En las próximas postales de este blog hablaremos de la mundialización de los premios literarios, particularmente del Man Booker. Creo, sin embargo, que vale la pena hacer una reflexión previa sobre el tema para encuadrar seriamente la discusión. Va esta postal introductoria, entonces.
¿Cuándo puede hablarse de literatura mundial? O mejor, ¿desde dónde? No desde la producción, creo, sino desde condiciones similares de recepcion del texto literario. Es en ese sentido sintomático que Pascale Casanova se embelese en su propio discurso y desde la comodidad del eurocentrismo hable de condiciones objetivas de universalidad (con el ligerísimo ejemplo del Nobel, mecanismo de consagración, no de producción estética) y que, por ejemplo, no reconozca que un escritor que lee a otro escritor, las más de las veces desde la traducción, no lee normalmente. Un escritor lee a los otros desde su obra (por igual Rulfo con Hamsum que Jorge Amado a Gorki) y la redibuja permanentemente. Pero quizá la mayor miopía consista en pensar la tradición como una, sola, homogénea. Es curioso que un escritor de las periferias, desde hace muchos años colocado en un centro, Paris, Milan Kundera, reflexione en su último libro El Telón sobre el particular con especial agudeza. “Sea nacionalista o cosmopolita, afirma sin empacho el novelista, arragado o desarraigado, un europeo está profundamente determinado por la relación con su patria; (…) al lado de las grandes naciones, hay una Europa de pequeñas naciones entre las cuales muchas han obtenido o reencontrado su independencia política en el curso de los dos últimos siglos (…) mi ideal de Europa: la máxima diversidad en el mínimo espacio”.
La argumentación es impecable: cada país de Europa vive el mismo destino común pero cada quien lo vive de modo distinto a partir de sus experiencias particulares. De allí, dice, que la historia del arte europeo parezca una “carrera de relevos”. Metáfora curiosa, donde las hay, que contradice el simplismo de Casanova (o si se quiere de ciertas frases de las dictaduras: una, grande, libre). En fin. Me interesa, sin embargo un pequeño argumento de Kundera. Dice: “Lo que distingue a las naciones pequeñas de las grandes no es tan sólo el criterio cuantitativo del número de habitantes; es algo mucho más profundo: su existencia no es para ellas una certeza que de da por hecha, sino siempre una pregunta, un reto, un riesgo: están a la defensiva frente a la Historia, esa fuerza que las supera, ue no las toma en consideración, que ni siquiera las percibe”.
Hay tantos polacos como españoles, se dice Kundera, pero los últimos pertenecen a una potencia colonial cuya existencia nunca estuvo amenazada mientras que la Historia les ha enseñado a los polacos lo que quiere decir no ser, pertenecer al corredor de la muerte. ¿Gombrowicks pudo ser español, es mundial? Nada más imposible.
Y luego Kundera llega al centro: el testamento goethiano, una weltilerature es traicionado. Basta abrir una antología, una historia: siempre se presentan superposiciones, una historia de las literaturas, en plural. Se puede, afirma el novelista checo, ver la realidad desde una perspectiva local, la del pequeño contexto o leerse desde la perspectiva del gran contexto, de lo universal. Y afirma que sólo desde la traducción puede leerse la contribución de una gran novela. Sólo desde la distancia puede apreciarse el arte. Lo mismo que pensaba Bourdieu cuando decía que el traductor es quien lee de la manera más parecida a como leerá la posteridad. Pero no se me malentienda: en todos los casos estamos hablando de lecturas, de recepciones, no de la producción literaria. Digámoslo muchas veces: la literatura mundial es un efecto de lectura, es un efecto –hoy en día más que nunca- de mercado.
No se nos olvide que el provincianismo de los grandes es tan dañino como el provincianismo de los pequeños. Traigo ahora a colación a otra escritora radicalmente periférica, la novelista croata Dubravka Ugresic. En su libro, Thank you for not reading, ha escrito quizá la mayor defensa del escritor actual frente al mercado (no sólo al reseñar su descomposición vivisble en la feria de Londres done la acrtiz Joan Collins era la escritora más imortante del año sino al recuperar la soberana libertad de la escritura desde una cultura local). Un escritor, afirma, a quien le preocupa el contexto en el que escribe debería quedarse callado. De lo contrario es como si separara del árbol la rama que lo sostiene. Y para un pájaro que se sostiene en tan endeble rama se trata de un acto peligroso. Sin embargo sólo se sabe la calidad de un artesano por sus herramientas. Y entonces tira el dardo: los escritores de los países del este estaban tan aislados del mercado y de sus tendencias que pudieron escribir sus obras con la libertad que occidente desconoce ya. En su cuarto, por las noches, alejado de toda estética imperante, casi a contrapelo de una realidad que desconoce el escritor croata –ella repite el gentilicio- puede crear una obra propia. Y retiera: los escritores en una cultura literaria orientada por el mercado son solamente “hacedores de contenidos”.
Podriamos seguir esta argumentación. La literatura mndial produce temas, modos reiterados de abordarlos, contenidos universales. La forma estética está fuera de la discusión. Sólo desde la periferia (algo que sabía muy bien Borges y así lo definió en El escritor argentino y la tradición) puede renovarse profunda, duraderamente. Porque se trata de formas, descubiertas en el oficio, el el taller, con los ojos estrábicos de los que habla Piglia: allá y acá. En ningún lado. Dice Ugresic que el peor descalabro para un escritor del este al encontrarse en el mundo del mercado occidental consiste en reconocer que hay una ausencia de criterios estéticos absoluta. Los criterios para una evaluación literaria eran el mundo cotidiano, afirma, de un escritor del este, no Oprah. Eran su capital y ahora el escritor del este descubre que ese capital “vale mierda”. En el mundo no comercial no había mala y buena literatura sino literatura y basura, concluye. Pero la mierda es accesible a todos, paradoja final del mercado que Casanova y Moretti parecen desconocer. No se trata de oponerse a lo global con la tiranía manipuladora de lo local. Se trata, aún, de producir formas novedosas. La novela es, desde Cervantes, un arte de la resistencia, de la periferia. Y la novela es, precisamente, el género que mejor les sirve a los detentadores del poder literario para producir esa especie de producto de igual sabor y textura, ajeno a la diversidad, que es lo mismo. No importa que sean malos. Los lectores incluso lo afirman: “Sé que es una porquería, pero me encanta”, dicen a coro. Tal vez sería bueno regresar a la espesa selva de lo real desde donde se escriben las verdaderas novelas.
Resistir al mercado es hoy resistir a la llada literatura mundial, desde el exilio. Y no hay que olvidar la maravillosa frase de Edward Said: el exilio es un estado celoso.