En el número especial de ?Babelia? me pidieron que dijese algo sobre la novela Los detectives...

En el número especial de ?Babelia? me pidieron que dijese algo sobre la novela Los detectives...
Tras meses de pena y culpa
lacerado por el grito
del volcán y
siendo gatos audaces
las últimas noticias,
vinimos a una
playa
torneada
como una baranda de cobre
diseñando la hilera
del jugo del mar.
Fue el primer signo
de una época
atildada o estética
con besos de púrpura
tierras entibiadas, ciertas
que abrían
sus pliegues
a un entendimiento
ignorante.
Una alegría sin brújula
ni destino fijo,
un bienestar
que hizo saber
el plomo incrustado
en la totalidad del cuerpo,
las ideas criminales
los temores venenosos
y suicidas
que decidieron
tanto tiempo
la historia del dolor.
Todo estaba preparado, hoy hace 60 años, para aplastar la revolución. Diez divisiones, con 5.000 carros y 150.000 hombres, más un nutrido apoyo aéreo, se había desplegado por toda Hungría, había bloqueado las fronteras con Occidente y organizado una tenaza sobre Budapest, que iba a cerrarse en la madrugada del 4 de noviembre.
El embajador de Moscú en Hungría era Yuri Andropov, el hombre que en 1982 se convertiría en el máximo dirigente de una Unión Soviética gerontocrática que ya se hallaba sin saberlo en fase de inmediato desmoronamiento. Andropov fue el elemento decisivo de aquella operación militar que terminó con una Revolución protagonizada por los jóvenes húngaros, estudiantes y obreros, en su gran mayoría de ideología izquierdista y comunista, pero dispuestos a morir por la libertad y la independencia de su país.
El primer intento de ahogar la revuelta, el 25 de octubre, se hizo con una fuerza de unos 20.000 soldados y apenas un millar de carros, preparados para los combates urbanos contra un ejército enemigo, como el alemán, al estilo de lo que había sucedido en la Guerra Mundial. Pero no para enfrentarse a una improvisada guerrilla urbana, con barricadas y cócteles molotov, que obligó al segundo ejército del mundo a replegarse y prometer conversaciones con el nuevo Gobierno pluralista y democrático, encabezado por el comunista reformista Imre Nagy.
Nadie estaba preparado para aquella Revolución. No lo estaba Washington, concentrado en la campaña electoral para la reelección de Eisenhower, que se conformó con mantener el reparto del mundo urdido en Yalta y sólo se permitió alentar a los revolucionarios e incluso criticar por su moderación al Gobierno de Nagy desde su emisora dirigida a los países comunistas. Tampoco Naciones Unidas, que se ocupó tarde y mal de las dos intervenciones soviéticas, pues estaba atareada con la invasión de Suez por Francia, Reino Unido e Israel, que se produjo en idénticos días.
Europa todavía no existía, y la mayor prueba era que París y Londres se habían metido en esta última y absurda aventura imperial e iban a recibir la regañina y el castigo correspondiente de Washington. La propia Unión Soviética tampoco podía imaginar que alguien cuestionara su orden y autoridad imperial sobre sus países vasallos. El único preparado, muy bien preparado, para enfrentar situaciones tan difíciles era el embajador Andropov, que consiguió adormecer y engañar al nuevo y legítimo Gobierno, tender una trampa y detener a la cúpula militar húngara y preparar la invasión con modos de fariseo y de tahúr. Recibió su premio al poco en forma de rápida escalada en el partido hasta alcanzar la jefatura del KGB en 1967, cargo que ocupó hasta 1982, cuando se convirtió en sucesor de Bréznev y antepenúltimo líder de la URSS.
El aplastamiento de la Revolución de 1956 llevó al exilio a casi 200.000 personas. Fueron a parar a las cárceles unas 22.000, de las que 330 fueron ejecutadas, entre ellas el primer ministro Imre Nagy. La dirigente comunista italiana, Rossana Rosanda, ha descrito en una frase escueta el espíritu que reinaba en las filas comunistas: "Los camaradas se sentían engañados, tratados como gatitos ciegos".
La fe en el comunismo se quebró de forma irreparable. Los 33 años que faltaban para la caída del muro de Berlín iban a ser una larga e inexorable pendiente y una permanente sangría de militantes. Pero aquél fue el año decisivo, en que se desarrolló la primera revolución antitotalitaria en un país comunista, y se conocieron los crímenes de Stalin gracias al informe secreto de Nikolái Jruschov ante el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS.
Todo ha cambiado en el 60º aniversario, mal les pese a la extrema derecha y a los populistas húngaros, que buscan estos días imposibles paralelismos. Aunque queda un hilo de inquietante continuidad. El actual señor del Kremlin, Vladímir Putin, también ha sido miembro del KGB, en el que ingresó a las órdenes de Andrópov. Ha sido el jefe máximo de los servicios secretos de Moscú, aunque en este caso con las nuevas siglas del FSB, el servicio federal de seguridad que sucedió al soviético Comité de Seguridad del Estado. Y se aupó en el poder gracias a la guerra de Chechenia, la acción militar que más se parece y que incluso supera a la terrible represión sobre Hungría en 1956.
Como sus antecesores en el Kremlin, que llamaban a capítulo a los Gobiernos de los países satélite para impartir sus órdenes, ahora Putin exhibe el poder que le dan los grifos del gas y del petróleo que Europa necesita para vivir. Sería muy lamentable que gracias a la desunión y a la ceguera de los europeos, los sucesores de Andrópov recuperaran ahora parte de lo que empezaron a perder hace 60 años.
* Este artículo apareció tal cual en las páginas de Internacional de EL PAÍS hace diez años, el 2 de noviembre de 2006, y solo se ha cambiado la cifra del 50 aniversario por el de 60. Se han mantenido intactas las consideraciones sobre el gas y el petróleo rusos, a pesar de que ahora Moscú cuenta con otras palancas más potentes para condicionar al conjunto de Europa.
El relato de lo que pasa debajo de los recónditos montes siberianos de Kolima es una magnífica novela de aventuras que va mucho más allá del clásico thriller ambientado en los últimos coletazos de la Guerra Fría (y póngase todo el énfasis del mundo en lo de fría porque gran parte de la acción transcurre a cincuenta grados bajo cero).
Es su última novela y a Lionel Davidson le costó dieciséis años reunir la extraordinaria documentación que necesitó para escribirla. El resultado es la prodigiosa reproducción de unos hechos que nunca existieron pero relatados con tanta precisión y detalle que parece como si Davidson los hubiese presenciado en persona.
La máxima concesión que se le exige al lector es dar por buena la existencia de una secreta base científica soviética situada bajo las montañas de Kolima y en la que se está desarrollando un programa para la creación de unos simios inteligentes y encima capaces de trabajar a temperaturas inhumanas. El propio Davidson parece tan consciente de la inverosimilitud de dicho experimento que necesita una desproporcionada cantidad de páginas para narrarlo. Unas páginas y un trabajo que se podría haber ahorrado de haber utilizado el truco del Mcguffin ideado por Hitchcock. Y que más o menos funciona así:”Al lector le basta con ser informado de que es importantísimo el contenido de ese maletín por cuya posesión todos se matan”. Por fortuna, contra el vicio de explayarse en exceso existe la virtud de saltarse los excursos más pesados y el lector queda avisado: cuando llegue al episodio de los simios puede saltárselo sin más porque sólo se perderá la prolija relación de un experimento inventado.
Y con ese recurso tan sencillo podrá volver cuanto antes a la acción, que es apasionante y de mucho aprender. Quien tenga la idea de que Siberia es un gigantesco desierto despoblado y sin vida se llevará una sorpresa: allí están las minas de oro más ricas del mundo y hay más petróleo y gas que en Arabia, aparte de otras muchas clases de minerales, bosques y animales de preciosas pieles que les protegen del frío. Para aprovechar esos recursos aquél helado territorio se ha llenado de minas, industrias, aeropuertos, almacenes, empresas de transportes y ciudades que dan cobijo a unos cuantos millones de habitantes. Mientras idea trampas e inventa peligros Davidson lleva a cabo una detallada relación de cómo viven, trabajan, se visten, aman y se divierten (con el vodka como elemento imprescindible en todo ello) los trabajadores rusos atraídos a tan inhóspitas latitudes por unos sueldos muy tentadores.
Pero luego están los nativos que son un mundo en sí mismos y que Davidson recrea de forma magistral. Quien piense que por conocer a los inuit ya sabe algo de los nativos de Siberia y Alaska también va a quedar sorprendido. Al fin y al cabo el estrecho de Bering que separa a las dos grandes superpotencias es la gran autopista de hielo que si antaño permitió el paso de hombres y animales desde las grandes estepas asiáticas al continente americano actualmente también permite el tráfico entre ambos contendientes. Y la relación entre los nativos de uno y otro lado del estrecho no se llegó a romper ni siquiera en los momentos más duros de la Guerra fría. Por esa razón Porter, el protagonista, que es un indio gitksan de la etnia tsimian, puede hablar, negociar y hasta hacerse pasar por un nass, un chutki o un eventki. Y si es elegido para infiltrarse en Kolima y regresar con sus secretos es porque, además de todo lo anterior, también puede fingir ser coreano, chapurrea el japonés y escribe en inglés libros de antropología porque incluso recibió una beca para estudiar en Oxford los viejos tratados suscritos por los nativos de Siberia y Alaska con los colonizadores europeos.
Otra faceta notable es el profundo conocimiento del medio y el cuidado de Davidson en las descripciones de las extremas condiciones del mismo. Si a la hora de contar el experimento con los simios es innecesariamente exacto, en cambio es una maravilla leer cómo el ingenioso Porter se construye un 4x4 gracias a los componentes que él ismo va sacando de un almacén gubernamental o cómo se las apaña para levantar las piezas más pesadas (el motor, el cambio de marchas, el cigüeñal, etc) debiendo hacer todo ello a muchos grados bajo cero y en una cueva escondida cerca de un río helado que le sirve de carretera.
La traca final es una trepidante huida en la que Johnny Porter, que ha logrado sacar de la base ultrasecreta una importantísima información, trata de atravesar la frontera con Estados Unidos valiéndose de toda clase de vehículos (el 4x4 construido por el mismo, un avión, otro 4x4 robado, una máquina quitanieves, un vehículo de transporte y, al final, esquiando sobre mar de Bering helado, perseguido a todas estas por un implacable general del KGB que pese a disponer de radios y teléfonos, reactores, helicópteros y vehículos semioruga atestados de soldados, no podrá impedir que ese híbrido entre James Bond y Rambo llamado Johnny Porter logre llegar a suelo norteamericano con su valiosa información. Un verdadero tour de force, como se puede colegir solo con sopesar las 534 páginas del ejemplar, pero muy bien resuelto.
Bajo los montes de Kolima
Lionel Davidson
Traducción de Cristina Martín Sanz
Salamandra
Ahítos de transparencia como estamos, nos cuesta mucho entender los sistemas organizados en torno a la opacidad. En nuestros procesos de selección y elección de líderes no es la información lo que nos falta. Al contrario, al ser tan excesiva y de tan difícil decodificación, la demanda de los ciudadanos se traslada al análisis, al criterio, al buen juicio finalmente.
En la segunda superpotencia mundial y aspirante a primera para finales del siglo XXI que es China sucede exactamente lo contrario. Los procesos de selección y elección de líderes son lentísimos, extraordinariamente opacos e incluso sin reglas de juego claras y fijas que permitan un mínimo de orientación. A los ciudadanos se les ahorra el espectáculo cruel de la lucha por el poder que en nuestros sistemas se exhibe a veces con obscenidad.
El Vaticano y la suprema ceremonia del poder que es el Cónclave en el que se elije el papa es en comparación con el poder chino un juego de niños. El Kremlin sigue siendo complicado, sobre todo porque no hay regla de juego alguna que no sea la de la correlación de fuerzas, usualmente a favor de quienes tienen más palancas en la sombra, que son los servicios secretos. Los palacios reales de Riad no quedan mancos en cuanto a las invisibles pugnas endogámicas entre las distintas ramas de la familia Al Saud. Pero la palma sigue llevándosela Zhongnanhai, el complejo situado en el centro de Pekín, junto a la Ciudad Prohibida, donde viven y trabajan los emperadores rojos rodeados del mayor misterio y de un absoluto sigilo informativo.
En todos los sistemas antes citados, a diferencia de nuestras denostadas democracias representativas, funciona el sistema de la caja negra del poder. Es decir, tenemos un desconocimiento absoluto de lo que ocurre dentro del recipiente cerrado e inaccesible donde se toman las decisiones y debemos guiarnos únicamente por los datos que nos proporcionan los hilos eléctricos de entrada y salida. Con la idea de la caja negra, como saben quienes recuerdan todavía sus clases de física elemental, nos obligamos a entender el funcionamiento de un sistema por los datos exteriores que nos proporciona en vez de los elementos que lo componen, y de ahí que sea una imagen potente y útil para analizar los sistemas políticos cerrados y opacos.
De que las cosas son así en Pekín, hemos tenido buena prueba esta pasada semana, con el VI pleno del Comité Central del Partido Comunista de China, el órgano de dirección partidista que se reúne regularmente entre dos congresos y de donde emanan levísimas señales sobre la fuerza y el poder de cada uno de los dirigentes y especialmente del líder máximo, actualmente Xi Jinping. Los observadores más atentos esperaban obtener una señal clara respecto al liderazgo del actual número uno del partido y del Estado, el dirigente que ha acumulado más poder y más rápidamente en sus manos desde Mao Zedong, el fundador endiosado de la República Popular. El dato debía versar sobre una cuestión muy concreta, como era saber si Xi está preparando su perpetuación del poder más allá de lo previsto, rompiendo así la regla de juego informal, que ya se ha aplicado a las dos generaciones anteriores
Si Xi tuviera intención de retirarse al cumplir los 68 años, al final de su segundo mandato de cinco años en 2022, tal como está tácitamente acordado, este VI pleno hubiera sido la ocasión para señalar a un sucesor --o incluso sucesores, puesto que este tipo de señalamiento suele producirse a pares--, que recibiría la plena confirmación en el Congreso del Partido en octubre del año siguiente. Eso no ha sido así, o al menos nada se ha destilado de la reunión del pleno en este sentido, aunque tampoco ha ocurrido lo contrario.
El PCCh hace las cosas muy despacio, paso a paso, con un sutil incrementalismo en las decisiones muy difícil de detectar y valorar. Lo más notable en cuanto señales exteriores que se han podido detectar es que Xi Jinping ha sido declarado ?núcleo' del partido alrededor del cual deben todos arracimarse, curioso apelativo que su antecesor, el gris Hu Jintao, nunca mereció; pero a la vez se ha recordado la doctrina --que era de rigor en la anterior generación-- de la dirección colectiva, introducida precisamente para evitar el culto a la personalidad y las decisiones arbitrarias y caprichosas de Mao Zedong y su entorno.
El líder de la actual generación en el poder, la quinta después de Mao, ha demostrado ya una personalidad política y una idea de su autoridad personal mucho más acusadas que su antecesor, lo que ha conducido desde el primer día a especulaciones sobre su capacidad de romper la regla no escrita de la sucesión, establecida por Deng Xiaoping precisamente para evitar que los revelos se convirtieran en convulsiones políticas que pudieran afectar a la estabilidad del partido y del régimen. Con Xi el régimen se ha endurecido ideológicamente, tiene una política exterior más agresiva e incluso la represión contra la disidencia interior se ha incrementado. El propio partido, fuertemente electrizado por una lucha contra la corrupción de dimensiones desconocidas, ha recuperado algo de sus viejas raíces estalinistas.
En la época reformista y pragmática de Deng Xiaoping la obsesión era sustituir el gobierno de los hombres, tal como lo había protagonizado Mao, por el gobierno de las leyes, que no quiere decir de la democracia y del Estado de derecho, sino del Estado con derecho, que da previsibilidad y estabilidad y permite la apertura al mundo, las alianzas internacionales y las inversiones extranjeras. Parte del gobierno de las leyes era la reglamentación de las sucesiones, de forma que la sustitución de los líderes no terminara en una carnicería política con riesgo incluso físico, como sucedió con Mao Zedong en sus últimos años.
Pues bien, este progreso en la institucionalización de la cúpula del Estado parece que ahora ofrece dudas a muchos, hasta el punto de que se haya instalado la idea de que el hombre fuerte que dirige este país enorme con mano de hierro, al igual que hizo Mao, puede sustituir en el futuro a la idea del sistema estable y previsible. Pero esto no se conocerá con certeza hasta el próximo octubre, cuando el Partido Comunista celebrará su XVI Congreso. De momento, ya es evidente que Xi Jinping, sin necesidad de que se produzcan cambios políticos internos, se encuentra internacionalmente en la lista de los nuevos hombres fuertes del siglo XXI, como Putin, Erdogan, Al Sisi u Orban, que han empezado a poblar el paisaje de la nueva geografía política. Este es también un dato exterior que nos dice mucho sobre lo que está sucediendo en la caja negra.
La izquierda española ha entregado el poder a la derecha, esta es la síntesis de lo ocurrido, en la que se concentran los dos pasos efectuados para alcanzar este resultado. Con el primer paso, la nueva izquierda radical de Podemos se negó a cerrar el camino de Rajoy a su segundo mandato, dando la presidencia del Gobierno al candidato del Partido Socialista, para lo que le bastaba con abstenerse en la votación de investidura a la que se presentó Pedro Sánchez con el apoyo de los votos de Ciudadanos. Con el segundo paso, la izquierda socialdemócrata se ha mostrado incapaz de construir una coalición con el conjunto de fuerzas que se oponían a Mariano Rajoy y no ha tenido más remedio que abstenerse en la investidura del candidato conservador para evitar unas nuevas elecciones a las que se hubiera presentado dividida, sin candidato y con altas posibilidades de convertirse en la tercera fuerza y por tanto de dejar la oposición en manos de Podemos.
Que una y otra izquierda se tiraran los platos a la cabeza era parte del guión previsto por los hábiles consejeros de Rajoy. El PP contaba con la ambición de Iglesias por convertirse en el jefe de la oposición y sustituir al PSOE como principal partido de la oposición y mayor organización de la izquierda. Pero el PP también contaba con la dificultad que significaba para el PSOE aceptar los votos de los nacionalistas enrocados en un derecho a decidir que divide al socialismo. El éxito de esta estrategia inmovilista popular ha sido clamoroso: sin entregar nada, ni la cabeza de su presidente, ni nada sustancial de su programa de Gobierno, ni por supuesto ninguna silla en el Consejo de Ministros, Rajoy obtendrá la investidura gratis total.
Cierto que ha contado con ayudas inestimables en las dos izquierdas, la moderada y la radical. En la moderada ha tenido la ayuda de Susana Díaz, que ha utilizado esos diez meses de interinidad y de búsqueda de mayorías de investidura para atar a Pedro Sánchez en una especie de potro de tortura, limitado en sus movimientos por todos los lados gracias a la resolución del comité federal de 28 de diciembre y a un marcaje constante de sus movimientos: había que votar en contra de la investidura de Rajoy, pero no podía pactar con los nacionalistas ni siquiera una abstención. También Pedro Sánchez le ha ayudado, con su escasa mano izquierda para gobernar su partido, para buscar una alternativa de gobierno a Rajoy o alternativamente para obtener réditos en la negociación de la abstención. Entre la ambición del susanismo y la inhábil tozudez del sanchismo, el PSOE se ha visto obligado a entregarle el Gobierno a Rajoy sin contrapartidas.
También la izquierda radical ha ayudado a Rajoy, y especialmente Pablo Iglesias. Primero, con sus pretensiones desmesuradas, que alcanzaban prácticamente al control de los aparatos del Estado en un gobierno de coalición de izquierdas. Después, con su política del miedo. Y finalmente, con su confianza en un sorpasso que no se produjo en la segunda convocatoria del 21-J y que aspiraban a obtener en la tercera que ya no tendrá lugar. El éxito de Rajoy es más destacado en la medida en que Podemos ha demostrado sus límites electorales y sus dificultades para mantener la cohesión, entre tendencias, entre territorios e incluso entre dirigentes. La radicalización actual, con la investidura de Rajoy, y la tendencia a trasladar la oposición a la calle no son buenos augurios para el regreso de la izquierda al Gobierno en algún momento próximo, tras haberlo tenido a su alcance, casi en las punta de los dedos, durante esta larga crisis de interinidad.
Lo más curioso es que la fosa abierta entre el PSOE y Podemos es lo que más se parece a la división clásica entre socialdemócratas y comunistas en los combates políticos y también parlamentarios del siglo XX. De una parte, una izquierda moderada que quiere reformas, gobernabilidad y pactos con las fuerzas centristas; y de la otra, una izquierda radical que quiere rupturas, inestabilidad y frentes ideológicos, populares si se quiere, el equivalente de los enfrentamientos clase contra clase.
Los socialdemócratas se han convertido ahora, a ojos de Podemos, en socialtraidores que apuntalan un sistema corrupto y caduco, el régimen del 78 de un turnismo borbónico que hay que derribar. Los podemitas a su vez, a ojos del PSOE, son unos neocomunistas que quieren sustituir a la socialdemocracia como oposición a la derecha, alcanzando así 40 años después el objetivo que el Partido Comunista de Santiago Carrillo no pudo conseguir por el éxito del PSOE de Felipe González. Más que renovación y final de un ciclo político, parece la resurrección de antiguas querellas y el regreso de viejas políticas y lenguajes.
La experiencia demuestra que cuanto más dividida está la izquierda más fácil lo tiene la derecha para seguir gobernando. De forma que unos y otros ya saben qué les espera si en la próxima legislatura se instalan en las divisiones que les han ido separando cada vez más durante los diez meses de inestabilidad gubernamental.
Y se terminó la intriga. Bob Dylan finalmente devolvió la llamada a la Academia sueca, que le otorgó...
Si el cine fuera un anciano que sueña con las escenas que estremecieron su infancia, este libro sería ese sueño.
Guía para hablar de cine, de los críticos Ascanio Cavallo y Antonio Martínez, destaca 30 de las miles de películas que se firmaron desde el nacimiento del séptimo arte a fines del siglo XIX hasta 1959. Hacia el final, unas pocas fueron rodadas en “tecnicolor”, pero la gran mayoría de las elegidas son en glorioso, inquietante blanco y negro.
El recorrido comienza con los pioneros: los inventores del cine realista y documental, los hermanos Lumière, y el adelantado del cine fantástico, Georges Méliès. Curiosamente, este último no aparece representado con la famosa Viaje a la luna sino con la más audaz y menos conocida Viaje a través de lo imposible, y esa es la primera de muchas decisiones valientes y bien fundamentadas de los autores.
En cada uno de los breves ensayos (entre tres y cuatro páginas), Cavallo y Martínez van trazando el camino que los genios, los iluminados y los artesanos desarrollaron para dar carnet de arte a su disciplina.
* * *
En la lista destacan, por supuesto, los productos de Hollywood. Algunas son obras de honestos artesanos, como la Casablanca de Michal Curtiz; otros son films industriales de hábiles productores, como Lo que el viento se llevó; y unas pocas son obras maestras de genios como Orson Welles. De hecho, Welles es el único que merece dos menciones en la treintena: su inicial y deslumbrante Ciudadano Kane (1940) y su otoñal y sabia Sombras del mal (1958).
Pero también hay joyas del neorrealismo italiano (Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini), el expresionismo alemán (El ángel azul, de Josef von Sternberg), la estremecedora melancolía del cine clásico japonés (Cuentos de la luna pálida de agosto, de Kenji Mizoguchi) y el inclasificable surrealismo sucio de Luis Buñuel (Nazarín).
Y si hay una filmografía que aparece de principio a fin junto con la estadounidense, es la francesa. Desde Cero en conducta de 1932, en la que el gran Jean Vigo se sumerge como nunca antes en la sensibilidad de los niños, hasta la última de la lista, Pickpocket de Robert Bresson, cuyo carterista sin alma bien podría ser el adulto en que se convirtió alguno de los niños humillados de Vigo. Una desolación sin grandilocuencia, tan propia de los franceses.
* * *
Los textos son eruditos sin sonar pedantes, informativos sin aridez, poéticos sin caer en el sentimentalismo. Y como los que saben de estructura y arco dramático, Martínez y Cavallo terminan cada breve ensayo con lo mejor que tienen para decir. Un párrafo, una frase que queda resonando como la última nota de una gran sonata o como el último latigazo de un castigo inmerecido.
Por ejemplo, el final de capítulo dedicado al oscuro western Más corazón que odio: “John Ford, que ya hizo la gloria de los grandes hombres, vuelve ahora su mirada hacia ese vagabundo del western al que nadie quiere recordar. Ethan Edwards yerra sin hogar por entre las bases de una nación: los suyos son los huesos sin herencia de un hombre sin leyenda”.
O el final de Río Bravo: “Para el genio austero y transparente de (Howard) Hawks (…) el verdadero espacio moral no está condicionado por la amplitud del paisaje, sino por la presencia del peligro”.
* * *
Casualmente – o no tan casualmente – Más corazón que odio y Río Bravo tienen el mismo actor protagonista: John Wayne. No se repiten ni Marlon Brando, ni Catherine Deneuve ni Katherine Hepburn. El único que aparece dos veces es Wayne. ¿Es mejor actor que los otros? Seguramente no, pero este libro no es un torneo de interpretaciones: es una guía de cine clásico, y John Wayne es el cine hecho figura, es la estampa del vaquero que se aleja en su caballo tal como lo vieron los genios que lo dirigieron.
¿Que faltan muchos? Por supuesto. A mí me falta mi favorita, la fábula moral El tercer hombre de Carol Reed. Pero un canon como este siempre tiene algo de personal, de subjetivo. Y que el lector quiera pelearse con los autores es muestra de lo mucho que le gustó compartir con ellos lo que aprendieron en tantas horas luminosas pasadas en las salas oscuras de nuestros sueños.