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Lluvia negra

1

Más de seis décadas después, a fuerza de una repetición tan inclemente como vana, la imagen se ha vuelto casi anodina: la sublime belleza del horror. La columna de humo incandescente elevándose hacia el cielo. El paraguas espumoso y criminal. El ángel de la muerte. El hongo de fuego.

            Habría que imaginar, en cambio, el primer día. Ese día. Hiroshima, 6 de agosto de 1945. Los primeros ojos que admiraron el estallido. Los primeros ojos que quedaron ciegos. El primer rostro calcinado. El primer cuerpo desollado.

            Y el primer sobreviviente.

 

2

¿Para qué sirve una novela? Hay una respuesta que incomoda a escritores y críticos por igual, pero que no por ello es menos verdadera: para vivir las vidas que no tenemos. Para observar aquello que no podríamos observar de otra manera. Para romper el severo aislamiento que nos separa de los otros. Para sentir, por un instante, como sienten los otros. Para, por un instante, ser otros.

            Para observar por primera vez, sin calcinarnos, el estallido de la bomba.

 

3

No queda más remedio: la bomba se ha convertido en la mejor metáfora del siglo xx. En su condensado o su resumen. El viejo pacto de Fausto con el diablo: se ha dicho una y otra vez hasta el cansancio. La ciencia al servicio del poder y sus fantasmas. Habernos convertido en la única especie capaz de extinguirse por propia voluntad.

            Pero, al convertirse en símbolo, en emblema, la bomba casi ha borrado lo que fue: las muertes puntuales de miles de inocentes. Las heridas ciertas, dolorosas, inocultables, de cientos de miles de víctimas. Vidas destruidas. Vidas al garete.

            Aborrecemos la bomba pero procuramos ocultar sus efectos. Nadie quiere acordarse ya de los cadáveres. Menos aún de los supervivientes. De esos que vivieron para contarlo pero de los que por fortuna, a más de seis décadas de distancia, quedan ya muy pocos. Porque ellos son el último testimonio de lo que somos, en realidad, los humanos.

 

4

Durante la segunda guerra mundial, Masuji Ibuse (1898-1993) trabajaba en el departamento de propaganda del Ministerio de Guerra japonés. Ni más ni menos. Podemos imaginarlo redactando informes -reconozcámoslo: mentiras; reconozcámoslo: ficciones de novelista- y transmitiéndolos a sus superiores, y luego a sus compatriotas, para levantar sus ánimos mientras se prolonga el conflicto. Y entonces, un día, recibe una noticia imposible de maquillar. Una noticia que, todos lo saben, precipitará la rendición del Emperador. Una noticia que, quizás él lo adivina, cambiará no sólo el destino del Japón, sino el del planeta.

            ¿Cuánto habrá tardado Masuji Ibuse en comprender que algún día tendría que narrar aquello? Su empresa literaria es el reverso exacto de sus labores durante la guerra: despojar una noticia de eufemismos, arrancarle toda floritura y toda retórica, despojarla de ideología. Reducirla a lo único que, en realidad, importa. Las vidas de unos cuantos personajes. No: la vida de unas cuantas personas. Una familia. Una familia que sobrevive a la bomba y a la lluvia negra. Una familia que, al sobrevivir, no sobrevive ni a la bomba ni a la lluvia negra.

            Y entonces Masuji Ibuse escribe, transcribe: Lluvia negra (Koroi Ame). Y se vuelve célebre. Pero eso no importa. Sólo importan las personas que la habitan.

 

5

"Yo soy la muerte", se fustigó con cierta dosis de histrionismo J. Robert Oppenheimer al enterarse de la explosión de Hiroshima.

            Frente a esta frase grandilocuente -y al arrepentimiento del científico que por un momento prefirió la ciencia a la justicia- quedan los personajes, no, las personas de Lluvia negra. Shigematsu Shizuma y su sobrina Yasuko son el reverso de Oppenheimer.

            Son la vida.

 

6

Lluvia negra posee el estilo de la tierra devastada. Tan árida como la ciudad luego del ataque. Una novela en ruinas.

 

7

La novela, como toda gran novela, da voz a los sin voz. Y, mejor que eso, nos permite creer o quizás sentir que esa voz es también la nuestra.

            Masuji Ibuse apenas se atreve a comparecer en sus páginas. El novelista enhebra con discreción oriental los diarios de sus personajes. Insisto: de esas personas, de los sobrevivientes. Cada uno cuenta, en un estilo igualmente adusto, despojado, lo que ocurrió ese día. Y, aún más importante -y mucho menos recordado- lo que ocurrió en los días siguientes.

            La Historia resguarda la memoria de ciertos hechos. La Novela, su contraparte, su rival, su enemiga, resguarda la memoria de ciertos individuos. Eso hace Masuji Ibuse. Y por eso Lluvia negra sobrevive.

 

8

Una escena secundaria concentra la visión japonesa del desastre: estalla la bomba, un regimiento de jóvenes soldados recibe quemaduras indescriptibles, su jefe les ordena suicidarse. Según la leyenda, sólo uno incumple la orden.

            Es quien lo cuenta.

            Como Masuji Ibuse.

 

9

Más que una novela sobre la bomba, Lluvia negra es un libro sobre la "enfermedad de la radiación". No caben aquí comentarios geopolíticos, discursos sobre la humanidad y sus chacales, reflexiones sobre el fin de la historia o el fin del mundo.

            Lluvia negra responde a una sola pregunta: ¿qué ocurrió con quienes contemplaron el estallido y luego tuvieron que seguir con sus vidas?

            En otras palabras: qué significó sobrevivir.

 

10

En su diario Yasuko, la hija casadera de Shigmatsu, escribe sobre en su entrada del 6 de agosto de 1945: "A las 4:30, el señor Nojima vino con su camión a recoger nuestras pertenencias para llevarlas al campo. En Furue hubo un gran fogonazo seguido de una explosión. Un humo negro se elevó por encima de la ciudad de Hiroshima como una erupción volcánica. En el camino de vuelta, fuimos por Miyazu, y desde allí en barco hasta el puente de Miyuki. La Tía Shigeko estaba ilesa, pero el Tío Shigematsu tenía heridas en la cara. No se había visto jamás un desastre así, pero es imposible hacerse una idea aproximada. La casa está inclinada unos 15 grados, así que este diario lo estoy escribiendo a la entrada del refugio antiaéreo".

            La descripción es seca, sin apenas dramatismo. Allí está, justamente, lo terrible.

 

11

Lluvia negra, lo he dicho, no es una novela sobre la bomba. Es una novela sobre un padre que quiere casar a su sobrina. Shigematsu Shizuma tiene el deber de casar a su sobrina Yazuko. Y, para ello, debe convencer a su posible marido de que ella no ha contraído la "enfermedad de la radiación". Convencer al otro de que no ha ocurrido nada. De que la lluvia negra que cayó sobre su piel y su cabello no la ha afectado. Como un propagandista de guerra, Shigematsu maquilla la realidad. No quiere que Yazuko se quede sola. No quiere el oprobio para Yazuko. Pero su empresa es, como para los propagandistas japoneses, imposible. La "enfermedad de la radiación" está allí. De hecho, es lo único que existe.

 

12

Yazuko es la víctima perfecta. Joven, tímida, quizás no muy agraciada. Más que casarse, ella sólo quisiera hacer feliz al Tío Shigematsu. Pero no lo consigue. Porque la vida cotidiana no sigue después de la bomba. Porque la bomba no ha cambiado el destino de Japón o de la humanidad: ha destrozado su vida. Y la vida de los suyos. Pese a las bienintencionadas mentiras de su Tío, Yazuko enferma. No puede ser de otra manera. 

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6 de agosto de 2015
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La cabeza de Murnau (4) Tangos, calambrazos, aviones de Mongolia Exterior, damas de la dinastía Ming…

La cabeza restaurada

Intenté fugarme de nuevo, pero los hombres de negro me atenazaron, me arrastraron fuera del cine y me condujeron a mi propia casa para recuperar la cabeza de Murnau. El calor africano que envolvía la ciudad había hecho milagros y he aquí que la calavera de Murnau había recobrado su tamaño original. Los alemanes se sorprendieron ante el prodigio. Les tranquilicé susurrando con amable y aterciopelada voz:

-Las altas temperaturas han inflamado la cabeza de nuestro adorado y ya no va a hacer falta utilizar productos regeneradores que además son muy caros.

-Perfecto, ¿tiene en su casa alguna nevera portátil?

-La tengo.

-Pues meta en ella la cabeza y pongámonos en marcha.

 

Como en una ópera de dos centavos

Obedecí sus órdenes y pregunté:

-¿Puedo saber a dónde vamos?

-¿No lo adivina? A Berlín, al gran Berlín, al dulce, febril y festivo Berlín; al Berlín eterno, al Berlín tétrico y vil; al Berlín de siempre, al Berlín de la vida y la muerte; al Berlín de la puerta de Brandenburgo y el París Bar; al Berlín del tango, el tecno y el chachachá; al Berlín de la belleza y la maldad; al Berlín de Marlene Dietrich y algunos más. ¿No siente ya un calor especial, un calor irreal, un calor que da vértigo? ¿No lo siente ya?

Uno de los hombres se puso a bailar conmigo mientra el otro cantaba un tango:

Corrientes y calambrazos

siento en el ascensor

que me sube al cadalso

en lo alto, alto, alto

del hotel, hotel Edén...

Corrientes y calambrazos

siento en el ascensor...

-¿Es una canción de terror? -pregunté mientras bailaba muy pegado a mi opresor.

-No. Es una canción de amor. La cataba mi abuela en el año 24.

-¿Dónde?

-Pues en el salón de baile del hotel Edén. Desde sus ventanales se veía el Tiergarten.

Pensé que o bien me hallaba ante dos locos o bien se estaban burlando de mí. Me aparté del policía que bailaba conmigo y rugí:

-¿Puedo saber cómo se llaman ustedes?

El más delgado de los dos, que tenía la cara cuadrada, ojos negros y la nariz como el pico de un cuervo contestó:

-Yo me llamo Mog.

El otro, rubio y de ojos grises y mortecinos dijo:

-Yo me llamo Mek.

-¿Mog y Mek? No creo que haya gente que pueda llamarse así, ni siquiera en Alemania -les advertí.

Ellos se echaron a reír mientras cataban.

Yo me llamo Mog, yo me llamo Mek,

¿y usted cómo se llama

si es que se puede saber?

¿No nos va a decir,

camarada,

que se llama como Cristo

y se apellida Smith?

-¿Y por qué no puedo

llamarme así?

¿Está prohibido? -canté.

Ellos recibieron con júbilo mi respuesta y cantaron a la vez:

Yo me llamo Mog, yo me llamo Mek

y él se llama Smith.

Qué bien, qué bien, qué bueno,

y nos vamos los tres a Berlín.

Avión de Mongolia y belleza oriental

Los hombres de negro me empujaron hacia la calle, me metieron en su coche y salimos a toda velocidad de Madrid, en dirección al aeródromo de Cuatrovientos. No sabía entonces que me esperaba un viaje alucinante junto a aquellos dos hijos de infierno.

Llegamos al aeródromo. El sol caía a plomo sobre la pista y ante nosotros se veían algunas avionetas destartaladas y un único avión azul y negro, en el que decía, con grandes letras amarillas:

MONGOLIAN AIRLINES/ FOREIGN SERVICE

Con gran violencia me arrastraron hacia el avión. Al final de la escalera nos esperaba una azafata de gran belleza. Parecía una damisela de la dinastía Ming.

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6 de agosto de 2015
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La patria del león Cecil

La imagen del león Cecil me persigue en todas las pantallas de televisión de las salas de los aeropuertos, y no hay pasajero que no le dedique una mirada de conmiseración, mientras el locutor de la CNN hace el relato de la tragedia, que induce también a movimientos desaprobatorios de la cabeza, llenos de pesar. Cecil era un amable huésped cautivo en un parque de Zimbabue, hasta que un forajido de nombre Walter Palmer, dentista de profesión, con domicilio en Minnesota, lo mató con un rifle de alto poder.

No bastándole, hizo que lo despellejaran y le cortaran la cabeza para llevarla como trofeo a Estados Unidos donde seguramente pretendía adornar con ella su consultorio. Y la felonía se hace más explícita al saberse que pagó cincuenta mil dólares en sobornos para cobrar la presa. Ya no son los tiempos de Teodoro Roosevelt, cuando cazar leones era heroico, ni los de Hemingway, cuando era un asunto no exento de romanticismo. 

La imagen de Cecil desaparece, y el locutor está hablando ya de Donald Trump que visita un campo de golf de su propiedad en Escocia. Y no nos dice nada de Zimbawe. Los pasajeros de la sala de espera, que ahora vuelven a sus teléfonos celulares, saben que es un país de África, porque se presume que los leones son parte de la fauna africana, igual que los elefantes, los rinocerontes y las jirafas.

Seguramente ignoran que Zimbabue, antigua colonia británica en el  sur de África, llamado antes Rodesia, se haya gobernado desde su independencia en 1980 por el antiguo líder guerrillero Roberto Mugabe, 35 años de mando continuo y corrupto eliminando o comprando sistemáticamente a sus opositores. Quien quiera saber de Zimbabue, sus antiguos sueños de libertad y su realidad actual de postración y miseria, haría bien en leer el libro de memorias de la premio Nobel de Literatura Doris Lessing, Risa Africana.

Mugabe pasa ya de los noventa años y a su avanzada edad suele dormirse durante las reuniones de gabinete. Pero para eso tiene siempre a su lado a su esposa Gracia Marufu, su antigua secretaria, a quien sus súbditos llaman en secreto Desgracia Marufu.  

Actualmente es la presidenta de la Liga de Mujeres de la Unión Nacional Africana, el partido de su marido, quien ordenó que le otorgaran un doctorado en sociología en la Universidad de Zimbabue, siendo él mismo quien le colocó el birrete en la ceremonia de graduación; y a su muerte será su sucesora, según la ha designado.  

¿Pero que tiene que ver todo esto con Cecil, el gentil león muerto a mansalva? Ya vamos a verlo. Y es que, si Zimbabue ha pedido oficialmente la extradición del dentista de Minnesota por el crimen, Mugabe, en cambio, puede matar a todos los leones y demás animales que quiera, y servir su carne en sus fiestas de cumpleaños.  

Hace pocos meses, cuando celebró sus 91 años de vida, dio una fiesta para 20 mil invitados, que por supuesto no cabían en un salón cualquiera, y fueron concentrados en un estadio. Se sirvió entonces una parrillada gigante, digna de los Guinnes Records, donde podía escogerse entre lomos de elefante, entrecotes de búfalo,  piernas de impala y costillas de antílopes negros, todo un zoológico sobre las brasas.

¿Y cómo se financió este célebre ágape, que costó más de un millón de dólares? Una parte tocó a los empleados públicos, invitados amablemente por los comités de base del partido a donar de sus escuálidos sueldos una cuota de dos dólares por cabeza. 

Cien niños asistieron como invitados especiales, escogidos entre quienes han tenido la dicha de nacer en la misma fecha de Mugabe. Pero la cumbre de la celebración fue la entrega que hicieron al líder eterno de una cabeza de león recién cazado, con lo cual nos acercamos cada vez más al caso del desgraciado Cecil.

Un campeón de serviles, de los que nunca faltan, Tendai Musasa, organizador de los festejos, declaró la misma noche de la memorable comilona: “hemos negociando con la Autoridad de Parques y Gestión de la Vida Salvaje de Zimbabue para poder cazar a los animales un día antes de la fiesta, y así disponer de su carne fresca y no tener que congelarla”. 

Cecil, el león bien portado, se salvó de que su cabeza fuera llevada a la mesa de Mugabe en una bandeja de plata. Otro destino fatal, aunque menos glorioso, le esperaba.

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5 de agosto de 2015
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