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Ya es verano en El Corte Inglés

Parece que fue Patricia Highsmith quien ofreció a la ciencia una de las más atinadas reflexiones sobre la conducta del ser humano; la formulación de la siguiente dicotomía: hay individuos que se cambian de ropa en público e individuos que lo hacen en privado. Ahora que llegan de nuevo los contumaces calores son muchos los componentes del magma social que, en aras de la consecución o mantenimiento de cotas de libertad, necesitan imperiosamente mostrar sus carnes hasta conseguir un celebrado escenario de carnes flojas, carnes amarillentas o, simplemente, carnes caducadas. Yo, al cumplir los cincuenta años, hice arrancar los espejos de mi hogar y, hasta donde llegó mi influencia, los de los lugares de trabajo y ocio que frecuentaba.

 

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12 de abril de 2016
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Las entrevistas de periódicos

No pierdan el tiempo con los periódicos. No lo desperdicien con cualquier entrevistador. Sólo unos pocos intuyen, dagan, sienten y saben qué hay que preguntar. En la respuesta se encuentra la recompensa. El periódico vale apenas una calderilla, pero el buen periodista hace de ella monedas de oro de galeón. Joyas del alma y la inteligencia.

Fíjense pues en los buenos, nieguen la lectura a los mediocres. Puede que esto no sea tan fácil puesto que los diarios son una merdé. Pero no son, ni mucho menos, una mierda sino una miscelánea de la que puede destilarse, con gusto (y todavía) el mejor licor. 

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12 de abril de 2016
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La potencia emocional de las crisis teóricas

Como las orteguianas  ideas que somos, las ideas que dan soporte al pensamiento,  los principios ontológicos de base,  no son por definición pensados o sometidos a juicio...hasta que algún tipo de conmoción en el conjunto de lo sustentado en ellos, algún tipo de  fallo en la previsible sucesión de los fenómenos o de contradicción en la descripción de los mismos, sea  esta  descripción ingenua o científica, hace que sintamos la imperativa  necesidad de volcarnos sobre tales  principios, de convertirlos en objeto de reflexión y  juicio. El ejemplo standard es el cúmulo de aspectos conflictivos en el seno de la física que condujeron a Einstein a forjar una teoría que hacía recuperar la consistencia de la disciplina... al precio de repudiar como si se tratase de meros prejuicios las nociones establecidas de Tiempo y Espacio. Pero con la física cuántica  lo que está en entredicho es algo aun mucho más básico o cimentador, de ahí que esta disciplina despierte una potencia emocional, inesperada tratándose de cuestiones en la frontera de la física y la metafísica. .

Un físico  británico ya evocado en estas columnas  enfatiza el hecho de que las aporías cuánticas  conducen  casi inevitablemente a considerar  la hipótesis de que las "verdades" que creemos ser la referencia de nuestras construcciones no sólo podrían ser fruto de esas mismas construcciones, sino que precisamente  por ello  pueden llegar a erigirse en causas cargadas de peso dogmático: "La interpretación de la teoría cuántica es un poderoso ejemplo de este fenómeno: no es inusual encontrar un físico o filósofo de la ciencia, defendiendo una posición específica con tal fervor y pasión que ultra-pasa con mucho el grado de emoción asociado normalmente con las creencias científicas: en efecto, a veces se diría que su propia existencia dependiera de los resultados del debate." (1)

La potencia emocional a la que se refiere este texto explica en parte la virulencia con la que, desde Einstein al matemático René Thom,  se han criticado las implicaciones filosóficas de la interpretación standard de la física cuántica. Pero ciertamente  no sólo en las controversias relativas a la física cuántica se pone de relieve este compromiso pasional de la subjetividad:

Me refería  hace un momento  al cuestionamiento por  la  teoría de la relatividad de la convicción anclada según la cual las cosas materiales se inscriben en un espacio que  cuya interna estructura respondería a la geometría que hemos aprendido en la escuela. Así pues considerar que el espacio newtoniano  no es en absoluto la condición de las realidades físicas equivale a decir que la geometría euclidiana carece de objetividad. Asunto tremendo que conmocionó tanto a filósofo como a literatos del que ya me he ocupado hace años  en un largo artículo  del que retomo aquí la idea central.

Los lectores de Descartes recordarán que, por ser todopoderoso,  el dios del Discurso del Método, podría hacer que fuera falaz la geometría euclidiana, de tal manera que  Cartesio se vería abocado a conformarse con la certeza solipsista de ser "una cosa que piensa". Y sin embargo hay otra perspectiva, en la que la geometría euclidiana no es aquello que Dios pueda vencer, sino más bien la expresión de la ley que él nos ha impuesto. En su excelente libro Ideas de Espacio, Jeremy Gray nos recuerda que en boca de Ivan  Karamazov (dirigiéndose a su hermano Alyosha, poco antes de que surja la figura del Gran Inquisidor) hay un literario eco de estas diatribas. Dostoievsky escribe en un momento en que, tras los trabajos de Lobachevsky, Bolyai y Riemann, se sabía la perfecta consistencia de una geometría en la que los tres ángulos de un triángulo miden otra cosa que dos rectos y, sobretodo, se barruntaba que la misma podía ser la base de esa cosmología que, con la Relatividad General, llegaría a subvertir radicalmente los conceptos de tiempo y espacio:

"Si Dios realmente existe y realmente ha creado el mundo, entonces, como todos sabemos, lo creó de acuerdo con la geometría euclidiana, y creó la mente humana capaz de concebir sólo tres dimensiones del espacio. Y sin embargo ha habido, y hay todavía, matemáticos y filósofos, algunos de ellos hombres de extraordinario talento, que dudan de que el universo haya sido creado de acuerdo con la geometría euclidiana".

Quizás no sea ocioso señalar que, en el texto, la problemática trasciende lo científico y lo gnoseológico, para adentrarse en el orden de la rebeldía y la aspiración a la libertad:

"... no acepto el mundo de Dios... estoy tan convencido como un niño de que las heridas curarán y las cicatrices desaparecerán, convencido de que el repugnante y cómico espectáculo de las contradicciones humanas se desvanecerá como un lastimoso espejismo, como una horrible y odiosa invención de la débil e infinitamente insignificante mente euclidiana del hombre".

Dios parece hallarse no sólo en todas partes, sino también agazapado tras los más dispares problemas. El Dios que aquí irrita a Karamazov es un Dios, por así decirlo, convencional, y hasta conservador: el Dios que efectuaría su acto de creación obedeciendo principios lógicos y topológicos inscritos desde la eternidad en su espíritu, y de cuya trascripción física Newton sería algo así como el notario. La moraleja de este asunto es que el colapso de las leyes geométricas que hemos aprendido en nuestros años escolares ni siquiera sería síntoma de la toda potencia de un Dios amante de las paradojas, sino de la insuficiencia de nuestra concepción de su poder. No, al dudar de que las leyes topológicas que hasta entonces había asumido pudieran ser falaces, Descartes no había topado aún con el maligno... éste espera quizás en otra parte. Cuando el pensamiento ha integrado en sus estructuras básicas  el legado relativista (relatividad de espacio y tiempo, carencia de realidad física de la geometría euclidiana), entonces un reto aun  más radical,  un enigma más profundo  le espera en la esquina: puesta en tela de juicio de los principios configuradores de nuestra representación de la naturaleza, destrucción de los trascendentales.

 


(1) C. J. Isham   Quantum Theory Imperial College Press 1995 . Reprinted 2008 p.66

     

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12 de abril de 2016
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El reloj parado

El idealismo ha tocado fondo, desasistido ante el peso de la realidad, reducido a cenizas por la clamorosa falta de vocaciones de todo tipo. Imaginemos qué sentiríamos si al preguntarle a un niño qué quiere ser de mayor nos dijera ?funcionario?. Y que, ante nuestro asombro, justificara su respuesta: ?Sí, por falta de dinero e ideas?. Sólo una extrema precariedad puede arrebatarle a un niño sus sueños. Los mismos que, de adulto, pueden escapársele, igual que arena entre los dedos. Falta de dinero y de ideas, estas son las principales razones que arguyen las encuestas acerca de esos tres de cada cuatro españoles que aspiran a ser funcionarios (según una encuesta de Adecco). Entre los jóvenes, aún con la vida a medio hacer, la cifra es el 32%, que, comparado con el 13,6% de media de nuestros vecinos del sur de Europa, resulta inquietante. Sus argumentos son predecibles: pasar el resto de sus vidas en un empleo seguro, cómodo y ajustado de horario, con frecuencia rutinario y gris, bien alejado de aquellos deseos del niño que quiere ser una cosa emocionante y distinta cada año. La reflexión en forma de España me duele que entonó Antonio Banderas en El hormiguero ha provocado una convulsión en la red. Nadie quería sentirse identificado con aquel 75% de los españoles que, según el actor, ansía ser funcionario; la misma proporción ?aseguró? que los yanquis que pelean para emprender; gente que no se desbarata por cualquier traje incómodo ni se les viene abajo el mundo al fracasar, aunque carezcan de la libertad moral de la que aquí gozamos. Coincidió el lamento por esa caricatura real del español comodón, de moderadas expectativas profesionales, con la risotada que soltó la prensa inglesa ante la declaración de intenciones de un Rajoy cada vez más delgado: saldremos del trabajo a las 18 h, prometió, a lo que, asombrosamente, Juan Rosell añadió que lo ve ?bastante fácil?. En cambio, el Daily Mirror nos retrató con la foto de dos borrachines durmiendo la mona en un banco en San Fermín. ?España anuncia sus planes de reducir sus famosas siestas de tres horas en un intento de actualizar su mano de obra al siglo XXI y aumentar su productividad?, sentenciaron, alejándonos de cualquier expectativa de país moderno e incluso racional. (La Vanguardia)

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11 de abril de 2016
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La figura del extranjero (I) Recuerdos de Mongolia Exterior

Me reconozco en la figura del extranjero. Es casi la única figura en la que me he reconocido siempre.

 

Una extraña figura, valga la redundancia, en parte resultado de las exclusiones que impone el Estado-Nación, concebido como un humanismo de circuito cerrado, que excluye a los que no pertenecen a ese Estado-Nación; y aquí nos topamos con la idea del “otro”, que no tiene los derechos del ciudadano de la república en la que está, y que a lo sumo puede ampararse en los derechos humanos, en realidad los únicos derechos que de algún modo protegen la figura del extranjero.

La extranjería es una enfermedad que contraje en la España franquista, que se fue desarrollando en la infancia y la adolescencia, y que se agravó tras mi larga estancia en París, hasta el punto de convertirse en una dolencia crónica de la que para colmo no quiero librarme.

Para mí cualquier país de Tierra tiene el mismo estatuto que Mongolia Exterior, el único país al que, por razones enigmáticas, tenían prohibida la entrada los españoles al final de la dictadura, y así lo decía en su pasaporte.

Creo que empecé a interesarme por los mongoles debido a esa sorprendente prohibición, por eso cuando vi por primera vez desde el avión las inmensas y áridas planicies de Mongolia sentí una gran emoción. Allí, muy por debajo del avión pero perfectamente visible, estaba la famosa Mongolia Exterior, sobre la que poder deslizar una vez más la mirada del extranjero, que es, básicamente, una mirada despojada del sentimiento de pertenencia y del sentimiento de posesión.

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11 de abril de 2016
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El trilema catalán

No todo es posible. A estas alturas, aunque parezca mentira, hay señales de que ya hemos empezado a reconstruir el consenso. Tras cinco años de una cabalgada de sueños inalcanzables, estamos empezando a aterrizar. Finalmente. No todos, es cierto, pero al menos algunos. Así hay que leer, de forma optimista, las barbaridades que están oyéndose estos días, de uno y de otro lado: son la última reacción desmadrada antes del ataque de sensatez que inevitablemente deberá llegar.

Es hora, pues, de ponerse al día y de hacerlo con una idea catalana, una de esas ideas a la vez diferenciales y propias. Diferenciales, porque, como sabemos y nos han enseñado desde nuestra más tierna infancia, todo en Cataluña es distinto. Y propias, porque todo lo que existe en el resto del mundo también existe en Cataluña en su forma peculiar y a veces única. Dicho de otro modo: tenemos de todo. Mi propuesta catalana tiene la forma de un trilema. Necesitamos un trilema y que sea catalán.

Los trilemas se derivan de los dilemas. En vez de escoger entre dos términos incompatibles, hay que escoger entre tres. En los trilemas la incompatibilidad suele reducirse a uno de los términos respecto a la combinación de los otros dos. Un buen ejemplo es el propuesto por el filósofo esloveno y ex yugoeslavo Slavoj Zizek respecto a los intelectuales comunistas (algo sabe de ello): no pueden ser a la vez honestos, inteligentes y apoyar sinceramente al régimen; los honestos e inteligentes no apoyan al régimen; los inteligentes que apoyan al régimen no son honestos; y los honestos que apoyan al régimen no son inteligentes.

La historia de los trilemas es antigua. Se remonta a los orígenes de la filosofía y la teología. Pero es la economía contemporánea la que los ha puesto de moda bajo el nombre de la Trinidad Imposible. Hay tres cosas que no se pueden hacer a la vez: una política monetaria soberana, libertad de movimientos de capitales y un sistema fijo de cambio. Dani Rodrik, en la Paradoja de la globalización, ofreció una traslación política: los términos incompatibles son la democracia, el Estado-nación y la integración económica.

La culminación del procés bien podría celebrarse con la adopción del trilema catalán, particularmente estimulado por el último manifiesto monolingüista. Los tres términos que lo conformarían son la lengua oficial, un Estado independiente y la convivencia democrática en su sentido más propio y complejo. Sí, ya sabemos que lo queremos todo y ahora. Pero lo primero que habrá que decir es que todo no es posible y sobre todo a la vez. Podemos incluso hacer una lectura suave de las incompatibilidades, de forma que sean una cuestión de énfasis: mucha independencia y mucha lengua, será a costa de la democracia; mucha lengua y mucha democracia, será con una independencia limitada; y mucha independencia y mucha democracia, será mediante concesiones en el estatus de la lengua.

El trilema obliga a abandonar la abstracción, pues hay que analizar cada dificultad en relación a otras dificultades. Cuando se trata de hacer política con los deseos y los sentimientos, sabemos que la cosa se pone imposible, digan lo que digan los poetas y cantautores. Pero si vamos a hacer política con las realidades de cada día, entonces nos encontramos con que tenemos que optar.

Es evidente que los firmantes del manifiesto Koiné han hecho una reflexión abstracta, a partir de lo que dicen los manuales de sociolingüística sobre lenguas en contacto, diglosia y bilingüismo. Es un debate científico, técnico, dicen. Lo ha dicho el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, para defenderles de la vehemente acusación de racismo por parte de Lluís Rabell. No tiene razón: es un debate político que versa sobre opciones políticas y nos sitúa no ante un dilema, sino ante el trilema catalán y la necesidad de optar.

Sí, los catalanes deberemos decidir y estamos ya decidiendo en buena medida cómo queremos que sea nuestra sociedad. Y esto no se responde con un sí o con un no a la independencia, aunque en algún momento responder colectivamente a esta pregunta ayude a hacerlo. Debemos decidir hasta dónde queremos que llegue el autogobierno, qué grado de homogeneidad lingüística y cultural estamos dispuestos a reivindicar y organizar y si queremos hacerlo siguiendo la regla de la mayoría y respetando las minorías, a las que protege sobre todo la regla de juego vigente que nos hemos dado nosotros mismos. Con una advertencia: quien lo quiera todo, ahora y en su máximo grado deberá demostrar, primero, que tiene la capacidad de hacerlo y, luego, que también está dispuesto a quedarse sin nada por causa de su ambición irrealista y excesiva.

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11 de abril de 2016
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Iluminar el abismo

El miedo es libre. Puede tomar la forma del hueco de una escalera, o reptar como una araña gigante que acaba convertida en ?mamá?, o proyectarse en los reflejos asustadizos de un juego de espejos rotos. Así catalogaba Louise Bourgeois su repertorio de traumas, represiones y sueños, incluidos esos penes gigantes que sostenía en la mano, ya anciana, con mirada burlona, abrigo de pelo de conejo y gorro de lana de neoyorquina cool. Pocas artistas fueron, en vida, tan amadas y glorificadas por la modernidad como aquella mujer diminuta, tan irascible como ocurrente, que ahondó en el dolor y las oscuridades de la mente con una narrativa altamente sensorial. Aseguraba proyectar una escultura como el médico planifica el tratamiento de un enfermo. Y titulaba sus series con un lenguaje manchado de realismo sucio: Días negros, Sin salida, Soledad? De una de las últimas exposiciones que le dedicó la Tate Modern londinense conservo una litografía que me acompaña siempre: el dibujo de una cápsula rosada sobre la que, con su escritura seductora, se lee ?Be calm?, a modo de plegaria pagana. Porque Bourgeois afrontó la negrura en la que suelen desembocar sensibilidades como la suya dándole la vuelta como a un calcetín, iluminando las tinieblas, siempre original y perturbadora. De joven, se intentó suicidar cuando murió su madre, a quien cuidó con amor, aparcando sus estudios. No acabó con su vida, pero cambió las matemáticas por la Escuela del Louvre y el taller de Fernand Léger. Hay un frase de Louise que describe su profunda complejidad: ?No soy lo que soy, soy lo que hago con mis manos?. Su obra corre en busca de seguridad y reafirmación ?ella misma contaba que antes de cada nueva exposición sentía una angustia indecible?, herida por la relación con su padre, un tirano que se acostaba con su institutriz. Burgués y artesano experto en la restauración de tapices antiguos, le exigía a la pequeña Louise talento manual. Pronto llegaría a adorarla por su creatividad, incluso la ayudaría con su fugaz estudio de impresiones, pero el cariño no era mutuo: ella continuaba odiándolo por su borrascoso temperamento, su tiranía, sus infidelidades y su gusto por la burla. En algún lugar contó un recuerdo de aquella época, más terrible que sus arañas gigantes: ?De niña, me daba mucho miedo cuando en la mesa del comedor mi padre no dejaba de alardear, se jactaba una y otra vez de sus logros. Y cuanto más grande pretendía volver su figura, más insignificantes nos sentíamos sus hijos. Mi fantasía era: lo agarrábamos con mis hermanos, lo poníamos sobre la mesa, lo troceábamos y lo devorábamos?. Septuagenaria, en 1982 demostraría que ?una mujer no tiene lugar como artista hasta que prueba una y otra vez que no será eliminada?, convirtiéndose en la primera mujer que protagonizó una retrospectiva en el MoMA. Lo suyo le costó. Dejar su país para, con su marido, el historiador del arte Robert Goldwater, asentarse en Nueva York; sentirse culpable por ser mala madre de sus tres hijos; unirse al American Abstract Artists Group de sus amigos los De Kooning, Rothko, Pollock y compañía. Pero, gracias a su vida longeva, asistió a su propia coronación en los templos sagrados del arte: Documenta en Kassel o la Bienal de Venecia. Había alcanzado su destino: ?Para mí, la escultura es el cuerpo. Mi cuerpo es mi escultura?. Ahora el Museo Guggenheim de Bilbao inaugura una muestra de una faceta freudiana de la autora: sus celdas, más de 60 estructuras espaciales que revelan el subconsciente. Los denominó autoretratos: fantasmas y versos, las sobras de la vida para dotarla de sentido. (La Vanguardia)

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9 de abril de 2016
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