

Si vivo, al menos,
un año y medio más
me compraré el nuevo Amarok
de VolksWagen.
Un motor V6 TDI de 3 litros
que proporciona una potencia
de hasta 550 Nm.
Motion a las 4 ruedas
con función Off Road
y App Connect.
No sé bien,
desde luego,
a que se refieren
estas lindas especificaciones
pero el auto
posee el irresistible encanto
del color azul cobalto.
La eternidad estética
representada metálicamente.
Una mecánica elegante
que posee el feliz encanto
de la insuperable figura
del pick up.
La memoria imborrable
de los años suburbanos
en los bosques felices
de Filadelfia.
Entonces,
cuando toda la familia
aunada estaba viva
y se bromeaba sobre cualquier cosa
sin valor.
Un pick up
Parece, en España.
una excentricidad
urbana
pero en Pensilvania
era una repetida
y amorosa centralidad.
Claro que ahora
no hay aquellos bosques
de arcenes
y he perdido, inesperadamente,
alegría de vivir.
La memoria, sin embargo,
confita el recuerdo.
Los sueños
vuelan sobre los lugares
y los tiempos
navegan para albergar
como un obsequio
la gozosa vida vivida.
Vivida
como un menú
sin asomo temor.
El pánico actual ante
un gran tigre
improvisado
sobre el abismo de la defunción.
¿La defunción?
¿En qué veneno estoy pensando
mientras, por la ventana,
cruzan coches y coches
como ayer?
Desprovistos, sin embargo,
De un azulado pick up.
El coche nos lleva de aquí para allá
O sea del
este al oeste. Del norte al sur. Sobre un territorio
Que no se hunde bajo los pies
Ni explota para enviarnos
Como fardos
Al más allá
El pasado mes de noviembre la Biblioteca Benson de la Universidad de Austin, en Texas, incorporó el archivo personal del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, allí donde también se halla ahora el archivo de Gabriel García Márquez. Lo acompañé en la ceremonia de apertura, y previo a la magnífica lectura que hizo de sus poemas, me tocó decir unas palabras sobre su vida y su obra.
Ernesto ha sido mi vecino durante casi cuarenta años, desde el triunfo de la revolución, cuando nos mudamos al mismo barrio y a la misma calle, en Managua. Nos visitamos con frecuencia para intercambiar noticias y libros, y compartimos la pesadumbre sobre la suerte de Nicaragua. Somos dos vecinos que viven escribiendo. Sólo que él escribe poesía, y yo escribo ficciones.
La suya fue un nuevo tipo de poesía, abierta, lejos del modelo tradicional heredado del modernismo; una poesía que estaba muy cerca de la prosa, con una asombrosa habilidad para narrar, un contador de historias utilizando versos.
Su poema Hora cero, publicado en México a inicios de los años cincuenta, ejerció en mí una profunda influencia porque tenía calidad y tensión narrativa; y sus estancias, escritas en un lenguaje desnudo y directo, y a la vez nostálgico y evocador, eran como los capítulos de una novela que ocurría en las distintas capitales de Centroamérica, con los palacios de los dictadores iluminados a medianoche, "como el palacio de Caifás".
Eran las dictaduras obscenas de Carías, Ubico, Hernández Martínez y Somoza, generales de opereta, instaladas por la United Fruit Company en las "repúblicas bananeras" centroamericanas, y apoyadas por los hermanos Dulles.
Hora Cero también es una elegía que se centra en la rebelión de 1954 en Nicaragua, cuando un puñado de oficiales retirados de la Guardia Nacional y algunos civiles, intentaron asaltar el palacio presidencial. Muchos de ellos fueron asesinados después de ser torturados, entre ellos Adolfo Báez Bone, quien escupió en la cara a Tachito, el hijo más joven del Somoza viejo, y el último de la dinastía, mientras era torturado por él.
Báez Bone participó en esa conspiración, junto con Pedro Joaquín Chamorro, el periodista asesinado por órdenes de aquel mismo Tachito, y también participó Ernesto, quien pasó varios días escondido porque lo buscaban para encarcelarlo.
Su poesía ayudó a crear una atmósfera propicia a la acción política. Y en algún momento, cuando la lucha armada era la única alternativa que le quedaba al pueblo nicaragüense para derrocar a Somoza, sus poemas fueron una inspiración para los jóvenes actores de la revolución.
En este sentido, Canto Nacional y Apocalipsis en Managua, son parte de su doble conversión. Su conversión a un nuevo tipo de cristianismo comprometido con los pobres y los oprimidos, como lo enunciaba el Congreso Eucarístico de Medellín de 1968, bajo las directrices del Concilio Vaticano II; y su conversión a la revolución.
La revolución no se explica sin la poesía de Ernesto; tampoco se puede explicar sin las canciones de Carlos Mejía Godoy. Hoy aquellos ideales han sido deformados y falsificados por un poder familiar que utiliza la retórica de la revolución, pero contradice los sueños que inspiraron a miles de nicaragüenses. Esos poemas y esas canciones son la memoria de la revolución y no se pueden borrar.
No es posible contar la historia de la revolución sin la presencia de Ernesto en los campos de batalla celebrando misas de campaña, o en foros internacionales pidiendo apoyo para los jóvenes combatientes que trataban de derrocar a la dictadura, entre ellos sus hijos espirituales, los que lo acompañaron en la construcción de la comunidad campesina de Solentiname en el archipiélago del gran lago de Nicaragua. Algunos de ellos fueron muertos en combate, otros fueron asesinados en las cámaras de tortura.
Después del triunfo de la revolución asumió un papel clave como Ministro de cultura, un puesto que no quería porque rechazaba la idea de ser un burócrata. Y allí hizo un extraordinario trabajo, creando instituciones culturales en un país donde nunca había existido ninguna, y donde los gobiernos nunca tomaron en serio la cultura. La libertad era la regla. Nunca hubo ningún tipo de "realismo sandinista".
La poesía de Ernesto es el resultado de un don y un oficio extraordinarios. Él es nuestro poeta del siglo veinte en Nicaragua, y es uno de los poetas trascendentales de nuestra lengua. Pero su trabajo no existiría sin esa motivación superior que es el amor.
Su vida ha sido una vida de amor, y así ha sido su poesía.
Argentina siempre tiene un plus, no vive solo de las ediciones o traducciones españolas, sino que se...
Los secesionistas de Bildu se han hermanado con Trump. En las tabernas vascas se veía la perplejidad en los ojos de la clientela. Aquello se asemejaba demasiado al pacto entre Stalin y Hitler. En Madrid asistimos al combate de Errejón e Iglesias. Hay gente abatida por las aulas de la Complutense. Recuerdan, por un lado, la lucha entre Trotsky y Stalin, pero por otro la Noche de los Cuchillos Largos, cuando Hitler asesinó a sus colegas dirigidos por Röhm. Un artista subvencionado encierra en las bodegas de un barco ruinoso a unos cuantos emigrantes y los presenta al público sudados, hambrientos, hartos de tedio. Luego les paga unos euros. Como ésta, hay infinitas obras en los museos de arte contemporáneo.
¿Tienen algo en común los tres sucesos? Mucho. En realidad, son clones. La ruina de los partidos comunistas, la destrucción de las repúblicas soviéticas, la disolución del proletariado en una masa de consumidores, el fin del Arte, dejaron un vacío religioso, ocupado luego por los nostálgicos que hoy llamamos neocomunistas, posmodernos o populistas. Movimientos inspirados por el peronismo de Laclau, el nazismo de Schmitt o el caudillismo de Chaves, que están más cerca de lo que parece de sus opuestos, los populistas tipo Trump, Farage o Le Pen.
Que son lo mismo quiere decir que sus diferencias desaparecen frente al enemigo común: la democracia liberal, los derechos del ciudadano, el Estado de bienestar. En nuestro país la Transición es el gran enemigo que une a los totalitarios.
Estos son, dicho de un modo atropellado, algunos de los asuntos que trata el muy necesario libro de José Luís Pardo Estudios del malestar. Léalo, se lo ruego, sobre todo si cree usted ser de izquierdas.
El Gran Inquisidor, Pedro Arbuez de Espila desciende al calabozo dónde se encuentra el rabino aragonés Aser Abarbanel, torturado sistemáticamente desde un año atrás bajo la acusación de usura, pero sobre todo en razón de su negativa a abjurar de sus creencias. La dignidad que atribuía a su filiación talmúdica le confería fuerza para tal entereza, que impresionaba a Pedro Arbuez de Espila, hasta el extremo de que lamentaba profundamente que un alma tan noble se viera excluida de la salvación.
Arbuez de Espila anuncia al prisionero que al día siguiente contará entre los 43 destinados ese día al quemadero, con el fuego a una distancia suficiente para que -arrojando a intervalos jarros de agua a las víctimas- la muerte no llegue antes de dos horas, tiempo para que, ante la inminencia del fuego eterno, el condenado tenga la inspiración de demandar la gracia. Arbuez de Espila se despidió del rabino con un emocionado abrazo, mientras el fraile que le había torturado un año entero pedía excusas por no haber podido eludir tal deber.
En la desazón provocada por el siniestro anuncio, el prisionero fue de nuevo abandonado en la tiniebla. ¿Tiniebla? No absoluta, pues tras la puerta se entreveía un hálito de luz. "Una mórbida hola de esperanza" embargó al prisionero que, en efecto, constató que, sin duda por error del carcelero, el pestillo no se había deslizado. « La vieja esperanza susurraba en su alma, el dívino Es posible que reconforta en las mayores penurias" (le vieil espoir lui chuchotait, dans l'âme, ce divin Peut-être, qui réconforte dans les pires détresses). El prisionero se aventura en el exterior, trepa por la tortuosa escalera, extenuado y hambriento, en pos de la luz salvadora. Múltiples sobresaltos le hacen incluso pensar en volver a su sepulcro, mas "un nuevo vértigo de esperanza" le da fuerzas para avanzar hasta topar con una nueva puerta, constatando que esta se abre a un jardín y a una noche estrellada. ¡Correría toda la noche y al llegar a las montañas sus pulmones resucitarían!
En éxtasis extiende los brazos para alabar a su dios, mas entonces cree sentir que estos se retornan contra él...un pecho le abrazaba caritativa y afectuosamente: "Hijo mío, querías abandonarnos en la víspera del día en el que quizás alcanzarás la salvación" exclama Arbuez, mientras Aser Abarbanel se apercibe de que "todas las etapas de esta noche fatal no eran más que el previsto suplicio de la Esperanza".
Lo que precede es la simbiosis de un relato del poeta francés Villiers de l'îsle Adam que lleva directamente el título de La Torture par l' espérance, cuya acción es situada en Zaragoza. En 1949 el músico italiano Luigi Dallapiccola compuso una ópera, a la que dio como título Il prigionero, basada esencialmente en el relato de Villiers de l' île Adam, aunque con variantes argumentales que permiten un cambio significativo: la idea de que la libertad es posible es inducida en él cautivo por los propios carceleros, al comunicarle arteramente que los suyos están a punto de conquistar la ciudad. Particularmente punzante en la ópera es el momento en que (al revelarse que todo era una artimaña) el prisionero alza su queja no tanto contra sus torturadores, sino contra el hecho de haber sido vencido por la esperanza, haber obedecido-cabría decir-al Principio de esperanza, título de la obra fundamental de Ernst Bloch.
Entre el protagonista de Villiers de l'île Adam, Aser Abarbanel y el pensador alemán Ernst Bloch hay al menos tres puntos en común: ambos son judíos; ambos tienen un alto concepto de sus orígenes y para ambos la esperanza es un obsesivo tema de reflexión.
"Orgulloso de una filiación varias veces milenaria, orgulloso de sus antiguos ancestros- pues todos los Judíos dignos de tal nombre son celosos de su sangre", escribe de l'île Adam de su protagonista. En cuanto a Bloch, considera a los judíos como símbolo del espíritu de utopía y celebra el despertar del orgullo judío como resultado del renacer en ellos de la conciencia mesiánica, corolario del hecho mismo de que su religión se haya construido sobre la idea del "Mesías por venir", (no se trata para Bloch de Cristo, mero profeta), lo cual nos lleva al tercer punto de coincidencia entre ambos: la esperanza, dado que el mesianismo (opuesto al gradualismo característico de la idea de progreso social) aparece como el ingrediente fundamental en Geist der Utopie, El espíritu de la utopía, escrito por Bloch en 1918, de tal manera que la motivación para el combate no sería el mero alcance de tiempos mejores, sino el fin de los tiempos, interpretado como apocalipsis o advenimiento del reino de Dios
La idea del apocalipsis es que el entorno físico forja ilusiones que nos alejan de Dios, de ahí que el fin de los tiempos sea a la vez emergencia (de la verdad) y destrucción (de la Tierra). Evocando a Tomas Münzer, que encabezó la guerra de los campesinos en el siglo XVI, el Espíritu de la utopía muestra afinidad con la idea de que no se trata de luchar por mayor plenitud, sino por una radical metamorfosis. Hay en Bloch huellas indudables de transposición secular de este esquema, a la hora de discutir qué sentido habrían de tener las luchas sociales de su época.
Para Bloch la apuesta por el futuro, sustentada en lo que uno de sus intérpretes denomina el "sabor de la esperanza", es no sólo una condición necesaria de vitalidad, sino también del trabajo creativo. Su libro El principio de esperanza es una reflexión sobre lo potencial, sobre lo que es susceptible de advenir y a lo que el autor apuesta: un mundo liberado de los males contingentes generados por la alienación social de los humanos, pero también un mundo rico en realizaciones artísticas, musicales, religiosas, técnicas, médicas, cognoscitivas en general y... filosóficas; en suma: apuesta por la actualización de la potencial riqueza, material y espiritual del ser humano, apuesta que la esperanza alimentaría.
Así pues el ser humano alcanzará a actualizar su naturaleza de ser de razón...en un mundo por venir. ¿Y entre tanto? Si estamos en el día y vida de una cotidianeidad insustancial, no digamos ya en la situación de un prisionero o un enfermo, de tal manera que (excluido el alcanzar uno mismo a ser parte de la humanidad liberada y creativa) ni siquiera hay perspectiva de seguir mucho tiempo luchando por la misma...¿qué hacer? Desde luego el propio Bloch nos da un ejemplo, y no precisamente en el hecho de incitarnos a la esperanza sino (tuviera él mismo esperanza o no) en su propio esfuerzo por dar aliento al pensamiento.
Y así nos encontramos con más de 1500 páginas de espléndidas reflexiones sobre realizaciones históricas, literarias, artísticas, científica, musicales etcétera, que tuvieron lugar...en el pasado (lo cual no deja de ser paradójico en un libro que exalta lo por venir). Reflexiones vinculadas por la reivindicación del principio de esperanza, pero que hubieran podido tener un hilo conductor bien diferente (ciertamente con interna transformación, pero quizás el mismo grado de vitalidad).
Quizás no quepa esperar que el lector del libro de Bloch supere un eventual nihilismo respecto a cualquier promesa de futuro, pero es muy posible que efectivamente se encuentre espiritualmente enriquecido tras la lectura de muchas de sus páginas, sintiendo que lo que vale no es la esperanza sino el libro, literalmente inmenso, y que no es de recibo la moraleja de que este no hubiera llegado a ser escrito si la esperanza no hubiera animado a su autor. En este como en otros casos, lo que cuenta es el testimonio de que algo tan intrínsecamente amenazado, vulnerable y frágil como un ser humano es susceptible de esa libertad con respecto a uno mismo que consiste en no abandonarse en la pendiente de la abulia, la pereza o simplemente el nihilismo, exigencia de alzarse sobre el estado actual, de liberar al menos todo aquello que está al propio alcance, la capacidad de pensar con radicalidad en primer lugar.
Y desde luego hay razones para pensar que el principio de esperanza, lejos de contribuir a afrontar los retos que supone todo proyecto de construcción espiritual, es el expediente que permite precisamente evitar esa confrontación, sustituyendo la tensión del pensamiento por la construcción imaginaria. En este sentido la religión sería efectivamente la plasmación mayor de la legislación de tal principio. Lo cual no excluye que la esperanza sea instrumentalizada ( y por aquellos mismos que la sermonean) como último eslabón de tortura en el caso del judío Aser Abarbanel: "La vieja esperanza susurraba..."
El miedo es
De lo más humano
que se puede
palpar,
muy lejos de aferrase
al organismo como
un arácnido
imaginario
su presencia
traspasa las vísceras
se cuela por las venas
y absorbe
la intensidad del color.
Estos síntomas
convierten
el temor en
un tumor
y viceversa.
Prueba fácil
de constatar.
Así llamaba Azaña a Ramón del Valle-Inclán, el responsable de lo mejor que dio la novela y el teatro en nuestro siglo XX. Así lo llamaba con mezcla de desprecio político y admiración literaria. Habría querido Azaña escribir como Valle y quizás se arrepentía de haber elegido la política en un país tan salvaje.
Hay que leer a Valle una y otra vez desde el comienzo. Su primer libro, terminado hacia 1893 en Veracruz, coincide con una de sus primeras condenas quincenarias por duelista. El librito se titula Femeninas y son seis historias de un erotismo perverso, pero cándido. Hoy nos divierte que la primera edición española provocara escándalo, aunque no tanto como su primer duelo casero, en 1896, a sable. Salió herido, pero le dio también un buen tajo al periodista desafiado.
Véase que desde el comienzo hay algo, no modernista, sino barroco en el ciudadano que Primo de Rivera calificó de "extravagante" con inusual justicia. Valle escapa al análisis psicológico porque construyó su máscara con arte minucioso. En el comienzo fue un duelista rebozado con pinchos de cactus mexicano, un mujeriego, un absolutista. Inmortal estampa española. Su primer personaje, la condesa de Cela, es ya una de esas mujeres determinadas, altivas, feroces con sus amantes, poderosas, muy contrastadas con las otras mujeres de su obra, las devotas de blanca carne y súbitos sudores, siempre perdidas por causa de un desfachatado barroco. Son mujeres del siglo XVIII, dueñas de su propia libertad sin mendigar ayuda social, capitanas de su sexualidad.
La elegante edición de obras completas que ha iniciado la Biblioteca Castro nos permite un goce impagable: volver a leer al fenómeno desde la primera página. Continuará.
Me contaron que había un alquimista porteño que materializaba rosas, como Paracelso y como Borges. Tratándose de un argentino, no lo puse en duda. Siempre he pensado que los argentinos hacen milagros.
Si me dicen que un alquimista belga ha materializado una azucena, o que un alquimista holandés ha materializado un tulipán, puedo gritar: ¡Mentira! Básicamente porque no creo en la magia de los Países Bajos. Pero ahora mismo me dicen que un alquimista argentino ha materializado un elefante del siglo III antes de Jesucristo, y lo creo de inmediato y hasta me parece normal.
Los argentinos pueden materializarlo todo: tragedias, dramas, melodramas, comedias. Poseen un registro amplísimo como actores de la vida, que perciben como un teatro. Son seductores natos porque participan de un sentimiento dramático de la existencia, y los dramas se representan además de vivirse.
Uno de los amigos más nobles y bondadosos que tuve en París fue un argentino que se llamaba Aníbal y que se parecía a Cortázar. No sé qué habrá sido de él. Nos encontrábamos a menudo en el Barrio Latino, nos ofrecíamos cigarrillos, charlábamos un rato. Aníbal también practicaba la alquimia.
Una noche Aníbal dobló una cucharilla sin tocarla, predijo una muerte, nos hizo creer que materializaba una cajetilla de Gitanes, y nos llevó a un café (La Palette) donde estaban cenando Julio Cortázar, un cronopio y una fama. ¿Caben más milagros en una sola jornada?