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Un año en los bosques

Sue Hubbell es bióloga de formación, hija de un botánico y nieta de una naturalista vocacional que supo transmitir a sus hijos y nietos su pasión por los seres vivos y los espacios abiertos. Con tales antecedentes, que haya terminado viviendo en los bosques y escribiendo libros sobre la naturaleza parece algo perfectamente lógico. Pero, debido a las quisicosas de la vida laboral y a las inevitables concesiones para conservar el equilibrio familiar (tenía un hijo pequeño al que criar y educar y encauzar en la vida), antes de que ocurriera lo que parecía inevitable a Sue Hubbell le tocó ejercer durante muchos años de librera y bibliotecaria.  

                Pero en 1973 decidió que había llegado el momento de darle un giro radical a su vida y de común acuerdo con su marido  compró una finca de 40 Ha situada en un remoto rincón de los boscosos y casi deshabitados Montes Ozarks, en Missouri. No obstante, si la excusa primera del matrimonio Hubbell para ir a caer en semejante lugar era el deseo de apartarse del mundanal ruido, una vez allí descubrieron que al cabo de treinta años juntos ya no tenían nada más que decirse y Paul, el marido, decidió volver al denostado ruido mientras que Sue, la esposa, optó por hacerse cargo de la finca, la casa y los dieciocho millones de abejas (sí, dieciocho) alojadas en las colmenas repartidas  por los bosques vecinos.

Pero quien piense que Un año en los bosques es el relato lastimero de una pobre mujer sin recursos y abandonada en medio de la nada se equivoca de medio a medio. Para empezar, una vez al año la supuesta indefensa mujer carga su furgoneta hasta los topes con la cosecha de miel y aprovecha los viajes en busca de clientes para, poner un ejemplo, llevar un recuento de las mejores pies que ofrecen los restaurantes de carretera, ello por no hablar de su visita a la  feria anual  de magos en Colon, Michigan, o su paso obligado por el National Bowlings Hall of Fame de Missoruri.

Incluso el título del libro es engañoso porque si bien el contenido  está estructurado como si fuera el recuento de lo ocurrido entre una primavera y la siguiente, lo que Sue Hubbell ofrece es la experiencia de toda una vida en contacto con una naturaleza entendida no como un escenario edulcorado y pastoril sino como un todo repleto de alianzas  y competencias y pequeños o grandes dramas que se convierten en relatos apasionantes porque la empatía de la autora por las criaturas vivas que la rodean es tan contagiosa como su entusiasmo: lo mismo da que se trate de los coyotes que le matan las gallinas, los murciélagos anidados bajo el tejado del almacén, las serpientes que se le cuelan en el dormitorio, las termitas que se le están comiendo los cimientos de la cabaña o los perros que ella hereda o recoge en situación desesperada.  Todo es material literario de primer orden para una fina y comprometida observadora que encima lleva largos años colaborando asiduamente en publicaciones tan prestigiosas como el New Yorker, el New York Times o el Washington Post. Y como si no tuviera suficiente con haberse hecho cargo de todos los bichos y plantas y mariposas y demás seres vivos que viven o que aciertan a pasar por los montes Ozarks, y puesto que los viajes comerciales y de visitas o las colaboraciones periodísticas no alcanzan a tenerla del todo ocupada, también colaboró hasta su cierre  con una publicación tan estrambótica como era el Weekly World News, un tabloide al que sus propios editores comparaban con la “Legion Extranjera del periodismo americano” porque parecía el último recurso para los escritores más frikis del país y sus historias alucinantes.

Ocasionalmente, y por lo general  cuando el lector menos lo espera, Sue Hubell se embarca como quien no quiere la cosa en peripecias tan inconmensurables como la de unos ácaros que tienen una curiosa propensión a desovar en el oído de una polilla. Puesto que son más de uno los que hacen responsable al pobre animal del futuro de la especie, y dado que si desovaran en los dos oídos dejarían sorda a la polilla y ésta quedaría a merced de los murciélagos, los primeros en llegar dejan unas marcas a la entrada del otro  oído para que los próximos ácaros en llegar sepan que habrán de buscar otra víctima. Lógicamente, y pese al creciente asombro que provocan tan extrañas estrategias,  el lector no deja de preguntarse mientras lee quién diablos dedica su tiempo de estancia en este mundo a estudiar a los ácaros y sus azarosas costumbres reproductivas. Pero Sue Hubbell tiene respuesta incluso para tan nimia cuestión, pues todo lo que ella sabe sobre las polillas y su involuntaria aportación a la supervivencia de los ácaros se lo debe al primo Asher, profesor de la Universidad de Missouri quien, bien se ve, no sólo dispone de tiempo para seguir la pista a esos minúsculos seres una vez consumado el apareamiento sino que se gana la vida con ello porque luego lo transmite a sus alumnos. Puestos a plantear cuestiones ociosas cabría preguntarle al primo Asher,  una vez que la prima Sue Hubbell les ha pisado la historia, qué utilidad les reportan a los  alumnos los hallazgos que él les dicta en clase. Pero ya digo que es una cuestión ociosa.

 

 

 

 

Un año en los bosques

Sue Hubbell

Traducción de Miguel Ros González

Errata Nature

 

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28 de septiembre de 2016
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Por delante y por detrás del trineo de la Historia

Al final de la magnífica novela de Per Olov Enquist La partida de los músicos, recientemente publicada por Nórdica Libros, podemos leer un fragmento que resume la novela y que representa uno de esos momentos de síntesis reflexiva que han de jalonar toda narración, según creía Édith Wharton. Momentos esclarecedores que proyectan una luz especial sobre todo el texto, dándole sentido y dirección. El fragmento que digo, describe una conversación entre una madre y un hijo en medio de la noche, y dice así:

Ella iba hablando en voz alta todo el tiempo, como si hubiese perdido la razón. Pero no la había perdido. Las lucecitas de Skelleftea perforaban la oscuridad; poco antes del alba era cuando más oscuro estaba, el caballo seguía caminando... Ella hablaba y hablaba, aunque Nicanor tenía cerrados los ojos y hacía como que dormía.

Porque, le susurraba en su cara de ojos cerrados, hay diferencia entre las personas que van en la parte delantera del trineo y esos pobres que solo pueden ir en la parte trasera. Porque los que van en la parte delantera tienen la posibilidad de conducir y ver lo que pasa alrededor. Pero los que tienen que ir detrás, a ésos no les queda más que seguir.

Por eso hay diferencia. Pero de los que van detrás en el trineo surgen gritos impacientes para poder pasar adelante y coger las riendas, y un día habrá apreturas en la parte delantera del trineo y habrá inquietud y una gran angustia.

Eso es lo que ocurre con los que van en el trineo.

Y se podría añadir al fragmento de La partida de los músicos: eso es lo que ocurre siempre en el trineo. Antes y ahora, si bien las apreturas en la parte delantera se dan sobre todo en épocas difíciles, cuando se agudiza la crisis de representación, y los que van delante se muerden unos a otros, y más que hablar, ladran y aúllan. El trineo se queda sin dirección, si es que alguna vez la tuvo, y hasta puede llegar a detenerse en medio de la noche mientras sus ocupantes rugen, porque las palabras se pudren cuando entramos en el reino del malentendido. Pero no son ellos, los que van el el trineo, los que más sufren. Los que más sufren van detrás, sin calzado y sin trineo. A veces se enfurecen y apedrean a los del trineo. Ocurre muy pocas veces, cuando la desesperación llega muy lejos y los del trineo intentan sacarse los ojos como cuervos malcriados o como perros locos

 

Olvidaba mentar a los que se atreven a correr, a veces descalzos, por delante del trineo. Son muy pocos en la Historia. Aparecen uno o dos por siglo.

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28 de septiembre de 2016
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Sigue vivo

Ha habido pocos como él, pero los hubo. Quizás aún los haya, aunque el mundo es ya demasiado pequeño. Alexander von Humboldt fue una de las más colosales personalidades de la cultura europea. Atravesó España en una carreta cargada de instrumentos de medición y le regaló a Carlos IV un mapa con el perfil topográfico de la meseta. Así supimos que Madrid se asentaba a más de seiscientos metros de altura. Cuando pasó por Canarias quiso subir el Teide, pero nadie había tenido semejante capricho. No encontró un solo guía. En América escaló el Chimborazo con zapatos de salón que reventaron pronto. Los porteadores huyeron al llegar a la línea de nieve. En la cota de los 5.017 metros seguía tomando medidas y anotando como podía con los dedos congelados. Esto era en 1802, pero en 1829 atravesó la Siberia: tenía más de 60 años y aún viviría otros 30. Su aportación al conocimiento físico, botánico, biológico y zoológico del mundo es gigantesca. Sin embargo, hoy es poco leído a pesar de que fue quien inventó la noción misma de "naturaleza" en su sentido moderno.

Acaba de aparecer un buen trabajo de Andrea Wulf sobre este portento que se titula así: La invención de la naturaleza. Es un relato de los viajes más notables del explorador, pero también un examen del origen de la visión holística de la biosfera. Se puede completar con el fascinante Vistas de América, traducido ahora en España. Cuando en la actualidad se alzan voces indignadas por la tala brutal de la selva amazónica y la amenaza que representa, se olvida que ya lo denunció Humboldt en 1800 al ver el arrasamiento del lago Valencia, en Venezuela. Humboldt inventó el mundo, nuestro mundo. Y fue el primero en anunciar su muerte.

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27 de septiembre de 2016
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Historias de Formentor y 4

 

La Salamanquesa Común (Tarentola mauritanica) es un reptil de la familia Gekkonidae, de pequeño tamaño, que habita en la Península Ibérica exceptuando el tercio norte. De presencia habitual, en las noches calurosas, en  las fachadas de las casas de campo, al acecho de los insectos que se acercan a las lámparas, fue uno de mis acompañantes favoritos, durante mi infancia y mi adolescencia, en los veraneos en la costa meditarránea. Luego, al trasladar mi residencia a los Pirineos, dejé de disfrutar de su presencia, hasta que en los últimos años, sin duda por el calentamiento global, se le ve en algunas “islas de calor”. Su llegada al norte de España, a bordo de cajas de frutas y verduras procedentes de Andalucía y Levante, debe de ser un episodio antiguo y hasta cierto punto frecuente pero, no ha sido hasta ahora, al subir las temperaturas, cuando ha podido sobrevivir y, quizá, reproducirse. En Baleares, donde la especie no es autóctona, debió de llegar, en tiempos históricos, en los barcos que cubrían las rutas con la península. Llamado dragón o endragón en el ámbito familiar de mi niñez, compruebo que en Mallorca es llamado dragó; habrá que ver, cuando las poblaciones de salamanquesa prosperen en el Pirineo y los humanos necesiten nombrarla, qué apelativo le aplican.     

 

El Hotel Formentor dispone de un huésped muy especial, un ejemplar macho de salamanquesa refugiado durante el día tras un cuadro de una sala próxima a los jardines y que, al atardecer, sale a la busca y captura de polillas y demás invertebrados. Nuestra amistad surgió el año pasado, durante las Conversaciones, cuando él era un individuo minúsculo, recién nacido, pero que ya emitía agudos chillidos (propiedad insólita entre los saurios), lo que me permitió localizarle, imitarle y ofrecerle una mosca moribunda de las que siempre llevo provisión en los bolsillos de la americana. Aurelio Major es un buen amigo y buen poeta del que hasta el momento desconocía cuál era el contenido de los bolsillos de su americana. Aurelio debió de verme cuando yo dialogaba con el dragón y le suministraba alimento y, quizá porque él iba a lo mismo y yo me interpuse, no quiso, en un rasgo de discreción, sorprendernos. Una hora después, se acercó con semblante serio, de alta complicidad, extrajo algo de un bolsillo, lo dejó en uno mío, musitando que, por favor, no lo sacara hasta que él ya volara hacia Lérida. Así lo hice. Era un geco de plástico, una excelente reproducción a tamaño natural de un Geco Enlutado (Lepidodactylus lugubris), fabricada en Méjico, país donde Aurelio Major fundó la Hermandad para la Comprensión y el Uso del Lenguaje de los Gecónidos; ese gesto, la entrega secreta de la figura suponía que yo era aceptado en la Orden, me convertía en miembro, en Hermano, menor por ahora.

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27 de septiembre de 2016
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Han Kang y la historia de una mujer que quería convertirse en planta

Hace cuatro años, el sello independiente argentino Bajo la luna publicó la novela La vegetariana, de la surcoreana Han Kang (1970). Al libro no le fue nada mal: llegó a la segunda edición y tuvo reseñas muy entusiastas. Eso, sin embargo, no preparaba a la pequeña editorial para el gran golpe de este año: el Man Booker International, a la mejor novela traducida al inglés. Había finalistas de peso -novelas de Orhan Pamuk y Elena Ferrante--, pero esta novela corta se merece todos los elogios.

La vegetariana comienza con fuerza: al despertar una mañana después de un sueño sangriento y brutal, Yeong-hye decide convertirse en vegetariana. Su matrimonio apocado y la reacción extrañada de su familia -que quiere forzarla a comer carne, en una escena magnífica--, hacen pensar en la novela como una sátira a las costumbres de una sociedad incapaz de desprenderse de la carne. Poco a poco, sin embargo, Han Kang irá ampliando su objetivo y la sátira dará paso a una profunda disquisición sobre lo extraño que puede ser seguir una pulsión interior, sobre todo si lo que esta pide va a contrapelo del mandato social. Yeong-hye, así, se convierte en un personaje memorable, una descendiente directa del Bartleby de Melville y del "artista del hambre" de Kafka: alguien que prefiere no hacerlo, aun a costa de sí mismo.

La novela está dividida en tres partes, tres asedios a Yeong-hye: desde el esposo, que descubre de pronto cuán profundamente desconocida puede ser la mujer con la que convive, hasta la hermana, cuya frágil subjetividad es cuestionada por la postura radical de Yeong-hye, pasando por el cuñado, cuyo deseo lo lleva a obsesionarse por ella y querer filmarla en escenas eróticas que no lo abandonan. Cada sección es un intento de acercarse al personaje, pero lo que Han Kang devela más bien, con un lirismo violento y un realismo en diálogo constante con una imaginería surreal, es el fascinado alejamiento de Yeong-hye. Mientras más se sabe de ella, menos se sabe de ella. En una sociedad patriarcal, al sujeto femenino se le ordena regular su conducta y se lo convierte en blanco de las pulsiones libidinales; quizás la única forma de ganar agencia es afirmarse en la negatividad.

Camus decía que desconfiaba de los relatos de sueños dentro de una novela; La vegetariana demuestra más bien que estos pueden ser útiles como piezas centrales de la estructura narrativa: "¿Pararán los sueños ahora?", se pregunta Yeong-hye; "pensé que todo era porque comía carne... Creí que solo era cuestión de dejar de comer carne para que los rostros no volvieran. Pero no funcionó... Ahora lo sé: ese rostro está dentro de mi estómago. Despierta desde el interior de mi estómago". "Es solo un sueño", lo dice ella, que también sueña con convertirse en una planta, y también lo dice su hermana, para quitarle poder a ese malestar psíquico; "seguro que el sueño no lo es todo, ¿no? En algún momento tenemos que despertar... Porque..."

La vegetariana es una novela de prosa elegante y sutil sobre una mujer que no quiere despertar: Yeong-hye sueña con una metamorfosis que la lleve del mundo animal al de las plantas; al narrar su historia, Han Kang ha escrito una gran novela sobre cuán radical puede ser, simplemente, hacerse caso a uno mismo y no al mundo.

     

(La Tercera, 25 de septiembre 2016)

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26 de septiembre de 2016
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Cosas de hombres

Hombres que se despiertan de un salto, como si boxearan contra los restos del sueño, y se recortan la barba de la misma manera que repasaban un dibujo a tinta, con regla y cartabón. Hombres que se rocían con perfume, también el cabello, mientras escuchan el primer debate de la radio y lustran sus zapatos igual que hacen con el capó del coche, con mucho amor. Hombres despeinados que se cruzan por la calle con una chica, y antes de que el semáforo se ponga verde piensan que esa podría ser la mujer de su vida si tuvieran otra vida. Hombres que colocan el equipaje en el maletero y dicen chasqueando la lengua: “Todo esto no va a caber”, aunque siempre acaba entrando. Hombres que abren puertas, ceden el paso, pagan la cena; y hombres acelerados que te barren con sus mochilas gigantes colgadas en bandolera y ni piden perdón ni pagan ninguna cuenta.
Hombres que levantan el cochecito del bebé, que transportan sillas o ficus, que suben la bombona de butano, y al terminar se limpian las palmas de las manos en el pantalón resoplando tan ufanos. Hombres que corren con los ojos entreabiertos, felices y exhaustos, o que juegan al pádel o al fútbol afterwork con los amigos, desprovistos de la carga psicológica que habita en las cuitas entre mujeres. Hombres que levantan pesas en el gimnasio y se miran de refilón en el espejo, sacando la punta de la lengua.
Hombres con traje de ejecutivo que compran su cena solitaria al salir del trabajo y colocan los productos en el carro igual que si fuera un puzle. Hombres que se suben los calcetines cuando están sentados en una sala de espera, o se arreglan el nudo de la corbata mirando a un punto fijo. Hombres que estrechan la mano con fuerza, apretando falanges y anillos, tan efusivos que no advierten la mueca de dolor ajeno. Hombres que contestan e-mails con monosílabos, o que reniegan a media voz para darse impulso, tan rápidos que parecen el conejo de Alicia agitando el reloj. Hombres que llevan a sus hijos al colegio, al parque, de viaje, y chocan esos cinco, llaman a los pequeños “campeón”, “colega” o “preciosa”, y siempre tienen las palabras mágicas para calmar los berrinches. Hombres que se van quedando calvos y lo llevan con deportividad, aunque se sientan dramáticamente desnudos hasta que la costumbre se instala en su cráneo.
Hombres tópicos que no friegan, que dejan la ropa sucia y las toallas húmedas en el suelo, que no saben hacer una maleta, que juegan a ser niños grandes y desamparados. Perdedores que escriben versos en silencio o machos alfa que pasan las páginas del periódico con una rabia ruidosa. Hombres de rutinas que se acuestan media hora después de su pareja para dejar la casa recogida, y que al hacer el amor gritan el nombre de Dios. Hombres que no se sienten mejor ni peor que nadie, y que, a pesar de padecer la presión de las expectativas, bien se cuidarán de no decirles a sus hijos: “Pórtate como un hombre”.
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26 de septiembre de 2016
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Historias de Formentor 3

 

La participación en las Conversaciones de Formentor supone, para mí, además de una proyección en el ámbito selecto de la cultura, la posibilidad del trato con autores y teóricos literarios famosos que hasta el momento no forman parte de mi círculo estricto de amistades. Sin embargo, este año 2016, ha ocurrido que dos de las personalidades que deseaba conocer, dos inteligentes y hermosas mujeres... ya las conocía. Me explico; cuando vi sus nombres en el Programa, comprobé que sus rostros (sólo se veían los rostros) me resultaban familiares o, al menos, conocidos. Luego, cuando fui presentado a ellas, sentí un gran impacto emocional, casi una desazón, porque su aspecto y su forma de comportarse correspondían a otras personas, a otras personas que sí conocía bien y que cabría considerar formantes de dicho círculo estricto de amistades. De hecho eran dos personas con las que mantenía una estrecha relación desde hacía años pero a las que, por razones que se me escapan, alguien o algo habían cambiado los nombres. La primera era en realidad, olvidémonos del empleo con que aparecía en el Programa, el poeta y profesor de Literatura de la universidad de Valencia José Luis Falcó Gens. La segunda era la hija de un jugador de póquer profesional ya fallecido, el Maestrillo, del que ha perdurado una anécdota cuya síntesis es la visita a un almacenista del ramo sanitario, apodado Gordito Relleno, para saldar la deuda contraída en la mesa de juego; el Maestrillo y la hija del Maestrillo cobraron en especie cargando, en el Seat 600 de esta última, una taza de wáter Roca modelo Góndola.

 

 

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25 de septiembre de 2016
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Antes de que cierren las urnas

Un par o tres de cosas quiero dejar escritas antes de que cierren las urnas en Galicia y el País Vasco. Ante todo, que son unas elecciones extrañas si las medimos por el rasero europeo, un punto de vista que se preocupa ante todo del comportamiento de los partidos populistas, de derechas fundamentalmente (Alemania, Francia, Austria, Países Bajos?), pero también de izquierdas (Grecia). La factura de la crisis, que produjo gobiernos tecnocráticos y luego de alternancia o incluso alternativos en Italia, Portugal y Grecia, en España solo se traduce en desgaste, enorme ciertamente, de los partidos tradicionales, pero sin expulsarlos del poder.

Convergència sigue reteniendo la presidencia de la Generalitat a pesar de las ganas con que aplicó la tijera social hasta 2012, en vanguardia de la derecha española, y luego del laberinto con su hoja de ruta hacia la independencia en el que se metió; Rajoy ha sufrido un desgaste colosal por la corrupción y los recortes, pero sigue siendo el jefe de la formación más votada y es el que tiene más posibilidades de repetir como presidente, gracias a la gran coalición antisánchez que ha sabido promover; el nacionalismo vasco sigue siendo hegemónico en Euskadi y es el que ofrece el resultado fijo en la quiniela de hoy; y el PP de Feijóo también tiene todas las bazas para seguir gobernando en Galicia, aunque llegue a las urnas con un margen de incertidumbre.

Si nadie en Europa observa con especial preocupación las elecciones de hoy, tampoco la hay por la parálisis política que se instalado primero en Cataluña y desde hace ya nueve meses en el Gobierno de España. A juzgar por el buen funcionamiento de la economía y por el incremento de las inversiones, ni la improbable secesión catalana ni la parálisis gubernamental española quitan el sueño en las cancillerías e instituciones europeas, más preocupadas por el Brexit, el terrorismo yihadista, la crisis de los refugiados, la rebelión iliberal y antieuropea del grupo de Visegrado o la faz cada vez más amenazante de un Putin crecido gracias a su protagonismo en Oriente Próximo. Cada uno lee las cifras económicas a su aire: para los indepes son la confirmación de que la república catalana no da miedo, pero para sus adversarios son exactamente la demostración de que nadie cree en la viabilidad de esas hojas de ruta y sus amenazas de proclamaciones unilaterales.

Por más noventayochistas que intentemos ponernos, España no es el problema, aunque Europa tampoco sea la solución. Visto desde el ancho mundo, no hay problema español, como apenas hay problema catalán. Al contrario: ahora vale la frase maldita de Aznar: España va bien, Cataluña va bien e incluso Barcelona va bien (y también Madrid, naturalmente). Estamos ya italianizados: la economía y la realidad van por un lado y la política y los discursos van por otro. Si los españoles no son capaces de formar un gobierno, allá ellos, mientras sigan creciendo y pagando puntualmente lo que adeudan.

Si acaso, la pérdida que estamos sufriendo, que la hay con toda seguridad, no es de las que llama la atención desde fuera de nuestras fronteras hispánicas. No alarma lo que no produce alarma a los intereses europeos e internacionales; algo que no quiere decir que no nos sucedan cosas alarmantes. España y Cataluña van bien, pero España y Cataluña cada vez cuentan menos, cosa que no tan solo no les importa a nuestros socios y amigos de fuera sino que incluso les viene bien en un momento en el que todos sufren, los países grandes y los chicos, como resultado de la redistribución de poder que se está produciendo en el planeta en detrimento del mundo occidental y europeo principalmente.

Nuestras crisis no nos están pasando facturas de momento en forma de ascenso y llegada al gobierno de los populismos, pero sí está destruyendo un patrimonio de prestigio y de influencia internacionales prácticamente en todos los niveles de las administraciones, aunque con la notable y elocuente excepción de las dos mayores ciudades españolas, Madrid y Barcelona, que siguen conservando e incluso han renovado su atractivo y su capacidad de influencia en un momento de crisis de las naciones y los Estados europeos. Convendría analizar bien este fenómeno, para ver cuánto tiene de universal y objetivo en un mundo cada vez más articulado por las redes de las grandes ciudades, y cuanto debe a las formaciones políticas que gobiernan las dos principales urbes hispánicas desde hace apenas dos años, en la única alternancia seria que se ha producido como efecto de la crisis.

La irrelevancia tiene la ventaja de que no adquiere tintes dramáticos en el presente, aunque pueda ser decisiva en el futuro, cuando las cosas no vayan tan bien y no tengamos ya palancas útiles para actuar y buscar las alianzas que nos convengan. La atención europea y mundial se centró en España en el verano de 2012 cuando la economía española se hallaba al borde del colapso y a un paso de la intervención. Ahora los sensores de alarmas no están situados ni en Galicia ni en Euskadi, y tampoco en Madrid y Barcelona. Afortunadamente.

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25 de septiembre de 2016
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Cenando con Penélope

El otoño amanece en Madrid con un haz de luz anaranjada que se desparrama entre el forzado skyline de sus cuatro nuevas torres. El perfil diurno de la luna parece una calcomanía celestial. La promotora Distrito Castellana Norte aguarda el permiso de Carmena para seguir levantando rascacielos de cristal: “el más alto de la UE” prometen para el barrio de La Paz. Pero al ayuntamiento no le agradan las hipérboles ni los privilegios. Así ocurrió en la Vogue Fashion Night Out –que abre la temporada en la capital, comandada por su superdirectora, Yolanda Sacristán–, donde los podemitas no permitieron fijar una zona vip en esta España nuestra, el país de las catenarias. Pongan una cadenita en la acera, o en una puerta, en un local, acoten un territorio aunque no se dé nada, y comprobarán que es miel para moscas.
Esta es sin duda la mejor estación en la capital, la de los parafraseados cielos de Velázquez. Se agolpan los actos entre semana, y todos empiezan entre las 19.30 y 20.30. Otro asunto es cuando terminan. Por ello cada vez son más quienes reclaman un protocolo a la americana: saber no solo cuándo empezará sino cuándo terminará el festejo. Ni fiestas ni eventos –ese término tan forzado como el de skyline madrileño–, lo que se lleva ahora son las cenas de pequeño formato. Bien lo sabe Lancôme, una de las marcas de lujo más poderosas del mundo, que esta semana presentó en petit comité La Nuit Trésor Caresse. Un perfume de amor absoluto y el primer afrodisíaco gourmet elaborado con materias inusuales: corazón de rosa negra con un toque de esencia de vainilla. Ahí estaba la troupe Almodóvar: Rossy, Loles y Bibiana, pero también Alaska y Vaquerizo, Boris Izaguirre –que demostró que la nueva etiqueta es el blanco– e Hibba Abouck, que ha estrenado vida parisina. No más de cincuenta personas en el hotel Urban, tan bien promocionado por su dircom Pepe García –el único hombre que conozco a quien las faldas no le quedan ridículas–. Y con una estrella invitada, la imagen del perfume desde el 2010: Penélope Cruz.
Penélope tiene su propio storytelling con Trésor. Cuando, con trece años, empezaba a buscar agente –mientras se pagaba los estudios de interpretación con trabajillos como modelo– quedó fascinada por la campaña de Isabella Rossellini, fotografiada por Lindbergh, y les pidió a sus padres que le regalaran aquel perfume dulce para Navidad. “Cuando me llamaron para ser embajadora de la marca me pareció un cuento de hadas”, confesó la otra noche. Bien sabido es que Penélope, incuestionable estrella internacional, se crió en Alcobendas, entre bloques de ladrillo y costumbres sencillas. Su madre, Encarna Sánchez, aprovisionó a sus hijos de un sentido de la realidad descomunal. Las Cruz son terrenales, todo lo contrario que las famosas descastadas y volubles. Encarna se sentó a la mesa con sus dos hijas, Mónica, de rosa, y Pe, de azul noche, y me contó que hubo épocas en que, para salir adelante, trabajaba veinticuatro horas. Sus dos hijas heredaron su belleza un tanto dramática y luminosa, a caballo entre las mujeres de Julio Romero de Torres y Anna Magnani o Alida Valli.
Penélope llegó a la agencia de Katrina Bayonas cuando estudiaba BUP; le dijo que quería ser actriz y que para ello necesitaba a un agente. Llevaba aprendida una escena de Casablanca, demasiado intensa para una niña. Se dio cuenta enseguida de que era un animal interpretativo, “pero entonces no sabía lo que sé ahora, y fui tan gilipollas que le pedí hasta tres pruebas más”. Hasta que, en la tercera, se desarmó. “Sí, ella me ha sido extremadamente fiel, y mira que le he dado varias oportunidades para mandarme a la mierda”, ríe Katrina. Pero Pe es mujer de lealtades, de hacer piña con los suyos, de exaltar los placeres sencillos, el jaleo de los niños, los perros, correr tras un balón. Su pareja, Javier Bardem, presentaba en San Sebastián el documental póstumo de Bigas Luna, Bigas X Bigas. “A Bigas Luna le debo todo, una carrera y una mujer” dejó dicho. Con Pe, en la noche fragante de Trésor, recordamos al gran Bigas y nos llevamos la mano al corazón.
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24 de septiembre de 2016
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Un torneo literario

Barcelona crece. No es seguro que Cataluña la acompañe. Puede que tengan razón las casandras del nacionalismo, con Jordi Pujol a la cabeza, cuando señalan que la nación catalana se halla en un momento crucial de su historia, en el que se enfrenta al dilema trágico, a vida o muerte, entre conformarse a una decadencia sin fin o realizar un salto insólito e inesperado como sería la independencia.

Hay muchos datos que desmienten el fin de la nación catalana, anunciado por el independentismo para el caso altamente probable de que no consiga sus objetivos. No es cuestión de repetir los tópicos ya conocidos sobre el estado de la lengua, la demografía, la economía, las infraestructuras o el atractivo internacional de su principal baza y mayor riqueza, que es la metrópolis barcelonesa.

Esto no le importa a quien se ha convencido, y ha convencido a muchos otros, de exactamente lo contrario. Steven Pinker tiene tres explicaciones para el pesimismo contemporáneo que sirven perfectamente para el caso de los independentistas. En primer lugar, la fuerza de la información negativa, que lleva a retener las cosas malas que nos han sucedido y olvidarnos de las buenas: las primeras son fruto de injusticias inmerecidas y las segundas son realidades descontadas a las que tenemos derecho. En segundo lugar, la cultura de la crítica moralizadora, en la que rivalizamos con nuestros conciudadanos en una subasta en cuanto a compromiso y agudeza negativa. Y en tercer lugar, la nostalgia de una edad dorada que nunca existió pero que nos permite soñar en un mundo, o un país, mucho mejor que el que conocemos.

Así es como la realidad va por un lado y la imaginación independentista va por otro, en un divorcio muy similar al que se está produciendo entre economía (en plena recuperación) y política (totalmente paralizada). Nadie diría que la ciudad más brillante y emergente al menos del área europea y mediterránea que es ahora mismo Barcelona sea la capital de una nación oprimida, fiscalmente expoliada, desatendida en sus necesidades de transportes y comunicaciones, colonizada por una oligarquía ajena de un Estado extranjero, en la que la justicia manipulada por su Gobierno se dedica a perseguir con saña a los dirigentes democráticos que osaron nada menos que poner las urnas para que los pobres catalanes se expresaran libremente.

Muchas son las energías y presupuestos invertidos en promover tal idea, con el resultado ya conocido en cuanto a la hegemonía del relato independentista sobre la historia de esta pequeña nación en marcha hacia su liberación. Pero todo tiene un límite, aunque sea más por saturación que por la actuación de fuerzas de signo contrario. Y el límite parece que ya se ha alcanzado, a juzgar por el indicio suficientemente sólido que proporcionó el jueves la confrontación entre dos discursos, relatos o escenificaciones, tanto da el nombre, sobre la ciudad y la nación, Barcelona y Cataluña, con motivo del pregón de las fiestas de la Mercè.

De un lado, la joya literaria que fue el pregón con el que Javier Pérez Andújar abrió las fiestas de la Mercè. Del otro, "la fiesta carlista", con "aire de pendón antiguo, trabuco e incluso misa" --palabras de David Cirici, en el diario independentista 'Ara'--, ripios en castellano y un discurso en catalán del "populismo más primario" a cargo del comediante Toni Albà, disfrazado como un Juan Carlos que se ha disfrazado de Felipe V. En la plaza de Sant Jaume, la ciudad grande, moderna, mestiza, inclusiva. En el Pla de Palau, la nación pequeña, antigua, homogenea, excluyente.

Los convocantes, mayormente del partido sin nombre, antes Convergencia y huérfanos de la Gran Casandra del catalanismo, se acogieron a la ofensa preventiva para pelear por el territorio hegemónico frente a la irrupción de Barcelona en Comú y Podemos. Cualquier otro pregonero que no perteneciera a su congregación hubiera sido sometido al mismo escrutinio escrupuloso para castigarle con el boicot por los pecados de falta de respeto e insultos a los pobres catalanes que quieren independizarse.

Craso error. Mejor no plantear batallas que se pueden perder. En la Cataluña de Toni Albà no cabe el escritor Pérez Andújar, pero en la de Pérez Andújar cabe e incluso es imprescindible la Cataluña malhumorada de Toni Albà. Este es el resultado que da el marcador al final de la contienda. Todos a favor de la libertad de expresión, claro, aunque unos más que otros, por supuesto. Los más listos, como Esquerra o el ex alcalde Trias, se han apartado de este torneo literario. Y los otros debieran escuchar los buenos consejos que llegan desde sus propias filas: "Si convertimos el independentismo en una cosa antipática e intolerante para los que todavía dudan, nos haremos daño".

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24 de septiembre de 2016
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El Boomeran(g)
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