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Testimonios del horror domesticado.

Durante 17 años, las autoridades públicas y fundaciones privadas encargadas de velar por el bienestar de niños en peligro enviaron decenas de infantes a la casa de David Donet en el pueblo de Castelldans, en Lleida. Varias veces al año, un grupo de inspectores profesionales entrevistaba a Donet y a sus niños acogidos y se aseguraba de que todo fuera bien.

Pero el 27 de junio de 2013, a raíz de una denuncia de la madre de otro niño, a quien Donet pedía fotos “insinuantes” por Internet, la policía entró en su casa y encontró miles de fotos, videos y “recuerdos” de relaciones sexuales con varios de sus menores acogidos. Hoy Donet cumple una pena de 51 años de cárcel, después de haber confesado delitos de pederastia y violación de la intimidad de los niños. Los medios locales bautizaron el caso con el nombre de “la casa de los horrores”

Pero pronto algo muy extraño comenzó a emerger: las principales víctimas, ahora mayores, se solidarizaban con su maltratador, lo defendían, querían ayudarlo. Hasta se ofrecían a pagar la fianza. Y lo seguían llamando “padre”. 

¿Qué había pasado en esa casa? ¿Quién era este genio del mal, que durante tanto tiempo había podido engañar a tantos? ¿Cómo contar esta tragedia que produce asco y rabia? ¿Cómo entrar en el corazón de esta historia de maldad, enfermedad, dolor, desamparo, podredumbre sexual y mentes perturbadas? ¿Desde dónde?

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El periodista de investigación Carles Porta pensó que la mejor manera era dejar que las voces principales hablaran, contaran, reflexionaran, recordaran. Sin intermediarios, como si se tratara de una obra de teatro en donde cuatro personajes enfrentan al público a cara descubierta y desgranan en monólogos sus certezas, sus dudas y sus culpas.

Después de entrevistar a decenas de víctimas, testigos, policías y funcionarios, Porta eligió cuatro voces para desgranar esta cadena de desastres: en primer lugar habla el policía que sospechó, luchó para conseguir el permiso judicial para entrar a la casa y encontró las pruebas incriminatorias. Después, la víctima principal, un joven que entró a la casa de Donet a los 11 años y que encuentra normal la forma en que éste lo trataba. En tercer lugar, el monstruo, un hombre suave y gentil. Dice que se arrepiente pero nunca sabremos si de verdad lo siente. Y por último, la directora de una de las entidades que enviaba niños a la casa donde, sin saberlo, muchos de ellos fueron abusados.

Cada uno comienza por contar el momento en que sus destinos se cruzaron. Vemos la escena de la entrada de los policías en la casa y el descubrimiento de un cuarto secreto lleno de cámaras, fotos y cintas de video desde los puntos de vista de todos los personajes y el efecto es perturbador y fascinante: a diferencia de Rashomon, la película de Akira Kurosawa, aquí los hechos son básicamente los mismos. Pero las sensaciones son muy distintas. El policía está asqueado; el criminal está hundido; el niño… es muy difícil describir lo que le sucede en ese momento a la víctima principal, el niño del que Donet se había enamorado, del que había abusado durante años y que ya adulto, había formado una extraña sociedad con su maltratador. Lo escuchamos pero no lo terminamos de entender. Tal vez de eso se trate.

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Escuchando esta historia cuatro veces vamos entrando en un mundo más complejo y ambiguo de lo que suponíamos al principio. Cada uno cuenta su historia de vida, su forma de vivir y sobrevivir, sus sueños y pesadillas. Con gran sensibilidad, Porta trata con igual respeto a los cuatro. Somos nosotros, los lectores, los que condenamos. El libro es un ambicioso viaje a lo profundo del mal.

En la solapa del libro se lo compara con los grandes ejemplos de relatos de crímenes reales, sobre todo A sangre fría, de Truman Capote. Sin embargo, creo que se inscribe mejor en el “testimonio”, una corriente que acaba de darle al periodismo dos de los principales premios literarios.

La bielorrusa Svetlana Alexievich (autora de Las voces de Chernóbil y La guerra no tiene rostro de mujer) ganó el Nobel de literatura el año pasado. La mexicana Elena Poniatowska (famosa por La noche de Tlatelolco y Hasta no verte Jesús mío) ganó el Cervantes en 2014. Las principales obras de ambas dan la voz cantante a los personajes, que le cuentan su historia al lector en primera persona. En estas obras, los monólogos se construyen con pericia desde la arquitectura y el ritmo. La voz literaria se basa en las transcripciones de muchas y largas entrevistas, pero no son un atestado notarial o policial: son a la vez la verdad y un artificio.

Con Le llamaban padre, Carles Porta se inscribe en esta escuela del testimonio, una rama del periodismo literario que tenía grandes referentes en Europa del Este, Latinoamérica y Estados Unidos pero hasta ahora no había atracado en estas costas. Y nos regala una historia atroz, con la que nos costará dormirnos al apagar la luz.

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28 de marzo de 2016
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La mirada de la posesión

En una de las mejores novelas cortas de Thomas Mann, Tonio Kröger, el protagonista, un escritor que tiende a sentirse en todas partes un extranjero y que ha experimentado con dolor muchas de las miserias derivadas de la desposesión y la posesión (incluida la posesión de un estilo literario), vuelve de adulto a su ciudad natal, que abandonó en la adolescencia, y en ese lugar tan presuntamente vinculado a su identidad acaban conduciéndole a comisaría y acusándole, equivocadamente, de ladrón.

Aquí la ironía de Thomas Mann no tiene precio y siempre me ha parecido un gran hallazgo ese hecho fundamental de la novela. Imaginemos la situación: hace treinta años que no visitas tu lugar natal, finalmente decides regresar como un turista más, y acabas en comisaría acusado de apropiación indebida.

Seguro que a Tonio Kröger lo acusaron porque en algún momento cayó en la debilidad de considerar algo en aquel lugar como propio, y su mirada se convirtió en la de un deseoso, y por derivación en la de un ladrón, según la lógica deductiva de la policía.

Él podía ser inocente, pero su mirada no, quizá porque nunca acaba de perecer inocente la mirada de la posesión.

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28 de marzo de 2016
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Herida abierta

Vidas despedazadas. Chicas de melena suelta y mochila de nailon a quienes la carretera les arrebató una vida por delante con todo lo que cabe en ella a los veinte años: sus noches de insomnio y sus fantasías amorosas, los libros y los amigos nuevos, las dudas metafísicas, el vértigo de pensar que algún día podrían ser madres. Vivían el prólogo de su libertad adulta, conscientes del goce y las incógnitas. Pero no pudieron pasar página. Sus padres las soñarán durante años; acaso se despertarán algún día y medio adormilados pensarán que todo ha sido una pesadilla hasta que la luz de la mañana los sacuda con violencia. Y de nuevo se dirán que todas las promesas puestas en ellas se desvanecieron en aquel quiebro de volante, una madrugada lechosa. Bélgica y los atentados. Jóvenes y adultos desnortados, aturdidos, heridos. Hemos visto sus fotos en los periódicos durante esta Semana Santa mientras se escuchaban, de fondo, los tambores y cornetas de los armados. El rito cristiano de la muerte de Jesucristo ha acompañado en el tiempo al funeral de esta Europa amenazada que sangra por los costados. El dolor no entiende de lógicas: su naturaleza es imperialista cuando invade un cuerpo, un autocar de madrugada, un aeropuerto, la ciudad de Bruselas, los sentimientos de sus ciudadanos. El dolor conecta con la médula de la soledad y aísla a quien lo padece. Fractura el tiempo, las horas carecen de sentido pero a la vez son las únicas aliadas para algún día poder recuperar el sosiego. Todos ansiamos ser fuertes. Recomponernos. Sacar pecho. Resiliencia ?la capacidad de sobreponerse a la adversidad? es uno de esos términos que hace apenas una década la mayoría de la población desconocía, excepto los psicólogos, por mucho que el ser humano se haya esforzado desde el principio de los tiempos por superar los embates del destino, anestesiando el sentimiento de que la vida es imprevisible, arbitraria e incluso ridícula. El desastre nuclear de Fukushima marcó un punto y aparte, y brotó de nuevo el término que ha servido para hablar del abismo de la crisis, la sinrazón de los atentados terroristas o los accidentes. Una sociedad resiliente es una sociedad de futuro, nos dijimos. Pero no nos resulta fácil sobreponernos a los reveses, aunque la teoría y los ejemplos heroicos de los que han superado cornadas sean ejemplares. Nuevos estudios ponen en duda que la resiliencia sea la respuesta más común en el ser humano. Lo escribía una lectora que había perdido a su hija en la sección de cartas de este periódico: esos padres tendrán que buscar la mejor forma de sobrevivir. Morir en la carretera. Morir en el metro en manos de fanáticos que extienden el terror fascista: azar o destino. ¡Cómo vamos a apelar a la resiliencia, al coraje o a la valentía! El duelo requiere tiempo, memoria y amor. También poder dejarse de preguntar: ¿por qué? Ninguna respuesta es válida. (La Vanguardia)

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28 de marzo de 2016
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Una arqueología del derecho a decidir

La fórmula es reciente, pero la idea que la inspira tiene solera y constituye una de las definiciones de democracia. Es la necesidad de gobernar con el consentimiento de los gobernados. Nada distinto es lo que movía a la oposición antifranquista hace 60 años, tal como nos recuerda Jordi Amat, en su libro La Primavera de Munich. Esperanza y fracaso de una transición democrática, última e inspirada aportación a la historia de los combates por la democracia en España, que se suma a su también inspiradísimo El llarg procés, en el que relata el cambio de hegemonías culturales que se ha producido en el catalanismo en los últimos decenios.

En este magnífico trabajo que le ha reportado el Premio Comillas, Amat despliega como en un friso el relato de conspiraciones, reuniones y documentos que rodean al encuentro del Movimiento Europeo en Munich en 1962, al que asistieron los exilados republicanos y la oposición interior y que provocó una virulenta y airada reacción del régimen franquista, tanto propagandística (de ahí sale la denominación de Contubernio de Munich) como represiva: detenciones, multas y confinamientos de buen número de los asistentes a su vuelta a España.

La reunión escenificó el encuentro entre oposición interior y exterior y fue un éxito del antifranquismo moderado. Estaban representadas las dos fuerzas hegemónicas en Europa (socialdemocracia y democracia cristiana), además de personalidades y grupos liberales y republicamos. No estaban los comunistas, ajenos entonces al europeísmo, anclados en el mito de una huelga general que debía derrocar a un régimen en descomposición y todavía lejos del eurocomunismo que les enemistaría con Moscú.

Era un momento álgido de la guerra fría (el muro de Berlín apenas tenía un año, la crisis de los misiles en Cuba estalló poco después), de forma que una dictadura como la española, que acababa de salir de la autarquía, pretendía ser aceptada por las instituciones europeas como lo había sido en la década anterior por las instituciones internacionales. En Munich quedó fijada la línea roja, que sirvió para todas las sucesivas ampliaciones del club europeo: sin democracia no hay integración. Lo dijo Salvador de Madariaga, uno de los protagonistas de la reunión: Europa no es solo comercio, sino un espacio de libertades en el que no caben las dictaduras.

Antes y durante Munich hubo una seria divergencia entre los republicanos del exterior y la oposición del interior, que hizo peligrar la reunión. Para el exilio, la soberanía popular es anterior y superior a cualquier legitimidad institucional. Para el interior, bastan las elecciones libres de las que salga un Parlamento aunque se mantenga la institución monárquica. La primera propuesta de resolución incluía ?la celebración de elecciones libres en condiciones tales que aseguren la libre expresión de la opinión del pueblo y la autodeterminación, o sea, la libre elección de régimen, de gobierno y de las estructuras que hayan de regular en el porvenir la convivencia de las comunidades naturales y de los ciudadanos en el Estado futuro?. En la resolución aprobada, quedaba en ?la instauración de instituciones auténticamente representativas y democráticas que garanticen que el gobierno se basa en el consentimiento de los gobernados?.

La fórmula ambigua que permitió mantener la unidad de los demócratas fue, según Amat, ?el precio de la transición?. A la hora de la verdad en 1978, nadie pidió el referéndum sobre la forma de Estado ni sobre la relación de las nacionalidades históricas con el conjunto de España. Todo se dio por subsumido en una Constitución que garantizaba los derechos y las libertades.

¿Ha llegado la hora de romper con aquella ambigüedad que garantizó por vez primera la unidad del exilio y la oposición interior frente a la dictadura? ¿Bastaría una reforma constitucional que fuera la oportunidad para republicanos e independentistas de hacer campaña directamente a favor de sus reivindicaciones? ¿Quedaría colmado el derecho a decidir en un referéndum que inevitablemente también significaría la ratificación de la forma y la estructura del Estado y no de la democracia como en 1978?

La primavera de Munich no responde a ninguna de estas preguntas, porque no es lo que le corresponde a un libro de historia, pero su lectura ayuda a responderlas y a meditar sobre el consentimiento de los gobernados, condición imprescindible para la democracia, además de expresión arqueológica del derecho a decidir tan bien formulado en la reunión del Movimiento Europeo hace ahora 54 años.

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28 de marzo de 2016
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Las palabras de cada día

Me recibe en zapatillas de cuadros destaconadas junto a su mujer, María José, treinta años juntos y dos hijos mayores. Ella es alta y flaca, profesora, la primera en leer los originales de las 16 novelas que ha publicado Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960). Desde que he iniciado esta serie es la primera vez que entra en escena la pareja del escritor, sin duda un asunto muy interesante. Desprenden una cordialidad natural; la atmósfera es de piso de estudiantes. El escritorio ocupa un extremo de la casa y sus ventanales recortan una esquina del Eixample. Una escalera metálica de bricolaje se apoya entre los libros. Le pregunto si está allí para alcanzar los más altos :?No, no sabemos donde dejarla ?. El ordenador, un HP, está conectado aun disco duro externo. El miedo a perder sólo se combate actualizando la copia de seguridad: hace dos diarias. Escribe un folio todos los días del año. Se pone horario para no perder el tiempo en internet: de 14.30 a 18.00. Más le agota .?No le puedo pedir nada más a la vida: me dedico a escribir y a leer. Puedo despertarme tarde, leer tres horas cada noche, ir al cine, tomarme el tiempo de leer tres periódicos en los bares del barrio, escuchar conversaciones??. Se compara con un arte sano que cepilla la madera cuando revisa los párrafos ,?soy muy tiquismiquis, pero lo más bonito es corregir, rectificar como el sastre ?. Pisón se ha apropiado de un tiempo descomprimido :?Hay que tener horas tontas para poder dedicarte a escribir. Los personajes tienen que vivir en tu cabeza, no sólo cuando estás escribiendo; necesitas que pase mucho tiempo para que la historia crezca por sí mima?. Pisoncito le llamaban los mayores, Vila-Matas o Fernández Cubas, cuando ya era un autor exitoso con 36 años y sus Carreteras secundarias. Pronto dejó de ser ?un joven escritor que se buscaba a sí mismo?. ?Leer y escribir son dos placeres que están comunicados. Qué maravilla pensar que mi vida consiste en eso. Lo que me gusta es lo que me da el pan?. Cuando termina un novela ?cada tres años? no se queda vacío ,?me faltan días ?. En casa no fuma ni bebe, sólo en la calle, algo que se prohibió así mismo y le resulta fácil :?No se trata de voluntad, es un hábito, porque el hábito permanece, en cambio la voluntad puede fallar. El hábito es como el abrigo que te pones?. Martínez de Pisón se parece a su escritura: no le sobra ninguna palabra. Le pregunto si tiene manías léxicas .?Las palabras son gratis, pero algunas parecen caras y otras pura bisutería. La gente que no sabe escribir abusa de las caras. No me gustan los que creen que la literatura tiene que enaltecer la realidad. Hay palabras cursis que no forman parte de la vida real. Jamás me verás utilizar estío; me gustan las palabras de todos los días ?, afirma. El autor define un buen texto como aquel que desprende un conocimiento del alma humana poniendo en juego un oído fino, una característica que cree que guarda relación con el estilo en el vestir: ?Llevar muchas pulseras o pañuelos en la solapa es como si te pusieras muchos adjetivos?. Detesta los pero sin embargo y los yes que. No usa emociones porque ?es infantil?. Afirma que escribir bien es difícil: ?Hay prosas pedregosas y otras naturales, que permiten deslizarse por encima ?. Ignacio Martínez Pisón habla rápido y pregunta mucho. Enfoca su curiosidad. También reflexiona sobre el bypass al que fue sometida la tradición de la narrativa realista .?La literatura es una buena herramienta para interrogarnos sobre la época que nos ha tocado vivir ?. Por si acaso, él sigue leyendo los breves de los periódicos locales que traen historias de riñas de bar y timadores tristes.

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27 de marzo de 2016
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Johan Cruyff catorce

Ha muerto Johan Cruyff. Es mediodía, Jueves Santo, sol y pájaros en Madrid. Interrumpo la rutina, incluso esta serie de mujeres para dedicarle unas líneas apresuradas a quien forma parte de mi patrimonio sentimental y generacional. Porque Cruyff marcó época y estilo. Para tantos padres, como el mío, fue Dios. Le atraía su rebeldía, su libertad, su belleza en el juego y ese sex appeal que desprendía en una España estéticamente pacata (aunque a Cruyff siempre le incomodara reconocer su éxito entre las mujeres). Pocos días antes de morir de cáncer, un Viernes Santo, mi padre leía un libro sobre el holandés escrito por Sergi Pàmies. Y encontró una cita de una entrevista que le hice en 1992 para una revista femenina. Se le iluminaron los ojos, levantó los brazos, eufórico, y me abrazó. Fue nuestra última alegría compartida. Años más tarde, pude contárselo a Cruyff mientras asaba pescado en la barbacoa. Hablaba de forma suave. Decía quizás, con esa fonética suya tan personalísima como su carácter. Cruyff transcendió al fútbol. Fue un icono de estilo, con su flequillo rebelde y su juego rockero. De chaval, ya brillante, se plantó ante la Federación holandesa porque le obligaba a llevar una camiseta de Adidas y él pidió su parte: ?La camiseta es nuestra ?me dijeron?, pero mi cabeza es mía?, contestó. Junto a su suegro, Cor Coster, inventó el marketing en el campo y defendió a muerte los derechos del jugador. Pedía para él y para todo el vestuario. En las paredes de su fundación cuelga un cartel: ?Aspirar. Tener curiosidad. Crecer. Pensar?. Define su estilo. El del hombre que no podía vivir sin problemas y por ello se enganchó a los sudokus. Tenía mucha vida familiar, junto a Danny (la otra mitad de Cruyff). ?Danny piensa muy bien?, repetía. Los dos, de jóvenes, emprendieron labores sociales que siempre compartieron con los hijos. La suya es una familia holandesa, grande, bien avenida, con niños de pieles diferentes, parejas, ex parejas, todos muy concienciados socialmente. Cada navidad, él y Danny se iban a Zara Kids y compraban media tienda para niños de familias rotas e hijos de madres solteras en casas de acogida. Cruyff siempre quería aprender. No iba de sobrado aunque su independencia pudiera confundirse con soberbia. Recuerdo su forma de conmoverse al contar las historias de chavales que rescataban de la sordidez y los ponían a dar patadas a un balón. Hablaba con fervor de su progreso, de los campos que día a día construían en los barrios más desangelados del mundo, del fútbol como pegamento social. Fiel a sus orígenes, el hijo de la asistenta de la limpieza de Ajax arrojaba en esta causa la misma energía, convicción y optimismo que lo habían llevado hasta la cima del mundo. Su nombre es conocido por cuatro billones de personas. Decía que prefería no pensarlo. A los catorce, murió su padre. Hace dos años, en una larga entrevista para Icon me confesó que había hablado toda la vida con él. Que su muerte fue un gran problema, pero que acabó teniendo ?una relación perfecta aunque estuviera muerto?. Le pedía opinión sobre decisiones importantes. ?Un día le puse a prueba: yo creo que estás ahí pero muchos piensan que estoy loco, por qué no me lo demuestras y me paras el reloj. Me fui a dormir, y por la mañana el reloj no funcionaba?. Siempre hizo lo que quiso. Era apasionado. Rápido. Un sabio ingenuo. Sólo le tenía miedo a las alturas y al telesilla. Vivió sus últimos meses con el coraje de quienes disfrutan de la vida. Esperó a que llegara su hijo Jordi para irse con la paz de los que han amado. (La Vanguardia)

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26 de marzo de 2016
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Rabiosos

Decepcionados. Desencantados. Molestos. Enfadados. Enojados. Indignados. Coléricos. Furiosos. Rabiosos. Así se sienten millones de ciudadanos en todo el mundo. ¿Qué los mantiene así? El "estado de cosas" en sus países. La inmovilidad y el desasosiego frente a sus respectivos sistemas de gobierno. Y, en especial, la desconfianza hacia sus líderes, sin importar el partido al que pertenezcan o la ideología que los anime. Un desdén hacia la "clase política" en su conjunto: ese sector del gobierno que en el mejor de los casos perciben indiferente frente a sus problemas y, en el peor, centrado en su ambición y su avaricia. Ese grupo en el poder que exhibe sus desplantes y su corrupción impunemente.

            Un fantasma recorre el planeta: el de la rabia hacia los políticos profesionales. Poco tienen que ver las historias de cada nación y mucho una actitud asumida por todos los hombres y mujeres de poder: su desapego hacia cualquier ideal, un pragmatismo a toda prueba y sobre todo una escandalosa falta de empatía hacia quienes los han elegido. En medio del capitalismo neoliberal que continúa animándonos a ver sólo por nosotros mismos, nuestros políticos no parecen preocuparse por otra cosa que sus privilegios -y los de los magnates que los financian-, medrar para seguir escalando la pirámide y enriquecerse en el proceso. El "fin de las ideologías" acarreó en ellos la ideología de despreciar a la mayoría y mantener el statu quo.

            ¿Cómo no concordar con esos ciudadanos rabiosos que no ven en su clase política sino un estamento burocrático obsesionado con verse el ombligo o, peor aún, en utilizar sus puestos públicos -y los ingentes recursos derivados de nuestros impuestos- para sus propios intereses? ¿Cómo no comulgar con el asco que provocan sus maniobras ocultas, sus cuentas en el extranjero, sus discursos vacuos o melifluos, sus voces cansinas, desprovistas de toda ilusión, sus coches y choferes y comilonas y viajes al extranjero, sus dietas y bonos millonarios? ¿Cómo no pensar que no sirven de nada, que sus altísimos sueldos son un insulto tanto para la clase media como para los pobres, que es necesario echarlos de sus puestos?

            Ocurre en Estados Unidos y en España; en Francia y en México; en Italia y en los países nórdicos; en Alemania y en Japón; en Taiwán y en Argentina; en Chile y en Sudáfrica. Se trata de un fenómeno auténticamente global. En cada sitio hay razones precisas para la furia -la inmovilidad social en los países avanzados; la crisis y el desmantelamiento de los servicios sociales en el sur de Europa; la corrupción en la península ibérica y en nuestro país-, pero la razón principal puede resumirse en una sola palabra: la inequidad. Desde el desmantelamiento del socialismo real, ésta no ha hecho sino acentuarse por doquier. El alud de políticas neoliberales impuestas de arriba para abajo desmanteló las sociedades más justas jamás creadas en la historia -los estados de bienestar de Europa Occidental y Norteamérica- y radicalizó la apabullante desigualdad que siempre caracterizó al Tercer Mundo. ¿El resultado? Una clase media desesperanzada y alicaída. Un aumento de los niveles de pobreza. Y la sensación de que unos pocos, muy pocos, siempre en la parte más alta de la sociedad, son quienes ganan.

La convicción de que a los políticos ya no les importa otra cosa que sí mismos ha generado, desde entonces, distintas respuestas. En algunos países, movimientos de izquierda radical opuestos a la "dictadura de Wall Street"; en otros, frentes de ultraderecha que buscan culpar de todos los males no sólo a sus políticos, sino a los inmigrantes; y, por supuesto, un sinfín de figuras antisistema -o que se fingen antisistema- dispuestas a aprovecharse de la confusión y el desencanto.

            Por más que todas estas figuras se opongan al statu quo, no debemos confundirlas. No es lo mismo Podemos que Trump ni Marine Le Pen que López Obrador ni los partidos de ultraderecha de Europa del Este que el movimiento Cinque Stelle en Italia. Justo por ello, tendríamos que estar más atentos para vigilar a esos "candidatos ciudadanos" e impedir que este marbete se convierta en una máscara que oculta posiciones mucho más oscuras y funestas que la mera oposición al sistema. Nada más preocupante, pues, que el ascenso de Trump y Marine Le Pen (o Ted Cruz): detrás de su indignación y su rabia no se esconde nada más cierto populismo -otra etiqueta que ya nada significa-, sino un fascismo en ciernes. Tendríamos que llamarlo así y combatirlo de frente.

 

Twitter: @jvolpi

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25 de marzo de 2016
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Todos somos Bruselas

Los atentados de Nueva York y Washington en 2001 fueron la pérdida de la invulnerabilidad estadounidense, el Pearl Harbour del siglo XXI. Los de Bali en 2002, la apertura de una línea de combate, desgraciadamente muy fructífera, contra el turismo globalizado. En Madrid en marzo de 2003 el terrorismo tenía un objetivo doblemente democrático: asesinar al pueblo trabajador en los trenes matutinos para influir en el resultado de las elecciones generales. En Londres en 2005, al día siguiente de que la capital británica fuera designada sede de los Juegos Olímpicos de 2012, los atentados llegaron de la mano del yihadista interior, criado y crecido en Europa, casi diez años antes de que los lobos solitarios franceses y belgas regresaran de sus guerras en Siria e Irak. En los atentados del Bataclan y del Stade de France el pasado 13 de noviembre, el objetivo que buscaban y querían aniquilar los yihadistas era la joie de vivre del viernes por la noche europeo.

En cada atentado hay una aviesa intención ?una estrategia bélica? y una inevitable interpretación de quienes se sienten alcanzados por su impacto. El terrorista busca siempre una reacción que rebaje al Estado de derecho atacado a su mismo nivel moral y emprenda el camino de la tortura, la detención indefinida, la erosión de las libertades y la renuncia a las garantías individuales. En este caso, los atentados en el aeropuerto y el metro de Bruselas, sede de la OTAN y de las instituciones de la Unión Europea, buscan como objetivo a destruir la idea misma de la Europa unida, próspera y en paz, y por eso es el 11S europeo, el equivalente al ataque contra el Pentágono y las Torres Gemelas en septiembre de 2011.

En la actual ofensiva, se trata de estimular a los europeos, también electoralmente, para que nos encerremos dentro de nuestras fronteras, destruyamos el espacio de libre circulación interior, endurezcamos las políticas de inmigración y de asilo, demos rienda suelta a la xenofobia y a la islamofobia y finalmente aceptemos el envite diabólico de que estamos en una guerra abierta con el islam mundial que convierta a una parte de la población europea, la que profesa la fe islámica, en un enemigo interior al que hay controlar y quizás internar. Sí, es un delirio totalitario que no se sostiene, pero Donald Trump en Estados Unidos y Viktor Orban en Polonia o Jaroslaw Kascynski en Hungría no propugnan cosas muy distintas.

Bruselas es la capital dividida de un país dividido e inextricable. No hay que criticar su debilidad ni sus divisiones. Son las nuestras, las de todos los europeos. Todos somos Bruselas y por eso nos atacan los terroristas. Porque estamos divididos y porque somos débiles. La debilidad que se exhibe es el peor de los flancos que se puede ofrecer a un enemigo existencial. Excita a sus fanáticos partidarios como la sangre a las fieras y suscita desprecio entre ciertos aliados y amigos propensos a sacar partido de nuestras desgracias. Solo faltaban las lágrimas incontenidas de la alta representante de la UE para Política Exterior y Seguridad, Federica Mogherini, nada menos que en una capital árabe.

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24 de marzo de 2016
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El Boomeran(g)
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