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Escrito por

Pedro Ángel Palou

Pedro Ángel Palou nació en Puebla en 1966. Ha sido vendedor de ropa, árbitro de fútbol, chef, funcionario público, administrador de educación superior y conductor de televisión. Actualmente vive cerca de Boston, donde escribe y enseña literatura a tiempo completo en Tufts University. Forma parte del Sistema Nacional de Creadores. Sus obras gozan de gran éxito entre los lectores y la crítica, y se han traducido al francés, italiano y portugués. Ha sido ganador del Premio Xavier Villaurrutia y finalista del Rómulo Gallegos y del Planeta-Casamérica, este último con su novela El dinero del diablo. Su trilogía histórica sobre Zapata, Morelos y Cuauhtémoc y sus novelas sobre Porfirio Díaz, Pobre Patria mía, y Pancho Villa, No me dejen morir así, forman ya parte sustancial del renacimiento de la novela histórica mexicana. Foto de Gabriela Bautista

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¿Existe eso que llaman literatura mundial?

En las próximas postales de este blog hablaremos de la mundialización de los premios literarios, particularmente del Man Booker. Creo, sin embargo, que vale la pena hacer una reflexión previa sobre el tema para encuadrar seriamente la discusión. Va esta postal introductoria, entonces.

¿Cuándo puede hablarse de literatura mundial? O mejor, ¿desde dónde? No desde la producción, creo, sino desde condiciones similares de recepcion del texto literario. Es en ese sentido sintomático que Pascale Casanova se embelese en su propio discurso y desde la comodidad del eurocentrismo hable de condiciones objetivas de universalidad (con el ligerísimo ejemplo del Nobel, mecanismo de consagración, no de producción estética) y que, por ejemplo, no reconozca que un escritor que lee a otro escritor, las más de las veces desde la traducción, no lee normalmente. Un escritor lee a los otros desde su obra (por igual Rulfo con Hamsum que Jorge Amado a Gorki) y la redibuja permanentemente. Pero quizá la mayor miopía consista en pensar la tradición como una, sola, homogénea. Es curioso que un escritor de las periferias, desde hace muchos años colocado en un centro, Paris, Milan Kundera, reflexione en su último libro El Telón sobre el particular con especial agudeza. “Sea nacionalista o cosmopolita, afirma sin empacho el novelista, arragado o desarraigado, un europeo está profundamente determinado por la relación con su patria; (…) al lado de las grandes naciones, hay una Europa de pequeñas naciones entre las cuales muchas han obtenido o reencontrado su independencia política en el curso de los dos últimos siglos (…) mi ideal de Europa: la máxima diversidad en el mínimo espacio”.

La argumentación es impecable: cada país de Europa vive el mismo destino común pero cada quien lo vive de modo distinto a partir de sus experiencias particulares. De allí, dice, que la historia del arte europeo parezca una “carrera de relevos”. Metáfora curiosa, donde las hay, que contradice el simplismo de Casanova (o si se quiere de ciertas frases de las dictaduras: una, grande, libre). En fin. Me interesa, sin embargo un pequeño argumento de Kundera. Dice: “Lo que distingue a las naciones pequeñas de las grandes no es tan sólo el criterio cuantitativo del número de habitantes; es algo mucho más profundo: su existencia no es para ellas una certeza que de da por hecha, sino siempre una pregunta, un reto, un riesgo: están a la defensiva frente a la Historia, esa fuerza que las supera, ue no las toma en consideración, que ni siquiera las percibe”.

Hay tantos polacos como españoles, se dice Kundera, pero los últimos pertenecen a una potencia colonial cuya existencia nunca estuvo amenazada mientras que la Historia les ha enseñado a los polacos lo que quiere decir no ser, pertenecer al corredor de la muerte. ¿Gombrowicks pudo ser español, es mundial? Nada más imposible.

Y luego Kundera llega al centro: el testamento goethiano, una weltilerature es traicionado. Basta abrir una antología, una historia: siempre se presentan superposiciones, una historia de las literaturas, en plural. Se puede, afirma el novelista checo, ver la realidad desde una perspectiva local, la del pequeño contexto o leerse desde la perspectiva del gran contexto, de lo universal. Y afirma que sólo desde la traducción puede leerse la contribución de una gran novela. Sólo desde la distancia puede apreciarse el arte. Lo mismo que pensaba Bourdieu cuando decía que el traductor es quien lee de la manera más parecida a como leerá la posteridad. Pero no se me malentienda: en todos los casos estamos hablando de lecturas, de recepciones, no de la producción literaria. Digámoslo muchas veces: la literatura mundial es un efecto de lectura, es un efecto –hoy en día más que nunca- de mercado.

No se nos olvide que el provincianismo de los grandes es tan dañino como el provincianismo de los pequeños. Traigo ahora a colación a otra escritora radicalmente periférica, la novelista croata Dubravka Ugresic. En su libro, Thank you for not reading, ha escrito quizá la mayor defensa del escritor actual frente al mercado (no sólo al reseñar su descomposición vivisble en la feria de Londres done la acrtiz Joan Collins era la escritora más imortante del año sino al recuperar la soberana libertad de la escritura desde una cultura local). Un escritor, afirma, a quien le preocupa el contexto en el que escribe debería quedarse callado. De lo contrario es como si separara del árbol la rama que lo sostiene. Y para un pájaro que se sostiene en tan endeble rama se trata de un acto peligroso. Sin embargo sólo se sabe la calidad de un artesano por sus herramientas. Y entonces tira el dardo: los escritores de los países del este estaban tan aislados del mercado y de sus tendencias que pudieron escribir sus obras con la libertad que occidente desconoce ya. En su cuarto, por las noches, alejado de toda estética imperante, casi a contrapelo de una realidad que desconoce el escritor croata –ella repite el gentilicio- puede crear una obra propia. Y retiera: los escritores en una cultura literaria orientada por el mercado son solamente “hacedores de contenidos”.

            Podriamos seguir esta argumentación. La literatura mndial produce temas, modos reiterados de abordarlos, contenidos universales. La forma estética está fuera de la discusión. Sólo desde la periferia (algo que sabía muy bien Borges y así lo definió en El escritor argentino y la tradición) puede renovarse profunda, duraderamente. Porque se trata de formas, descubiertas en el oficio, el el taller, con los ojos estrábicos de los que habla Piglia: allá y acá. En ningún lado. Dice Ugresic que el peor descalabro para un escritor del este al encontrarse en el mundo del mercado occidental consiste en reconocer que hay una ausencia de criterios estéticos absoluta. Los criterios para una evaluación literaria eran el mundo cotidiano, afirma, de un escritor del este, no Oprah. Eran su capital y ahora el escritor del este descubre que ese capital “vale mierda”. En el mundo no comercial no había mala y buena literatura sino literatura y basura, concluye. Pero la mierda es accesible a todos, paradoja final del mercado que Casanova y Moretti parecen desconocer. No se trata de oponerse a lo global con la tiranía manipuladora de lo local. Se trata, aún, de producir formas novedosas. La novela es, desde Cervantes, un arte de la resistencia, de la periferia. Y la novela es, precisamente, el género que mejor les sirve a los detentadores del poder literario para producir esa especie de producto de igual sabor y textura, ajeno a la diversidad, que es lo mismo. No importa que sean malos. Los lectores incluso lo afirman: “Sé que es una porquería, pero me encanta”, dicen a coro. Tal vez sería bueno regresar a la espesa selva de lo real desde donde se escriben las verdaderas novelas.

            Resistir al mercado es hoy resistir a la llada literatura mundial, desde el exilio. Y no hay que olvidar la maravillosa frase de Edward Said: el exilio es un estado celoso.

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30 de marzo de 2016
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Leer En tierra de Nadie de Graham Green a la luz de la banalidad de la literatura en inglés

 

En ocasiones la infinita necesidad de reciclar autores lleva al mundo editorial a comportarse como ave de carroña: desempolva y desentierra cadáveres literarios que no agregan nada a la obra conocida de los autores en un mero afán comercial. El lector devoto se decepciona y quien no ha fatigado las páginas del autor de marras de cualquier manera no lo lee (sería interesante que alguna revista encuestara sobre las grandes obras compradas y nunca leídas en las bibliotecas de las distintas culturas de nuestra casi ágrafa posmodernidad). No es el caso de esta que hoy nos ocupa; la hermosa edición de En tierra de nadie pone en manos del curioso lector un texto impecable hasta hace poco inédito en inglés del célebre autor británico de El factor humano.

            ¿Por qué leer un relato escrito hace medio siglo de un escritor reciclado editorialmente? ¿Para qué sirve la literatura, me pregunto hoy con insistencia? Dice Martin Amis –el novelista inglés autor de Campos de Londres- en su reciente memoria, Experiencia que antes cada hombre llevaba una novela adentro –yo acotaría, una saga siempre familiar- pero que hoy, en este mundo locuaz, verborreico, mediático, todo hombre o mujer lleva dentro una memoria, no una ficción. Esa memoria le parece a quienes se las cuenta –o a sus posibles lectores- auténtica, ejemplar, una verídica crisis del corazón. Nada, entonces, puede competir con la experiencia hoy en día, tan incuestionablemente individual, democrática y liberal. La experiencia es lo único que compartimos en igualdad, y  todos tenemos una noción de ello. Nos rodean, entonces, casos especiales, vidas contables en una atmósfera de celebridad universal.

            Sin embargo no se trata ya de los quince minutos de fama a los que todos tenemos derecho en la vida, según Andy Warhol, sino la fama completa de cada instante de la vida, aunque dicha celebridad sólo exista en nuestras propias mentes. Es la fama karaoke, la fama del talk-show tan de moda.

            Como novelista me interesa particularmente la reflexión precedente. Muchas veces me han preguntado si lo que he escrito en un cuento o una novela me ha ocurrido en verdad. Sin embargo para quienes utilizamos la experiencia –o las inconscientes fusiones de las experiencias- para construir ficciones tal reclamo de verdad o de realidad nos parece un tanto injusto. Pero real. El libro más vendido del último tiempo, Las cenizas de Ángela de Frank McCourt, hoy tranformado en película, lo fue porque narraba el testimonio no fictivo de un hombre concreto. Justamente los lectores de hoy  buscan esas historias reales, aunque descubran que son fabricados para dar la ilusión de reales –como en los talk shows a los que ya me referí o en los programas sensacionalistas tipo Primer Impacto o incluso con productores antiéticos que pagan dinero a inexistentes rateros para actuar un asalto callejero.

            Los lectores actuales, tal parece, no nos podemos identificar con un héroe novelístico porque no hay heroísmo ni épica posibles en nuestros días. Así las cosas nadie lee novelas con inocencia ni se cree esa esencial trampa ficcional. Antes se leían novelas porque nuestro mundo era ancho y ajeno, insuficiente, hoy se leen memorias porque se considera que una vida, toda vida es autosuficiente. ¿No estaremos glorificando la banalidad? La crudeza ha sustituido a las verdades sutiles, incontrovertibles y la experiencia siempre individual, siempre egoísta con verdad o tintes de verdad –como en Boys don’t cry o Amores perros- ha sustituido para siempre a la experiencia colectiva, social. Aquí y así nos tocó vivir.

            En ese contexto, sin embargo, es que una edición como esta tiene sentido. Nos devuelve la esperanza en esa patria perdida que es la literatura, nos recuerda el poder de la ficción.  En tierra de nadie nos lleva como sólo puede hacerlo un verdadero maestro del revés de la trama –Greene- a un territorio donde nadie le rivaliza: el de la palabra. Poco importa que el relato se haya escrito como tratamiento para una película que además nunca se filmó. Lo único que vale aquí es que estamos ante un gran narrador, uno de los últimos. Decía Robert Louis Stevenson que para poder atrapar al lector el escritor debía tenerle una confianza ciega a su propio narrador. Es el viejo Dichter de la tradición oral: el que habla por el pueblo. Eso lo sabe Greene quien nos toma del pescuezo en la primera línea y nos lleva, sin aliento, casi sin respirar, hasta el punto final.

            El prólogo –también tomado de la edición inglesa- de David Lodge nos sirve para situar el manuscrito y la labor de Greene en el cine, al que pertenece el relato. ¿Pero que es lo que tenemos entre las manos? Frìamente: un tratamiento cinematográfico, esto es un índice detallado de lo que la película y el guión posterior pretende mostrar. ¿Se puede filmar lo que Greene escribió? Probablemente no, porque un maestro de la narrativa siempre sobrepasa los límites de lo pretendido: el relato es más sabio que su autor, porque viene de más lejos (pienso en otro ejemplo célebre e igualmente poco conocido, el tratamiento de John Steinbeck para Elia Kazan de Zapata). Y, entonces, ¿cómo leemos En tierra de nadie? Me apresuro: como literatura, simple y llanamente: como un excepcional y sutil relato de espionaje (el único texto de ficción, por cierto, escrito por Greene entre El tercer hombre y El fin de la aventura).

           

            En 1950 Green visitó la montañas Hatz donde estaría ambientada la película y escribió a su agente, listo para empezar el relato. Allí aparentemente todos los primeros de mayo se aparecía un espectro. Greene al principio coqueteó con la idea de que se apareciese Teresa Neumann, la mística alemana estigmatizada, motivo de las peregrinaciones al lugar. Luego, en su lugar, dejó a la Virgen María, quien también se aparece a dos niñas en medio de la ocupación rusa.

            ¿Por qué Greene escoge este lugar en particular? El ambiente es perfecto para una película de espionaje, es obvio. Pero no vamos por allí. Desde el Fausto de Goethe el lugar ha quedado asociado con lo misterioso y lo sobrenatural, el lugar ideal para que ocurra esa revelación que para un católico es el amor. Estamos leyendo a un novelista inglés y también, por qué no, a san Pablo.

            Allí están todos los elementos: espionaje, tensión británico-rusa, catolicismo. Lo único que faltaba era la historia de amor. El novelista estaba esos días corroído por los celos ya que sospechaba que su amante Catherine Walston se veía con un oficial del ejército norteamericano. La mujer del relato que ama al protagonista Richard Brown a primera vista, está inspirada en su propia amante. Redburn –un oficial británico- es quien cuenta la historia y un oficial ruso, Starhov es el antagonista de Brown.

            Como en todos los tríángulos amorosos de Green –piénsese en El tercer hombre- aquí el protagonista y su propio oponente ruso cada uno en distintos momentos salvan a la mujer. Este carácter mesiánico del amor es, sin embargo, lo que le da a la historia su sabor. Y aquí llego al punto que deseaba comentar, el valor de este texto rescatado entre los papeles del novelista inglés, su pertinencia. Me atrevo a decir que radica en el manejo singular de la atmósfera. Dice René Girard que el deseo es mimético por excelencia, esto es que siempre se desea lo que es deseado por un tercero. Aquí esta intuición del antropólogo francés es llevada a su paroxismo. Me atrevería a decir que la tensión mayor de la historia no es el thriller sino el relato de amor. ¿A cual de sus salvadores preferirá la mujer? Al primero, que para salvarla la ha capturado o al segundo, quien probablemente la lleve a la muerte.

            Toda la literatura de Greene es de una penetración psicológica excepcional. Aquí, En tierra de nadie, vemos la agudeza de las descripciones, la profundidad de la mirada. Si la película no llegó a filmarse tenemos estas páginas luminosas sobre el corazón humano que me recuerdan ese momento de la Justine de Durrell en donde la protagonista dice: “Dime quién inventó el corazón humano y muéstrame dónde lo ahorcaron”.

            La protagonista femenina del relato le contesta a Brown a pregunta expresa sobre qué está pensando: “Me preguntaba si terminaremos donde comenzamos”. Toda la fuerza del relato está condensada en esa frase que el lector, cuando lea este libro, recibirá como una puñalada. Toda la tensión narrativa, además, en esa escena.

            La literatura, por otro lado, está también presente en cada fragmento del relato gracias a Turgéniev a quien Starhov adora. Gram. Greene acostumbraba leer mientras viajaba. A las montañas hertz se llevó El Rey Lear de las estepas y En las vísperas, las dos obras de Turgéniev que aparecen por todo En tierra de nadie (incluso el nombre del protagonista ruso es compartido). Y de allí que el tema principal de la historia sea la confianza (y la traición a la confianza, por supuesto). En el inicio de la guerra fría hay esta segunda historia política que subyace a todo el texto amoroso. Tiene razón Ricardo Piglia cuando afirma que en todo gran relato hay dos historias: la que se cuenta y la silenciosa. En Kafka la que se cuenta es terrible, la que cala es banal, como en La metamorfosis, en Hemingway la que se cuenta es banal, la que se calla atroz). ¿En Greene, un maestro indiscutible? Las dos historias, finalmente, coinciden: en su literatura siempre estalla una bomba en manos del lector. La que se cuenta es cruel, dura y está ambientada en territorio ocupado por los rusos. Es un relato de espionaje donde el protagonista ha ido allí para recuperar información privilegiada que su propio hermano –un espía acribillado- ha dejado encriptada. La otra historia, la que nos sobrecoge es un relato sobre la fuerza destructiva del amor, otra guerra. Los personajes han sido llevados a situaciones límite, allí donde el alma humana se revela verdaderamente como lo que es.

            Greene nos deja una pregunta central, ¿será posible, habrá alguna manera, la que sea –filosóficamente, poéticamente, psicológicamente- resolver los conflictos éticos, las sensibilidades que luchan detrás de ellos? Quizá sólo nos deje, también, la sensación de un irreconciliable –pero irrenunciable- sentido de conflicto entre aquellas personas que se creen moralmente serias y su papel social. Como J.M. Coetzee –con quien Greene guarda muchas similitudes- apunta en su ensayo Emergiendo de la censura: el escritor ocupa una posición que simultáneamente se encuentra fuera de la política, rivaliza con la política y domina la política, lo que le hace correr un riesgo desmedido, producto de ese orgullo: el riesgo que corre el escritor como héroe es el de la megalomanía. Es el terrible invento de Carlyle, creer que el escritor ante su mesa de trabajo es un héroe (aunque sea sólo un héroe que resiste) y en el caso de un contador de historias no sólo eso, alguien que narra. Y Greene lo hace a sangre fría, por eso nos hechiza.

            La literatura está siempre relacionada con el territorio de la felicidad, que es la infancia, nos ha dicho Greene en su hermosísimo ensayo La infancia perdida. Pero la tragedia es que ese territorio se nos ha escapado para siempre, sólo podemos volver a él vicariamente. La novela, el cuento, son vehículos privilegiados para llegar a ese conocimiento profundo de un territorio del que nunca quisimos salir.

            Dickens decía que Caperucita Roja había sido su primer amor, cuando las experiencias literarias eran experiencias colectivas, sociales, compartidas. Hoy nadie ama a un personaje de cuento, carece de la carne de la realidad, de la blanda consistencia de la nada de la que todos estamos hechos según se empeña en hacernos creer la postmodernidad. Hegel decía que la oración del hombre moderno era la lectura del periódico por las mañanas. Hoy el hombre posmoderno reza chateando. En medio de ese territorio devastado que es la experiencia la literatura tiene un valor supremo: le otorga densidad, la desbanaliza, la universaliza.

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3 de marzo de 2016
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Instrucciones para no vivir en Estados Unidos

Mi generación (la de los escritores nacidos en los sesentas en Iberoamérica) tiene, creo que por vez primera, una relación muy distinta con la Amerika (de Kafka y de todos los hombres. Los escritores latinoamericanos del llamado Boom necesitaron a la metrópoli del inglés, pero su llegada –o desembarco- vino precedido de los bombos y platillos de la mayoría de edad editorial que representaron sus novelas (Cien años de Soledad, La ciudad y los perros, Rayuela, La muerte de Artemio Cruz). Hoy sabemos que gracias a la amistad de Carlos Fuentes con Arthur Miller el PEN Club les acogió e hizo más fácil su llegada a puestos temporales, como profesores visitantes a las universidades norteamericanas. Mientras esto ocurría buscaban afanosamente ser traducidos y penetrar en el mercado en inglés. El fenómeno político, sin embargo, que hizo esto posible fue la Revolución Cubana (aunque después, bien o mal salvo García Márquez todos establecieran a partir del Caso Padilla una distancia o una ruptura con el régimen).

Hoy que algunos de los archivos han sido desclasificados sabemos por ejemplo de los líos de Fuentes con la CIA, de su apoyo a Vargas Llosa para presidir el Pen internacional, de las negativas de visas por el temor a la propagación del comunismo. Pero bien o mal todos llegaron. El caso de García Márquez es paradigmático ya que se trata del novelista iberoamericano más influyente después de Cervantes. Pero su influencia ocurrió en traducción.

Adam Thirwell en su espléndido The Delligthed States elabora una convincente teoría internacional de la novela y afirma, justamente, que se trata del único género literario que viaja por el mundo traducido (el mismo García Márquez leyó a Faulkner, su gran maestro, en español).

Mi generación en cambio en gran medida o vino a estudiar a Estados Unidos y se quedó o vino a dar clases y se quedó. El esfuerzo antológico del llamado grupo Mcondo (con Edmundo Paz Soldán y Alberto Fuget a la cabeza) y el Crack (con sus ahora dos manifiestos) aparecen en las mismas fechas. Pero son los primeros con su libro colectivo y con un posterior compilado por Paz Soldán (Se habla español) quienes mejor capturan el nuevo espíritu de los recién llegados.

Y aquí no hay revolución que los ampare. Se trata de otro fenómeno. Los nuevos escritores iberoamericanos y sobre todo latinoamericanos que vienen a Amerika (la de todos y la de Kafka) son profesores, tienen Green card. Aquí viven y trabajan y llevan a sus hijos a la escuela.

 Quiero decirlo de golpe: son migrantes.

Son latinos, son minoría. Algunos hispanic whites, otros no tan whites. No importa. La confusión es grande, se cree que lo latino es racial o étnico y no cultural y por ello la gran diferencia entre los antigos boomeros y los actuales crackeros o maconderos o simples y llanos escritores avecindados por estos lares (otros sin ciudadanía o residencia son simples Aliens, especies de marcianos mal llegados) es sutil pero brutal. Hoy el 91% de los libros editados en Estados Unidos son escritos originalmente en inglés (y por allí ya se cuela en la grande Junot Díaz o intrépidamente Daniel Alarcón, los dos en el idioma del imperio) y el 9% restante se lo reparten traducciones de todos los idiomas.

¿Qué le queda al español en este mísero mercado? Migajas. Y los libros editados en español originalmente apenas y se venden acá. Hay esfuerzos ingentes como la feria del libro en español de Los Ángeles (LéaLA) o la feria de Miami, en inglés con un componente modesto en español. Pero basta ir a la sección en español de un Barnes and Noble y después de los programas de Rosetta Stone encontrar el páramo de los escasos y consabidos libros que un hispanohablante puede encontrar. Dan ganas de llorar.

Muchos de estos profesores no vienen a dar las Charles Elliot Norton lectures a Harvard ni vienen como profesores visitantes distinguidos. Eso ya también ha cambiado. Dan clases de lengua. Se complican con el subjuntivo. Enseñan la diferencia entre ser y estar mientras ni están ni son. Mientras subsisten. Ya lo dije, son migrantes: hard workers de la academia. No hay el antiguo glamour. Ninguno es amigo del nuevo Styron ni cenan con Bill Clinton en Martha´s Vineyard. No. Cenan en Queens, en un fast food antes de irse, cansados, en el metro a sus casas, también modestas.

Nadie nos pela. No formamos parte del debate intelectual. Quizá publiquemos un Op-Ed en el New York Times o un artículo ocasional en The Nation o el Hufftington post, pero nada más. El migrante no existe, hay que recordarlo: recoge la basura, o cosecha las manzanas. O vota en las elecciones, cuando deja de ser el zombie.

 Pero luego regresa a su beatífico anonimato.

Y es que el exotismo ya no vende. Ser latinoamericano ya no es cool. Aunque Paz Soldán y cía. Pusieran en su cuarta de forros: “Se habla español tiene el aroma de french fries, el sabor a coca-cola y hamburguesas, pero también a nachos y salsa, a cortaditos y smoothies de mango-guayaba”, el hecho no importa”.

En el Spanish Harlem se comen tacos de nana, buche y nenepil, como si se estuviese en Tepito. En el sur del país se habla español como si se estuviese en cualquier país del otro lado del Río Bravo (¿O Grande, qué prefieren?), pero es el idioma de trabajo. No la lengua del imperio.

En su polémico libro Los Bárbaros, ensayo sobre la mutación, Alessandro Baricco ha hecho un escalofriante diagnóstico de la realidad del capitalismo voraz de nuestros días que se presta para rematar nuestro diagnóstico. Dice Baricco que todas las ciudadelas de la cultura y del saber han sido ya destruidas por los bárbaros, que todos somos mutantes, que nada vale por sí mismo, sino como valor de cambio. Que todo es mercancía y que no hay que llorar por eso. Pero la tesis del libro es muy precisa. ¿Cómo se llega a esto? Con la complicidad de una determinada innovación tecnológica, un grupo humano esencialmente alineado con el modelo cultural del Imperio accede a un gesto que le estaba vedado, lo lleva de forma instintiva a una espectacularidad más inmediata y a un universo lingüístico moderno y consigue allí darle un toque comercial asombroso. Lo mismo con el vino que con el fútbol o con los libros. El paso doble es paso triple: alineado con el modelo cultural del imperio, primer paso. Espectacularidad inmediata, segundo paso. Traducción a un universo lingüístico moderno dice él, fácil acoto yo, tercer paso. Y tan tan: el toque comercial asombroso (¿Junot Diaz como Pulitzer y luego como genius de la Mc Arthur Foundation?).

El silencio y el horror al vacío vuelven locos a los bárbaros y lo llenan con balbuceos sin sentido, porque se ha acabado el sentido mismo de final o de finalidad. Baricco, de nuevo, realiza el diagnóstico con precisión: lo que consumen los bárbaros son sólo secuencias de sentido que producen movimiento, secuencias de sentido cuyo sentido, sigo con la misma palabra, ha sido generado en otra parte. ¿Por qué funcionan libros como El Código Da Vinci o Crepúsculo o Harry Potter? Porque los códigos de interpretación del libro –sus instrucciones– están fuera del libro. Si alguien leía a Faulkner necesitaba, literalmente, toda la literatura para comprenderlo. Con Stephanie Meyer no es necesario, siquiera, haber leído un libro para utilizarla. De la misma manera en que no se necesitan conocimientos de enología para comprender y paladear un Cabernet de Robert Moldavi. Funcionan porque son libros que no son libros. Sirven porque son vinos que no son vinos.

Y aquí quería yo llegar. Toda la tesis de Baricco sirve para el diagnóstico que comparto ahora. No consumimos sentido (nada lo tiene ya), sino secuencias de sentido que producen movimiento.

No importa la película, de ella se sale para comprar el soundtrack, que tampoco importa, de él se sale para ir a Youtube a ver la entrevista con la actriz que tampoco importa, de ese clip se sale también para ir a… da igual.

Y eso es lo que le pasa al escritor iberoamericano hoy en Amerika (la de todos y la de nadie, ni siquiera la de Kafka), que da igual. Puede ir o venir, es lo de menos. ¡Incluso puede quedarse, que tampoco importa! No contribuye a otra cosa que al Producto Interno Bruto.

 ¿Necesitamos otra revolución, acaso, para ser vistos? Quizá, pero esa sería también intercambiable. La Primavera Árabe pronto se hizo Occupy Wall Strett, los Indignados de la Plaza del Sol pronto se convirtieron en los estudiantes griegos, Yo soy 132 hizo aguas antes de tiempo. En fin sólo son secuencias de sentido que producen movimiento aunque el movimiento mismo sea y esté vacío.

¿No era eso el Gran Circo de Oklahoma de Kafka? Pero claro, como en tantas otras cosas él lo entendió, aún sin haber viajado a Amerika. Todo el que busca trabajo lo encuentra allí, como si la demanda fuese infinita. ¡En el hipódromo de de Clayton hoy se contratará, desde las seis de la mañana hasta la medianoche, el personal para el teatro de Oklahoma! ¡El gran teatro de Oklahoma os llama! ¡ Y llama sólo hoy, sólo una vez! ¡El que pierda ahora la ocasión, la perderá para siempre! ¡El que piense en su porvenir es de los nuestros! ¡Todos serán bienvenidos! ¡Este es el Teatro que está en condiciones de dar empleo a cualquiera! ¡Todos tendrán su puesto! ¡Felicitamos de antemano a todo el que se decida! ¡Pero apresuraos a fin de que seáis atendidos antes de medianoche! ¡A las doce cerramos todo y ya no volveremos abrir! ¡Maldito sea quien no nos crea! ¡Adelante Clayton! El Teatro de Oklahoma contratará a todo el que se decida. Entrega el porvenir a los que carecen de él, pero llama sólo una vez. No hay posibilidad de dudar. La duda separa al individuo del empleo. ¡Maldito sea quien no nos crea! Había mucha gente mirando aquel cartel, pero no provocaba demasiado interés. ¡Había tantos carteles; ya nadie creía lo que leía en los carteles. (…) En principio tenía un grave defecto: no decía ni una sola palabra acerca de la paga. Por poco importante que hubiera sido, el cartel debió mencionarla sin duda; no habría dejado de ser el elemento más tentador. Nadie quería ser artista y, en cambio, todo el mundo quería que le pagarán por su trabajo.”

Todos nos hemos bajado en la Estación de Clayton. Hemos pedido trabajo. Y estamos a la intemperie. Aquí todos tenemos lugar. Incluso Negro. Incluso Hispánico. Incluso Latino. Pero nuestro anonimato, la condición de nuestra inexistencia, es el boleto que se ha pagado. Han llegado los bárbaros, ¡No lleven flores!

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25 de febrero de 2016
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Volver a matar a un Ruiseñor

Es fácil imaginarse a la reclusa autora de Matar a un ruiseñor, en silencio por el resto de su vida. Harper Lee consiguió muy joven escribir un clásico del sur, un libro que se convirtió en lectura obligatoria de todos los colegios de su país, un honor compartido solo con La cabaña del Tío Tom y Mobby Dick. Un libro que es más que un libro, un manifiesto. La película en que Gregory Peck inmortalizó a su personaje central, el abogado Atticus Finch terminó de consagrarla. Lo que no es tan sencillo imaginar es el posible dolor de esa reclusión, su carácter de Bartleby femenino gritando a los cuatro vientos Preferiría no hacerlo antes de volver a escribir una línea. Harper Lee tiene hoy 89 años y vive en una casa de asistencia. Ahora tenemos este libro que ella no quiso editar nunca, porque siempre contestó ante las reiteradas preguntas de por qué no habría otra obra que ya había dicho lo que quería decir y no quería decirlo de nuevo.

Cinco décadas y media después, aparentemente senil y ya sin la protección de su hermana que la cuidó y recluyó toda la vida en el pueblo -Montgomery, Alabama- que hizo célebre como Maycomb, aparece su segundo libro, Ve y pon un centinela, que se lanzó mundialmente como uno de los grandes hallazgos bibliográficos de la historia moderna.  ¿Es su primer o segundo libro este recién publicado?  Desde el punto de vista de la trama es una secuela, pues narra las vidas de la familia Finch: Atticus, la hija Scout, su hijo Jem y la sirvienta Calpurnia después de ocurrido el terrible juicio por violación que llenó la trama del primer libro. Los críticos se han apresurado a investigar, sin embargo, para darse cuenta que Ve y pon un centinela fue escrita antes que Matar a un ruiseñor, que no es una novela más, una secuela, sino un borrador previo. La pregunta que el lector ahora se hace es para qué publicar un libro que su autora -a pesar de haberlo podido hacer- decidió guardar para siempre. Quizá lo que temía Harper Lee es que su heroico abogado, Atticus Finch, es en realidad más complejo que el cruzado por los derechos civiles que pintó su libro publicado. ¿Qué pensarían los lectores ahora que pudieran leer, por ejemplo, su verdadera visión de lo que el mundo afroamericano es para los estados del sur?

¿Tuvo que ver algo el editor de Matar a un ruiseñor en el hecho de que este borrador haya dado lugar a la  novela publicada? La pregunta es válida porque se trata de dos libros totalmente distintos, con los mismo personajes. Mientras que el libro publicado en 1960 trata algo ocurrido en los años treinta narrado además en primera persona por la hija, la nueva novela que tenemos entre las manos está escrita en tercera persona y Scout tiene ahora veintitantos años, ya no es la adolescente de Matar a un ruiseñor. Aún más el Atticus de 72 está enfermo de artritis. Las escenas que se repiten en los dos libros, sin embargo, nos llevan a pensar que el editor probablemente sugirió a Harper Lee (o fue su amigo Truman Capote, no lo sabremos), ampliar el caso de violación y esto dio lugar a la novela clásica. Son especulaciones que el estado mentar de la autora nos impedirá comprobar.

Muchos lectores, decepcionados han regresado a las librerías de Estados Unidos a pedir su dinero a cambio. Esto no es Matar a un ruiseñor, reclaman. Es un problema no de los lectores, aunque parezca, si no de la manera en que se vendió el libro, como la posibilidad de reunirse con la familia Finch de nuevo. La hija pródiga regresa pero el libro es otro, el tono es otro y el héroe es una persona común con grandes problemas raciales. Uno entiende la recepción equivocada de una novela que si bien no es Matar a un ruiseñor, es una obra interesante desde el punto de vista histórico o para los especialistas y críticos literarios, no para el lector común que el mercado ha hecho receptor de un único producto predigeridos.

Si el lector, en cambio, está dispuesto a sumergirse en la nueva (¿o es más vieja?) aventura literaria de Ve y pon un centinela, tendrá ciertas sorpresas gratas. Scout ha regresado de Nueva York para darse cuenta de que la realidad es muy distinta que su recuerdo de Maycomb. Que su padre es también muy distinto y además esta enfermo.  Jean Louise -Scout- sigue siendo un personaje entrañable y su desencuentro es quizá la clave de esta novela que en realidad trata de la imposibilidad del sur norteamericano de sumarse a la industrialización capitalista y su modernidad.  Son los años cincuenta, ya no los treinta, y sin embargo el supremacismo sigue siendo un lastre. La novela desbarranca al final y se diluye pero aún así, como un descubrimiento bibliográfico, vale la pena visitarla. Y luego, con otra visión, regresar a la verdadera obra maestra, Matar a un ruiseñor, que se nos revelará entonces llena de sutilezas desconocidas. 

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18 de febrero de 2016
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La era de los programas de escritura creativa

 ¿Será cierto, como diagnostican muchos autores y aún más miles de lectores que la literatura norteamericana sufre de una suerte de estandarización producto de los programas de escritura creativa de las universidades? ¿Es posible enseñar a escribir literatura en un aula universitaria y ofrecer un grado superior, una maestría, por tal saber? ¿No daña la profesionalización del oficio las obras mismas que se producen siguiendo ciertas fórmulas que ya están tan estereotipadas que aparecen en las películas de Hollywood: escribe de lo que sabes, muestra no digas,  encuentra tu voz, tiene que haber un incidente incitador y un sinfín de etcéteras?

            Un libro que ya hemos mencionado en estas postales, La era de los programas, de Mark McGurl (2011), intenta hacer sociología de este fenómeno de producción, que no de lectura necesariamente. Incluso el propio Frederic Jameson en su más reciente recopilación de artículos: Los antiguos y los postmodernos, sobre la historicidad de las formas (2015) le dedica un ensayo entero al tema. Lo que asombra a un lector foráneo es cómo la literatura norteamericana desde la posguerra, según documenta McGurl, ha promovido a sus escritores universitarios como los verdaderamente literarios mientras sostiene un mito –a la Hemingway- de que sus verdaderos artistas son self-made, camioneros de California, marineros mercantes, exboxeadores o solamente periodistas formados en la escuela de la calle. El hombre de acción versus el universitario  (cuando Iowa o Stanford iniciaron sus programas de escritura creativa en 1936 y los años siguientes, hace más de 75 y han formado, junto con cientos de universidades a los escritores más importantes del mainstream literario).

            Según McGurl la era de los programas produce un cierto minimalismo –que inauguró Hemingway pero siguió Carver, quien fue precisamente profesor en Iowa- buscando una exclusión de las formas retóricas tradicionales a favor de una expresión “auténtica” basada en esas premisas de las que ya hablamos, (autenticidad: escribe de lo que sabes, libertad: encuentra tu voz y tradición: muestra, no digas). Jameson, al glosar el libro piensa en la ausencia de Faulkner como el locus  de un maximalismo contrario a la forma preponderante de la literatura norteamericana de la posguerra y su narrativa excesivamente autoreflexiva, concentrada en el yo, profundamente arraigada –como forma- al individualismo de la sociedad en la que estos escritores están insertos. De facto, McGurl piensa que esas banderas creativas han producido cierta singularidad, un tecnomodernismo (de las grandes ciudades), un pluralismo de “alta cultura” (ligado a la Costa Este), y un modernismo que llama de “clase media baja” (ligado a ciertas narrativas del sur del país).

            Jameson, que siempre lee muy bien, piensa que el problema del esquema tripartita –Hegeliano- de McGurl no basta y que termina produciendo un binarismo: maximalismo (Faulkner, o más recientemente Infinite Jest o todo Franzen) o minimalismo (Barth, Carver y ahora Linda Davis o Laurie Moore). Pero lo que más interesante me parece es la frase conclusiva de Jameson: solo un gran maximalista puede ser un miniaturista, el minimalismo no tiene lugar para el perfeccionismo obsesivo del maniaturista

            ¿Y si la tríada es lo que falla y necesitamos, como piensa Jameson, un cuarto término? Este estaría localizado curiosamente en la poesía. ¿En qué poesía? En la proletaria, en sí misma un contrasentido –una metástasis- del sistema literario norteamericano. El Pulitzer 2015 fue para Gregory Pardlo con su Digest. Una lectura racial, desde los márgenes. Una poesía visceral que en el ensayo también empieza a florecer. Pienso por supuesto en Ta-Nehisi Coates y su diatriba –escrita en forma de carta a su hijo afroamericano, como él, sobre el no lugar que tienen en Estados Unidos, pidiéndole que no guarde esperanza alguna de pertenecer-, Entre el mundo y yo que por un lado ha ganado ya varios premios y por el otro ha sido criticada por los opinionólogos del New York Times, como lacrimógena. Este país aún no esta listo para hablar de racismo de manera abierta. Esas grietas de un sistema literario tan aparentemente bien trabado y que la era de los programas de escritura creativa no hace sino exacerbar es también muestra de un país que se vende homogéneo y no sabe cómo incluir a quienes solo pueden aspirar a estar en los márgenes. Cuando Marlon James ganó el Booker declaró sin ambages que para un afroamericano el problema de publicar consistía en ir a rogarle a editores y editoras blancas para quienes lo que ellos escriben les parece parte solo del "color local". James puso el dedo en la llaga y nosotros continuaremos en otra postal este tema inagotable.

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10 de febrero de 2016
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Valeria Luiselli y su "Historia de mis dientes"

La Fama es una señora muy voluble, alguien dijo. La Fama, pensaba hace años Borges, la dispensan los profesores. Hoy no es así. La fama, al menos la literaria, tiene mucho que ver con los agentes y con la mitificación de la figura del escritor, cada vez menos con la obra. Piénsese si no en el caso de Roberto Bolaño quien cumpliendo el consejo de James Dean murió joven aunque no sé si dejó un cadáver hermoso. La mitologización de Bolaño como el último beatnik latinoamericano, quien dejó la vida y el hígado en pos de la escritura ha contribuido a su entronización. Pero creo que más que ello ha sido el trabajo en inglés del chacal de Nueva York, su agente, Andrew Willey. La salida en Estados Unidos de sus primeras traducciones estuvo acompañada de las dosis justas de buenas reseñas en el New York Times, de escritores bien escogidos escribiendo los blurbs, y de ediciones lo suficientemente grandes para llegar a un público mayor que el que, normalmente, se asoma a la literatura extranjera en las mesas de novedades de las grandes librerías en este país. Sara Pollack, recientemente, ha estudiado el papel de las traducciones en la creación del mito Bolaño. De tal forma que hoy es el único autor, después de los maestros del Boom que se conoce en estas tierras agrestes (http://complit.dukejournals.org/content/61/3/346.abstract). De cualquier manera Willey logró su encomienda y su cliente (la viuda de Bolaño) vendió lo suficiente para que después de Los detectives salvajes se imprimieran en inglés incluso las obras menores o reunidas de su autor. No estoy aquí discutiendo el valor literario –o si no lo tiene- de Roberto Bolaño, estoy solo apuntando a una de las razones por las que él y no otros de su generación o posteriores son conocidos, traducidos y sobre todo leídos en Estados Unidos.

            Recientemente una obra pequeña, en una editorial independiente, de Valeria Luiselli, ha tenido la oportunidad de aparecer en el escaparate por más de quince minutos. Historia de mis dientes, un libro curioso de su autora, publicado por Coffee House Press (que además es una casa editorial sin fines de lucro) Es algo que debemos celebrar todos. Luiselli no tiene un agente todopoderoso, si bien estudia en Columbia University y está representada en los Estados Unidos, y no publica en una de las grandes editoriales que pueden asegurar reseñas favorables en los periódicos correctos. Aún así su libro ha sido primero nombrado como uno de los 100 mejores de 2015 por el New York Times y ahora es finalista del National Critics Book Award. Nunca un escritor que escribe originalmente en español había sido finalista antes del premio, lo que también abona a favor de que estamos viviendo, quizá nuevos tiempos en medio de la selva del mercado. El que mejor ha leído este desplazamiento de Bolaño hacia a) Una mujer y b) El fenómeno Indi, es Aaron Bady (https://lareviewofbooks.org/review/bolanos-teeth-valeria-luiselli-and-the-renaissance-of-mexican-literature ), pero el libro ha conseguido también el apoyo del Hufftington Post y de otros medios. Se trata, ya lo decía de un pequeño objeto curioso. Su historia es importante de contar. Empezó como un texto comisionado por JUMEX (la fábrica de jugos mexicana cuyos dueños poseen una de las mejores colecciones de arte contemporáneo y recientemente un museo privado para su exhibición) y Luiselli lo convirtió en un texto colaborativo entre la autora y algunos trabajadores de la fábrica que aceptaron leer fragmentos y responder. Es un texto en realidad sobre el valor del arte. O como diría Bourdieu, el valor del valor. Quién lo otorga, cómo se produce. Y eso es lo que ha pasado al libro. Si Los ingrávidos (también traducida al inglés) era una novela sobre la literatura (y sobre Gilberto Owen) este pequeño libro es sobre el arte, la curaduría, el extraño mundo que orienta el gusto. Y precisamente es por esa posible orientación del gusto que ha tenido el éxito que ha tenido en Estados Unidos. Aquí hay, sociológicamente, las condiciones para a) una circulación de libros experimentales, mejor si escritos por extranjeros o por mujeres, como el proyecto de Dorothy, a Publishing Project, que edita sólo mujeres y que ha conseguido ciertos premios ya a sus publicaciones. (https://www.facebook.com/Dorothy-a-publishing-project-135189196495042/?ref=ts&fref=ts) , b) hay un lector, salido de los programas de “Escritura Creativa” de las universidades entrenado para estos libros y c) un sistema de premiación que permite que ciertos libros lleguen a un mercado mayor pese a iniciar su vida en el margen. Debo decir que he ido a diez librerías de Boston y que solo en dos independientes está el libro de Luiselli. En Porter Books, incluso, en la mesa de novedades recomendada por alguien del “staff” de libreros del lugar. En ningún Barnes and Noble se encuentra el libro, hay que solicitarlo. En su interesante libro, The Program Era, Mark McGurl discute precisamente esa extraña dicotomía para el escritor norteamericano: o vivir en Nueva York o estudiar Creación Literaria en una universidad prestigiosa. El hecho de que Luiselli tenga un agente mediano pero importante, que viva en Nueva York y que haya estudiado en Columbia es relevante, pero lo que más me mueve a pensar cómo se produce el valor en Estados Unidos es en realidad el tema del libro, el estilo experimental y los circuitos de circulación de cierta literatura en este país. Nada me daría más gusto, por supuesto, que ganara el National Critics Book Award porque en México el medio es mucho más conservador para la consagración literaria y ese texto de Luiselli no fue leído como su primera novela, por otro lado abriría la puerta a otras traducciones en este lado de la frontera. ¿Existiría Valeria Luiselli sin Cristina Rivera Garza? Es pregunta, que conste. El poco éxito de la autora de Nadie me verá llorar en Estados Unidos, donde vive –ah, pero en California- desde hace años me lleva a esta y a otras muchas preguntas.  ¿Tiene razón Aaron Bady y la posible consagración de Luiselli es una simple continuación del éxito de Bolaño? No estoy tan seguro. Bolaño pertenece a otra ópera. Este momento es muy particular y merece toda nuestra atención de lectores ante los nuevos modos de crear gusto y producir valor. O de hacer Fama. Don Quijote la buscaba heroicamente y decía: “Una onza de buena fama vale más que una libra de perlas”. ¿Será?

 

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2 de febrero de 2016
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Primera postal

Vuelvo feliz a las páginas de El Boomeran(g), el blog literario. Agradezco la acogida en sus muros virtuales de Basilio Baltasar y de los lectores con los que conviví cercanamente entre 2004 y 2005. Ahora los derroteros de estas postales son otros, sin embargo, porque los de su autor también lo son. Escuchamos otras voces, otros ámbitos, como diría Capote. Desde hace cinco años vivo y enseño en los Estados Unidos, cerca de Boston. Esa perspectiva de lo propio –lo hispánico, incluidas sus literaturas y sus traducciones- y de lo ajeno –la literatura norteamericana desde adentro, si se me permite- es lo que tocarán estas páginas, como una suerte de rápido correo, de instantáneas de un fugaz viajero que envía apenas con un matasellos sus impresiones del viaje. No serán, claro, del tipo: “Estamos todos bien, hace un clima estupendo. Los rascacielos son imponentes”, porque como decía Henri de Montherlant, la felicidad se escribe con tinta invisible sobre la página blanca. No, serán como el clima, cambiantes. Habrá las sombrías, incluso las francamente heladas y de pronto algunas con ventisca y otras –las menos, culpa del paralelo en el que se vive- con un poco de sol y bienaventuranzas.

Impactan muchas cosas de la vida cotidiana aquí. Un viajero ruso escribía, por ejemplo, que no podía concebir cómo las casas –con lo preocupados que están los norteamericanos por la vida privada- carezcan casi por completo de cortinas. Y es cierto, uno camina por las calles y puede ver por la noche a una familia comiendo, el árbol de navidad encendido, o a otra más viendo la televisión hasta muy de madrugada. Tal transparencia, sin embargo, es engañosa. Detrás de las casas ocurren las vidas y ellas son realmente privadas. Las fiestas a las que se lo invita a uno duran las horas pactadas en la esquela que se envía para convidarnos: de 7 a 9. Y una vez llegado ese minuto postrero el anfitrión se levanta y da las gracias propiciando la huida mesurada y nada salvaje de quienes convivimos esas dos horas previamente acordadas. Y si no es tácito: alguien, el más mesurado, dice: “Ya es tarde” y se despide y se pone el abrigo, las botas –porque se han dejado los zapatos al entrar a la casa, para no ensuciar-, la bufanda y los guantes. Las despedidas no necesariamente llevan beso o abrazo. Muchas veces tan solo una mano que se agita, unas gracias comedidas, un leve “Hasta la próxima”.

Y siento que eso mismo le ocurre a la literatura extranjera, incluida la nuestra, escrita en español a pesar de ser el segundo idioma hablado en este país. Prácticamente no existe. Se edita poco, se comenta menos y se le despide después de dos horas con un cortés “Hasta luego” que significa, la más de las veces, que no se le invitará de nuevo, debido a las escasas ventas, al interés nulo. Sigue habiendo una gran ilusión de que se conquistará este mercado, que no el gusto, es claro. Y algunos escritores incluso, se trasladan a vivir aquí con esa vana esperanza, de pertenecer. Los únicos que tienen un éxito más duradero son, sin embargo quienes escriben en inglés directamente porque nacieron aquí, como Junot Díaz o más recientemente Daniel Alarcón. No digo que no existamos, claro que sí, por aquí deambulamos para que la fiesta sea más diversa, pero no pintamos, a eso realmente me refiero. Este blog aspira a ser también un diario, una bitácora de la vida cultural en Estados Unidos tal y como la ve un escritor que vive y escribe en Español. El mundo es un Bilbao más grande, pensaba con ironía Unamuno.

Y aquí vamos.

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29 de enero de 2016
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