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La niebla de la guerra

Es fácil declarar la guerra. Más difícil es librarla y ganarla. El llamamiento a las armas tiene un prestigio épico que la propaganda belicista aprovecha. Bate el tambor y los muchachos le siguen con entusiasmo. Siempre hay un comienzo exaltado antes de la tragedia.

Motivos para declararla no faltan: atacan nuestras capitales, persiguen y expulsan a millones de árabes de sus países en dirección a la tierra prometida europea, pretenden que restrinjamos nuestras libertades y cercenemos nuestras garantías individuales, arruinan los destinos turísticos del área mediterránea, destruyen fronteras y se proclaman soberanos sobre un territorio donde declaran un califato terrorista. ¿Hace falta algo más?

El filósofo de la guerra, Karl von Clausewitz, la definió hace casi dos siglos como ?un mar inexplorado, lleno de rocas (...) que hay que surcar entre las tinieblas de la noche?. De su visión sale la idea de que toda contienda se halla sumergida en una espesa niebla en la que solo los generales más perspicaces y resueltos son capaces de orientarse.

En nuestra época de guerras asimétricas, la niebla desborda el campo de batalla, alcanza a los objetivos estratégicos y penetra en nuestras vidas y nuestro lenguaje. Esa fuerza terrorista, minúscula al lado de las mayores potencias militares, saca ventaja de todo, incluso de las palabras. Primero busca que se le reconozca como un Estado con una fuerte identidad ideológica y religiosa: Islámico. Es decir, el califato mahometano redivivo. Luego reta a sus enemigos: quiere que sus acciones criminales sean actos de guerra y que se le declare la guerra. Tiene para ello herramientas teológicas especiales: el yihad, que libran los muyahidines en cumplimiento del deber religioso de defender la religión verdadera.

La niebla también se cierne sobre la identidad del enemigo. Apenas sabemos quién es y de dónde sale. Entre los suníes es fácil atribuir su nacimiento a la CIA y al Mossad. Quienes se llevan la peor parte conspirativa entre nosotros son los regímenes petroleros del golfo, con Arabia Saudí y Qatar en cabeza. Algo se le atribuye también a Turquía. Y a Bachar el Asad, naturalmente, puesto que se propone dividir a la oposición y convertirla en un enemigo peor que su propia dictadura.

Bajo la niebla, no se distingue entre amigo y enemigo. Y, para colmo, nadie se enfrenta a uno solo, sino que tiene al menos dos. O tres, como Turquía: los kurdos, Bachar el Asad y el ISIS, probablemente por este orden. Para los saudíes, el enemigo principal es Irán y el secundario los terroristas califales que cuestionan su liderazgo islámico. Para Irán, son dos en uno, porque amalgama el ISIS con los sunitas del Golfo. Incluso los europeos tenemos dos, aunque pronto habrá que optar entre El Asad, principal responsable de la destrucción del país y de la oleada de refugiados, y el ISIS, que quiere destruirnos a nosotros.

Para ganar esta guerra, si acaso es una guerra, hay que salir de la niebla estratégica y distinguir bien al enemigo y a quienes pueden ser nuestros aliados. El derribo de un avión ruso por Turquía demuestra que andamos en dirección contraria, hacia donde la niebla se hace todavía más espesa.

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26 de noviembre de 2015
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Últimas noticias de Sergio Chejfec

Jonathan Franzen declaró una vez que, como método de escritura de su novela Las correcciones, hubo días en que se vendaba los ojos y se ponía orejeras y tapones en los oídos para teclear en la máquina; era su forma de concentrarse en la escritura, de "liberar la mente de los clichés". Esa búsqueda de lo sublime da para la caricatura. A eso, prefiero a quienes dejan entrar el ruido del mundo mientras escriben; César Aira, por ejemplo, que trabaja en los cafés entre concentrado y distraído: "He probado escribir solo en casa pero no me funciona tan bien. Ahí veo la pared, lo que veo siempre... Si en el café donde estoy escribiendo entra un pajarito (una vez pasó), entra también en lo que estoy escribiendo".

Se me ocurren estas cosas mientras leo Últimas noticias de la escritura (Entropía; Jekyll and Jill), el nuevo libro de Sergio Chejfec, a medio camino entre la crónica personal y el ensayo. Inspirado por Derrida, Jacques Rancière y Friedrich Kittler, el escritor argentino reflexiona en este libro sobre las múltiples conexiones entre la escritura manual y la digital y va a contrapelo, con lucidez, de aquellos que piensan que, al dejar de escribir a mano, hemos perdido una relación natural con la escritura. Chejfec cree que "la escritura en computadora puede ser increíblemente próxima y envolvente"; tenemos hoy una relación natural con el procesador de palabras, y escribir a mano puede más bien resultarnos muy extraño.

A la condición material, física de la escritura -el manuscrito, el libro impreso--, Chejfec opone la condición virtual de la escritura digital. La composición impresa es más definitiva; Chejfec se decanta por lo que él llama, a partir de Rancière, la "presencia pensativa" de un texto digital, el hecho de que su inmaterialidad le da un carácter más hipotético, menos asertivo, "más fluido y menos definitorio, a veces conceptual, que extrae su condición inestable del pulso manual y del pulso electrónico". La elección del instrumento de escritura, lo sabemos, condiciona también la poética del escritor (Nietzsche: "nuestras máquinas de escritura trabajan en nuestro pensamiento"). La escritura digital influye en la elaboración de un texto: como muestra de la escritura electrónica, Chefjec menciona algunos textos de Agustín Fernández Mallo, Lorenzo García Vega o Carlos Gradín. Aparece así un "verosímil digital", diferente al verosímil agotado del realismo tradicional.  

En la base de todo esto está la pregunta por el aura del original es tiempos de reproducción digital, la condición, digamos, sagrada de un texto. ¿Si no hay manuscritos, si no hay originales, puede haber aura? El aura es una aporía, sostiene Chejfec con acierto: aparece en el momento en que el original puede ser reproducido. Pero el aura se las ingenia para reaparecer: por ejemplo, en las tecnicas de apropiación de Lamborghini -que escribía sobre libros ya publicados--, y también en la forma en que subrayamos y doblamos un libro, convirtiéndolo en original (cada tanto leemos de académicos que recuperan las anotaciones y subrayados de los libros de las bibliotecas de Borges o Foster Wallace). 

Chefjec recuerda la libreta verde donde hace sus anotaciones manuales "inestables", sus días copiando textos de Kafka, y nos pasea por eccéntricos de la escritura, como Santiago Badariotti, que llegó a transcribir en una Remington treinta mil páginas de libros, o artistas de la performance escritural, como Tim Youd, que pasa a máquina clásicos de la literatura (pero no cambia de papel, con lo que el resultado de la transcripción de una novela es "una hoja saturada de tinta"). Chefjec nos hace ver que escribir es una actividad tan natural como extraña.  

(La Tercera, 9 de noviembre 2015

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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25 de noviembre de 2015
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Exilio y deriva

Después de una primera película, ‘Todas las canciones hablan de mí'' (2010), que ya mostraba tendencia a la logomaquia y tenía, sobre todo al final, brotes de gran encanto adolescente, Jonás Trueba guardó un silencio y se hizo mayor con ‘Los ilusos' (2013), que no se estrenó en cines comerciales. De la tercera, ‘Los exiliados románticos', se ha subrayado su filiación ‘rohmeriana', que el director no ha negado, por elegancia más que por modestia, aunque sin mostrar mucho convencimiento, y con razón: Rohmer asoma (menos, a mi juicio, de lo que Godard lo hacía en ‘Los ilusos'), pero hay también otra ‘nouvelle vague', Rivette, y Eustache, en su cine, como lo viene habiendo en la filmografía de tantos cineastas de todas las latitudes nacidos a partir de 1970. En otro orden de influjos, mientras veía con una enorme felicidad ‘Los exiliados románticos', tuve el pálpito de que podía haber más franceses en la genealogía de su autor, y sobre todo uno, Guy Debord.

El  por una finalidad muy alejada de las exaltadas aunque cerebrales búsquedas pulsionales que André Breton y Louis Aragon se marcaban al azar de las calles de París, en pos de sus magas soñadas. Los exiliados de Trueba son románticos, es decir, ingenuos, y conocen los tres sus objetivos sentimentales, que van apareciendo, en una gradación acertadísima de tono y tempo, en las figuras de las chicas que aman, recelan o pretenden, Renata, Isabelle y Vahina. Las tres carnales, y dos muy locuaces.

Película "basada más en ciertos ideales que en hechos reales", como dice el burlón cartel de los créditos finales, uno de los logros que la singularizan es su mezcla de lo improvisado (lo aportado por la realidad ambiental, los accidentes y las ocurrencias ‘in situ') y lo ideal, no sólo motor del viaje sino del film, de su luminosidad especial, festiva en exteriores y cálida sin empalago (en un excelente trabajo de Santiago Racaj), y su planificación, que favorece las tomas largas, frontales, y los planos-secuencia. En su aparente desestructura, ‘Los exiliados románticos' se articula también en tres encuentros ligados a las mujeres antes nombradas, y todo lo que sucede (poco siempre) y se habla (en abundancia) en torno a ellas, o con ellas, acaba por dar al relato trepidación y substancia, elementos, aquí inesperados, de las mejores historias. Con una deliciosa, y no sabemos si también deliberada determinación: la ligereza de lo mostrado es tal y la duración del film tan reducida (recuerda la de las comedias sintéticas del Hollywood de los años 1930), que el desenlace en el lago de Annecy deja dos sensaciones contrapuestas, ninguna de las dos desagradable. La primera es que ‘Los exiliados románticos' sólo se podía acabar así, en ‘lo abierto', con sus personajes distantes de la cámara, despegados del propio relato e independientes de su hacedor cinematográfico, insolentes con él quizá; pero a la vez, y es la segunda sensación, se impone la gana de seguirles más lejos, a un nuevo lugar de Francia o en un regreso a lo que imaginamos que ha de pasar en su ciudad de origen, o allí mismo sorprendernos.

Jonás Trueba ha dicho en una entrevista publicada recientemente en los cuadernos de cine Caimán que ‘Todas las canciones hablan de mí' "era una película de guión escrito, ‘Los ilusos' es un film de guión en montaje, y esta es una película de guión en rodaje". La declaración resulta plausible, e inquietante. Dado que varios de los actores de ‘Los exiliados románticos' también protagonizaban ‘Los ilusos', que explora de manera más acartonada y redicha lo que en la última resulta fluido e inconsútil, habría que preguntarse por dónde irá el cine futuro del joven guionista y director madrileño. ¿Tendrán siempre que acompañarle intérpretes tan naturalmente dotados como Isabelle Stoffel, Francesco Carril y Renata Antonante, sus mejores cómplices y en este caso, por lo visto y oído, inventivos co-autores? ¿Estarán todos dispuestos a compartir sus andanzas y sus vericuetos? La inquietud se disipa cuando uno revisa la película en la memoria; la cena grupal, numerosa de elenco, en la casa parisina de Jim Haynes, funciona estupendamente, en torno al eje de Isabelle Stoffel, y de la limitación expresiva de Vito Sanz y Vahina Giocante, el director, sentándolos diez minutos sin cortar el plano en una terraza de los Jardines de Luxemburgo, obtiene un resultado de poderosa y elegante emotividad. Nos gustará en cualquier caso, estén ellos o no ante la cámara, saber si escenas de una belleza tersa como la de la conversación ante el parapeto de piedra en que Renata y Francesco hablan de los cuentos de Natalia Guinzburg, o la posterior en la cocina, en que ambos retoman el diálogo, las citas combinadas y el presentimiento de una crisis, algún día las interpretarán otros y nos seducirán igual. Entonces Jonás Trueba habrá dejado tal vez de ser iluso, o exiliado, siendo de desear que no por ello abandone su deriva.

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25 de noviembre de 2015
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Qué fantástica esta fiesta

No sabes quién es. Enroscas vigorosamente los tornillos de la memoria pero ningún recuerdo acude a socorrerte, ni tan siquiera un lejano perfume. Te ha llamado por tu nombre, te ha sonreído, te ha besado como si en alguna ocasión hubierais intercambiado confidencias de las gordas e incluso, al despedirse, te palmea la espalda con una familiaridad que te espanta porque ni has podido pronunciar su nombre de pila. Buscas un salvavidas en la conversación de al lado, aunque al instante te das cuenta de que no podrás presentar a tu amiga-desconocida ano ser que recurras al truco del almendruco: ?Mira, Pepito, esta es?? , y en ese justo momento te lanzas sobre el teléfono como si tu casa estuviera ardiendo. Lo más formidable es que, tras autopresentarse, y ya conociendo su nombre, sigues careciendo de los ecos de un pasado común. Los códigos de la convención social permiten soportar tácitamente la mentira. ¿Qué costaría decir sin atajos: ?Sabes, ahora mismo no caigo en quién eres?? Pero los excesos de narcisismo y de empatía nos lo impiden: cómo vamos a reconocer que nuestro almacén neuronal padece necrosis ante alguien que nos profesa tanto cariño. Hay grandes especialistas en sobrevivir a las fiestas que empiezan a encadenarse en esta época, igual que un tapis roulant que atraviesa la recta final del año. Las alfombras rojas marcan territorio: en las fiestas públicas presiden los logos comerciales ?que en verdad son quienes pagan las croquetas y el jamón?. Es el llamado photocall, un plató rudimentario a fin de que cualquier invitado, famoso o no, viva su momento de gloria. Aunque no se sufra de agorafobia, acostumbra a invadirte el aturdimiento al entrar en el ruedo y suspender tu mirada en una bruma social tras la que, al principio, no identificas a nadie. Es en ese justo momento cuando eres más vulnerable y puedes caer en las redes de una conversación absurda que te atrapa con su arpón. A veces es tan mala que olvidas tus reparos y prefieres pasar por estúpida interrumpiendo a tu interlocutor con asuntos dispersos. Algunos invitados están tan desconectados de sí mismos que te hablan encima de la cara, sin darse cuenta de que la mezcla de cava y salmón produce un aliento repulsivo. Por supuesto, abundan los pedigüeños parapetados en la fiebre del networking, quienes no asisten a las fiestas para divertirse, ni siquiera para pasear como esfinges a fin de ser admirados, sino para conseguir algo, desde un trabajo hasta una foto. Incluso la fiesta más amena puede resultar fatigosa, tanto que, al llegar a casa con dolor de pies, te invade un soplo de nostalgia ante la noche quieta, el libro en la mesilla, la niebla en la pantalla. (La Vanguardia)

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25 de noviembre de 2015
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Cuando los votos pueden más que las balas.

El pasado 7 de noviembre, en Myanmar (antes Birmania), el partido oficial, respaldado por el ejército, que hasta hace poco ejerció una brutal dictadura, fue derrotado por la oposición encabezada por la premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, presa por años. Su partido, la Liga Nacional para la Democracia, ya había ganado en ocasiones anteriores pero los militares burlaron su triunfo.
 
Ahora, a pesar de que el tribunal electoral estaba presidido por un general de la vieja guardia, los votos fueron contados como se debe, y le dieron a la Liga 387 escaños del parlamento, contra apenas 42 para el oficialismo. Un poeta, Tin Thit, también preso por años, le ganó el asiento a otro poderoso general, U Wai Lwin, antiguo ministro de Defensa. El poeta triunfante dijo algo que no será novedoso, pero es verdadero: "los votos pueden más que las balas".
 
En América Latina las balas, o sea los golpes de estado y las dictaduras militares van quedando para la historia, como acaba de demostrarse en las elecciones presidenciales de Argentina. La democracia se dilucida en los recintos electorales, y no en los cuarteles. Estuve hace poco en Buenos Aires, y un fraude electoral parecía a todos un asunto de otro planeta. 
 
Ahora sigue Venezuela, con las elecciones que se celebrarán el 6 de diciembre para renovar la totalidad de los escaños de la Asamblea Nacional. En medio de la profunda crisis social y económica, las encuestas auguran la victoria de la Mesa de Unidad Democrática (MUD), que desplazaría del dominio del poder legislativo al Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV).
 
En medio de muchas y graves acusaciones en contra del sistema, la historia electoral de Venezuela bajo el chavismo resulta impecable. Es el país de América Latina donde más elecciones se han dado en los años recientes, y aunque el órgano electoral se halla bajo el control oficial, es poco lo que puede alegarse hasta ahora en contra de la transparencia a la hora de contar los votos.
 
Los reparos están en cómo el gobierno ha asumido sus derrotas, despojando de sus poderes a los funcionarios electos, gobernadores y alcaldes, mediante maniobras legales o medidas de hecho, o metiéndolos simplemente a la cárcel. Ahora, de ganar la oposición, tal como señalan las encuestas, el presidente Maduro perdería el control del andamiaje legislativo, del que depende buena parte del poder que ejerce. 
 
Sólo para empezar, de acuerdo a la Constitución Bolivariana, la Asamblea Nacional puede delegar en él la autoridad de dictar leyes y decretos por períodos prolongados, en una larga lista de materias. En unas nuevas circunstancias en que la oposición controlara los dos tercios de la mayoría parlamentaria, como parece que podría ser, esta transferencia absoluta de poderes al presidente, que deja prácticamente en receso a la Asamblea Nacional, ya no podría darse.
 
Un conflicto institucional está a la vista, y acomodar una situación semejante corresponde a los mismos mecanismos de la democracia. Debería imponerse un diálogo de convivencia, para que el país no siga descarrilándose.
 
Pero las declaraciones del presidente Maduro no barruntan lo mejor. Aunque ha dejado claro que respetará los resultados electorales, también ha dicho que de perder estas elecciones, "no entregaríamos la revolución y la revolución pasaría a una nueva etapa"; y que gobernaría "con el pueblo...y en unión cívico militar... quien tenga oídos que entienda, el que tenga ojos que vea clara la historia, la revolución no va a ser entregada jamás...". 
 
Surgen entonces preguntas inquietantes: ¿Qué significa no entregar la revolución, si la mayoría legítima de los votantes pone a la Asamblea Nacional en manos de las fuerzas opositoras? ¿Una nueva etapa de la revolución significa más radicalización, y pérdida de más libertades ciudadanas, más autoritarismo? ¿Qué significa gobernar con el pueblo, si es que el pueblo ya ha votado en contra del partido oficial? Y peor de todo, ¿qué significa gobernar en unión cívico militar? ¿Qué pito tocan los generales y los coroneles a la hora en que los votos dilucidan el asunto del poder? Eso me recuerda al poeta birmano Tin Thit cuando dice, con tanta razón, que: "los votos pueden más que las balas". 
 
El presidente Maduro también ha dicho que si su partido gana las elecciones legislativas, llamará a un diálogo nacional. Es lo que debería hacer también si las pierde. Y lo que debería hacer la oposición si gana. El diálogo es un instrumento de la democracia, y de un poder irreductible.

 

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25 de noviembre de 2015
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