cuenta este detalle tan ínfimo y a la vez tan significativo: este detalle inconsciente en una imagen que quiere ser un autorretrato.

 

(Dicho lo cual vienen los añadidos que añaden siniestrez a lo siniestro: empieza a sospecharse que si el suicidio no se considera una negligencia, se dará la indemnización mínima, circunstancia que lo pone todo patas arriba una vez más. Otra inquietud a añadir: ¿Por qué el fiscal de Marsella está tan seguro de lo que ocurrió? De nuevo las compañías aéreas están de enhorabuena. Pero uno tienede a pensar que las indemnizaciones tendrían que ser las máximas justamente por tratarse de un hecho volunario y salvaje, producto de la negligencia psicológica de la empresa, que contrató a la persona menos adecuada, y sobre la que se cernía la sombra de la depresión).

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27 de marzo de 2015
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El Boomeran(g)
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