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Ley y democracia en Polonia

No hay democracia sin ley. Nos lo recordó ayer la Comisión Europea, que dedicó una de sus sesiones semanales a discutir sobre la vigencia del Estado de derecho en Polonia. La democracia no es la regla de la mayoría sin más. No hay democracia sin respeto a la minoría, que solo garantiza el Estado de derecho, es decir, una regla que está por encima de cualquier autoridad del Estado y que solo se puede cambiar siguiendo la misma ley.

El partido Ley y Justicia (PiS) obtuvo la presidencia de la República el pasado 24 de mayo y una mayoría absoluta en el parlamento el 25 de octubre, y ha utilizado inmediatamente el poder obtenido para cambiar el sistema de nombramiento de los magistrados del Tribunal Constitucional y de los directivos de la radio y la televisión públicas.

Ambos casos son de análoga gravedad: la primera tentación de quien alcanza el poder es hacerse con el control de la justicia y los medios de comunicación con el propósito de perpetuarse tanto tiempo como sea posible. Pero es mayor el daño que infligen las peleas por el control del Tribunal Constitucional, el árbitro último de la regla de juego, el rule of law del derecho anglosajón. En dos meses, la nueva cámara legislativa ha anulado nombramientos realizados por su antecesora, cambiado la duración de los mandatos y reforzado las mayorías para evitar que nuevas sentencias puedan anular sus decisiones.

El conflicto enfrenta la legalidad (el nombramiento de tres magistrados realizados durante la anterior legislatura y ratificados por sentencias del actual tribunal) con la legitimidad democrática (los nombramientos realizados por el presidente de la República sin esperar a la resolución del tribunal). Así, la ley que representa el Constitucional queda anulada o superada por la democracia, la voluntad popular representada por diputados y presidente.

El caso ha situado a la Comisión Europea por primera vez ante la eventualidad de utilizar el procedimiento excepcional de infracción del Estado de derecho previsto en el artículo 7 del Tratado. Como guardián de los tratados, la Comisión tiene entre sus obligaciones la vigilancia de los compromisos adquiridos por los países socios en el momento de su adhesión, entre los que se cuentan el respeto al Estado de derecho. No lo ve del mismo modo el ministro de Justicia y destacado dirigente del PiS Zbigniew Ziobro, que ha denunciado en cartas a los comisarios alemán Günther Oettinger y al vicepresidente holandés Frans Timmermans lo que considera una interferencia intolerable en la soberanía de Polonia.

Una Europa sin valores deja de ser Europa. El Estado de derecho es uno de ellos e incluso más: Europa en su conjunto es parte del sistema de equilibrios y contrapoderes que componen cada uno de los Estados de derecho de los países socios. Cuando todo falla en el plano nacional, los ciudadanos tienen el recurso de las instituciones europeas. Al contrario de lo que sostienen algunos, en Polonia y en España, solo hay una ley y un Estado de derecho, que es polaco y europeo, o catalán, español y europeo, y solo hay democracia cuando se sigue la regla de juego y hay un sistema de recursos y de garantías iguales para todos.

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14 de enero de 2016
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Jurar en arameo

El cine independiente no ahorra en tacos, como si el maldecir fuera una forma de hablar consigo mismo, una especie de voz interior que sale a borbotones y hace a sus personajes más auténticos y creíbles. E incluso en algunas superproducciones de Hollywood, como El Lobo de Wall Street , un histriónico espejo del disparate testosterónico-financiero que nos llevó a la crisis, la palabra fuck (joder) se pronuncia más de 500 veces como nombre, adjetivo o complemento circunstancial. ?Pareces un carretero?, se decía antiguamente al que utilizaba palabras gruesas, cuando ser malhablado era sinónimo de mala educación e incultura. Los movimientos contraculturales se apropiaron de la llave del fuck , consiguiendo asexualizar el término: era su manera de decirle ?no? al sistema, como si para radicalizarse bastara con gritar un sinónimo del acto sexual con un sentido distinto, que implica desde enfado hasta daño o humillación. Hay acuerdo, por parte de la ciencia, en que soltar una palabrota es un ejercicio liberador que oxigena de la autorrepresión y relaja los músculos. Pero no sólo en los bares y las gradas se impreca, sino que madres atacadas u hombres depilándose utilizan también blasfemias para sobrellevar mejor el dolor. Según un estudio realizado por el profesor Richard Stephens, de la universidad británica de Keele, aquellos de sus alumnos que se deslenguaron fueron capaces de mantener una mano sumergida en agua helada durante 40 segundos más, de promedio, que los que proferían palabras ?correctas?. Otros investigadores llegaron a la conclusión de que, si bien jurar a diario es nocivo y tedioso, soltar de vez en cuando una grosería en la oficina subía la moral común y rebajaba el nivel de estrés. Otro asunto es cuando palabrotas e insultos se lanzan sin pértiga desde las redes sociales y se agitan de manera enfebrecida y a la vez infértil. Hace unos días el concejal de Participación y Transparencia del Ayuntamiento de la localidad valenciana de Museros, Rafael Bazán, de Podemos, mandaba ?a la mierda? a ?los Reyes Magos, el Papá Noel y la puta madre que los parió? desde su perfil de Facebook. Ya ha dimitido y su partido ha pedido perdón. Ultrajes dañinos y machistas ?desde feas de cojones hasta putas o deslenguadas? han sido las políticamente incorrectas bienvenidas que han recibido las cuperas en Twitter, Facebook e incluso columnas firmadas por veteranos opinadores. Puede que ellos se sientan menos estreñidos insultando, pero no hay que olvidar el efecto que producen el taco y la ofensa cuando se convierten en un tic y, lejos de cubrirse de gloria, lo hacen de mierda. (La Vanguardia)

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13 de enero de 2016
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Siete libros ensangrentados

           

El médico y escritor valenciano Jaume Roig (comienzos del XV – 1478), en su novela Spill * (1460, también llamada Llibre de les Dones), incluye un pasaje en el que unas cocineras parisinas elaboran pasteles con ingredientes humanos: “En hun pastis, / capolat, trit, / d’om cap de dit / hi fon trobat. / Ffon molt torbat / qui·l conegue; / reguonegue / que y trobaria: / mes hi havia / un cap d’orella. / Carn de vedella / creyem menjassem / ans que y trobassem / l’ungla y el dit / tros mig partit. / Tots lo miram / he arbitram / carn d’om çert era. / La pastiçera, / ab dos aydans / – ffilles ja grans –, / era fornera /  he tavernera. / Dels que y venien, / alli bevien, / alguns mataven, / carn capolaven, / ffeyen pastells, / he dels budells / ffeyen salsiçes / o llonguaniçes / del mon pus fines.” **

La sangre, sin señalar procedencia, aparece repentina en el Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611) de Sebastián de Covarrubias. Así, en URGEL: “Ciudad entre dos montañas, que riegan los ríos Segre y Noguera. Tomó sitio azia los montes Pirineos, con fuertes muros y castillos, fertilíssimos sus campos, sobre todos de Europa en producción de trigo, pues rinde cada fanega más de ciento. Corriendo los años 1184, por noviembre, llovió sangre en esta ciudad, con tanto terremoto y procellosa borrasca que cayeron edificios, muriendo algunas personas; infeliz presagio de grande hambre que al siguiente año sobrevino”. No incluye Covarrubias los términos ‘Antropofagia’ y ‘Vampirismo’ aunque tampoco lo hace la 1ª edición del Diccionario de la Academia Española (Diccionario de Autoridades) (1726-1737) pero, esta monumental obra da, para CARIBE, la siguiente definición: “El hombre sangriento y cruel, que se enfurece contra otros, sin tener lástima, ni compasión. Es tomada la metáphora de unos Indios de la Provincia de Caribana en las Indias, donde todos se alimentaban de carne humana. (...) Casi todos los de aquellas riberas eran caribes, cebados en carne y sangre de hombres.” La Quarta edición (1803), lacónica, describe al ANTROPÓFAGO como “El hombre que come carne humana. Antrhopophagus.” Y, en la Undécima (1869), VAMPIRO es el  “Nombre que dan en ciertos países septentrionales á los cadáveres que suponen salir del sepulcro á chupar la sangre de los vivos, los cuales, de resultas, se desmedran y vuelven tísicos.”

Joan Corominas, en su Diccionario Crítico Etimológico de la Lengua Castellana (1976), en la entrada TAHÚR, cuenta que en La Gran Conquista de Ultramar (h. 1300) se menciona repetidamente a los Tafures, que formaron una especie de cuerpo auxiliar de la Primera Cruzada: “Se trataba de una muchedumbre andrajosa y hambrienta que se dedicaba sobre todo al merodeo, pero que también atacaba con temible valor y vivía en forma miserable y anárquica, hasta el punto de correr la voz de que habían devorado cadáveres sarracenos.”   

Y en 1968, la barcelonesa Editorial Taber, dirigida por Juan Perucho, publica una versión del Dictionnaire Infernal (1818), escrito por el librepensador francés Collin de Plancy, basada en la que preparara para la Casa Editorial Maucci, en 1913, el espiritista Quintín López Gómez. Leemos, ANTROPÓFAGOS: “El libro atribuido a Enoch dice que los gigantes nacidos del comercio de los ángeles con las hijas de los hombres fueron los primeros antropófagos y, por este crimen, envió Dios el diluvio. En su tiempo, en la Tartaria, los mágicos tenían el derecho de comer carne de los criminales, y algunos escritores observan que únicamente los cristianos no han sido antropófagos.”      

Queda claro pues que estas prácticas siempre nos acompañaron, de hecho permanecen aún entre nosotros, incluso, a veces, de modo entrañable y satisfactorio. La proyección del filme de Tim Burton Sweeney Todd: El barbero diabólico de la calle Fleet (2007) permitió comprobar cómo una historia, arrancada de lo más oscuro de la tradición inglesa del crimen, era aclamada por todos los públicos de todas las salas de cine; daba gusto ver cómo disfrutaban, y yo con ellos.

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* Spill  fue traducido al castellano en 1665 como Libro de los consejos del maestro Jaime Roig por Lorenzo Matheu y Sanz (1618-1680).

** “En un pastel, / triturada y molida, / la punta de un dedo / fue encontrada. / Quedó turbado / quien la encontró / y reconoció / lo que había: / había además / un trozo de oreja. / Carne de ternera / creían comer / aunque encontraran / la uña y el dedo / partidos a trozos. / Todos lo miran / y consideran / que ciertamente / carne de hombre es. / La pastelera, /  con dos ayudantes / -hijas mayores-, / era hornera / y tabernera. / De los que iban / y allí bebían, / algunos mataban, / trituraban la carne, / hacían pasteles, / de las entrañas / salchichas hacían / o longanizas / las más finas del mundo.” [Versión de Antoni Marí]  

 

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13 de enero de 2016
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5. Librería Telos

Tras recibir una nutrida e inesperada herencia, Ukio No Teksume tomó dos  decisiones insólitas: la primera, trasladar su residencia a España, país que nunca había visitado pero cuya lengua hablaba con soltura tras años de estudio de la cultura española; la segunda, abrir una pequeña librería. Decidió instalarse en Sevilla y llamar Telos al negocio, como homenaje a sus antiguos estudios filosóficos.

 

Una vez abierta la librería en pleno centro, y tras adaptarse a la exótica pronunciación del español por sus nuevos conciudadanos (a quienes consideró muy piadosos por sus continuas apelaciones al alma), Ukio pasaba largas mañanas trabajando en la librería, preparando cuidadosamente los pedidos, revisando albaranes, ordenando una y otra vez las estanterías de forma exhaustiva. El planteamiento librero de Ukio reducía la mostración a literatura de alta calidad, de forma que era imposible hallar en el establecimiento best-sellers o cualquier libro no escrito con finalidades exclusivamente artísticas, principio rector que se avisaba a posibles clientes mediante un anuncio en el escaparate: "Si usted no ha leído a Faulkner -o no sabe quién es-, esta no es su librería".

 

Durante los primeros meses no entró nadie, ni siquiera personas despistadas preguntando si hacía fotocopias. Esto no supuso un problema para Ukio (que tenía dinero de sobra y podría vivir hasta los 160 años perdiéndolo sin más), hasta la extraña visita de un policía, quien se adentró en sus dependencias con la excusa de consultarle una dirección, escrutando la tienda con mirada entre inquisitiva e inquisidora. En ese momento fue consciente Ukio de que una librería sin ventas podía parecer, a ojos del fisco, un instrumento de blanqueo de dinero. A partir de ese comenzó a venderse regularmente libros a sí mismo.

 

Al principio se compraba clásicos españoles e hispanoamericanos, para adquirir después rarezas alemanas o finesas, bien editadas y con soberbias traducciones, cuyo descubrimiento en los estantes le generaba una inmensa alegría. Tales hallazgos le movían a compartir su intensa emoción con el librero, quien sentía una emoción especular y complementaria, al comprobar que tenía por fin los clientes exquisitos y cómplices que tanto había anhelado. El clima sevillano era benigno en invierno. Paulo Coelho había dejado la escritura. El mundo era bello. Las ventas eran incesantes. "El negocio va viento en popa", se decía Ukio, feliz, cada vez que cerraba la puerta corredera a las nueve de la noche.

 

No obstante, a los pocos meses, notó que faltaba dinero de la caja. Aunque nadie aparte del policía había entrado en Telos durante ese primer año, le daba la impresión de que había un descuadre en las cuentas, que repercutía negativamente en el balance. Se acumulaban las devoluciones a los editores, a pesar de que las ventas no menguaban, y las novedades comenzaban a atascar su almacén. Su motorizada recepción le impedía a veces llegar siquiera a abrir las cajas recién llegadas. Los paquetes de libros por abrir eran aplastados por nuevos paquetes y cajas, de modo que no podía dar de alta los libros en el programa informático, ni introducirles el chip de seguridad ni, en consecuencia, mostrarlos en los anaqueles, por miedo al robo. "Creo que mi clientela es honrada, pero ¿cómo estar seguro?", meditaba compungido.

 

Como en Telos no se giraban los libros a noventa días, sino que eran comprados en firme con el fin de constituir un buen fondo librero, Ukio se vio obligado a arrendar un segundo local, anejo al suyo, que servía únicamente de almacén de las cajas no abiertas. A los pocos meses, y aunque seguía comprándose libros sin desmayo en la librería, el volumen de ventas era tan inferior a la mercancía entrante que los números se hacían negativos de modo geométrico e insalvable, añadiéndose los gastos de alquiler de un tercer local, pues las cajas habían invadido por completo el primero, sin dejar espacio a un solo crisolín. Entonces comenzó la construcción de un almacén de almacenes de libros, adquiriendo todos los edificios de la manzana para dedicarlos a depósito, comunicando los inmuebles mediante pasadizos, escaleras y montacargas. Por aquella época, con el propósito de equilibrar los números a cualquier costa, se compraba ya los libros en serie, haciéndose por ejemplo con todos los volúmenes de la tienda cuyo título contuviera la letra "e", o con todos los que no la contuviesen. Como los libros habían desbordado su casa, decidió dedicar el ala este del Almacén a Biblioteca. Era fácil diferenciar Almacén y Biblioteca: en la segunda los libros estaban sacados de las cajas y aproximadamente ordenados. La Librería Telos quedaba como el pequeño espacio intermedio donde convivían los dos órdenes, o ambos desórdenes.

 

En 2018 el peso acumulado de las cajas hizo que el edificio más grande se derrumbase, arrastrando al resto de anaqueles arquitectónicos, que cayeron en cascada; una marea ingente y polvorienta de cascotes, escombros y cajas de libros se derramó por todas las calles adyacentes, sin herir a nadie por jugarse ese día el derby entre el Betis y el Sevilla. Ukio murió aplastado por el peso de las obras completas de Balzac. Horas después, las personas que paseaban por los alrededores se acercaban a las cajas de libros de literatura de calidad, las abrían, sacaban cuidadosamente los volúmenes de ellas, depositándolos en el suelo, y se llevaban el cartón, ideal para embalar la ropa fuera de temporada.

 

 

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12 de enero de 2016
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La doble muerte de Komitas Vardapet

En octubre de 1935 moría en el hospital psiquiátrico Villejuif de París, rodeado de un total anonimato, Komitas Vardapet, un nombre casi desconocido en la actualidad -si exceptuamos su presencia en Armenia-, pero al que Claude Debussy y Gabriel Fauré habían considerado uno de los grandes músicos de los inicios del siglo XX. Además de compositor, Komitas era un musicólogo excepcional que, a lo largo de sus viajes, había reunido un tesoro formado por 3.000 canciones armenias, kurdas, persas y turcas. Su labor fue imprescindible para recuperar la música tradicional en muchos de los territorios todavía dominados por el imperio otomano; y aunque su dedicación principal fue la música religiosa le debemos asimismo el establecimiento de puentes entre el legado tradicional y la creación moderna. Dotado de una voz excepcional, los coros que Komitas había dirigido causaron una honda impresión en el París anterior a la I Guerra Mundial.

Sin embargo, esa voz excepcional cesó de repente en 1915, y la agonía se apoderó de Komitas Vardapet 20 años antes de su muerte física. El 24 de abril de 1915 Komitas, que era sacerdote de la iglesia armenia, fue arrestado en Estambul, ciudad en la que residía. En esa misma jornada siguieron su suerte un par de centenares de intelectuales y artistas armenios. Todos fueron enviados al norte de Anatolia Central, a 300 kilómetros de la capital, para, allí, ser detenidos en un campo de internamiento. Simultáneamente se desencadenó una represión masiva contra la comunidad armenia. Decenas de miles de personas fueron asesinadas en una campaña de exterminio étnico que no tenía precedentes. Hubo que esperar a la II Guerra Mundial y al horror desatado contra los judíos para que el crimen masivo tuviera mayores proporciones que el que, por iniciativa del Ejército otomano, diezmó al pueblo armenio. Tras pasar 15 días en el campo de concentración, en circunstancias extremadamente penosas y rodeados por la más completa incertidumbre, Komitas y unos pocos de sus compañeros fueron devueltos a Estambul.

A favor del músico habían intervenido el poeta turco Mehmet Emin Yurdakul, la escritora Halide Edip y, sobre todo, el embajador norteamericano Henry Morgenthau, admirador de la música de Komitas y espectador frecuente de los conciertos que éste realizaba en Estambul. El compositor regresó en un estado completamente trastornado. Enseguida se dijo que se había vuelto "loco". Fue llevado al pabellón psiquiátrico de un hospital militar, donde permaneció cerca de cuatro años. En 1919, gracias a las aportaciones económicas de varios amigos, fue trasladado a París e ingresado en el hospital psiquiátrico Villejuif. Komitas Vardapet no volvió nunca a cantar.

Esta es la información más segura vinculada a la locura de Komitas: tras su detención nunca volvió a cantar. El resto está rodeado por la penumbra. Hace unos años, tras escuchar una obra de Komitas, me interesé por este autor, totalmente desconocido para mí. Conseguí algunos discos, pocos, aquí y allá, y supe también que en Armenia era considerado un héroe nacional. En algún lugar leí algo sobre su detención y locura. Indagué. Las fuentes eran escasas y los datos, contradictorios. La bibliografía era mínima, teniendo en cuenta la talla que, al parecer, había tenido Komitas. Había unanimidad al recordar que gran parte de la obra del músico se había perdido, en aciaga consonancia con la pérdida de su voz. En algún lado leí que Komitas no solamente no volvió a cantar sino que no volvió a hablar en absoluto. La creencia más extendida era que, durante su largo exilio en el hospital psiquiátrico de Villejuif, el músico hablaba muy poco y permanecía la mayor parte del tiempo retraído y taciturno. Rehuía a los viejos conocidos que le visitaban y no soportaba que le hablaran del pasado. Igualmente estaba desinteresado por el presente. No obstante, se dice, estaba en condiciones de hablar con total lucidez sobre la música, y a veces lo hacía. Los visitantes lo consideraban inmerso en una agonía interminable.

Komitas Vardapet, el director del vigoroso coro que había asombrado a Debussy y a Fauré, permanecía casi siempre en silencio. La pregunta sobre lo que llevó a Komitas al silencio es la misma que la que nos hace interrogarnos por la naturaleza de su locura. Algún psiquiatra contemporáneo se ha interesado por su caso y ha sugerido un diagnóstico: tras su detención Komitas sufrió un trastorno de estrés postraumático (PTSD). Puede ser, aunque en 1915 estos diagnósticos todavía no existían.

La pregunta sigue siendo la misma. ¿Qué vio y escuchó Komitas en el campo de internamiento de Anatolia Central? ¿Qué sintió? ¿Cuál fue la violencia que se ejerció sobre él para que regresara a Estambul con ese PTSD o, para entendernos mejor, con esa locura? ¿Qué es lo que le hizo caer en el silencio? Algunos afirman que fue sometido a un simulacro de ejecución, a través del cual debía ser arrojado a un precipicio; para otros, bastó con contemplar la ejecución de los demás. Es difícil penetrar con un guía eficaz en el bosque sombrío de lo que sucedió aquellos días en Anatolia.

La respuesta ofrece los mismos claroscuros que el denominado Genocidio Armenio, que para algunos historiadores implicó la muerte de más de un millón de personas. Turquía sigue negando oficialmente esta matanza, y la mayoría de países pasa de puntillas sobre el tema para no incordiar al Gobierno turco. Cuando se cumple el primer centenario del negro acontecimiento Europa ha sido incapaz de realizar una declaración solemne de condena. Una extraña cautela, si no miedo, acrecenta la sensación de impotencia. A pesar de la presión turca parece casi increíble que, cien años después, las conmemoraciones de aquel suceso hayan sido tan discretas que han rozado la clandestinidad.

Leyendo sobre Komitas he comprobado que ese tono se impuso desde el principio y que los propios armenios exiliados, tras lo que fue llamado Gran Crimen, optaron por callar o por hablar en una voz baja que no incomodara al mundo. Cayó, como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, el Imperio Otomano y, luego, gran parte de las tierras armenias fueron incorporadas a la Unión Soviética. El mundo se sumió en otros intereses y preocupaciones. Lo que ahora los medios de comunicación -menos los turcos- llaman mecánicamente el Genocidio Armenio, y que las víctimas bautizaron como Gran Crimen, fue olvidado.

También fue olvidado Komitas Vardapet, quien durante quince días vio, escuchó y sintió el suficiente horror como para preferir el silencio a la palabra. Poco importa si en aquella violencia indescriptible murieron cien mil más o cien mil menos, una disputa de historiadores y, en el peor de los casos, de políticos. Lo que importa es el horror inexplicable al que, abruptamente, tuvo que enfrentarse todo un pueblo. Un velo de confusión y silencio sigue rodeando ese viejo horror. Pero todas las informaciones coinciden: Komitas Vardapet, cuya voz esa tan bella que parecía hacer de tenor y barítono al mismo tiempo, nunca más volvió a cantar.

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12 de enero de 2016
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Patricia Highsmith y "las chicas que prefieren a otras chicas"

Patricia Highsmith (1921-1995) contó que la inspiración para su admirable The Price of Salt (1952) -conocida hoy como Carol (Anagrama), con una reciente y sólida adaptación al cine por parte de Todd Haynes- ocurrió a fines de 1948, cuando ella trabajaba en la sección de juguetes de una tienda de departamentos en Manhattan, durante el período navideño. Una mañana vio a una mujer rubia con un abrigo de pieles, "que parecía emitir luz"; después de que esta comprara una muñeca y se fuera, Highsmith creyó que se desmayaba de la emoción, y al mismo tiempo se sentía estimulada, "como su hubiera tenido una visión". Ese mismo día escribió en menos de dos horas un cuento de ocho páginas que vendría a ser la versión resumida de la novela.

No era normal por entonces publicar una novela sobre el amor entre mujeres, de modo que Highsmith, para no arriesgar una carrera que se prometía auspiciosa (su novela Extraños en el tren había sido publicada en 1949 y Alfred Hitchcock acababa de comprar los derechos), decidió publicar Carol bajo el seudónimo de Claire Morgan. La novela fue un éxito: casi un millón de ejemplares vendidos de la edición de bolsillo, y, durante varios meses, diez a quince cartas quincenales de los lectores a Morgan. Luego el libro desapareció, hasta que volvió a ser editado en 1991, año en que Highsmith asumió su autoría.

Carol está narrada desde la perspectiva de la joven y talentosa Therese Belivet, que sueña con triunfar como diseñadora de escenarios para el teatro. Therese conoce a Carol-una hermosa y enigmática mujer de la clase alta en pleno proceso de divorcio- y se descubre atraída por ella. Therese vive la atracción y el enamoramiento con normalidad, aunque la sociedad le dirá muy pronto que lo suyo es una "abominación", y comenzará a mostrar esa ansiedad que es una marca registrada de Highsmith: "si [su relación] había comenzado como una pura felicidad, ahora había ido más allá de lo ordinario y se había convertido en otra cosa, llegado a ser una presión excesiva, de modo que el peso de una taza de café en sus manos, la rapidez de un gato cruzando el jardín allá abajo, el choque silencioso de dos nubes parecían ser casi más de lo que ella podía tolerar".  

Aunque la trama no gira en torno a una conspiración para cometer un crimen o chantajear a alguien -como en las cinco novelas que Highsmith le dedicó al "talentoso" y escurridizo Ripley--, Carol crea igualmente una atmosfera claustrofóbica de suspense en torno al desafío que representa para una sociedad conservadora la relación entre dos mujeres. Si la primera parte puede leerse como una novela de costumbres, en la que hay más minucia psicológica que acción y brilla el ojo de Highsmith para registrar los matices cambiantes de la subjetividad de Therese, la segunda parte se convierte en una road novel con persecusión incluida: el detective contratado por el marido de Carol es la obvia conciencia de la clase media, dispuesta a hacer pagar la transgresión por la ruptura del código moral que representa esta unión.  

En su adaptación cinematográfica, Todd Haynes ha hecho un cambio central en la estructura: la perspectiva narrativa deja de ser exclusividad de Therese (Rooney Mara). Así, se pierde la forma detallada con la que Highsmith cuenta el enfebrecido enamoramiento de su protagonista. A cambio, se le da más espacio a la elegante Cate Blanchett en el papel de Carol, tan misteriosa como en la novela. Lo que sigue presente es la precisa radiografía de una sociedad prejuiciosa y cruel; podemos mirar ese periodo con cierta superioridad moral, hasta que nos damos cuenta de que las intuiciones de Highsmith también se aplican a muchas áreas del presente.

(La Tercera, 10 de enero 2016)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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12 de enero de 2016
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Diosecillos

Durante las pasadas fiestas se agotó en los comercios un juego infantil, La patrulla canina, basado en la serie de televisión. Excelente noticia. La patrulla la forman seis canes, cada uno de los cuales domina una técnica. Uno lleva la caja de herramientas, otro la manguera, otro un torno con cuerda, otro la escalera, etcétera. Si aparece un problema -naufragio, incendio, criatura perdida- cada uno de los perros aplica su especialidad. Los niños ven el mundo como un conjunto de peligros que se pueden superar con técnicas simples. Acceden así a un politeísmo, parecido al de los Siete samuráis,de Kurosawa, en el que si falla un dios siempre quedará otro.

Es una perspectiva inteligente. Cuando crezcan un poco, los más listos superarán a los dioses menores y comenzarán a ver un mundo esférico, impenetrable, oscuro, amenazador y glorioso. Habrán llegado al monoteísmo. Comprenderán que sólo podemos acosar el mundo mediante una herramienta, el lenguaje. Sólo esta técnica, tan misteriosa como el mundo mismo, nos permite separar, fraccionar e intentar entender las partes aisladas. No hay milagros, no hay soluciones para cada fragmento, sólo tentativas que a veces crean figuras estables y otras se difuminan como niebla.

Quienes lleguen hasta esa posición estarán a punto de conocer la seriedad del mundo. Muchos de ellos, sin embargo, asustados, recularán y tratarán de mantener su infancia politeísta. Seguirán jugando a la patrulla canina cada uno con su pequeña identidad, su fiesta privada, su droga y su tuit. Sólo los más esforzados seguirán luchando con el lenguaje en busca de un enunciado que todo el mundo pueda compartir, una proposición que alivie el agobio y la miseria de la mayoría. Y eso ya no es un juego. Es la edad de la razón.

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12 de enero de 2016
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Marca de agua

Quienes gusten de estar bien informados, si han elegido como destino la capital del Véneto, pueden tener en la guía Venecia, de Félix de Azúa una excelente compañera de viaje. Montañas de información ponderada y cabal, juicios certeros y una inacabable sucesión de datos. Se acaba sabiendo incluso los cientos de miles de postes de roble que fue preciso hundir en el barro para sustentar ese prodigio que, tantos siglos después, continúa pese a todo surgiendo del agua. Una vez allí, y para combatir los inevitables tiempos muertos (lluvias persistentes, disparidad en los horarios de apertura de iglesias y museos y tantos otros ratos que no sabes en qué emplearlos) se puede recurrir a la Venecia observada, de Mary McCarthy (1956). No obstante, y como para muchos esa guía es muy inferior a Piedras de Florencia (1959), siempre cabe recurrir a la estupenda  Venecia de Jan Morris (1960). Sin embargo, y dadas las fechas de publicación de esas guías, es conveniente tener a mano una obra moderna o un buen smartphone para consultar horarios o asegurarse de que las obras citadas en aquellas obras clásicas no han sido trasladas a otros centros, porque todo es posible en esa ciudad.

            Pero no cabe duda de que la mejor vía para crearse una relación íntima y personal con Venecia es, desde luego, patearse una y otra vez sus calles, subir y bajar sus centenares de puentes, dejarse empapar por los colores, las nieblas y los olores, o arriesgar con las contundentes especialidades de la cocina véneta, ello por no hablar de la arquitectura, la pintura y, faltaría más, los canales. Después de tan intensa preparación, y mejor aún si ello ocurre al cabo de reiteradas visitas a la ciudad, leer Marca de agua, de Joseph Brodsky, es como un milagro. O como revisitar una ciudad que estaba allí y que unas veces la reconoces y otras la descubres a través de la sensibilidad de un viajero que la visitó durante diecisiete años seguidos, siempre en invierno.

            Es un librito de apenas cien páginas y a lo largo de las mismas Brodsky no entra una sola vez en uno de los museos o academias rebosantes de asombrosas pinturas,  ni recurre a las maravillas arquitectónicas para embelesar al lector embelleciendo el texto. La única iglesia que dice querer visitar es la Madonna dell’Orto, “no tanto por la probable coincidencia temporal de la agonía del alma como por la maravillosa Madonna con niño, de Bellini que alberga en su interior”.  Creo obligado a precisar que ese deseo le surge al regreso de un viaje nocturno en góndola (prodigiosamente descrito) en torno a la isla de San Michele, la fabulosa isla de los muertos donde, no por casualidad, años más tarde iba a ser enterrado el propio Brodsky.     

            Decir que es la obra de un poeta no basta para dar cuenta de la carga emocional que irradia. Es decir, quien escribe es un poeta, perfectamente equiparable a los más grandes poetas rusos de su tiempo (Ajmátova, Pasternak, Mandelstam,Tsvetáieva, etc), y en sus paseos y reflexiones se le ocurren ese tipo de imágenes capaces de transformar la experiencia sensorial del lector, por ejemplo cuando al hablar del espesor y la inmovilidad de la nebbia que puede cubrir de pronto Venecia, dice que si sales a comprar cigarrillos “puedes aprovechar el túnel que tú mismo has abierto en la niebla para volver” porque, dice, ese túnel puede permanecer abierto durante largo rato. Eso, en relación a la experiencia sensorial de cada cual, porque también es capaz de cambiar la percepción que uno puede tener de un espacio físico, y para dar una idea de lo que trato de decir invito al lector a que abra el libro por la página 62. Durante una vuelta a casa en plena noche, y en un solo aliento, en su discurrir surgen Dante, Homero, Virgilio o Hipócrates para cerrar el paseo con esta reflexión: “Uno nunca sabe qué engendra qué: una experiencia un lenguaje, o un lenguaje una experiencia”.  Porque, insiste, “una metáfora –o, hablando de una manera más general, el lenguaje mismo- posee casi siempre un final abierto, persigue la continuidad, una vida después de la muerte, si se quiere. En otras palabras (no pretendo der ingenioso) la metáfora es incurable”. Todo ello porque mientras camina le ha salido al paso la Fondamenta degli Incurabili y ya se sabe lo que pasa cuando te pones a enredar con el lenguaje y la experiencia.

            Brodsky es implacable con los demás (académicos, artistas de café, antiguas amantes, nuevas posibles amantes que no llegan a serlo) porque empieza por no pasarse una a sí mismo. Leyendo entre líneas, las reiteradas visitas invernales a Venecia no aliviaron para nada su rigurosa soledad, ni los canales fueron un sustituto de los añorados paisajes infantiles del Báltico, y en alguna ocasión incluso habla de saltarse la tapa de los sesos con una Browning. Esa falta de complacencia consigo mismo la hace extensible a los demás con juicios demoledores pero también certeros. Por ejemplo cuando, aburrido de la cháchara exculpatoria de la viuda de Ezra Pound, juzga con severidad al gran hombre no por sus desvaríos fascistas o sus proclamaciones antisemitas sino porque, en sus Cantos, comete uno de los errores más antiguos: buscar la belleza. Le resulta chocante que Pound, alguien que vivió tanto tiempo en Italia, “no se hubiera dado cuenta de que la belleza nunca puede ser un objetivo y de que siempre es producto de otra clase de empeño, a menudo de naturaleza muy vulgar”. Toda una teoría estética en solo tres líneas.

 

 

Marca de agua

Joseph Brodsky

Traducción de Menchu Gutiérrez

Siruela    

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12 de enero de 2016
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El mal moderado

La palabra ha gozado siempre de buena fama, asociada al consejo que le da una madre al hijo un sábado por la noche, "bebe con moderación", el ministerio del ramo a los conductores del parque automovilístico, "modere la velocidad", o los curas al pecador genuflexo en el confesionario, "modera tus instintos". En un pasado que hoy nos parece remoto e inverosímil, el adjetivo se aplicaba también a los políticos catalanes de centro derecha, pero esa aplicación ha caído en desuso; últimamente se utiliza mucho en la prensa, casi siempre unido al Islam.

    Es preciso revisar las moderaciones contemporáneas, y entre ellas ninguna más necesitada de una urgente ortopedia que el llamado islamismo moderado, un concepto legítimo en su raíz pero actualmente borroso. Y nada lo ha puesto más en evidencia que los crímenes terroristas que empezaron en enero de este año en París, siguieron en Túnez y Egipto, y ya se verá cuándo acaban. La diferencia entre el ‘yihadista' que dispara a mansalva o hace volar por los aires a los inocentes al grito de Alá y aquellos musulmanes que de ningún modo condonan el crimen es evidente, y no hay que insistir más en ella, del mismo modo que nadie sensato pretendía, ni en los tiempos del crimen sistemático de la banda ETA, que los cientos de miles de ciudadanos vascos que no ponían bombas pero miraban a otro lado cuando estallaban en los supermercados tuvieran que ir a la cárcel, aun siendo cómplices, como en efecto lo eran. Hoy sin embargo, y desde hace cierto tiempo, a los ejecutantes y colaboradores del terrorismo etarra se les pide, cumplida la pena jurídica, retribución verbal y expiación, y algunos las llevan a cabo. Ha llegado el momento de pedirles algo más a los creyentes islámicos, a la vez que nos lo pedimos a nosotros mismos, pertenezcamos a alguna religión o a ninguna.

     La respuesta de condena a la más reciente matanza parisina por parte de la inmensa mayoría de los musulmanes europeos es sin duda sincera y ha de ser altamente valorada, sobre todo cuando adquiere el relieve de la expresada por el Consejo Francés del Culto Musulmán (CFCM), y, en especial, por el imán de la Gran Mezquita de París, que hacía hincapié en el obligado compromiso de  acatamiento de sus fieles a los valores republicanos que chocan o se apartan de los mandamientos del Corán. Incluso entre nosotros, la mezquita de la M30 de Madrid, conocida como semillero de la predicación salafista más extrema (así lo señaló, en una interesantísima y poco difundida entrevista, un alto comisionado religioso del rey de Marruecos de visita en España), se sintió obligada, pocos días después de esa entrevista y de los atentados del trece de noviembre, a emitir unas declaraciones ‘moderadas'.

    Es notorio que sólo desde dentro del Islam, es decir, con la convicción de sus practicantes, incluyendo a los más fervorosos, de que por encima del íntimo credo está la pertenencia pública a una comunidad civil, sólo, repito, asumiendo tal actitud, se podrán hacer avances significativos para detener la deriva violenta de los kamikazes que invocan al Profeta mientras asesinan. Entre esos practicantes están, naturalmente, los altos dignatarios y dirigentes políticos mahometanos de una u otra facción religiosa, pertenecientes todos, en distinto grado, a la categoría de colaboradores o ‘socios' de los regímenes occidentales. Lo preocupante es que por razones de conveniencia política y alianzas de tipo militar o estratégico, Occidente ha de contar con un Oriente que no pocas veces se dedica a atropellar en su propio territorio los derechos humanos, como es el caso de la Turquía ‘moderada' (yo la llamaría integrista) de Erdogan, o, de manera extrema, la Arabia Saudí del sultán Salman bin Abdulaziz, monarca festejado por todas las élites y casas reinantes europeas mientras, entre sus últimas fechorías, está la de condenar a muerte sin remisión a un reconocido poeta palestino pero nacido en Arabia Saudí, Ashraf Fayad, comisario internacional de la Bienal de Venecia, cuyo delito fue exponer en su libro ‘Instructions Within' (‘Las instrucciones, dentro') sus ideas filosóficas de no creyente, lo que le hizo merecer primero una pena de cuatro años de cárcel y 800 latigazos, y ahora la muerte, por apostasía.

     Otros países islámicos con gobiernos ‘moderados' no llegan a tanto, pero instauran en sus propios confines la intolerancia, la discriminación femenina y la injerencia violenta en la privacidad de los ciudadanos. ¿Sólo ellos? Lo preocupante alcanza lo terrible cuando en esas alianzas democráticas de una guerra contra el terrorismo participan regímenes ajenos a la órbita musulmana y ellos mismos radicalmente ‘no moderados', como Rusia o  -pertenecientes estos a la Unión Europea- Polonia y Hungría. Ahora bien, ¿hasta qué punto somos moderados todos los españoles, o lo son los franceses cristianísimos que votan a Marine Le Pen y las gentes de Gran Bretaña o Suecia que favorecen opciones de odio al diferente, al desposeído, al extranjero? Y la pregunta crucial: ¿puede ser ‘moderada' la democracia, puede una autoridad gubernamental o religiosa imponer la moderación de los instintos, hacer que la vida privada se conduzca según un código teocrático de la circulación?

     No es tolerable una ‘democracia a la carta', hecha de territorios vedados, de salvedades y bulas prudenciales que permitan en nombre de Dios no ya matar sino simplemente hostigar y recortar brutalmente el vivir libre. La libertad de conciencia es una, común a todos aun siendo plural, y si bien cada persona es responsable de cumplir los principios morales que le sean propios, de ningún modo debe aceptarse que por esos principios y esas creencias un conductor de autobús franco-musulmán se niegue a tomar el volante que acaba de dejar, acabado su turno, una compañera de trabajo, o un ministro islamista se ausente de la manifestación por los muertos de Charlie Hebdo y del supermercado ‘kosher'. ¿O es que no todas las matanzas son igual de odiosas?

    Así que mi última pregunta es: ¿saldrían a la calle a orar y a llorar, a protestar, a pedir guerra, musulmanes y católicos integristas de Francia si un ‘yihadista' suicida explotara su cinturón en medio de una manifestación de mujeres reclamando el humanísimo derecho al aborto, o si los fusilamientos y bombas del Bataclán hubieran sido en una discoteca gay del Marais, donde abundan, y se mueven con plena libertad mujeres y hombres homosexuales que en países miembros de esta nueva cruzada serían detenidos o lapidados?

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12 de enero de 2016
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El Boomeran(g)
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