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Ted Chiang y el lenguaje extraterrestre

            Hace un par de años leí por primera vez "Story of Your Life", la nouvelle de Ted Chiang (Nueva York, 1967) recientemente adaptada al cine por el canadiense Denis Villeneuve como La llegada, y pasé de largo ante la revelación: sus constantes pulsiones discursivas, con incursiones esotéricas en la filosofía del lenguaje y la física teórica --¡el principio de Fermat!--, me perdieron; me armé de paciencia, volví a intentarlo hace unos días, y quedé deslumbrado y me desdije de mi primera impresión: Chiang ha escrito una de las cumbres de la ciencia ficción contemporánea. La obra escasa de este autor -quince cuentos/nouvelles- ha recibido merecidamente los premios más importantes del género (el Nébula, el Hugo, el Locus, el Sturgeon y el John Campbell) y también trasciende al género: Junot Diaz ha escogido su último cuento, "The Great Silence", entre su selección de The Best American Short Stories de este año.

            Chiang no esconde su admiración por Borges; de hecho, sus mejores textos -"Tower of Babylon", "Story of Your Life" y "Seventy Two Letters", todos ellos en el libro Stories of Your Life and Others (2002)-- dialogan con la obra del autor argentino; en el caso de "Story of Your Life", Chiang menciona una "fabulación borgeana" sobre el tiempo como una forma de entender su propuesta narrativa. A la manera de "El jardín de senderos que se bifurcan" -aunque sin su admirable concisión--, "Story" ficcionaliza ideas de la física teórica: si Borges trabaja con la posibilidad de tiempos y universos paralelos, Chiang especula a partir del hecho de que las "leyes fundamentales de la física son simétricas en relación al tiempo", por lo que no hay "diferencia física entre pasado y futuro" y, en principio, no se puede descartar la posibilidad de "conocer el futuro... con certeza absoluta y detalles específicos". Esa especulación tiene un ancla íntima y potente en la nouvelle y en la película: si pudieras conocer el futuro y supieras que allí te aguarda algo terrible, ¿lo vivirías o harías algo por evitarlo?

            La nouvelle de Chiang es también una reflexión sobre el lenguaje como crisis epistemólogica y apertura a otros sistemas de conocimiento. Ante la llegada de unos misteriosos platillos voladores, la lingüista Louise Banks -en la película, una maravillosa Amy Adams-- recibe el pedido del gobierno de ayudarlos a comunicarse con los extraterrestres (heptápodos). El lenguaje escrito de los heptápodos no se parece en mucho a los de la tierra, se maneja a través de logogramas y no de una escritura alfabética; descifrar ese lenguaje es también descifrar una forma de ver el mundo diferente, que incluye también otra forma de entender el tiempo, una en que los heptápodos perciben el pasado de manera simultánea al futuro. Ese "modo simultáneo de comprensión" será el regalo envenenado para los seres humanos y su "modo secuencial de comprensión": regalo, porque implica el sueño de un lenguaje universal para la comunicación; envenenado, porque ahora podremos saber qué nos depara el futuro.

            "Tower of Babylon", sobre la construcción de una torre capaz de llegar al cielo, tiene un final tan elegante y preciso como la resolución de un teorema: los extremos se tocan, el fin es el principio; lo mismo "Seventy Two Letters", una interpretación original del mito del Golem. No todos los textos seducen: la historia que sostiene "Division by Zero", sobre la consistencia de las matemáticas, no tiene la misma fuerza que su teoría (Russell, Hilbert, Einstein); "Hell Is the Absence of God", sobre apariciones de ángeles, es una parábola simple a pesar de su apariencia compleja. Chiang puede fallar, pero incluso ahí demuestra una gran ambición por utilizar la narrativa como vehículo para preguntarse por la naturaleza misma del lenguaje y el conocimiento.   

(La Tercera, 4 de diciembre 2016)

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4 de diciembre de 2016
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Roma en cabujón

La Navidad abre sus arcas y exhibe el cordón umbilical que la mantiene estrechamente vinculada al lujo, a pesar del humilde origen de esta celebración religiosa canibalizada por el consumismo. El establo con paja y heno de aquel Belén es hoy una estela fulgurosa de omnipotencia aunque también de agonía: perfumes, joyas, pavos y burbujas insisten en despertar una ilusión, o mejor dicho, un sentimiento reparador que distrae de la incertidumbre y aporta un gramo de exceso a la precariedad diaria. Cuando los coches entran a la Castellana por la vía rápida, se traslada uno a una pantalla de videojuego: el tendido de luces, que no ha menguado con la alcaldesa Carmena porque Madrid siempre ha exhibido poderío encendiendo bombillas, produce un efecto óptico abrumador.

Las grandes firmas edulcoran sus escaparates y organizan fastos en edificios públicos donde colocan un trozo de moqueta roja como símbolo de exclusividad, pero también de reclamo. “Miren, aquí estamos, dispuestos a gastar dinero para demostrar que somos únicos”, parecen decir, y el paseante ocioso actúa voluntariamente de público dispuesto a admirar ese momento forzado que contiene tanta histeria como negocio: el paso del famoso por el photocall.

Sobre negro y con letras blancas, la noche del lunes se escribió el nombre de Bvlgari, que es la latinización del apellido de su fundador, el emigrante griego Sotirios Voulgaris, cuya familia se dedicó siempre a la joyería. Después de ejercer su oficio en Epiro, su pueblo natal, en Corfú y Nápoles, inauguró en 1884 un taller en Roma, en la calle Sistina. Sus nietos, Paolo y Nicola Bulgari mantienen estrechos vínculos con España; son amigos del rey Juan Carlos y ­Paolo se casó con la periodista española Maite Carpio –se enamoraron cuando ella le hizo una entrevista para Lo + Plus a mediados de los noventa–. Ambos inauguraron la exposición Bvlgari y Roma, en el Museo Thyssen-Bornemisza, junto a su amiga y antigua clienta Carmen Cervera, que ha cedido un buen número de las joyas emblemáticas, como el collar de topacios amarillos y azules, que relumbran entre las 150 piezas de la muestra. Galantes y seductores, los Bulgari –Nicola, gemólogo, Paolo más businessman– representan la quintaesencia de los embajadores italianos del lujo, siempre a los pies de las grandes divas, mujeres monumentales, como Elizabeth Taylor, Ingrid Bergman, Grace Kelly, Anna Magnani o Monica Vitti. Hoy, como tantas marcas transalpinas, de Loro Piana a Berluti, forman parte del emporio LVMH, que compró hace cinco años la mayoría de las acciones por 3.700 millones de euros.

La exposición, que permanecerá hasta el 26 de febrero, rinde tributo al diálogo creativo mantenido entre la Roma antigua y moderna y la firma joyera. El Coliseo, la plaza de San Pedro, la plaza de España –de cuya mítica escalinata financiaron la restauración en 2014–, las fuentes de Piazza Navona o el Panteón han dado forma durante décadas a collares, pulseras, pendientes y broches que recrean las características cúpulas del skyline de la ciudad eterna, en las formas de la talla cabujón de las ­piedras preciosas. Incluso la Vía Apia se convierte en camino pa­vimen­tado con rubíes, amatistas y aguamarinas.

La noche enjoyada se desplazó después a la embajada italiana, decorada incluso con Maseratis de los años sesenta y Vespas. Y, allí, el hombre de la noche fue Stefano Sannino. Desde que los homosexuales capitanean las embajadas más refinadas, sus salones se han convertido en templos sociales apreciados, donde la frivolidad se enseñorea. Allí estaban las modelos vestidas de encaje: Nieves Álvarez, Ariadne Artiles o Cristina Tosio; el artisteo glamuroso, donde siempre ocupa un trono Maribel Verdú; o los nuevos entretenimientos de la corte, como el bloguero Pelayo o la novia de Bisbal-cobra: Rosanna Zanneti.

El embajador Sannino sacó a bailar a la baronesa. Llegó el arquitecto Michel Bonnard, que firma todos los restaurante Cipriani del mundo así como hoteles florentinos con exquisita decadencia, pues también había dejado un collar. Sonaba Volare con músicos napolitanos tocando encima de las mesas. Las pantallas reproducían escenas de clásicos italianos, reverberando sus planos de cejas perfiladas y boquillas de nácar. Y, de repente, el embajador sustituyó su chaqueta de terciopelo por una camiseta de Custo y prolongó el baile hasta las tres de la madrugada.

Ríete de Gramsci, otro italiano de moda que dejó dicho aquello de “lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de morir”. Y en ese limbo no surgen monstruos sino dj.

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3 de diciembre de 2016
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Años salvajes

Si alguien se ha planteado alguna vez la posibilidad de escribir un libro de 600 páginas mayormente (por no decir abusivamente) dedicadas a la práctica del surf y mantener subyugado al lector de principio a fin, la respuesta es sí. Es posible, y el periodista neoyorkino William Finnegan lo ha hecho. Y, puestos a preguntar, si alguien quiere saber si con semejante libro se puede ganar un premio Pulitzer la respuesta sigue siendo afirmativa: a William Finnegan se lo dieron en 2016 por Años salvajes.

                Actualmente Finnegan es redactor del New Yorker y antes de obtener el más prestigioso galardón de las letras norteamericanas ya se había hecho un nombre con sus libros, artículos y reportajes sobre temas tan variados como la guerra (en África y los Balcanes), el apartheid en Sudáfrica, la nefasta política de la administración Reagan en Latinoamérica o el hambre en  un país tan rico como Estados Unidos. Todo ello desde una posición abiertamente de izquierdas.

                Sin embargo, la trayectoria que le iba a llevar desde su nacimiento en Nueva York (1952) hasta su regreso a la misma ciudad treinta y tantos años después fue un intrincado y azaroso viaje con escalas más o menos largas, aunque siempre muy intensas, en California, Hawai, diversas islas en los Mares del Sur e Indonesia, Java, Samoa, Australia, África y Madeira.

                Dos precisiones importantes: salvo ocasionales estancias en Estados Unidos para matricularse en diversas universidades que invariablemente abandonaba, ese largo periplo lo hizo sin apenas dinero y, como aquel que dice, encaramado en una tabla de surf  impulsada por olas inmensas.

                El entusiasmo de Finnegan por el surf es tan contagioso que yo, que me subí por primera vez a una moto a los quince años y he llegado a usarla hasta para ir a comprar tabaco en el bar de enfrente, no he podido menos que preguntarme, mientras leía Años salvajes,  cómo es posible que me pasase desapercibida la fiesta alucinante del surf (y aquí lo de alucinante es literal, como bien comprobará el lector cuando llegue al pasaje del enfrentamiento a olas descomunales en pleno viaje de LSD).

                Pero bueno. Según pasan las páginas y las olas, millares de olas de todas clases, tamaños y conductas (¿alguien sabía que las hay “fofas”?) queda claro que el surf no consiste en llegar a la playa con una tabla bajo el brazo y ponerse a remar mar adentro en busca de emociones. Un surfista sensato, que los hay, primero buscará un punto elevado y pasará horas, y mejor aún si son semanas, atesorando información porque el mar es un medio sumamente dinámico debido a las mareas, los vientos o unas corrientes submarinas que arrastran de aquí para allá toneladas de arena hasta formar unas barras capaces de modificar de un día para otro el comportamiento de las olas. Ver en su elemento a los surfistas locales también es una fuente segura de información.

                Ese permanente estado de alerta (los hay que incluso tienen siempre conectada una emisora de radio que emita con frecuencia partes meteorológicos) permite aprovechar las mejores olas a cualquier hora del día. Por desgracia, y a menos que seas de casa rica, la disponibilidad total es incompatible con un trabajo fijo y bien pagado, por lo que la práctica del surf (quiero decir practicarlo a conciencia y no en plan dominguero) conlleva el estar dispuesto a dormir al raso o en desvencijadas camionetas, comer y vivir a salto de mata o estar a merced de los acontecimientos (policías intransigentes, ladrones de tablas, irascibles propietarios de huertos y gallineros, etc). Y en casos de extrema necesidad (por ejemplo si una ola particularmente aviesa ha hecho añicos una tabla carísima) hay que ejercer oficios tan míseros y mal pagados que ni los nativos locales los quieren. Todo ello con un solo y único tema de conversación, el mismo desde Nueva York hasta Nueva York pasando por las playas de medio mundo: las olas, los picos, las barras, los vientos, los tubos, las planchas y, como corolario ante tanto infortunio y tantísimas veces al borde de la muerte, la pregunta inevitable: ¿de verdad era esto lo que deseaba hacer con mi vida?

                Como es lógico, mientras vamos de una ola a otra, o de país en país, va surgiendo la crónica de una época que empieza en los años sesenta del siglo XX y va desarrollándose, con las modas, las canciones, las drogas, las guerras, los amores, las amistades y, al final de todo, los primeros hijos, hasta adentrarse en el presente siglo. Es de señalar, como simple curiosidad, que la caída del caballo, es decir el momento crucial que lleva a William Finnegan reconsiderar el sentido de su vida y a intentar reconducirla pero sin renunciar al surf, no es una ola traicionera y con ánimo perverso (las encuentra a montones) sino el choque con la faz más odiosa de la maldad encarnada en el apartheid: se contrata como profesor sustituto en una escuela de Ciudad del Cabo y aunque lo hace con un ojo puesto en las interesantes olas que se estrellan contra la ciudad por la cara que da al Pacífico, lo que le lleva en realidad a comprometerse en la lucha contra el mal es lo que estaba pasando o lo que iba a pasar en la República de Sudáfrica por culpa de la discriminación racial. Pero por algo digo que el libro, incluso con sus dosis masivas de surf, es apasionante y digno ganar de un Pulitzer.

                En el caso de la edición española Años salvajes cuenta con la ventaja añadida de haber sido traducido por Eduardo Jordá, novelista notable,  traductor entre otros de Conrad, Stevenson o Slater y que encima conoce el surf de primera mano, como podrá comprobar quien se moleste en repasar su excelente libro de narraciones Yo vi a Nick Drake.

 

   

Años salvajes. Mi vida y el surf

Willian Finnegan

Traducción de Eduardo Jordá

Libros del Asteroide

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3 de diciembre de 2016
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Poema 34

La lluvia

ya no está.

En su lugar

una luz extensa

ha ocupado el espacio

como un orangután

segregando miel

y anchos cristales.

Bajamos a la calle

y la simpleza

es igual

a la clarísima visión.

Y la  ausencia

Se confunde 

con el tacto imposible

de la abstracta 

felicidad.

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2 de diciembre de 2016
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Ellos

Tres veces lo misma historia. La primera, en Madrid. Era el 23 de junio y, tras presentar el Festival Cervantino, me fui a dormir con las encuestas apuntando al triunfo de la lógica: la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. Al despertar, la sorpresa. Fue el primer aviso. Poco más de tres meses después, en Guanajuato, otra vez me fui a la cama en calma. Ahora sí no había duda: todo podía salir mal, pero los colombianos firmarían los acuerdos de paz con la guerrilla. Al ver las noticias por la mañana, me embargó la angustia. Pese a estos antecedentes, la noche del 10 de noviembre, esta vez en Lyon, me resistí a creer lo peor. Pero así fue: la mayoría en el Colegio Electoral significaba que los estadounidenses también habían votado por el No: el No a la cordura, el No a los valores esenciales de la democracia, el No a la diversidad, el no México.

            Una y otra vez, muchos -¿pero quiénes? ¿los más críticos, los más sensatos, los más prudentes?- nos empeñamos en creer que los ciudadanos de Gran Bretaña, Colombia y Estados Unidos eran en esencia como nosotros, que compartían nuestros valores, nuestra visión del mundo. Una y otra vez los resultados nos desmintieron. Una y otra vez quedó demostrado que allá, y acaso también aquí, hay otros muchos, literalmente millones, a los que nos resistimos a ver, a los que nos negamos a oír, que evidentemente no piensan ni sienten como nosotros. Durante meses o años los despreciamos o los ignoramos, convencidos de que eran una panda de locos, agitadores o fanáticos. Hoy, estamos obligados a preguntarnos: ¿quiénes son y por qué actúan así?

            Imposible asumir que se trata de una minoría de retrógrados, racistas de clóset, fascistas en potencia, misóginos o xenófobos impenitentes, como los políticos que los han azuzado: Farage, Uribe, Trump. Porque, si así fuera, el error de todos modos sería nuestro: ¿cómo hemos podido formar, a lo largo de estas décadas, en países supuestamente democráticos, ciudadanos semejantes? ¿Qué hicimos para que una mayoría use la democracia para minar y destruir la democracia e ir, sin darse cuenta, en contra de sus propios intereses? Imposible aceptar el reduccionismo macabro que los asimila con los esperpentos que hoy los guían (o con Marine Le Pen, Viktor Orban, Geert Vilders, etc.).

            ¿Quiénes son, entonces, esos votantes? Las estadísticas, bastante erráticas, han querido señalar a los blancos mayores y sin educación universitaria como su paradigma, pero lo cierto es que muchas mujeres y universitarios votaron por Trump y el No en Colombia e Inglaterra. Se trata, más bien, de un muy amplio sector de nuestras sociedades que no se halla en la pobreza extrema, sino en una clase media cuya característica central es la sensación de haber sido maltratada por la clase política tradicional y, sobre todo, de carecer de esperanzas de futuro.

            Tenemos que asumir, por más que nos cueste, que ellos -no los politicastros que los animan- deben tener algún motivo íntimo para votar así. Que su sensación de abandono, furia, desesperanza o miedo es, en cierta medida, culpa nuestra. De los sensatos y cuerdos que no supimos o quisimos verlos. Y, sobre todo, de la clase política neoliberal (y sus aliados liberales) que, desde hace un cuarto de siglo, decidió arrancarles todos los beneficios sociales posibles e instalar en sus mentes, de paso, un rechazo visceral al Estado como causa principal de sus problemas. De un Estado que beneficia a solo otros (las minorías, los extranjeros, los migrantes, los refugiados, los otros) y no a ellos.

            Millones votaron en contra de la sensatez, guiados sólo por sus emociones. El lamentable resultado es éste: le han entregado el control del mundo a sujetos que no harán otra cosa sino exacerbar su frustración y su ira, en una espiral sin fin. ¿Qué queda entonces? Ya lo dije: la resistencia global. Cuya principal arma es la defensa de una educación pública humanista y crítica que reinstaure entre los jóvenes los valores esenciales de libertad, igualdad y justicia que tanto hemos descuidado en estos años.

 

Twitter: @jvolpi

 

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1 de diciembre de 2016
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Poema 33

Látigos de luz

batían

la superficie  

de animales con pezuña

Arcoiris  soberbios 

sostenidos  

por escuálidos  tubos

de neón.

Heridas tiernas

aún y cicatrizando

sin término.

Fuimos en ese solar

las víctimas

bendecidas a fuego,

dichosamente malditas.

Sepultadas

entre un aguacero

de mercurio encendido.

Una tempestad

quieta y cruel 

se avecinaba para lacerarnos.

Rayos y rostros

de charcos.

Espasmos sedientos

que atenazaban

los brazos,

nos cegaban los ojos,

nos hundían

la voz.  

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1 de diciembre de 2016
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Mitología castrista

Mito y verdad tienen escasa relación. Sobre un fondo de verdad, un mito es esencialmente una fabulación.

Fidel es un mito, una fabulación de la que él mismo es creador y protagonista.

Es un mito su socialismo: a la vista está la ruina a la que llegó el modelo soviético.

Lo es la patria soberana: para librarla de la dependencia estadounidense la sometió y se sometió a la dependencia soviética.

Junto al mito, una realidad incuestionable: puso a Cuba en el mapa. Pasó de un estatuto semicolonial a condicionar la relación entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

Nunca Cuba volverá a ser tan relevante. Nunca volverá a tener el mundo en vilo, al borde la guerra nuclear.

Sin Castro, la historia de la descolonización hubiera sido otra. Su aventura guerrillera en Sierra Maestra inspiró a los movimientos de liberación nacional en todo el mundo, y en África particularmente.

También en América Latina y Europa, aunque de la peor manera. Su teoría de los focos revolucionarios arruinó los horizontes reformistas y llevó a millares de jóvenes al matadero.

Este es un mito mayor, el de la revolución violenta, y el más atractivo y peligroso. Su huella alcanza hasta ahora mismo, ironía de la historia, con esas FARC que han dejado las armas bajo auspicios cubanos. Sin Fidel y sin el Che, quizás no las hubieran tomado nunca.

El destrozo es formidable y en parte irreparable, en vidas humanas sobre todo, incluida la reacción del golpismo militar y de la CIA. También en la confusión de las ideas sobre la violencia y la democracia que todavía persiste en buena parte de la izquierda.

No admite discusión que fue un gigante, un héroe de la revolución anticolonial y del socialismo de matriz soviética. Pero un gigante sanguinario, un héroe cruel y un dictador que mandó fusilar y encarcelar a millares de cubanos.

Un caudillo militar sin escrúpulos, en definitiva. También un modelo gerontocrático para personajes como Robert Mugabe o Abdelaziz Buteflika. Y sublime sarcasmo, un cacique, un oligarca, fundador de una dinastía conservadora que pugnará por perpetuarse.

De sus aventuras africanas, queda la victoria militar en Angola frente a las tropas del régimen racista blanco de Sudáfrica.

El fin del apartheid es una de las escasas batallas gloriosas en que la guerra fría se decantó por el otro lado, el gol del honor de la izquierda internacionalista y revolucionaria. Que, por cierto, pertenece entero a Mandela el anti Fidel.

De los mitos no se vive. Como gobernante fue una plaga, un desastre. Sobre todo en la gestión económica, ruinosa y absurda.

Todo lo que hizo fue para mantenerse en el poder, alejar a quienes podían quitárselo y perpetuarse más allá de lo razonable. Cuba fue su cortijo, donde nadie podía alzarle la voz ni llevarle la contraria.

Su poder personal y su huella en la historia del siglo XX han forjado el mito más persistente, que es el de la subjetividad revolucionaria, capaz de cambiar el mundo en las peores condiciones cuando hay voluntad y empeño.

Este mito explica la fascinación que todavía ejerce, aunque sea un abuso identificarle con la izquierda, la independencia y la libertad de los pueblos y sobre todo de las personas.

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1 de diciembre de 2016
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