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Asuntos Metafísicos 99: ¿Qué viene tras la física?

He retomado aquí la tesis según la cual postular que la naturaleza está regida por una implacable necesidad  es la condición de posibilidad de la ciencia y más tarde de la filosofía. Y con algún reparo (en razón del papel que pudo jugar la civilización del bajo Nilo) he aceptado que la asunción de tal necesidad sería  el rasgo singular que caracteriza a la cultura griega en  la historia de las civilizaciones. Se justificaría así la tesis de Gompertz según la cual hacer ciencia es "pensar a la manera de los Griegos", pensar en definitiva en conformidad a una serie de principios que constituyen la trama    de  la necesidad natural, la concreción misma de esta idea:  así el principio general de causalidad, que (entre otras cosas) excluye la posibilidad de modificación del pasado;  o el de causalidad local que excluye el que una acción sobre una determinada entidad pueda, sin otras mediaciones, tener efectos a distancia. 

Sin embargo he sostenido también que  el sentimiento de que el entorno natural está sometido a estos principios,  es algo que acompaña  a todo ser humano  como integrante de su inserción en el mundo, al igual que lo acompaña la ley social bajo forma de restricciones en su relación con los demás.

Si esto es así para el hombre de la civilización del Nilo o de la  babilónica, pero también para  el hombre de las comunidades exploradas hace más de medio siglo por Claude Lévi-Strauss, si  el sentimiento de necesidad natural puede  ser considerado como un universal antropológico... ¿por qué afirmar que la ciencia primero y la filosofía después tienen un origen que (con las debidas matizaciones) podría considerarse coincidente con el  pensamiento jónico?

Un embrión de respuesta es el siguiente: a partir de los jónicos el pensamiento mágico  puede seguir subsistiendo como residuo de tiempos pretéritos pero queda ausente de la consideración de la naturaleza. En una sociedad marcada por el pensamiento mágico el individuo se   siente perfectamente impotente para ejercer una influencia nefasta en el enemigo alejado en el espacio o en el tiempo, pero está seguro de que tal no es el caso del hechicero.  Si éste puede intervenir es porque la naturaleza no es autónoma respecto a su poder aunque sí lo sea respecto al poder de uno mismo. La propia impotencia frente al orden natural no significa impotencia de todos los hombres, o al menos impotencia  de todos los seres dotados de voluntad que el hombre ha concebido o imaginado. 

Así el eclipse era previsible para el astrólogo chino, dada su pericia para captar los signos de la decisión tomada por el ser mítico (dragón u otro) de acaparar el Sol. Estos signos coinciden con los que capta Tales en su célebre previsión, verificada en medio de una batalla, pero su significación es completamente diferente: para Tales la naturaleza misma posee un orden interno que conduce implacablemente a tal  ocultación del astro y el hombre, tan impotente como los dioses para evitarlo, tiene sin embargo la capacidad de hacer ese orden transparente.  

Entendemos así porque la ciencia que nace en Jonia ha jugado en la percepción de los hombres un papel tan equívoco. Por un lado, es la prueba de nuestra potencialidad de intelección y así de nuestra prodigiosa singularidad en el seno de los seres dotados de alma. Mas por otro lado, sus mismos presupuestos de base implican la ausencia de escapatoria a lo que la naturaleza asigna  y así que nuestro  ser animal comparte el destino del conjunto de los seres naturales.

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11 de junio de 2015
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La foto del gobierno mundial

Un año ya sin Rusia. Por segunda vez, el G-7 se ha reunido sin el presidente ruso, después de una historia ya institucionalizada de 16 años, desde la cumbre de Denver, cuando Bill Clinton invitó a Boris Yeltsin a que se incorporara al directorio mundial que conforman los dirigentes de los siete países más industrializados. El G-7 ya no volverá a ser nunca el G-8, tal como se le denominaba durante los años de asistencia rusa. Era una participación más fruto de una voluntad diplomática integradora que de una realidad política y económica. Ni Rusia era entonces mucho más democrática que ahora ni entonces era, como no es ahora, una de las potencias económicas que más cuenta en el mundo. Se trataba de cerrar las heridas de la guerra fría e incluirla en la cima de la gobernanza mundial. Todo esto se fue al garete con la anexión de Crimea en marzo de 2014. Cayeron las sanciones económicas sobre Rusia y se suspendió provisionalmente la participación de todos los socios occidentales en la cumbre que precisamente debía celebrarse en Sochi, en el Mar Negro, bajo presidencia rusa. A la vista de cómo ha evolucionado el conflicto entre Rusia y Ucrania, la suspensión ya no es provisional y el G-7 regresa a su formato original, como directorio de los países democráticos e industrializados, todos aliados de Washington, es decir, las potencias occidentales más Japón. Nada permite intuir que las cosas vayan a cambiar en los próximos años, ni por la evolución económica de Rusia ni tampoco por la política. Por eso Rusia no volverá. El G-7 pesa mucho: representa solo el 11% de la población, pero acumula un tercio del PIB mundial. Durante la crisis económica pudo parecer que el G-20, que reúne teóricamente las economías más grandes del planeta, le pasaba la mano por la cara. Pero no ha sido así. ?En la práctica, el G-20 básicamente amplía la base de apoyo y el alcance de los compromisos directos del G-8?, dice Josep M. Colomer en su libro El gobierno mundial de los expertos (Anagrama). El problema del G-8 es otro: su población se encoge, es la más anciana del mundo y sus economías también serán cada vez más pequeñas con relación al conjunto. Quien falta en el directorio mundial no es Rusia, sino China, y luego India, Brasil, y todo lo que sigue. Al final, la reunión del G-7 se sintetiza en un largo y tedioso comunicado, unas conferencias de prensa y unas fotos. Ahí está la lista entera de los graves problemas mundiales, en la letra pequeña que a pocos interesa. Como corresponde a los tiempos de la política de la imagen, el país anfitrión elige escenarios de gran fotogenia. Quienes pretenden gobernar el mundo quieren que sus reuniones ocupen las primeras páginas de los periódicos y los prime time de las televisiones. En la foto de este año, en Baviera, no está Putin y solo se ve a Merkel con los brazos extendidos, como si cantara, y Obama, que la escucha sentado en un banco ante un escenario alpino de película. De la política de la imagen surge al final la imagen que queda de la política.

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11 de junio de 2015
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La hora de los ?assistants?

Cuando los profesionales de élite empezaron a cambiar a sus secretarias hipereducadas por un assistant con dos másters, tres idiomas y un “sí” permanente en su sonrisa, el neologismo trajo dudas y resistencias, habituados como estábamos a la asistenta, que a su vez había sustituido a la criada. Porque el mero apoyo secretarial fue usurpado por la tecnología, y la creciente competitividad requería otro tipo de colaboración basada en tres ejes: preparación, criterio y solvencia. El nuevo liderazgo, más horizontal y menos engolado, instauró otra idea acerca de las formas del poder que los gurús de Palo Alto se encargaron de exhibir con sus mesas redondas y sus videojuegos en la oficina. Así fue como muchas secretarias quedaron restringidas para los peces gordos, necesitados de sus primores, mientras que los assistants iban escalando posiciones al lado de profesionales de éxito como una especie de apuntadores o spin doctors júniors prestos a desarrollar estrategias además de reforzar anímicamente a sus jefes si se les fundía alguna bombilla. Los primeros que se presentaban como asistentes de un diseñador, arquitecto o empresario tuvieron que barrer complejos demostrando que, si bien su puesto conllevaba alguna orden de tipo doméstico, la suya era una posición de confianza y privilegio. Casi tan ocupados como si fueran ellos las estrellas, con un alto nivel de presión y una diversificación de tareas que van desde ayudar a hacer los deberes de los hijos hasta la documentación de una ponencia, el assistant ha ido ganando poder de influencia y sacando la patita del pedigrí, hasta el extremo de ocupar el foco. Ahí está Hollywood, sin necesidad de guión, donde los assistants de Lady Gaga, Naomi Campbell, Lindsay Lohan o Claire Danes se encargan de airear trapos manchados: desde tener que dormir con ellas cogiéndoles la mano, hasta encender velas de azucena a su paso, o recibir un telefonazo en la cara. Tanto es así que dos jóvenes mallorquines -Brais Vilasó y Xim Ramonell- decidieron explicar el fenómeno de la moda desde esa “segunda línea” y empezaron a editar una revista de moda llamada Assistant, en la que en lugar de ir a por los grandes se ocupan de buscar a sus manos derechas: jóvenes que saben mucho más de lo que cuentan y que aprenden de sus jefes cuán esquivo y peligroso es el éxito. “Ser asistente no es tanto ser el segundo como el siguiente. Ser una máquina de absorber, y en el momento justo dar el salto”, señala Vilasó. Primero hay que construir la confianza y, progresivamente, hacer valer las buenas ideas propias, hasta que un día, el jefe se da cuenta de que quien de verdad manda es su assistant, y tiene dos ­opciones: despedirlo o cederle el paso. (La Vanguardia)

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10 de junio de 2015
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Cuidado con ese escritor infinitamente delgado

Ahora que vivimos en la edad de la grasa, resulta estimulante acordarse de aquel escritor “infinitamente delgado” llamado Kafka, y volver a explorar un poco sus alucinantes creaciones.

Entrando en materia, confieso que he leído con placer el relato de Jesús Marchamalo Kafka con sombrero. A través de tan solo treinta páginas vamos viajando por la vida de Kafka y sus momentos fundamentales, guiados por un narrador que destila un humor muy fino y una sana ausencia de patetismo, sin por eso dejar de mostrar verdadero amor hacia el autor de Praga.

Como indica Marchamalo, la vida de Kafka parece estar presidida por “la frialdad austera y silenciada de la muerte”, de la muerte que él mismo experimentó en una clínica para tísicos y de la que conocieron sus hermanas en los campos de exterminio. Kafka llegó a pesar cuarenta y cinco kilos, como el “artista del hambre” de uno de sus relatos, y empezaron a circular sobre él muchas leyendas, como les ocurre a todos los escritores que inauguran una época. De algunas de ellas se hace eco el relato de Marchamalo, que me ha animado a revisar un poco la obra de Kafka. Tras hacerlo he sacado las siguientes conclusiones:

Hay en Kafka mucho de fabulista, y a veces la fábula se impone a la narración, como ocurre en La metamorfosis, novela con la que Kafka supo resucitar de forma original y sorprendente las antiguas fábulas de animales. Es el regreso de Esopo, pero de un Esopo agobiantemente existencialista.

En otras novelas Kafka nos presenta un poder muy deshumanizado, desplegando ampliamente los tres elementos de la deshumanización: el hermetismo, la autosuficiencia y la atomización. Recordemos El proceso. Ahí el poder es tan hermético que está más allá de toda comprensión, y es tan autosuficiente que no precisa del apoyo de nada ajeno a su propia estructura, lejana, muda, absoluta. Lo mismo ocurre en El castillo. Y ese poder lo atomiza y lo desarticula todo: es un poder que no permite al individuo hacerse una idea general del mundo.

Nadie ha desplegado mejor que Kafka la geografía de la incertidumbre y el caos, nadie nos ha colocado de forma tan paradójica y tétrica en el hombre de nuestro tiempo, que ha visto la muerte de Dios y la descomposición de la idea de destino, y todo con cierto humor. Siempre se oyen risas en los pasillos del extravió, y a veces sus novelas pueden leerse como una disparatada diversión.

Cuando lees a Kafka en la adolescencia te lo tomas de forma demasiado trascendente, y sólo en la madurez descubres que es un gran humorista, sobre todo en algunas de sus narraciones breves. Pocas veces me he reído tanto como cuando leí El topo gigante. Un cuento que acaba en su punto más culminante, y que tiene que acabar ahí porque está sujeto a una tensión que no se puede prolongar, como ocurre en más de un cuento de Carver.

Y Kafka inauguró como quien dice nuestro tiempo y nuestro ámbito: la incertidumbre y el caos. Alegra que la mejor narrativa esté siempre conectada con otros espacios del saber, en contra de lo que suelen creer los que ven la literatura como un territorio autosuficiente que se nutre de sus propias heces. Los relatos de Kafka, por ejemplo, parecen anunciar el principio de incertidumbre del físico Heisenberg, si bien con cierta antelación, ya que Heisenberg formuló su célebre principio en 1925, y para entonces Kafka llevaba un lustro en el país de los justos.

Se supone que las narraciones sirven para ordenar el mundo. Kafka consiguió que sus narraciones sirviesen para desordenarlo. A menudo sus relatos no tiene final porque no pueden ni deben cerrarse. Cerrarlos supondría enmarcarlos en un orden y caer en la tentación de la certidumbre. Por alguna razón, Kafka no cayó en esa tentación en la que es tan fácil caer.

Un hueso duro de roer: Kafka es la escritura de la no consolación.

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10 de junio de 2015
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Las ciudades del sol

La carretera que lleva desde Santa Cruz de la Sierra hasta la frontera con Brasil se extiende por la planicie en una recta infinita, como tirada a cordel, y el paisaje salteado de campos de soya me recuerda al de Nicaragua. Los cerros son raros, apenas uno o dos en la distancia cuando bajo un cielo nublado nos acercamos a nuestro destino que es San José de Chiquitos. La explicación es que chiquitos pasaron a ser llamados los naturales de la región a la llegada de los colonizadores debido al exiguo tamaño de las puertas de sus chozas, y así fue bautizada también su lengua.

La Chiquitania, el mítico territorio de las misiones de los padres jesuitas que comenzaron a establecerse en Bolivia a finales del siglo diecisiete, obra iniciada en Paraguay y en los territorios fronterizos de Argentina y Brasil. Una utopía que vio su final cuando Carlos III decretó la expulsión de los miembros de la orden de los territorios de la corona española en 1767, con lo que las poblaciones indígenas de las reducciones se dispersaron o cayeron en la servidumbre.

Hay una banda sonora que llevó en la cabeza mientras nos acercamos las goteras del pueblo, la que Ennio Morricone compuso para la película La Misión de Roland Joffé; y lo mismo me persigue la imagen con que el film se abre: el misionero jesuita atado a una cruz que va dando tumbos entre las aguas embravecidas, hasta despeñarse por el torrente de la catarata del Iguazú, sometido al martirio por los indios guaraníes.

También ronda mi cabeza el largo poema La arcadia perdida de Ernesto Cardenal, donde describe con admirada meticulosidad la vida y organización de las misiones, separadas unas de otras por centenares de leguas, entre selvas y páramos: "En las oscuras selvas del Paraguay/Por esas avenidas iban y venían los indios con poncho y boina/Niños de doce años tocaban con el arpa melodías de Bolonia/Máquinas hidráulicas extraían el agua de los ríos/Cada reducción con inmensas huertas..."

Hay quienes las califican de una "teocracia socialista", organizadas bajo un modelo paternalista de premio y castigo. En todo caso, una singular experiencia de evangelización de infieles y de colonización comunitaria como no se vio en ninguna otra ocasión en América, sobre todo tratándose de territorios remotos e inaccesibles.

La vida primitiva de quienes eran atraídos a las reducciones por los jesuitas sufrió una transformación radical. Siguieron hablando sus lenguas originales, que fueron respetadas, y aprendieron a trabajar en comunidad en la agricultura y en diversos oficios artesanales e industriales, para su propia manutención y el beneficio de las misiones, que llegaron con el tiempo a ser muy ricas, y por tanto envidiadas y codiciadas.

Beneficiaban azúcar y hierba mate, fabrican tejidos de algodón, lo mismo que muebles y joyas, y tenían fundiciones de bronce y estaño, además de procurarse sus propias armas. Y una de las ventajas que los indígenas encontraron en las reducciones, es que podían defenderse de ser tomados como esclavos por las bandeirantes que incursionaban desde el territorio de Brasil.

Una utopía como la de Campanella o Tomás Moro, que también se parecía al sistema de las sociedades comunitarias prehispánicas. Un modelo que atendía a la redención de los indios que de otro modo irían al infierno, viviendo como antes vivían en la poligamia y entregados al culto de dioses falsos. La doctrina salvaba sus almas, pero la organización comunitaria proveía a sus cuerpos, y también a sus espíritus.

Sino que lo diga la música. Los aborígenes aprendieron en las misiones el arte del canto, a tocar los instrumentos europeos, arpa, vihuela, violín, viola, y también a fabricarlos con gran destreza. La evangelización encontró un vehículo propicio en las artes musicales, y en lo hondo de los montes empezaron a resonar las más complejas piezas renacentistas y barrocas, de Arcangelo Corelli a Händel y Vivaldi.

Los padres jesuitas eran maestros músicos y quedan centenares de piezas de su autoría, aunque anónimas, que pudieron ser preservadas a lo largo de los siglos por el celo de los indígenas; y así mismo enseñaban a componer: en los festivales chiquitanos se ejecuta una ópera, obra de uno de aquellos discípulos nativos.

Y también eran arquitectos y maestros constructores, como lo demuestran sus soberbios templos como este de San José de Chiquitos, de espléndidos altares barrocos recubiertos de pan de oro, que admiramos durante un recorrido nocturno. Al pie del altar mayor, la Orquesta San José Patriarca compuesta de niños y adolescentes, nos obsequia con un impecable concierto.

El pasado no muere. La dirige el maestro francés Antoine Duhamel, y sus pequeños músicos tocan con brío piezas de Purcell, de Haydn y de Mozart. El método de aprendizaje proviene del que ha desarrollado en Venezuela el maestro José Antonio Abreu para la red de orquestas Simón Bolívar.

Al final del concierto le pregunto a una de las ejecutantes, que andará por los doce años, cuánto tiempo toma aprender a tocar un instrumento. "Toda la vida", me responde con aplomo, "en música nunca se deja de aprender".

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10 de junio de 2015
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Paseos por Berlín

Franz Hessel, nació en 1880 en Stettin (Pomerania), aunque los años decisivos de su formación los pasó en Berlín. En 1900 se trasladó a Múnich, donde estableció una fecunda relación con Stefan George, y a partir de 1906 alternó prolongadas estancias en París con visitas frecuentes a su ciudad de adopción, Berlín, fundamentalmente en su calidad de traductor y colaborador externo de la editorial Rowolt. Fue un hombre extremadamente discreto y poco dado a la presencia pública, hasta el extremo de que su figura podría estar hoy casi olvidada fuera de los círculos más eruditos de no mediar dos circunstancias perfectamente ajenas a su quehacer intelectual. En 1920 escribió Romance en París, una novela que pasó sin pena ni gloria hasta que en 1953 François Truffault la llevó al cine y la hizo mundialmente famosa bajo el título de Jules et Jim. Hessel había muerto doce años atrás en el más completo anonimato, pero incluso de haber estado con vida hubiese renunciado con firmeza pero sin estridencias a esa fama vicaria. Si detrás de Jules estaba él mismo, Jim escondía al crítico Henri-Pierre Roché, un amigo de Hessel que mantuvo con la entonces esposa de éste, Helen Grund, el sugestivo mènage à trois  que tanto llamó la atención en la opinión pública del momento y que, es de suponer, tantos matrimonios debió de pulverizar cuando las esposas se avinieron a encarnar el papel que con tanto donaire llevaba Jeanne Moreau en la película. El otro momento de fama le llegó de refilón ya bien entrado el siglo XXI cuando su hijo Stéphane publicó un libro/manifiesto que iba a tener incalculables consecuencias entre los jóvenes asqueados de la sociedad de su tiempo: ¡Indignaos!

                El aspecto más notable y provechoso de las estancias de Hessel en París fue, de un lado, el profundo conocimiento y complicidad que llegó a adquirir con la ciudad y que luego podría aplicar al recuento de sus paseos por  Berlín. Pero más decisiva aún iba a ser su amistad y colaboración con Walter Benjamin,  con el cual llegó a traducir al alemán una gran parte de En busca del tiempo perdido, de Proust. Ambos vivían de lleno el bullente París de los Años Veinte, cuando la pintura, la música, la literatura y, cómo no, el pensamiento, estaban recibiendo unas corrientes de extraordinaria creatividad e inventiva. La Primera Guerra Mundial había sido una verdadera hecatombe para Europa y era imperativa la búsqueda de  vías con las que cimentar los nuevos tiempos.

                Benjamin y Hessel estaban inmersos en esa búsqueda de horizontes nuevos y,  cada cual a su manera, eran muy conscientes del papel que les correspondía jugar. En la práctica, Benjamin se inclinó por retroceder hasta el Segundo Imperio y situó, en la figura de Baudelaire, el nacimiento de la modernidad metropolitana. En este sentido es fundamental un pequeño texto titulado “El pintor  de la vida moderna”, en el que el poeta francés destacaba la peculiar mirada del “paseante” (el flâneur) capaz de descubrir, interpretar y revitalizar el paisaje urbano. A diferencia del viajero clásico ( y sobre todo en contra de la peor versión de éste, el turista) el flâneur no deambula por las calles en busca de monumentos, lugares emblemáticos o símbolos universales que denoten la inmutable trascendencia de la ciudad. Para Benjamin, el flâneur ha tenido que reeducar su mirada y darle la capacidad de percibir síntomas, huellas, presencias antiguas y esencias (que tanto pueden ser olores como colores o sonidos) capaces de articularse en forma de un discurso personal, inédito e irrepetible, pero al mismo tiempo reconocible y asimilable por parte del lector.

                Aunque Hessel era menos teórico que Benjamin, casi al mismo tiempo de publicar Paseos por Berlín escribió un pequeño ensayo titulado “El difícil arte de pasear” en el que exponía sus ideas sobre el ejercicio del paseo y que, resumiendo mucho su posición, podría expresarse diciendo que el flâneur es el guardián del genius loci, el hombre que recorre las calles sin un propósito definido y, mucho menos aún, una idea preconcebida. Por mal que le miren los atareados ciudadanos, por sospechosa que sea la presencia de un desocupado que husmea los rincones sin interés aparente o que importuna a los residentes con sus preguntas y precisiones, el paseante se impregna lentamente de las sorpresas que le brinda el azar.

                En la práctica, Franz Hessel tradujo ese afán por merodear en un libro delicioso. Muchas de sus observaciones y noticias son de los Años Veinte, y desde entonces la capital alemana ha sufrido convulsiones tan poderosas como el ascenso de la pequeña burguesía que nutría las filas del partido Nacional Socialista y el arrasamiento de la sociedad judía, o convulsiones tan arrasadoras como los bombardeos de la Segunda Gurerra Mundial y la posterior (y actual) reconstrucción a base de planes muchas veces faraónicos. Y sin embargo, aunque el Berlín del que habla Hessel poco tiene que ver con el actual, el libro es una joya repleta de pequeños hallazgos  (esos hombres-anuncio con carteles que dicen: WALTERCITO, EL CONFORTADOR DE ESPÍRITUS CON UN CORAZÓN DE ORO…EL CAÑÓN DEL ÁNIMO MÁS FAMOSO DE BERLÍN…), la detallada descripción de los diferentes talleres artesanales reunidos en un antiguo almacén (cómo se fabrica y decora un marco de espejo, por ejemplo) o detalles curiosos, como el comentario a la “próxima” inauguración del famoso templo de Pergamon. Como le ocurre al París de Leon Paul Fargue, el Berlín de Hessel es la experiencia de toda una vida y habla de él como hablaría de su familia, o de su casa. Y la narración resulta apasionante y entrañablemente cercana.

 

Paseos por Berlín

Franz Hessel

Traducción de Manolo Laguillo

Errata Naturae

                 

 

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9 de junio de 2015
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