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El rey Lear

¿Tiene sentido el considerable esfuerzo humano, económico y editorial que implica ofrecer al público una vez más una obra de Shakespeare? Pienso, sin ir más lejos, en el hercúleo reto profesional y personal que le ha supuesto a Andreu Jaume hacerse cargo de la traducción y el prólogo, por cierto que espléndidos ambos, así como la profusa y muy necesaria sección de notas al final del volumen. En cierto modo toda obra de creación (y la presente traducción lo es, qué duda cabe) entraña una indudable osadía porque equivale a pedir silencio y decir: sé que hay docenas de traducciones de Shakespeare y que algunas de ellas son excelentes, pero aquí está la mía y os ruego que le prestéis atención porque es una aportación, un paso más hacia la comprensión y disfrute del mejor pero más oscuro Shakespeare.

Es decir que ahí es nada el reto asumido por Andreu Jaume al encargarse de la presente edición de El rey Lear, y de ahí que lo califique de hercúleo.   

            Si la pregunta acerca de la utilidad de reeditar a Shakespeare se la formulasen al anciano e incombustible Harold Bloom (un hombre que lleva más de sesenta años leyendo y enseñando a leer a Shakespeare y que a sus ochenta y seis años como físicamente no puede trasladarse al aula de una universidad continúa recibiendo en su casa a un grupo de alumnos para leer con ellos al Bardo) la respuesta no podría ser más positiva e inequívocamente entusiasta: sí, por descontado que tiene sentido poner a Shakespeare una y otra vez al alcance de quienes él califica de “resistentes”.

            Bloom comparte con Samuel Johnson, quien no por casualidad era conocido por sus contemporáneos  como Doctor Johnson, la convicción de que Shakespeare “fue más allá de todo lo precedente e inventó lo humano tal como lo conocemos ahora”. Y todavía da un paso más adelante al afirmar que “las obras de Shakespeare no han terminado de librar todo el caudal de conocimiento (acerca de lo humano) que atesoran”. En  ese sentido, cada nueva edición, o cada vez que se representa una obra suya en un teatro, es una oportunidad más de conocernos a nosotros mismos. O  por decirlo en palabras del propio Jaume en su prólogo: “Mucho más que otras tragedias, El rey Lear ha ido adquiriendo, sobre todo a lo largo del siglo XX, una centralidad en la constelación dramática de nuestra cultura […] que obedece al alcance radical de sus elementos trágicos, capaces de despertar con el tiempo un significado que está latente en sus personajes, prefigurando siempre algo  que aún no ha llegado del todo, que no vemos todavía con claridad pero que Shakespeare adelantó, legándonos la obligación de interpretarlo y aguantarlo. No por casualidad  Emily Dickinson decía que Shakespeare es nuestro futuro”.

            Elegir para esta empresa El rey Lear era una decisión lógica porque está considerada, junto con Hamlet, como su tragedia más ambiciosa y compleja, pero también calculadamente ambigua. Esa “darker purpose” (su resolución más oscura) a la que Lear hace referencia en la escena inicial de la obra, va a condicionar tanto el desarrollo de la misma como condicionante es el obstinado silencio de Cordelia ante la impositiva presión paterna para que le declare públicamente su amor tal y como han hecho previsoramente sus hermanas a fin de ver confirmadas sus respectivas herencias. Un silencio que acaba costándole a Cordelia morir ahorcada y a Lear, en esa prodigiosa escena final en que aparece con el cuerpo sin vida de su hija en brazos, morir de dolor. Este brutal desenlace de la ocurrencia de un rey que decide repartir su reino entre sus tres hijas va más allá de lo apocalíptico (y más allá de la condena o salvación de acuerdo con los méritos de cada uno que imponía la moral convencional de la época) porque en realidad implica el inapelable imperio de la nada. “Nada es nada”, dice Lear ante la obstinada negativa de Cordelia  a conceder la clase de amor que su padre le exige. De hecho, esa aniquilación de todo resquicio de esperanza y justicia era tan inconcebible para el público de la época que hasta mediados del siglo XX El rey Lear se estuvo representando con un final edulcorado en el que Cordelia no solo sobrevivía a su osadía sino que terminaba felizmente casada.

            Para terminar con la (por otra parte ociosa) cuestión de la utilidad de seguir editando a Shakespeare no resisto la tentación de copiar la respuesta que le dio Harold Bloom a un profesor universitario que le preguntó acerca de qué sentido tenía haber dedicado sus vidas a enseñar literatura: “Combatimos en la retaguardia, compañero. Perdimos la guerra. Y cuando pierdes la guerra, lo único que puedes hacer es reunir a los que quedan y establecer una postura en la que tú y yo y los pocos que hayan resistido luchemos, gente que cree en valores humanistas y, finalmente, en el efecto civilizador de la gran literatura”. Pues eso.

 

 

 

El rey Lear

William Shakespeare.

Edición y versión de Andreu Jaume

Penguin Clásicos

 

 

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18 de julio de 2016
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Los rostros del poder

Tienen elementos en común los rostros de hombres y mujeres con poder? ¿O bien es nuestra mirada, sombreada por la fantasía de lo que representan, la que advierte distancia, seguridad, impostura o decencia? El fotógrafo francés Olivier Roller ha dedicado años a estudiarlos tras su cámara, convertido en retratista de los mandamases: presidentes, militares, financieros internacionales, espías, altos ejecutivos, intelectuales, cirujanos, abogados, pilotos de avión y hasta modelos. “¿Por qué los poderosos?”, se pregunta Roller. Y él mismo responde: “Porque no les vemos nunca. Fantaseamos con ellos. Los imaginamos. Ellos encarnan esa zona decididamente sombreada, oculta, omnisciente. Son el célebre ellos del poder lejano”. De François Hollande, Manuel Valls o Marine Le Pen a Bernard-Henri Lévy, el ya fallecido “abogado del terror” Jacques Vergès o Rachida Dati , a menudo el nombre pierde al rostro, borra sus rasgos, que sin letrero podrían ser anodinos, vulgares, clichés. Pero el poder se huele y atrae, acercarse a él viene a ser otra forma de tocar el manto a la Virgen. Hombres y mujeres del montón han resultado investidos por todo lo que aporta la notoriedad, la vida cosmopolita, los teléfonos rojos y las cajas fuertes. Todo ello hace mella en un rostro, y de qué manera. Lo desvirga, lo inmuniza o lo atormenta. Pura erótica del poder –¿o acaso hay otra?– , sea el poder de la belleza, del dinero o de la influencia.
Hace unos años, el Museo del Louvre le encargó a Roller que capturase algunos de los bustos más significativos de la antigüedad, y así viajó por museos de todo el mundo disparando a césares, emperadores, reyes y filósofos. Ahora expone el resultado el Museo Nazionale Romano, confrontando a los antiguos poderosos nuestros contemporáneos, y logrando que Jeanne Moreau le aguante la mirada a Artemisa, o que las narices aguileñas de Luis XVI y BHL se batan en duelo.
Es asombroso comprobar visualmente cómo hay unas líneas constantes en la historia, y una de ellas es la representación del poder. Hoy los poderosos se siguen parapetando tras un rictus de seguridad, impecables vestimentas y buena luz; y si entonces contaban con el arte como aliado para difundir e inmortalizar su dominio, hoy son los medios quienes exhiben su pujante caché. Augusto, el primer emperador, utilizaba los bustos por doquier, y aunque era de talla pequeña y más bien enfermizo se hacía inmortalizar con gran majestuosidad. No es extraño que Putin se dejara fotografiar montando a caballo y pescando con el torso desnudo y lechoso, igual que el del mármol de Augusto. Aunque, de vez en cuando, surgen líderes bien alejados de la iconografía clásica. Rubicundos, contorsionados, aventados, como Donald Trump y Boris Johnson. Difícilmente darían para una estatua que no resultara deforme. Son los rostros temerarios del poder, que han llegado para quedarse.
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18 de julio de 2016
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La devaluación del voto catalán

Las urnas cansan, pero más cansa el voto inútil. Cansa acudir nueve veces a las urnas en seis años, como hemos hecho los catalanes, a la velocidad promedio de una convocatoria y media por año, pero más cansa cuando el ciudadano tiene la sensación de que sirve para muy poco o para nada.

Es discutible, ciertamente, el rendimiento de las convocatorias electorales. Para unos, nada más inútil que las dos astutas disoluciones parlamentarias anticipadas con las que Artur Mas buscó una mayoría independentista en el parlamento catalán, o la convocatoria a las urnas del 9N en el proceso participativo sobre la independencia declarado ilegal por el Tribunal Constitucional. Para otros, en cambio, el entero camino que ha conducido hasta aquí, incluidas las convocatorias electorales, el 9N y la coalición de Junts pel Sí constituye un éxito sin retroceso que deberá culminar el próximo año de nuevo con otra convocatoria a las urnas en unas elecciones anticipadas y de carácter digamos que definitivo. Si respecto al ámbito autonómico el cansancio está dividido, no lo está en los otros dos, el municipal y el general. Las dos elecciones municipales apenas han contribuido a la sensación de fatiga e incluso ha sucedido lo contrario, en consonancia con la vitalidad y proximidad de la democracia local. Ahí es donde se han producido los mayores cambios: en 2011 la Convergència ahora extinta alcanzó por primera y última vez la alcaldía de Barcelona y en 2015 llegó Colau a la plaza de Sant Jaume, la izquierda de nuevo, aunque otra izquierda.

La tres elecciones generales celebradas desde 2010, en cambio, son las que más han contribuido al cansancio, gracias a la repetición y a la amenaza de una tercera convocatoria. Si el independentismo repite elecciones para conseguir su cambio soberanista, el conservadurismo rajoyista lo hace para evitar cualquier cambio.

Si hay un cansancio español de las urnas, hay también un cansancio específicamente catalán referido a las elecciones generales. Para los independentistas, es parte del cansancio de España y de su infatigable optimismo respecto a la posibilidad de largarse, tal como expresan de forma elocuente los diputados de Esquerra. Pero para el común de los catalanes, incluyendo a votantes independentistas, este cansancio de las urnas españolas se debe a una novedad que sigue produciendo extrañeza: votas en Cataluña y nada pasa en Madrid, como venía sucediendo a lo largo de toda la historia de nuestra democracia.

El tipo de voto con efecto más visible era el que solía obtener Convergència i Unió, que sirvió para sostener gobiernos de Felipe González y José María Aznar y asegurar políticas económicas y europeas con todos, incluso con José Luis Rodríguez Zapatero. Pero no era el único. Todas las mayorías del PSOE, sobre todo las dos absolutas de 1980 y 1986, no se explican sin el voto catalán socialista. Incluso el voto al PP aportó su cuota parte a las dos mayorías absolutas de Aznar y Rajoy. El hecho es que el voto catalán está ahora devaluado o, si se quiere, ha regresado a su valor de cambio normal después de una larga época de pujanza.

La cuestión central en esta devaluación es el suicidio de CiU, primero por el divorcio entre Convergència y Unió, luego por la desaparición de este último de la vida parlamentaria, y finalmente por la transformación de los convergentes en un doble de Esquerra Republicana aunque un puntito más burgués y conservador. El nuevo Partit Democràtic de Catalunya es independentista y republicano, e incluso ligeramente rupturista, pero sobre todo ha decidido que de Madrid solo le puede interesar la consulta sobre la independencia, so pena de verse señalado e incluso desbordado por Esquerra.

La idea de influir, modernizar e incluso gobernar en España, inscrita en el pórtico centenario del catalanismo moderado, ha quedado superada. Y, como contrapartida, la exigencia de un referéndum sobre Cataluña como exigencia previa a cualquier negociación se ha convertido en un estigma que inhabilita a los partidos independentistas para entrar en el juego de los pactos parlamentarios. No es tan solo porun tabú antiseparatista, sino por el mantenimiento de los plazos perentorios para culminar el proceso, los 18 meses que vencen en 2017, considerados como un chantaje que inhabilita al independentismo.

Ciertamente, todo es producto de la fragmentación parlamentaria española, que es a la vez catalana. El viejo catalanismo posibilista ya no existe, pero el independentismo que le ha sustituido no tiene mayoría suficiente para gobernar en Barcelona y culminar su hoja de ruta, y no sabe cómo hacer valer sus votos en la carrera de San Jerónimo: ni para hacer gobiernos en Madrid, como estábamos acostumbrados en la época de CiU, ni tan siquiera para echar a Jorge Fernández Díaz del ministerio del Interior.

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18 de julio de 2016
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La vida y el canto

Cuántos más amigos se tengan y más amigos de amigos se incorporen, la red gana en felicidad y riqueza. La vida es esta malla, al menos. Un lío que gana circulación sanguínea para enardecerse, sofocarse o procurar transfusiones. O recibirlas. Un enjambre que aúlla en la soledad y canta cuando se forma un colorado coro.

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18 de julio de 2016
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Escolta Espanya! ¡Escucha Cataluña!

Vivimos una época de ascenso de los populismos, algo que se ha dado en llamar un momento populista, en el que el juego de la polarización y la dialéctica amigo/enemigo se convierte en eje e incluso motor del juego político. Puede que algunos lo hayan descubierto recientemente, pero hay datos suficientes para señalar que en el caso de la crisis constitucional abierta en Cataluña el momento populista no es reciente, puesto que empezó hace diez años, justo cuando estalló la pugna alrededor de la redacción de un nuevo Estatuto.

Llevamos al menos una década entera cultivando esmeradamente de un lado y otro una dialéctica negativa, de descalificación del adversario y de polarización de las posiciones políticas, sobre todo desde unos medios de comunicación que se han dejado contaminar y en algunos casos se han convertido en auténticas fábricas de retórica antagonística, llena de estereotipos y sofismas, y que es, digámoslo bien claro, abiertamente antiespañola en un lado y anticatalana en el otro, o si se quiere y con lenguaje más a la moda, hispanófoba y catalanófoba.

(Este el texto de mi intervención el pasado 14 de julio en la Fundación Ortega y Gasset Gregorio Marañón en la última sesión del seminario titulado 'Escolta Espanya!¡Escucha Cataluña!, alrededor del tema 'Sociedad civil y medios de comunicación: ideas para una nueva convivencia entre Catalunya y España'.) Si se trata de buscar ideas para una nueva convivencia, tal como reza el título de la sesión de esta mañana, lo primero que habría que propugnar sería el desarme verbal. Dejémonos de insultarnos. Dejémonos de despreciarnos y ofendernos mutuamente. Luego puede llegar la reconciliación, pero antes debería producirse el cese de las hostilidades en la contienda de la palabra.

Estas retóricas antagonísticas gratifican a los mutuamente ofendidos, atizan las peores pasiones y suelen dar rendimientos en audiencias mediáticas y sobre todo en resultados electorales, por lo que tengo sobrados motivos para dudar que quienes las promueven quieran y vayan a abandonarlas solo por la mera llamada de buena voluntad de unos pocos remilgados a que cese la guerra verbal.

No se trata de una cuestión anecdótica, ni de una inflamación digital atribuible a la frivolidad y a la irresponsabilidad que proliferan sobre todo en las redes sociales. En muchos casos son dirigentes políticos del máximo nivel, intelectuales de la máxima consideración, directores de campañas electorales y responsables de medios de comunicación de los más tradicionales de uno y otro lado quienes encabezan las ofensivas verbales con intolerantes soflamas que en muchas ocasiones poco tienen que ver con las ideas o con los argumentos sino que atacan a las personas individual o colectivamente, estrictamente por lo que son o por la identidad que exhiben: por catalanes, por españoles. Algo sabemos históricamente de la cultura del odio en España y hay que decir que en estos diez años hemos desenterrado incluso todo el arsenal de insultos y tópicos viejos de cien años, desde los mismos orígenes polémicos del catalanismo, para arrojárnoslos a la cabeza unos a otros. Hay incluso bibliografía al respecto.

Tras el desarme verbal, debiera llegar la etapa de creación de territorios de diálogo y de acuerdo. No puedo avanzar ni un centímetro en esta dirección sin expresar de nuevo mi escepticismo: si desde los medios no tan solo no hemos sabido frenar la guerra verbal, sino que incluso la hemos atizado ?unos más que otros, sin duda: que cada uno haga su examen de conciencia? ¿cómo voy a pensar que seremos capaces de contribuir a la creación de estos territorios de diálogo y de entendimiento desde los mismos medios?

Y sin embargo, habrá que abandonar en algún momento la idea de los frentes de combate. Además de desarmar, habrá que empezar en algún momento a reorganizar la vida civilizada. No es una cuestión únicamente de contenidos ofensivos, sino de pluralismo. Hay medios de comunicación y más concretamente periódicos, en uno y otro lado, en los que la uniformidad y la redundancia de los análisis y de las opiniones es sorprendente e incluso bochornosa. El pluralismo de la sociedad no se agota en la pluralidad de medios con orientaciones distintas e incluso contrapuestas, sino que debería ser también pluralismo interno de los medios, dentro de las proporciones razonables respecto a la orientación de cada uno de ellos.

En estos diez años hemos visto como disminuía el pluralismo y crecía el unanimismo, hasta casi llegar al cero absoluto del primero y al cien por cien del segundo. Es especialmente grave como síntoma cuando se produce en medios privados de referencia para un sector importante de la opinión pública, en concreto los diarios que mejor representan a la derecha española y los que mejor representan al catalanismo político. Pero es más grave todavía y no tan solo como síntoma sino como enfermedad de la democracia cuando se produce en medios de comunicación públicos, como hemos visto prácticamente en todas las televisiones y radios, aunque en mi caso quiero hacer una referencia especialmente crítica a RTVE y a la CCRTV, Televisión Española y TV3, instituciones donde se ha perdido, especialmente en los momentos más intensos de la confrontación entre el gobierno catalán y el español, el mínimo sentido del equilibrio, la proporción y la honestidad informativas.

Tras el desarme verbal, se me antoja por tanto absolutamente necesario un esfuerzo para que regrese el pluralismo, al menos en los medios de comunicación públicos. Ningún territorio de entendimiento puede crearse si persistimos en los cotos cerrados e incomunicados, con la opinión pública parcelada según las ideologías e incluso según los territorios y conducida por medios públicos gubernamentalizados.

Vivimos en algunos momentos en mundos paralelos, que no tienen nada en común, y que se dirigen cada uno de ellos a sus propios parroquianos, incapaces de sentarse a dialogar con quien sostiene una opinión diametralmente opuesta. En España ha dejado de existir la conversación ciudadana, el diálogo entre ciudadanos. Ojo, también en Cataluña. Estamos en la era de los monólogos: el soberanismo habla muchísimo, pero consigo mismo; lo mismo sucede con los adversarios de la independencia.

Tras el desarme verbal y la entrada en juego de la pluralidad de voces, necesitamos recuperar nuestra conversación ciudadana, que es una conversación española y catalana, en la que cada uno reconozca la voz del otro y su derecho a ser escuchado sin prejuicios y sin etiquetas. ¿Somos capaces de escucharnos civilizadamente sin descalificarnos? También en este punto quiero mantener de nuevo mis dudas, lamentablemente fundamentadas en la experiencia. Pero ahora se trata aquí de lo que debe ser y no de lo que es. Y lo que corresponde es escucharnos unos a otros, ponernos en el lugar del otro, atender a sus argumentos e intentar llegar al final a posiciones que incluyan a todos.

Con mi escepticismo por delante, quisiera enumerar los territorios de entendimiento sobre los que según mi parecer sería necesario un esfuerzo desde los medios de comunicación responsables para abrir, al menos, un debate público honesto y eficaz.

El primero es la lengua. Es inconcebible a estas alturas que la sociedad española no haya conseguido un mínimo consenso sobre el tratamiento y las políticas que debe recibir la diversidad de sus lenguas y culturas, reconocida de otra parte en la Constitución. Es inconcebible la inexistencia de un debate público y a la vez la irresponsable utilización exclusiva de estos materiales como munición propagandística ofensiva. En vez de respetar y proteger las lenguas, como es obligado por la Constitución ?en el preámbulo, en el artículo 3 del título preliminar, y en el artículo 20 del capítulo de derechos y libertades?las hemos utilizado como instrumentos politizados para combatir al adversario.

Hay un pacto lingüístico imprescindible, que debe servir para restaurar la unidad civil buscada en la transición y casi inmediatamente perdida. La lengua catalana, que es mi lengua, no tiene el estatus ni el trato que merece por parte de las instituciones del Estado y de los medios de comunicación públicos y privados de alcance español y esto debe ser discutido y remediado.

Su unidad, claramente reconocida por las instancias académicas y científicas, no puede ser objeto de instrumentalización a conveniencia de los combates políticos entre nacionalismos, como ha sucedido en la Comunidad Valenciana y en las Islas Baleares.

No tengo tiempo aquí para entrar en detalles, pero mi opinión es que hay responsabilidades de todas las partes en la ruptura del consenso lingüístico. La segunda ley lingüística catalana de 1998, en la que se imponían cuotas y multas, tiene mucho que ver con esta ruptura, que se ha expresado fundamentalmente en el cuestionamiento del modelo de enseñanza de las lenguas vigente actualmente en Cataluña.

Es difícil el acuerdo ahora porque hay dos posiciones enquistadas en sus respectivos dogmas, pero creo que es posible y que los ciudadanos lo merecen. No voy a discutir aquí conceptos como inmersión lingüística o lengua vehicular de la enseñanza. Y probablemente ni siquiera hacen falta estos conceptos para imaginar un modelo de enseñanza fundamentalmente en lengua catalana, con el papel central que merece la lengua reconocida estatutariamente como propia, en la que el castellano reciba también un trato correspondiente a su peso social y cultural y a la dignidad de los ciudadanos catalanes de lengua materna castellana, y el inglés tenga la relevancia que exige la economía globalizada en la que encontrarán trabajo nuestros actuales escolares.

Me parece que no es una osadía pensar que las principales instituciones del Estado, empezando por la Corona, deben a los ciudadanos españoles que tienen otras lenguas distintas al castellano como lengua materna y propia algún gesto ostensible y no meramente simbólico de reconocimiento. Entre las sociedades occidentales más próximas disponemos al menos de tres modelos, el de Canadá, el del Reino de Bélgica y el de la Confederación Helvética, que debieran ser analizados y ser objeto de un debate serio y no de meras descalificaciones entre nosotros. El primer ministro de Canadá habla siempre en francés e inglés. Nada se hace en Bélgica, desde los discursos de la corona hasta las sesiones parlamentarias, sin respetar el bilingüismo en francés y en flamenco. En Suiza las cosas son todavía más complejas porque son cuatro las lenguas y como en España cada una de ellas tiene un ámbito y una fuerza distinta. Aquí con despreciar los pinganillos que sirvan para la traducción simultánea en el Senado nos hemos quedado tan anchos.

Yo voy a personalizar. He hablado de mi lengua, el catalán. Quiero hablar ahora de mi ciudad, Barcelona. Hay un debate apenas abierto, en todo caso siempre cerrado y de malos modos, al estilo del de los pinganillos, sobre la doble capitalidad española, con frecuencia a cuenta de las supuestas extravagancias atribuidas a Pasqual Maragall. Parte del problema implícito en la discusión sobre el federalismo e incluso sobre la independencia, radica en la vocación barcelonesa como capital española e internacional. Hay por supuesto razones subjetivas poderosas: los sentimientos y los deseos inequívocos que tenemos los barceloneses, pura sociedad civil por cierto; pero las hay también objetivas, que tienen que ver con el peso económico y demográfico, con el emplazamiento geográfico y con el prestigio y la imagen internacional de nuestra ciudad.

Ernest Lluch daba una definición de nación muy pertinente para entender el fenómeno barcelonés. Una nación es un territorio con una gran ciudad que es su capital. Si Barcelona ve negada su condición como capital española, se abre la pista a quienes quieren que sea solo y en exclusiva capital de Cataluña y constructora de la nación catalana independiente.

Pocas cosas hay tan chocantes para mi gusto en la Constitución española como el trato que recibe Madrid como capital de España, reconocida como tal en el título preliminar, artículo 5. Fíjense si es importante la capitalidad que para cambiarla se requiere el mismo procedimiento reforzado o agravado que se necesita para pasar de monarquía a república o para reconocer el derecho de autodeterminación, que como ustedes saben exige la disolución del parlamento tras una primera votación por la que se decide realizar la reforma, su aprobación en una segunda votación por las nuevas Cortes y a continuación su ratificación en referéndum.

La nación catalana sin Barcelona no existiría. Con una pequeña capital provincial, Cataluña apenas podría presentarse como nación, porque no tendría suficiente demografía, ni riqueza económica, lingüística y cultural. El peso de su lengua sería también más bien escaso, como su peso demográfico y cultural. Las oleadas de inmigrantes que algunos vieron en su día como un peligro para la identidad nacional y para la lengua son las que las han salvado al proporcionar la fuerza de una población que crece y sigue hablando la lengua propia.

Hasta el proceso soberanista, la Marca Cataluña apenas ha existido. La única marca seria ha sido y es Barcelona. La Marca Cataluña que existe ahora y se proyecta internacionalmente es la de un conflicto de difícil comprensión fuera de España.

Todo esto no gusta al nacionalismo esencialista. Ni al nacionalismo español, que existe, vaya si existe, y quiere una lengua, una cultura y una capital, ni al nacionalismo catalán, que quiere también lo mismo, una lengua, una cultura y una capital, pero reducido al ámbito catalán. Los nacionalismos no quieren compartir soberanías ni capitales. De ahí que a mí me parecería muy pertinente un debate español potente en el que se pudiera discutir qué instituciones del Estado deben tener su sede en Barcelona y qué cosas puede hacer España para que su segunda gran ciudad sea también sentida como capital de todos.

Esta cuestión afecta también al debate sobre el federalismo, que tiene aspectos constitucionales, ya discutidos aquí en una anterior mañana de ponencias, pero tiene otros muy prácticos. El federalismo alemán es el que ofrece el mejor ejemplo de compatibilidad entre estructura federal y multicapitalidad, repartiendo instituciones del Estado prácticamente por todos los länder. Cabría la posibilidad de trasladar instituciones del Estado a Barcelona, pero también se podrían trasladar a otras capitales de las principales autonomías según el modelo alemán. Madrid y la idea de la España centralizada a la francesa sufrirían, es cierto. Pero de eso es también de lo que se trata.

El caso de Barcelona afecta asimismo al debate imprescindible sobre las infraestructuras, territorio en el que algunas fuerzas políticas han jugado abiertamente a la construcción de una nación española centralizada y radial, en la que Madrid cuente como capital única con una ciudad como Valencia como puerto central, y que arrincona y provincializa a Cataluña y a Barcelona. Y todo, por supuesto, en detrimento de la estructura en red que corresponde a la realidad política del Estado autonómico, y en detrimento del eje mediterráneo, que es el eje de transportes de la competitividad, de la conexión europea y de la prosperidad española.

En la lamentable política de inversiones que ha sufrido Cataluña se diría que han sido las instituciones centrales del Estado las que han jugado prematuramente, antes incluso que el movimiento soberanista, con la idea de desconexión catalana respecto al resto de España. Como si creyeran que la independencia efectivamente va a producirse y fuera mejor una estrategia de descapitalización del futuro Estado catalán independiente. Para qué vamos a gastar más con ellos o a darnos prisa en las inversiones si nos están diciendo que se van.

Hay también un debate fiscal, en el que probablemente los argumentos todavía no han superado la propaganda, pero que está más avanzado que los otros. Eso no quiere decir que vaya a ser más fácil la obtención de un consenso español sobre el reparto de los recursos. El espejo del concierto vasco y sobre todo la fijación y reparto del cupo ha sido uno de los mayores estímulos a las reivindicaciones catalanas. Y se trata, como todos sabemos, del gran tabú constitucional de la transición. Fijémonos, además, que tanto las infraestructuras como la fiscalidad suscitan en Cataluña consensos muy amplios, sobre todo en la sociedad civil, que apenas se han roto o degradado como ha sucedido con los consensos lingüísticos y no digamos ya los autonómicos.

El último de los debates es el de la reforma constitucional. Gracias a los últimos resultados electorales se ha acallado de una vez esa voz persistente que nos advertía sobre la inutilidad de cualquier reforma. No sé si habrá reforma, pero a la vista está que tendremos al menos el debate y que sería del todo imprescindible incluir a los partidos soberanistas en la discusión.

Pudo hacerse de otra forma, sin duda. Sin reformar ni siquiera la Constitución. Porque el problema no es la Constitución sino el consenso. Cuando no hay consenso ni ganas de que lo haya, cuando se hacen lecturas de la Constitución, como las hace el propio TC, que van en la dirección contraria al consenso, de nada sirve plantearse una reforma.

Lo primero es saber si queremos recuperar el consenso constitucional. Es evidente que el independentismo ya no está por la labor. Pero la reforma constitucional no debe dirigirse a los independentistas, aunque hay que intentar naturalmente que participen en el debate y puedan incorporar lo mejor posible sus puntos de vista. Hay que hacer, por tanto, una reforma para todos en la que todos participen, y si no pueden ser todos el mayor número posible de fuerzas, y a ser posible tantas y tan importantes como las que lo hicieron hace 40 años.

Esta reforma habrá que someterla posteriormente a referéndum de todos los españoles. La fiesta no es para los catalanes, y sobre todo no solo para los catalanes, pero si los catalanes no se sienten representados en el resultado, la fiesta habrá servido para muy poco.

La reforma constitucional debe ser profunda, seria, valiente, de forma que se aborden todos los problemas pendientes y se resuelvan con sentido histórico y visión de Estado, es decir, para los próximos 40 años al menos.

Yo no sé si es prudente por parte de las fuerzas políticas decir que esta reforma debe recibir una aprobación contundente de los catalanes y que en caso contrario no va a servir. Quizás no es prudente decirlo, como se les reprocha a los socialistas catalanes, pero para un analista político, para un periodista, es obligado decirlo. Una reforma de tal tipo, si supera en Cataluña la barra del 50 por ciento con una participación promedio similar a las anteriores contiendas electorales, cerrará el contencioso para un buen número de años y obligará a los dirigentes del proceso a situarse en un territorio político nuevo y al menos algo más calmado.

¿Pero qué sucederá si la reforma no vence en Cataluña? ¿Debo reprimir mi pregunta? ¿Significa erosionar la reforma el solo hecho de formularla? ¿Debemos mirar hacia otro lado y olvidar el conflicto abierto por la sentencia del TC que anuló parte de un estatuto aprobado por el Parlament catalán, las dos cámaras españolas y el cuerpo electoral catalán en referéndum?

La respuesta para mi gusto es que, en caso de que los catalanes vuelvan a expresar en las urnas, como lo han hecho ya varias veces, su discrepancia respecto al modelo de Estado en el que su autogobierno se halla organizado, entonces la democracia española deberá habilitar un camino democrático que solo se puede inspirar en la tradición constitucional más acorde con el problema que es la canadiense.

No se trata de reconocer para Cataluña el derecho de autodeterminación, ni tan siquiera de apuntarse al inasible derecho a decidir. Es meramente cuestión del principio democrático por el que nos exigimos gobernar con el consenso de los gobernados. ¿Alguien imagina una persistente expresión electoral de un profundo disenso respecto al ordenamiento constitucional por parte de la mitad de la población de una comunidad autónoma de la importancia política y del peso económico de Cataluña? ¿Cuánto tiempo podría durar una tal situación? ¿Cuántas elecciones aguantaríamos con mayorías parlamentarias absolutas independentistas aunque en votos no alcanzaran el 50 por ciento?

Todos sabemos cuál es la reforma constitucional que puede funcionar y que se espera desde Cataluña. Es una que resuelva la cuestión de la delimitación de competencias e impida su invasión por el Gobierno central, especialmente en los capítulos de lengua y de enseñanza; que garantice la financiación suficiente del autogobierno, mediante la creación de una agencia tributaria catalana cogestionada y una mejor distribución de los recursos; que convierta el Senado en una auténtica cámara federal al estilo alemán y facilite la formación de una voluntad federal común; y que reconozca la singularidad de Cataluña como nación diferenciada dentro de España, al estilo del reconocimiento que ha hecho Canadá de la nación quebequesa.

Quienes no querían reforma alguna hasta ayer u hoy mismo, quienes quieren una reforma de mínimos, quienes quisieran incluso lo contrario, es decir, una reforma recentralizadora que sirva para que el Estado central recupere competencias cedidas en estos 40 años, deberán meditar sobre estas preguntas, que atienden al principio democrático y están en las base de la doctrina jurídica de la claridad y de la ley de la claridad canadienses.

La apertura de este gran diálogo no depende tan solo de los políticos, sino en buena parte de los creadores de opinión que somos los periodistas y especialmente los responsables de medios de comunicación. Para una nueva convivencia en España es necesario ante todo hablarnos y hablarnos con respeto sobre estas cuestiones que exigen de todos nosotros al menos un esfuerzo de claridad argumental y de honestidad argumental, lejos de la demagogia y de los populismos. Permítanme que cierre mi intervención con una frase de quien fue rector de la Universidad Autonóma de Barcelona y consejero de la Generalitat, el insigne historiador Pedro Bosch Gimpera: ?España será la de todos, hecha por todos, o no será?. Así de simple. Muchas gracias.

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17 de julio de 2016
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‘Soft power’ con ritmo

No ha existido mejor lección de lo diferente que la de Michelle Obama en su paso por la Casa Blanca. No se ha parecido a nadie, ni lo ha pretendido.
Poco ha tenido que ver que con cualquiera de sus anteriores inquilinas, a pesar de compartir la vocación humanista de Eleanor Roosevelt –tan humillada en la vida privada por su marido infiel–, o con la sinceridad y el coraje de la pobre Betty Ford –que dedicó buena parte de su vida a combatir las adicciones que había padecido–, o incluso con la ambición profesional de Hillary Clinton, aunque Michelle sea más filantrópica que política: ha transitado del Let’s move al Let girls learn porque tanto la lucha contra la obesidad infantil –tan vinculada con la desigualdad– como la alfabetización de millones de niñas relegadas a ser esclavas domésticas o sexuales en todo el mundo han activado su grado de compromiso.
En sus viajes al tercer mundo, ha asistido a la violencia ejercida sobre las niñas privadas de un pupitre y lanzadas a la escala más perversa de la supervivencia. Después del secuestro de las estudiantes por parte de Boko Haram, comprendió cuál debía ser su foco: educar a una niña significa impactar en la cadena de progreso del país, la mejor arma contra la barbarie.
Michelle ha forjado un estilo basado en el aplomo y la naturalidad. Nada que ver con el bótox de Hillary –e incluso de Donald Trump–. Todo lo contrario: pone carotas, frunce el ceño sin miedo a parecer una angry black woman, pasea con majestuosidad ancestral sus caderas anchas, su piel brillante y sus hombros torneados y hasta ha conseguido inocular el lenguaje cotidiano en el discurso impenetrable del poder. Tampoco se ha parecido a las otras ex primeras damas en el papel que jugaban frente a sus poderosos maridos. Michelle ha sido cómplice, una igual, la mujer que ha llegado a confesar en público las flaquezas de Barack: “Por la mañana su aliento apesta”. En los momentos más adversos, de silencio opaco, como los funerales de estado o actos terroristas, ha sacado pecho y empatía, e incluso parecía refugiar bajo su ala al presidente de EE.UU.
Siempre ha hablado con orgullo de sus orígenes: tataranieta de Jim Robinson, nacido en Carolina del Sur, esclavo en una plantación; bisnieta de Fraser Robinson, sirviente iletrado que aprendió a escribir de adulto y se dedicó a vender zapatos y periódicos; hija de Fraser Robinson III, un operador de bombas en el Departamento Hidráulico de Chicago aquejado de esclerosis múltiple, y de Mary Robinson, pobres pero conscientes de que para que sus hijos fueran respetados debían de llevar en su currículum el nombre de Princeton o Harvard.
A pesar de su brillante formación, durante su reinado nunca ha ejercido de abogada pública, a diferencia de Hillary Clinton, que de first lady se ha transformado en lady first con sus collares de fantasía. Michelle lleva perlas, pero de forma bien diferente a la de Jackie Kennedy; su estilo nunca ha sido aristocrático, tampoco étnico. A menudo ha descansado en el patrón del new look de Dior, estrechando su cintura y afinando su mensaje, siempre con la mano tendida. Por ello encarna esa vía política que representa el soft power, el ejercicio de un poder sutil y flexible que trata de atraer a socios que comparten objetivos mediante el diálogo y cuya palabra clave es “influencia”. Michelle ha sido todo lo contrario a una primera dama plana. Barack, probablemente el presidente global más deseado de todos los tiempos, pasará a la historia de acuerdo a aquella vieja fórmula para perezosos: “Mejor planteado que resuelto”, mientras que su mujer ha conseguido sumar sus poderes: inteligencia, sensibilidad y ritmo. En un mundo con tanta sangre por los suelos, la letra entra mejor con swing.
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16 de julio de 2016
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Noches negras

Negras son las noches blancas de este verano de 2016. Primero fue el Brexit, la noche de San Juan que empezó con las encuestas a favor del Remain y terminó con la apoteosis de Boris Johnson y Nigel Farage. Después fue el camión infernal de Niza, que sembró de muerte el Paseo de los Ingleses el día de la gran fiesta republicana francesa del Día de la Bastilla. La última ha sido el golpe militar del día siguiente, 15 de julio, contra una democracia turca que ya se hallaba en la pendiente por el autoritarismo creciente del triunfador, el presidente Erdogan.

Pasan muchas y trascendentes cosas en muy poco tiempo, signo evidente de un acelerón de la historia. Y pasan en tres países que son piezas fundamentales del orden europeo de los últimos 70 años. De todas ellas podemos extraer ideas positivas, aunque es difícil que compensen los aspectos más negros de estos coletazos de la historia, como son la pesada factura que se cobran en vidas humanas. Hoy ya no toca hablar del Brexit, aunque es obligado recordar a la diputada laborista tiroteada y apuñalada. Incluso el más pacífico y civilizado de estos hechos trascendentes de este verano ha dejado su huella de sangre y de dolor. Nada comparable con la hecatombe humana de Niza o con el balance de víctimas civiles y militares que todavía tardaremos en conocer con precisión del golpe contra Erdogan.

Turquía es socio en la OTAN, candidato a ingresar en la UE y país seguro para la devolución de refugiados según el acuerdo firmado con la UE. Es un aliado imprescindible para terminar con el Estado Islámico y también para alcanzar la paz entre todas las partes en Siria. Es todavía, a pesar de los esfuerzos de Erdogan en sentido contrario, una referencia para quienes quieren hacer compatible el islamismo político con la democracia representativa.

Nada bueno podía salir del golpe militar, que solo habría triunfado con un inmenso baño de sangre, de dimensiones mucho mayores del que ya ha sufrido Turquía con esta noche guerracivilista. Pero no es seguro que sea la democracia la que salga reforzada, sino más bien los instintos autocráticos de Erdogan, más endiosado ahora tras pasar por la prueba de la supervivencia a un golpe militar. Probablemente será un socio y aliado todavía más temible en sus exigencias.

A pesar de todo, siempre es un alivio que triunfen los manifestantes desarmados frente a los tanques y blindados, los teléfonos móviles frente a las televisiones ocupadas por militares, las instituciones y el Estado de derecho ?por frágil que sea?sobre los galones militares.

No son solo los acontecimientos trágicos los que aportan inestabilidad y alientan el miedo en este verano de subversión del orden europeo de 2016. El tedio de la noria española, con gobierno interino desde hace más de 200 días y dos elecciones generales seguidas sin capacidad resolutoria, es la otra cara del acelerón de la historia, remansada en la frívola irresponsabilidad de nuestras elites políticas, que se permiten mantener al país sin gobierno en el mismo momento en que Europa se rompe por todas las costuras. Si hubiera un mínimo sentido histórico entre nuestros políticos, si lo tuvieran Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, tendríamos gobierno en 24 horas.

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16 de julio de 2016
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El cine español y sus descontentos

Difícil es saber si algún día el menoscabo del cine español se acabará, y el final lo veremos nosotros. Yo he llegado a ver, por mera supervivencia, a la novela española -durante un largo tiempo execrada por los lectores patrios más refinados- perder el tufo sulfuroso que la envolvía, hasta alcanzar, en sintonía con las demás culturas europeas, el rango de lo aceptable y aun lo deseable: leída, discutida y valorada según sus méritos y no bajo la especie del anatema. El incongruente sambenito de que el cine español no vale un pimiento prevalece, sobre todo en los círculos ‘cool' (antes se dijo ‘chic'), que, sin embargo, no rechazan hoy la dramaturgia ni la narrativa del país. Dicha leyenda negra tiene un sustento histórico. El humor grueso, la mala costumbre del casticismo, el chafarrinón de la brocha, son lacras de la formación del espíritu nacional-estético especialmente visibles en la pantalla, pero esa descalificación global resulta igual de burda que acusar al cine francés por el gracejo facilón de unos payasos de tan mala pata como Fernandel o Bourvil, quienes, muertos hace más de cuarenta años, siguen inspirando una cierta tendencia de la comedia francesa populachera, precisamente la que menos llega a nuestras salas.
Llevé a un amigo joven a ver ‘Kiki, el amor se hace', sin ánimo de hacerle la catequesis. Paco León, cómico muy versátil y miembro de una familia de notable vis histriónica en la que destaca su hermana María, magnífica actriz, dirigió dos películas muy caseras, ‘Carmina o revienta' y ‘Carmina y amén', que la crítica (ah, la crítica española de cine en la prensa, otro gremio que genera un gran número de descontentos, mucho más difíciles de refutar) tildó de novedosas y rupturistas, adjetivos que también se le han aplicado a la última, para mi gusto (mi amigo se salió a la mitad) un producto salaz y descarado, y como tal simpático, estupendamente bien interpretado por un nutrido plantel de actores, filmado a ratos con picardía, pero de una aplastante chabacanería general. Una comedia sexual en la línea más soez de nuestra historia cinematográfica, la del destape.
También se ha puesto de moda el ‘thriller' provincial de resonancias sociales, hecho por directores de gran solvencia como Alberto Rodríguez (‘La isla mínima', situada en las marismas andaluzas) y, más recientemente, Daniel Calparsoro ('Cien años de perdón', sobre un trasfondo valenciano) y Kike Maíllo (‘Toro', reflejo en negro de la Costa del Sol). Personalmente, he lamentado que Maíllo, autor de una extraordinaria fábula de ciencia ficción robótica, ‘Eva', llena de ocurrencia e inteligencia, que los públicos de su día, 2011, no apreciaron, regrese ahora con una obra de igual brillantez formal y menos sustancia, del mismo modo que, puestos a comparar, lamento asimismo que el gran éxito de taquilla y el gran reconocimiento que los críticos le han dado al último Calparsoro no lo obtuviera la potente y muy superior ‘Invasor' (2012), castigada, me atrevo a decir, por su osadía política en un asunto espinoso como la guerra de Irak y los presuntos crímenes allí cometidos por el ejército español.
He seguido sin falta desde el principio la carrera de directora de Icíar Bollaín, una de las figuras más sugestivas del cine español, que también es, en las pocas ocasiones en que se prodiga, una excelente actriz. Naturalmente, tampoco a ella le han faltado los detractores, sobre todo en dos películas imperfectas pero en mi opinión fascinantes, ‘Mataharis' y ‘También la lluvia'. Decepcionado por ella en ‘Katmandú, un espejo en el cielo', que tenía todo el aire de un encargo de circunstancias, me sumo ahora a los descontentos de ‘El olivo', tan prometedora en apariencia. Bollaín fue desde sus comienzos guionista de sus films; dejó de serlo en ‘También la lluvia', escrita por Paul Laverty, que vuelve a firmar en solitario el guión de ‘El olivo', una idea suya aceptada por la cineasta, quien en una entrevista a ‘Caimán. Cuadernos de cine' (número cien, mayo, 2016) declara: "Las de Paul son historias que yo nunca escribiría, eso me encanta". El encantamiento de Icíar por las historias de su pareja Paul es disculpable; el amor tiene estas cosas. Mi escepticismo viene de la tremenda ingenuidad aleccionadora que ya afloraba en el libreto de ‘También la lluvia' y en ‘El olivo' se adueña de la trama, de los personajes, más bien esquemáticos, de los diálogos, a veces ñoños. Es por lo demás incomprensible que en una historia que se pretende tan auténtica la lengua sea maltratada, prescindiendo no sólo del catalán valenciano que los campesinos de la zona del Bajo Maestrazgo hablarían en la realidad sino de toda homogeneidad; el abuelo, cuando aún habla, habla con marcado acento local, que desaparece en los demás personajes centrales. Tampoco la mezcla de intérpretes naturales y actores profesionales está lograda.
Con todo, la sostenible fábula de pensamiento blando tiene detrás de la cámara a una artista. Sacar belleza y chispa a una peripecia tan débil como el robo y transporte por media Europa de una Estatua de la Libertad de jardín requiere talento, un talento que brilla de forma emocionante en la escena de la erradicación del olivo, con una máquina excavadora de afilados dientes que se convierte en la poderosa metáfora de una película de desvaída poética.

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15 de julio de 2016
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El Boomeran(g)
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