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La rebelión de las larvas.

"No se agita sin peligro ese universo de larvas (on ne remue pas sans danger  cet univers de larves)" decía refiriéndose a los fantasmas ocultos  de la subjetividad humana  un pensador francés, hoy marginado de ciertos medios intelectuales y académicos en razón de los caprichos de la moda, lo aleatorio del reconocimiento y quizás también  una cierta ausencia de mesura en sus críticas acerbas.

El destino de la larva es en principio sufrir la metamorfosis conocida como pupa en el que  desarrollan los órganos propios de su especie. Se supone que en ausencia de tal  proceso de metamorfosis  las larvas desaparecerían.  Pero el universo de larvas al que metafóricamente se refería el citado pensador sería un caso especial, como si un cultivo de mosca de la carne sin distribución morfológica, perdurara como trasfondo oculto de los seres  ya dotados de cabeza, tórax y extremidades.

El hábitat de las larvas puede ser muy diferente del de los seres llegados a maduración, e incluso parecer hallarse en las antípodas del mismo: la comunidad de mamíferos que ha posibilitado un Einstein, un Marcel Proust, un Brahms o un Descartes es una buena metáfora de tal mutación ambiental. De todas maneras,  aunque la moscarda pueda a veces merodear en torno a flores de intensivo aroma,  a la hora de depositar sus huevos frecuenta el estiércol, el basurero urbano o la carne inerte, donde las larvas gozaran de putrefacción durante días. La moscarda  vuelve al origen al menos para procrear.

En la medida en que ese universo abisal  permaneciera absolutamente aislado e ignorado,  cabe decir que las larvas  y los adultos se las arreglan cada uno por su cuenta. Mas si los seres ya configurados encontraran  excesiva la tensión que supone  esa fértil metamorfosis que les hizo ser, podrían llegar a  sentir   atracción por el estado larvario.  ¡Cuidado entonces  si una rendija se abre! Pues ese repudio de la vida que la larva frustrada representa puede deslizarse y llegar a impregnar el exterior por entero.

Malestar en la civilización decía Freud, amenaza  inherente a la civilización cabría decir. No se trata de depósito larvario de la vida animal, sino del ser de  lenguaje, es decir, del ser marcado por  única cosa que puede redimir del mal, precisamente por ser la única cosa capaz de generarlo: estas larvas  metafóricas perduran como residuo o desecho forjado en el esfuerzo mismo por insertarse (no hay ser de palabra  que no haya pasado por ello) en las formas de sociabilidad que son los ritos, la simbolización, el conocimiento y la reflexión sobre la singularidad del animal que realiza tales cosas. Residuo inevitable, como precio de la civilización misma, al igual que es imposible  una emergencia  sin excreción, o la conversión de todo el monto de energía disponible  en efectivo movimiento.

La sorda presencia del depósito de larvas explica que a la menor quiebra en los equilibrios sociales, el repudio de  nuestra condición (bajo forma  de repudio de esa alteridad sin la cual simplemente el nudo de relaciones que constituye el ser humano no es posible), se traduzca en corrupción de la función esencial de la palabra. Cuando la existencia es cabalmente humana, es decir, cuando los principios rectores de la sociedad posibilitan la celebración festiva,  el arte, el conocimiento y la reflexión sobre el propio destino, entonces  el potencial larvario  está  neutralizado, mas en ausencia de tal fertilidad,  cuando la vida cotidiana se distribuye entre trabajo mecánico (o ausencia del mismo) y vacío narcotizante, se incrementan exponencialmente las probabilidades de regresión hacia  ese receptáculo de la excreción  inevitable que supuso decir a la razón y al lenguaje.

Y, efectivamente, el muro parece haberse fracturado. De ahí que  la brutal ofensa a la dignidad (la violencia directa contra toda disposición política simplemente respetuosa de los imperativos básicos de la sociedad de los humanos) que suponen, mero ejemplo, los propósitos del nuevo icono americano, no conlleve para el protagonista precio alguno, no pueda  perjudicarle en absoluto. Entiéndase bien que lo que ha cambiado es la oreja del oyente y no el contenido de los  discursos, pues frases como las por él pronunciadas las habíamos oído muchas veces a uno y otro lado del Atlántico (1). Pero  de Manila, a Amsterdam, y de Cracovia a Washington la oreja que escucha es otra, como señal de un cambio de la entera disposición de una gran parte de los ciudadanos; se ha impuesto simplemente una inercia hacia ese vertedero que quizás todos y cada uno de nosotros lleva dentro.

Y una vez más la inevitable pregunta: ¿qué actitud adoptar? Sin duda, en primer lugar, luchar contra la regresión: aun cerca de la cloaca, rechazar sin embargo la vieja complacencia en los hedores. Pero en segundo lugar un paso adelante, como han hecho tantos en las  duras condiciones  para la dignidad del espíritu humano que aquí otras veces he evocado. Por desazonadoras que sean las circunstancias, estas no deben ser coartada para que el hombre renuncie a su tarea esencial: conocer y simbolizar sigue siendo lo propio y lo serio, y por ello  renunciando a la simbolización y el conocimiento el hombre renuncia simplemente a lo propio. Aunque  sepamos  que el mundo no está hecho a la escala humana, no podemos  dejar de querer que así sea, sostenía  André Malraux.

"El origen del mundo" es el título del famoso cuadro de Gustave Courbet que colgó un tiempo de las paredes de la casa de campo del evocado Jacques Lacan. Sólo el terco combate del espíritu puede evitar que el rostro  que muchos periódicos  situaron en portada  el pasado nueve de noviembre pudiera ser contemplado como "el destino del mundo".

 


 (1)"¿Sidoso?(...)no es una palabra bella pero no conozco otra. Hay que decirlo, contagia por su respiración, sus lágrimas su saliva y su contacto" habría dicho en cierta ocasión el patriarca de los franceses de souche,  cuya hija tiene por cierto un buen socio, al otro lado de los Alpes, en el presidente de la Lega Norte, quien no se contenta con atacar un colectivo diezmado por la enfermedad: "La Mafia en el norte [de Italia] está de más(...) ha llegado a nuestra casa sin quererla" Se supone que no es el caso cuando se trata del desahuciado Mezzogiorno, con cuyos habitantes cabe sin embargo un acuerdo ante la amenaza de parásitos mayores: "Reservar los dos primeros vagones a las mujeres que no pueden sentirse seguras por la agresividad y mala educación de tantos extra-comunitarios". Cabría multiplicar los eejmplos.

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25 de enero de 2017
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Poema 72

Puede decirse

que los ganglios,

los glóbulos

o los nódulos

forman una guirnalda

que decora el

pecho de verbena.

Son rosarios

de vida

encendida

con linternas

y de vida que tiende

a apagarse

cuando sus

contenidos  

envejecen.

Tienden a mustiarse

los tejidos y

el núcleo se ablanda

en pliegues y

flaquezas que

gradualmente

puntean el cerebro

de hoyos

diminutos

y delaciones

sin curación.

Un desgaste fatal

que compendia

la decadencia

biológica

de la existencia

Una resolución

miserable

sin pausa y

sin calibre.

Una clase de planta,

 la existencia,

que muere

resignada

y por inercia.

Sin alzar,

al cabo,

la voz. 

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25 de enero de 2017
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Antiestética del poder

Hace un par de meses, avanzaba con unos amigos por Madison Avenue después de cenar –que es cuando mejor se ven los escaparates–, y de repente la crin de un caballo blanco se abalanzó hacia nosotros. Galopaba, bello y libre, en la ciudad solitaria, y el efecto óptico que producía la imagen en movimiento era tan poderosa que avasallaba. Sucedía en un escaparate del rey de la moda americana, Ralph Lauren, emparentado con la hípica y el poder. Cincuenta años en el trono y una compañía valorada hoy en 7.900 millones de dólares, todo ello conseguido por este hijo de inmigrantes judíos rusos nacido en el Bronx como Ralph Rueben Lifshitz. Lauren es un clásico moderno que representa el sueño americano, los Hamptons y el casual sport pijo, pero también el lazo rosa del cáncer clonado en sus polos universales que se llevan tanto en Sotogrande como en Benidorm. Es el diseñador más cercano al poder y su relación con Hillary Clinton fue cómplice: desde que la nombraron secretaria de Estado se ocupó de su imagen, y la blindó. Sartorialismo solvente, trajes sobrios y estructurados, colores lisos, versiones del uniforme femenino-público para huir de la controversia.
Pero, de la misma forma que Lauren encontró inspiración tanto en el Lejano Oeste como en la iconografía de la era Kennedy, Melania Trump, inmigrante eslovena, trató de emular a Jackie en un acto de pretenciosidad mayúscula. ¿Cómo no iba a recurrir la flamante primera dama al dueño del caballo blanco de Madison Avenue? Azul demócrata, igual que el color de la corbata de Obama; un traje con abrigo torero estructurado –pero no tan pegado al cuerpo como acostumbra a lucir en sus modelos estilo miss Universo–, mientras que Donald, tan alejado de cualquier aspiración de belleza, se mostraba despechugado con corbata de un rojo corporativo.
La señora Trump tiene todas las papeletas para callar, encerrada en esa tower de mármoles rosa. Han anunciado que no vivirá en la Casa Blanca, ni regará el huerto de Michelle. No obstante, a cada inquilina se le permite tener un caprichito, y Melania ha pedido un salón de belleza para hacerse las mechas cuando vaya a Washington. Pero lo más curioso de todo es que tanto ella como su hijo de diez años –que en el paseíllo presidencial andaba cabizbajo y confuso, levantando los brazos a desgana– reflejan el código ético y estético de la nueva primera familia, condenada a actuar como marionetas sin cuerda a fin de encajar en el guión más disparatado de la democracia norteamericana. Trump y sus consejeros millonarios aseguran que van a devolverle el poder al pueblo, pero en su “América fuerte” no hay lugar para corceles. Y mucho menos libres.
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25 de enero de 2017
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Subido al Carrusel

Leila Guerriero, la celebrada periodista argentina, me envió un largo cuestionario cuando preparaba su reportaje de portada para Babelia, el suplemento cultural de El País, que se publicó bajo el provocativo título El escritor ambulante. Me advirtió que no necesitaba responder a todas sus preguntas, porque no quería quitarme tiempo; pero el tema me pareció tan atractivo, que me aparté un rato de la novela que estoy terminando, y completé la tarea como un escolar aplicado, complaciente, y complacido.

En el reportaje Leila entresaca respuestas de los trece escritores entrevistados, acerca de cómo afectan su oficio las "idas y venidas" constantes entre ferias del libro, festivales literarios, comparecencias en universidades, lo que implica entrevistas, firmas, cenas a veces aburridas, los interminables viajes aéreos, y esos obligados hogares temporales que son los hoteles. Me ocupo aquí de ese tema, y sus consecuentes bemoles, en base a las respuestas que le di:

Si estoy en Nicaragua escribo todas las mañanas desde las 8 hasta la hora del almuerzo. No puedo hacerlo donde sea, bares, cafés, aviones y trenes, salvo que se trate de anotar, antes en una pequeña libreta, ahora en el celular. Puedo repetir mi rutina en otros domicilios temporales, cuando me tocan estaciones largas fuera, y me siento debidamente instalado, en reposo.

Debido a mi novela decidí el año recién pasado disminuir mi ritmo de viajes. Reduje mi calendario a 16 compromisos, cuidando lo prioritario. Unas quince semanas en total. ¡Qué drástica reducción!, me digo ahora, con sorna.

Lo peor es que al regresar de un viaje, después de haber abandonado por algún tiempo el libro en curso, debo comenzar desde el principio. Hay que volver a retomar la trama, meterse en la atmósfera, encararse de nuevo con los personajes, que resienten mi ausencia.

Viajar me produce cada vez más fatiga, culpa de "la obra profunda de la hora, la labor del minuto y el prodigio del año...", como describe Darío el paso del tiempo en su poema "De otoño".

Cuando se acerca diciembre me siento agotado, con ganas de tirar la toalla. Y peor el último noviembre. Me hallaba en Austin acompañando a Ernesto Cardenal en la entrega de su archivo a la biblioteca Benson, y yo debía hablar en la ceremonia. Estando allá me avisaron que mi hermano Lisandro había muerto en México, y pude conseguir un vuelo de madrugada para llegar a tiempo al funeral.

De vuelta en Managua, bajo el agobio de la pérdida, y más estresado que nunca, me sentí tentado a abandonar el resto de compromisos del año. Pero pensé que la gente que me había invitado, a la que dije que sí en su momento, no tenía ninguna culpa de mi estado de ánimo, y seguí adelante.

Los escritores somos una gran troupe que siempre está presentándose en los escenarios. De algún modo hay que estar cuando te llaman. Hay un ego siempre presente en los escritores, y estas líneas, hablando de mí mismo, son la mejor prueba. Pero hay que procurar tener un ego moderado. Y más importante que las luces del proscenio, son los nuevos lectores que se ganan gracias a esos viajes.

¿Hay alguien que se quede al margen? Vargas Llosa disfruta del público. Bob Dylan, no fue a recibir el Nobel pero delegó en la maravillosa Patti Smith para que cantara en la ceremonia una de sus baladas. Borges, ciego y todo, no despreciaba las invitaciones. Gabo, como dice su hermano Jaime, "se escondía para que lo hallaran".

Cuando uno presenta un libro en varios países, y atiende diez entrevistas de prensa en un mismo día,  tiene que aprender a dominar el arte de las "variaciones sobre un mismo tema". El periodista hará siempre preguntas parecidas, pero te está escuchando por primera vez, aunque tengas enfrente uno cada media hora. No puedes mostrarse cansado, ni aburrido. Sino, mejor quedarse en casa.

En las comparecencias me ayuda que hablar de literatura es lo que más me gusta en el mundo después de escribir, y claro, de leer. Me gusta ponerle humor a las conversaciones en público. Relatar historias. Es lo que espera la gente, no las disertaciones académicas.

Nunca se me ocurriría dejar de escribir y seguir montado en el carrusel de la feria. Me convertiría en una especie de veterano de guerra que enseña sus viejos galones, o sus viejas heridas. Lo contrario sí es posible. Porque escribir es una necesidad vital, y seguiré escribiendo hasta el último día.

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25 de enero de 2017
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El huevo

Es cierto: Trump produce fastidio y repugnancia y es la bestia física lo que levanta un asco tan humano. Quien habla de "coger a las mujeres por el coño" debería ser arrojado de la vida pública. En España hemos expulsado a tipos que no llegan ni a la suela de su grosería. Asquea el iletrado brutal, el matón que desprecia a los mexicanos porque son bajitos y morenos, que juzga a los afroamericanos como un sudista del siglo XIX. Y a pesar de todo, eso no es lo peor.

Lo peor es que fue elegido por millones de ciudadanos que dan el mismo asco, aunque además dan pena. Millones de analfabetos culturales y castrados morales. También Hitler tomó el poder gracias a los votos de los demócratas alemanes y ya en el poder acometió la tarea de crucificar todo lo que le había humillado en su juventud: judíos ricos y cultos, gente de talento en partidos, prensa y universidades, jueces con principios éticos, en fin, todos aquellos que no eran como él, un psicópata ineducado, vil, inmensamente resentido. Pero tampoco esto es lo peor.

Lo peor es que nuestra sociedad es la que ha creado a esa gente vil, resentida y brutal que elige jefes brutales y resentidos, gentes de toda edad y condición que están suplicando que les acaudille un Trump, un Putin, un Chávez, un Castro. Ese es el verdadero huevo de la serpiente. Ahí es donde va a nacer la próxima dictadura, la siguiente guerra. ¿Y cómo la hemos creado? Destruyendo la educación y la ciencia, corrompiendo la Universidad, ennobleciendo a los canallas, calumniando el estudio, el talento, el esfuerzo, la excelencia, usando como único medio de enseñanza esas pantallas cubiertas de grafitos obscenos que dominan a los inmaduros. Ahí está el huevo. ¿Quién lo puede aplastar?

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24 de enero de 2017
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Poema 71

De zonas opacas

procedía

una pregunta

sin neta 

audición.

Se trataba, sin embargo,

de algo muy trascendente.

Una interrogación

de vida o muerte,

salud o enfermedad sin fin.

Una cuestión, sin embargo,

 Que, a causa de su trascendencia,

se esfumaba pronto

entre areniscas.

Sólo  diferenciable

a la vista del ojo

por el inquietante bulto

en que se concretaba

el pavoroso tumor

y su

 adscripción.

¿O no era parte de nada?

¿O no era un factor adscrito?

Ahí residía,

sin duda,

su pavor

puesto que

no formando parte

de conjunto alguno

banda u horda

podía asesinar

en el vacío

perfumado de  

impunidad.

O bien,

¿por qué atribuir

al crimen

sin causa

alguna culpa?

No había método

alguno

y todo ello se deducía

de la difícil

determinación de su

silueta.

Natural,

Apelativa.

Celada.

No poseíamos

consolación

y, sin ella,

razonablemente,

la interrogación ganaba

poder vermicular.

Una sinuosa potencia

de veneno secretado.

Una potencia

sin antídotos

o, en consecuencia,

una potencia

de libertad

asesina

absoluta y superior.

Una maldad

orgánica

y voraz

que arrasaría

cualquier movimiento

de defensa

o de derecho.

Aún el gesto humilde,

de existir por existir.

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24 de enero de 2017
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Cambio y corto

Vivo pegada a mi MacBook Air, dependo de él. Lo llevo en el bolso, bajo el brazo, en taxis o conferencias. Lo saco en todas partes, asegura mi memoria: busco en sus archivos, abro y cierro carpetas igual que cajones, me siento como en casa. Pero a la vez mantengo idéntica domesticidad con un pequeño cuaderno de piel lacada y papel panamá azul inglés sin el que no puedo ir a ninguna parte, ni al médico o al cine. Cabe en el bolsillo, no pesa y me hace buena compañía. Esos cuadernos son notarios de mis días, en ellos anoto palabras nuevas y viejas, y han acabado conformando una de mis más preciadas colecciones: azules, lilas, rojos, negros, combados por el tiempo y cubiertos de escrituras rápidas y lentas. No obstante, ese acto tan sencillo de llevar una libreta, abrir una página y tomar nota de algo, un título, una idea, se ha convertido hoy en una actividad jurásica. Ya no se anota, en su lugar se fotografía, se teclea o se graba. Así lo muestra el estudio Vuelve a escribir realizado por Ipsos, que ­revelaba cómo la tecnología ha transformado los hábitos de la escritura: el 75% de los españoles escribe a diario sólo a través de un teclado. Y una gran parte sustituye la ortografía por los emojis.
Sin embargo, una nueva modalidad arrecia en las avenidas y las estaciones de metro, mucho más sonora, casi fantacientífica: androides que avanzan por la calle hablándole a su teléfono, sostenido como si fuera un espejito. Los mensajes de voz han perdido el sentido del ridículo y se han convertido en moneda diaria, dejando atrás el atávico miedo al micrófono que ha perseguido a varias generaciones de españoles, aterrorizados de tener que hablar en público. Digamos que el pudor se ha desvanecido, que hoy todo el mundo puede agarrar un micro y retransmitir su vida en directo. Estos audios también conectan con la infancia: ese cambio y corto de los walkie-talkies que nos hacían sentir importantes al hablar a distancia, aunque fuera en el pasillo, y por un canal privado.
WhatsApp lanzó Push to talk en el 2013 y enganchó a jóvenes y a mayores: los adolescentes están encantados –lo explicaba Esteve Giralt en La Vanguardia– “con una forma de conversar asíncrona más ágil y cómoda que la escritura y la lectura”, y en cuanto a los mayores, digamos que no les hacen falta las gafas.
La voz a menudo llega más diáfana que la palabra escrita. No admite tantas suspicacias ni dobles significados. Pero, a la vez, resulta invasivo e impúdico que los mensajes de audio, en un espacio público, no se contenten con la oreja y sean reproducidos con el altavoz. El otro se hace más presente, a veces escuchándose a sí mismo, porque debe de hacer natural lo que no lo es: hablar sabiendo que se está grabando. El otro día, en un vagón de tren diez personas parloteaban con las manos libres, convirtiendo su conversación privada en pública, tan necesitadas de un altavoz.
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23 de enero de 2017
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Poesía en una esquina

La poesía joven tuitea sus aforismos y los clava igual que piercings. Versos tatuados que cantan al amor (y al desamor) con palabras sencillas. Se habla de fenómeno, de fiebre lírica. Premios como el Loewe o el Adonais, el festival PoeMad y las lecturas en bares abarrotados de veinteañeros –sobre todo chicas– se suceden en Madrid. En el Intruso Bar de Chueca se celebra mensualmente Poetry Slam, una competición de poetas inspirada en las contiendas raperas. También está el Diablos Azules, en la calle Apodaca, que abre sus micrófonos para aquellos que quieran declamar rimas libres sobre servilletas de papel. Quienes escribimos versos de adolescentes admiramos su impudicia. Cómo abren sus heridas entre sábanas de piso de estudiante. Subliman el sexo porque no les importa la comida. Leen filosofía en los posos del café. Los hay poetas-letristas, amateurs superventas, como Rayden, Natch, Vanesa Martín o Rupi Kaur “Otras maneras de usar la boca. Marwan –mitad palestino, mitad madrileño de Aluche ha alcanzado los 12.000 ejemplares con ‘La triste historia de tu cuerpo sobre el mío’– . Los hay quienes reclaman la prueba de paternidad de la llamada generación de los 80’: Luis García Montero, Benjamín Prado o Manuel Vilas, el año que nos dejó encogidos pero más vivos que nunca con “El hundimiento”. Poesía cotidiana que arroja desde la primera persona la extrañeza de sentirse joven y viejo a la vez. Sus imágenes conforman un patchwork tejido de pedazos de identidad. “Cualquiera podría pensar contemplando la escena/que he fracasado en la vida./Pero yo sé/que es la vida la que ha fracaso conmigo” escribe Emilio Martín Vargas, de profesión barman, tras resbalársele una botella de Pingus 2006: “un reguero purpúreo de novecientos treinta y seis euros/ bajo mis pies encarnados”. Martín Vargas es uno de los últimos hallazgos de Chus Visor, santo y seña de la edición de poesía en nuestro país. Visor ocupa una esquina de Madrid: Isaac Peral con Donoso Cortes. También una frontera, la que trazan el parque del Oeste, Moncloa y la orilla de la Ciudad Universitaria. El editor, librero y bibliófilo es un pozo de memoria sin nostalgia: “Solo me pongo nostálgico cuando pierde el Atleti”. Lleva 48 años fumando en el umbral de la vieja librería heredada ya con el nombre de Visor –de la tipografía decó Sinaloa, creada por –, una tertulia sin fin, una obra abierta frecuentada por noveles y consagrados, “visoristas” de Madrid y provincias.
Él encarna el Madrid castizo, guasón y noble, provisto de ese rajo gutural en las eses. Habla sin pedantería, suelta tacos, reparte humor y palmadas a los amigos y se hace el esquivo con los pesados. Ha publicado a cinco generaciones poéticas. Lo visito un sábado helado de enero. Chus Visor milita en el calor, el frío le incordia. Llega a la librería en autobús. Tiene su despacho en el sótano con temperatura mediterránea gracias a un calefactor eléctrico. En la cueva descasan decenas de archivadores repletos de correspondencia con Celaya, Gelman o Benedetti. Visor es ordenado, y su gruta es pura golosina para los amantes de la poesía. Me muestra el primer ejemplar que publicó, en 1969: “Una temporada en el infierno” de Rimbaud. No podía ser de otra manera. Osado y fumador, él toma cañas acodado en la barra del Van Gogh, antes llamado Galaxia –por el edificio que la alberga–, donde se tramó un intento de golpe de estado que debía darse pocas semanas antes de la aprobación de la Constitución.
Me asegura que nunca sufrió la crisis, ni en sus peores años, ya que el lector de poesía permanece inmune a la economitis global. Su historia se compone de más de 900 libros de poemas con esa cubierta negro laca que diseñó Alberto Corazón; negro Balenciaga, negro Rock &roll, negro Sartre, un noir iluminado con letras en blanco. Ha logrado hacer sostenible el negocio con pociones de Sabina y Benedetti, más los Claudio Rodríguez, José Emilio Pacheco, Joan Margarit, Carlos Marzal, Ana Rosetti, Elena Medel, Ana Merino, Antonio Lucas y su última revelación, Elvira Sastre, con un título que llega con filo de Gillette: “La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida” y ha sido superventas de lujo. Visor asegura que aún no tiene la respuesta para entender esa posesión totalizadora de la poesía como lenguaje hipermoderno. Que la poesía esté de moda es sin duda una de las mejores noticias para la moda. Y para Chus Visor, tan ajeno a la pasarela.
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23 de enero de 2017
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