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El lápiz imaginario

Soledad Puértolas vive en una casa centenaria de Pozuelo, con azulejo español, patio con fuente e invernadero. Sus estancias tienen un aire de película francesa: la normalidad del sofá marrón intima con la bohemia y los recuerdos. Los libros tapizan las paredes del escritorio; hay chaquetas de lana en las sillas. Nos recibe luchando con su perro y anuncia que el can ladra porque quiere mantener relaciones sexuales conmigo, aunque parece que no se trata de algo personal: le ocurre con todo quisqui, incluso con el compañero fotógrafo. Al rato la escritora ha conseguido domeñarlo, y yace enroscado bajo la mesa mientras ella corrige, como si estuvieran solos. Pocas mujeres utilizan con tanta propiedad los pisapapeles como ella. Los de Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) no están para decorar. Elefantes de cuarzo, tortugas metálicas y piedras raras, no excesivamente grandes, aquietan varios montículos de hojas mecanografiadas a doble espacio y agrupadas en orden, o recortes de periódico pulidamente apisonados. En todos sus objetos se percibe una refrenda de su calmosa relación con el tiempo. Escribe con radio KUSC, una frecuencia de música clásica de Los Ángeles, porque no hablan: ?Me ha salvado la vida?. De pequeña escribía poemas oscuros, truculentos. Vivía junto al almacén de te las familiar, allí donde la abuela estafada le dejó un buen arranque literario: ?Ella era una mujer despreocupada que vivía la vida?. Las monjas la animaban a escribir, igual que su madre: fue niña enfermiza, y aún no ha conseguido deshacerse del dolor del cuerpo, indigente y miserable: ?Estoy muy harta, no lo quiero nada?. Se excita y confiesa: ?Me irrita la gente ala que no le duele nada, que no tiene compasión. Estamos enfermos cuando somos niños y cuando somos viejos, yen cambio vivimos de espaldas al dolor?. Puértolas pregunta poco, actúa desde la imaginación. Ha empleado poderosos diques frente al pecado del estilo: ?Estás muerto cuando tienes un estilo?, decía Dashiell Hammett poco antes de dejar de escribir. Lo analiza en La vida oculta (premio Anagrama de ensayo), donde afirma que, en la escritura, lo más sorprendente es el salto hacia los otros, el momento en que las palabras construidas en la soledad se convierten en un libro. ?El destino del secreto literario es precisamente su desvelamiento, y el escritor, me parece a mí, nunca está suficiente preparado para ello?. Como miembro de la Real Academia Española, agradece los trabajos con el diccionario; y, de hecho, suya es la iniciativa de ?reclamar? dos palabras consustanciales al sentimiento: nostalgia y melancolía.?La nostalgia es una dicha perdida, pero viene en el diccionario como? tristeza melancólica??. Y añade :?Te asombraría lo raro que está definida la palabra creación ??. Ni tímida ni timorata, empática, elegante y pudo rosa, nunca le ha interesado lo mediático ni ha escrito columnas en los periódicos .?No he sido ingeniosa para esto ?. La primera persona que lee sus originales es Polo, su marido :?Antes está oculto, no existe. Me están viniendo de maravilla sus comentarios. Quiero que termine este nuevo libro cuanto antes, por eso cuido tanto a Polo?. Convertir todo lo que le pasa en la vida en algo distinto enciende el motor de su escritura. Ya pasa del ahora de comer, su ritual sagrado: ?Un placer con sentido y nada perturbador? cuando Soledad, de la que por un momento creo que su fragilidad es una invención literaria, se despide. Pronto olerá la piel quemada de la berenjena. Luego escribirá tumbada en el sofá con ese aire de normalidad aparente. (La Vanguardia)

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31 de marzo de 2016
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Palmira, espejismo y señuelo

Hay algo inquietante en la recuperación de las ruinas de Palmira para la civilización. Lo más inmediato, que quien se pone la medalla es un dictador como Bachar El Asad, responsable de la guerra civil devastadora que sufre Siria desde hace cinco años. Podría ponérsela directamente Vladimir Putin, el artífice de la estrategia vencedora, que ha consolidado al régimen baasista en el poder y le ha proporcionado la silla en las negociaciones de paz.

Las inquietudes no deben ocultar el alivio. Palmira es un nudo de comunicaciones desde donde el Estado Islámico controlaba el 30 por ciento de su territorio. Su yacimiento arqueológico y su museo, como todos las antigüedades que han caído en sus manos, eran también una fuente de financiación en el mercado del tráfico internacional de arte. Y, sobre todo, era un potente símbolo propagandístico utilizado por el califato. El ISIS utilizó Palmira como instrumento de su propaganda terrorista, para amedrentar a los enemigos y atraer reclutas. Destruyó templos, arcos de triunfo y estatuas, saqueó el museo, profanó sus soberbios escenarios con ejecuciones en masa y decapitó en público al director de las excavaciones, Jaled Asaad

La recuperación de Palmira ha suscitado un natural entusiasmo en el mundo de la museología y la arqueología. Ya circulan proyectos de restauración y despuntan los debates acerca de su alcance. Las técnicas de restauración digital, con impresión en tres dimensiones, permiten imaginar la duplicación de cualquiera de los objetos destruidos. Pero este es también un asunto prematuro, en el que es difícil avanzar sin rozar la obscenidad cuando sigue la matanza, se mantiene el flujo de quienes huyen y ni siquiera se ha empezado a resolver el destino de los refugiados en los países donde pueden estar a salvo.

Palmira tiene otro inconveniente a la hora de suscitar esperanzas. Puede que sea el anuncio de una retracción territorial sin remedio que termine dejando al califato fuera del mapa y el sueño terrorista de un Estado administrado bajo la sharía en un episodio pasajero. Pero el ISIS ha perdido esta ciudad justo cuando golpeaba con fuerza inusitada en el corazón de Europa y provocaba unos destrozos políticos que van más allá de los efectos de cualquier otro atentado anterior.

Un Estado Islámico sin territorio es lo más parecido que hay a Al Qaeda, la matriz anterior del monstruo, dedicada a golpear al enemigo lejano, en vez de explotar las guerras civiles islámicas. Hay que contar luego con las franquicias internacionales, numerosas y mortíferas como la casa madre, y sobre todo con el proyecto libio, donde el califato sueña en un nuevo territorio libre, que le sirva también para tender un puente hacia Europa para el tráfico de refugiados y el paso de terroristas.

La recuperación de Palmira es un espejismo en el mejor de los casos, y un señuelo en el peor. Un espejismo porque la victoria de El Asad no es ni de lejos la derrota del Estado Islámico. Un señuelo porque la reconquista de las ruinas para la civilización desvía la atención respecto a las fortalezas que todavía mantiene el yihadismo y a las responsabilidades de Bachar el Asad en la catástrofe de Siria.

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31 de marzo de 2016
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Poeta

Esta Semana Santa se la dediqué a un amigo por quien tuve respeto y afecto. A pesar de la diferencia de edad (me llevaba 15 años) siempre nos tratamos como colegas del colegio. Seguramente nunca dejó de ser un colegial. Uno imagina a Gil de Biedma en perpetuo pantalón corto.

En sus Diarios 1956-85, editados por Andreu Jaume con sabiduría y arte del detalle, se acumulan apreturas sexuales, tan imperiosas, agobios poéticos, menos intensos que sus poemas, y una lucidez despiadada. Fue, sin duda, uno de los hombres más inteligentes de Cataluña en un momento en el que aún no faltaban.

Su juicio es exacto y pocas veces viene teñido por la pelmaza ideología propia de su tiempo y de su círculo de amigos. En aquellos años era imposible escapar a los fantasmas de cartón piedra: la lucha de clases, el bondadoso proletariado, la revolución liberadora. Pocas veces cae en la charca de su época e incluso, cosa infrecuente, mantiene distancia con esos tópicos. Bien es verdad que había sido desahuciado del Partido Comunista porque los homosexuales eran un invento burgués y reaccionario.

Su mejor momento es cuando habla de poesía porque es de los escasos poetas que ha sabido con certeza lo que es la poesía. Comentando una antología de poesía tradicional dice lo más exacto que he leído nunca sobre la canción: "Me ocurre con esta lírica igual que con la Grecia clásica: volver a ella es como volver a una patria de origen, no se sabe cuándo abandonada y sólo de tarde en tarde recordada. Uno se pregunta a cada regreso por qué se marchó -y por qué, por qué ya no es posible quedarse". Ese doble "por qué" encierra toda su poesía, hija del bolero.

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31 de marzo de 2016
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Exhibicionistas

Cuánto hartazgo produce la colección de autofotos de personas que, imbatibles al desaliento, exhiben su ombligo, su corte de pelo o su trasero porque sí, o mejor dicho, porque hacerlo se ha convertido en un entretenimiento obsesivo. Digamos más: en una autoafirmación constante, en una manera de estar ?en sociedad?, sacar la patita y recibir palmadas en la espalda en forma de me gusta o de creciente número de seguidores. La vanidad es condenadamente humana, y a cualquier escala puede suavizar la maltrecha incertidumbre en uno mismo. Pero ¿por qué son tantos quienes se sienten o aparentan sentirse excepcionales publicitando su última ocurrencia? No sólo es un territorio de jóvenes, tan proclives a la omnipotencia: el nuevo exhibicionismo se extiende entre talluditos, incluso entre esas madres de los diabólicos grupos de WhatsApp del colegio, que aprovechan cualquier duda colectiva para hacer sentir malas madres al resto. El mundo de los adultos se ha puesto a dar grititos como los chavales, y presume de audacia, les copia sus tics, su verborrea emoticónica o su indolencia tanto casera como fonética. En los análisis sociales se utiliza ya el término ?epidemia de narcisismo? para analizar el pico de autoenamoramiento que reina en la aldea virtual. Los académicos norteamericanos Jean Twenge y Keith Campbell han demostrado empíricamente cómo los rasgos de personalidad narcisista han ascendido tan rápido como la obesidad desde la década de los ochenta a la actualidad. El problema de todo ello, lo que implica ese gustarse permanentemente, es la falta de realismo que se ha apoderado de un estado de ánimo global. Pero saltan chispas de frustración cuando se desvanecen los castillos en el aire y aquello que los hacía parecer importantes se tambalea. Algunos reconocerán que vivían en una farsa. Otros dirán: ?Qué mundo interesado, que sólo te respeta si tienes algo que ofrecer gratis. El día en que ya no puedas ofrecerles belleza, o influencia, dejes de dar cenas, de posar en ropa interior, el día en que dejen de hacer gracia tus chistes, te convertirás en un pobre diablo?. Estamos rodeados de pavos reales: de personajes que desde sus púlpitos digitales se aman y orinan perfume. Ahí están los petulantes talents o influencers, convertidos en medios por encima de mensajes debido a sus miles de seguidores. Lo excepcional y lo banal se dan la mano en unos tiempos en los que la palabra desafío se ha convertido en letanía porque la vida parece un concurso. Sin embargo, el mayor de los retos que puede marcarse un ser humano nada tiene que ver con el costumbrismo de la selfie. El verdadero reto es ser uno mismo sin que los demás se avergüencen de ello. (La Vanguardia)

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30 de marzo de 2016
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¿Existe eso que llaman literatura mundial?

En las próximas postales de este blog hablaremos de la mundialización de los premios literarios, particularmente del Man Booker. Creo, sin embargo, que vale la pena hacer una reflexión previa sobre el tema para encuadrar seriamente la discusión. Va esta postal introductoria, entonces.

¿Cuándo puede hablarse de literatura mundial? O mejor, ¿desde dónde? No desde la producción, creo, sino desde condiciones similares de recepcion del texto literario. Es en ese sentido sintomático que Pascale Casanova se embelese en su propio discurso y desde la comodidad del eurocentrismo hable de condiciones objetivas de universalidad (con el ligerísimo ejemplo del Nobel, mecanismo de consagración, no de producción estética) y que, por ejemplo, no reconozca que un escritor que lee a otro escritor, las más de las veces desde la traducción, no lee normalmente. Un escritor lee a los otros desde su obra (por igual Rulfo con Hamsum que Jorge Amado a Gorki) y la redibuja permanentemente. Pero quizá la mayor miopía consista en pensar la tradición como una, sola, homogénea. Es curioso que un escritor de las periferias, desde hace muchos años colocado en un centro, Paris, Milan Kundera, reflexione en su último libro El Telón sobre el particular con especial agudeza. “Sea nacionalista o cosmopolita, afirma sin empacho el novelista, arragado o desarraigado, un europeo está profundamente determinado por la relación con su patria; (…) al lado de las grandes naciones, hay una Europa de pequeñas naciones entre las cuales muchas han obtenido o reencontrado su independencia política en el curso de los dos últimos siglos (…) mi ideal de Europa: la máxima diversidad en el mínimo espacio”.

La argumentación es impecable: cada país de Europa vive el mismo destino común pero cada quien lo vive de modo distinto a partir de sus experiencias particulares. De allí, dice, que la historia del arte europeo parezca una “carrera de relevos”. Metáfora curiosa, donde las hay, que contradice el simplismo de Casanova (o si se quiere de ciertas frases de las dictaduras: una, grande, libre). En fin. Me interesa, sin embargo un pequeño argumento de Kundera. Dice: “Lo que distingue a las naciones pequeñas de las grandes no es tan sólo el criterio cuantitativo del número de habitantes; es algo mucho más profundo: su existencia no es para ellas una certeza que de da por hecha, sino siempre una pregunta, un reto, un riesgo: están a la defensiva frente a la Historia, esa fuerza que las supera, ue no las toma en consideración, que ni siquiera las percibe”.

Hay tantos polacos como españoles, se dice Kundera, pero los últimos pertenecen a una potencia colonial cuya existencia nunca estuvo amenazada mientras que la Historia les ha enseñado a los polacos lo que quiere decir no ser, pertenecer al corredor de la muerte. ¿Gombrowicks pudo ser español, es mundial? Nada más imposible.

Y luego Kundera llega al centro: el testamento goethiano, una weltilerature es traicionado. Basta abrir una antología, una historia: siempre se presentan superposiciones, una historia de las literaturas, en plural. Se puede, afirma el novelista checo, ver la realidad desde una perspectiva local, la del pequeño contexto o leerse desde la perspectiva del gran contexto, de lo universal. Y afirma que sólo desde la traducción puede leerse la contribución de una gran novela. Sólo desde la distancia puede apreciarse el arte. Lo mismo que pensaba Bourdieu cuando decía que el traductor es quien lee de la manera más parecida a como leerá la posteridad. Pero no se me malentienda: en todos los casos estamos hablando de lecturas, de recepciones, no de la producción literaria. Digámoslo muchas veces: la literatura mundial es un efecto de lectura, es un efecto –hoy en día más que nunca- de mercado.

No se nos olvide que el provincianismo de los grandes es tan dañino como el provincianismo de los pequeños. Traigo ahora a colación a otra escritora radicalmente periférica, la novelista croata Dubravka Ugresic. En su libro, Thank you for not reading, ha escrito quizá la mayor defensa del escritor actual frente al mercado (no sólo al reseñar su descomposición vivisble en la feria de Londres done la acrtiz Joan Collins era la escritora más imortante del año sino al recuperar la soberana libertad de la escritura desde una cultura local). Un escritor, afirma, a quien le preocupa el contexto en el que escribe debería quedarse callado. De lo contrario es como si separara del árbol la rama que lo sostiene. Y para un pájaro que se sostiene en tan endeble rama se trata de un acto peligroso. Sin embargo sólo se sabe la calidad de un artesano por sus herramientas. Y entonces tira el dardo: los escritores de los países del este estaban tan aislados del mercado y de sus tendencias que pudieron escribir sus obras con la libertad que occidente desconoce ya. En su cuarto, por las noches, alejado de toda estética imperante, casi a contrapelo de una realidad que desconoce el escritor croata –ella repite el gentilicio- puede crear una obra propia. Y retiera: los escritores en una cultura literaria orientada por el mercado son solamente “hacedores de contenidos”.

            Podriamos seguir esta argumentación. La literatura mndial produce temas, modos reiterados de abordarlos, contenidos universales. La forma estética está fuera de la discusión. Sólo desde la periferia (algo que sabía muy bien Borges y así lo definió en El escritor argentino y la tradición) puede renovarse profunda, duraderamente. Porque se trata de formas, descubiertas en el oficio, el el taller, con los ojos estrábicos de los que habla Piglia: allá y acá. En ningún lado. Dice Ugresic que el peor descalabro para un escritor del este al encontrarse en el mundo del mercado occidental consiste en reconocer que hay una ausencia de criterios estéticos absoluta. Los criterios para una evaluación literaria eran el mundo cotidiano, afirma, de un escritor del este, no Oprah. Eran su capital y ahora el escritor del este descubre que ese capital “vale mierda”. En el mundo no comercial no había mala y buena literatura sino literatura y basura, concluye. Pero la mierda es accesible a todos, paradoja final del mercado que Casanova y Moretti parecen desconocer. No se trata de oponerse a lo global con la tiranía manipuladora de lo local. Se trata, aún, de producir formas novedosas. La novela es, desde Cervantes, un arte de la resistencia, de la periferia. Y la novela es, precisamente, el género que mejor les sirve a los detentadores del poder literario para producir esa especie de producto de igual sabor y textura, ajeno a la diversidad, que es lo mismo. No importa que sean malos. Los lectores incluso lo afirman: “Sé que es una porquería, pero me encanta”, dicen a coro. Tal vez sería bueno regresar a la espesa selva de lo real desde donde se escriben las verdaderas novelas.

            Resistir al mercado es hoy resistir a la llada literatura mundial, desde el exilio. Y no hay que olvidar la maravillosa frase de Edward Said: el exilio es un estado celoso.

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30 de marzo de 2016
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Máquina y laberinto de cosas

La ruptura provocada por los escritores del boom tuvo como beneficiarios más inmediatos a quienes pertenecíamos a la generación inmediatamente posterior. Eran maneras de contar novedosas, que abrieron nuevas compuertas en la estructura narrativa y en las formas del lenguaje, un fenómeno que no se daba en la lengua castellana desde los tiempos del modernismo.

García Márquez enseñaba que la fábula que vivía en nuestra memoria era inagotable, y que se podían contar las mentiras más desproporcionadas con rostro imperturbable; pero la fuerza de su influencia convirtió a no pocos incautos en  imitadores sin remedio. Había que cuidarse mucho de aquella trampa mortal del realismo mágico, en la que se arriesgaba quedar atrapado.

Para Carlos Fuentes la novela era un sustituto de la historia pública, más allá del presupuesto de Alejandro Dumas de que la realidad es sólo el clavo donde se cuelga la novela; entraba en todos los resquicios de la historia, y podía suplantarla, de modo que la novela se leyera como si fuese la historia misma. Y de Cortázar aprendimos que la literatura era un mecano para armarse de las más disímiles maneras, el juego de brincar sobre los números trazados con tiza en las baldosas convertido en metafísico; y al final terminaba mostrando que en el fondo de su espíritu lúdico habitaba un poeta solitario.

Mario Vargas Llosa, el menor en edad de estos cuatro evangelistas que enseñaban la buena nueva de que una narrativa distinta y novedosa era posible, marcó de manera eficaz, y sin obviedades, las nuevas maneras de escribir. Su estilo, más de medio siglo después, sigue siendo el de un cronista de hechos.

Uno podía pasar por sus enseñanzas sin marcas y sin huellas, y la experiencia al abrir alguno de sus libros fundamentales de aquella época, empezando por La ciudad y los perros, era la de ingresar en un taller de escritura particular, un solo maestro y un solo alumno entregado al ejercicio de desmontar cada biela, cada resorte del mecanismo para darse cuenta de cómo estaba construido, y luego volverlo a armar. "Esa máquina de laberintos y cosas" de que habla Cervantes en El Quijote.

La experiencia de enfrentarse a un libro donde los acontecimientos se articulaban de manera simultánea perteneciendo a espacios y tiempos diferentes, nunca fue compleja para el lector novicio, como puede parecer, y se volvía atractiva por los misterios a desentrañar. ¿Quién era realmente el Jaguar, el cadete de la escuela Leoncio Prado? Lo sabríamos a su debido tiempo, como en las novelas policiacas; pero su identidad estaba allí desde antes, escondida en el acertijo.

Una carpintería minuciosa, de ajustes y ensamblajes precisos, que no era nunca arbitraria. El aprendiz sabía que la novela se presentaba como una propuesta matemática donde una de las reglas era la repetición ordenada de los procedimientos; una experiencia desusada, pero donde el escritor demostraba que ejercía la responsabilidad de sostener la estructura sin arbitrariedades.

Se trataba de un acertijo, claro, pero con reglas. Una nueva manera de escribir, y también una nueva manera participativa de leer, y que no teniendo antecedentes en la lengua, cautivó desde entonces no pocos lectores entre quienes buscaban ya no claves literarias, sino el goce mismo de vivir dentro de una novela.

El registro de la experiencia narrada precisamente como cotidiana, como si fuera la realidad, ni siquiera su espejo, con personajes del entorno contemporáneo del novelista que en La ciudad y los perros entran en escena robándose las pruebas de un examen escolar, el más común de los actos extraordinarios, para comenzar una novela de catadura juvenil.

Los personajes que encontraremos en La casa verde y en Conversación en la catedral, son soldados, patronas de burdeles, prostitutas, músicos, agentes de policía y periodistas gacetilleros, elevados a la categoría de héroes de novela, dramáticos y picarescos, que hacen emerger de ellos mismos la épica a su propia medida, y cuya suma total no formará nunca una épica superior para la historia, porque la historia termina siendo siempre la decepción y la frustración. 

Una literatura realista, que bien podría ser la de Flaubert, armada de otra manera que tampoco era la de Faulkner. Si el lector no encuentra marcas en su escritura, tampoco él las evidencia en cuanto a sus lecturas. La máquina de sus invenciones no dejó nunca de ser aleccionadora, y lo sigue siendo a través de un largo recorrido, que al llegar tan lejos, como ahora que celebramos sus ochenta años de vida, tampoco ha perdido nunca su energía juvenil.

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30 de marzo de 2016
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