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Poema 51

La vida

no es un material

de desecho

a pesar de que,

de antemano,

puede pensarse,

que se haya

condenada al vertedero.

La vida

es una larga y

delicada

emoción.

Una  luminaria

supuestamente lentificada

O una ilusión

de nivel superior.

Todo esto

se comprime,

sin embargo,

en una bala

de acero encendido,

tan precisa

y criminal.

Tan atinada

e indiferente

que son

las películas del oeste

quienes poseen

mejor

el secreto de la muerte.

Una vitrina

opaca y colmada

del saber vulgar.

Sabor a  fuego y

trigo.

Una experiencia

de la existencia

orgánica,

única y animal.

Un punto

central, frágil

y decisivo

en un pueblo

salvaje o mineral.

Un poblado

polvoriento

y anónimo

del más acá.

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26 de diciembre de 2016
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La estancia de alabastro

No sabemos qué habría pensado Emily Dickinson de su monumento. En vida no lo tuvo, eso es sabido, habiendo publicado tan solo una decena de poemas en revistas provinciales, sin por ello dejar de escribir compulsivamente y sentir las angustias del arte («les affres de l'art »), que Flaubert sintetizaba muy bien al hablar de Montaigne, quien «al igual que un poeta (...) tenía también su hermoso ideal que quería alcanzar y tocar, su estatua que quería moldear ». La estatua póstuma de Dickinson tardó en ser trazada y moldeada, pero ante su pedestal sin ornamento se agolpan en los últimos tiempos los lectores, los estudiosos, «contemplando sus profundidades, viendo sus propios rostros reflejados en ella, viendo más cuanto más miran, sin ser capaces nunca de llegar a decir qué es lo que ven », citando ahora lo que Virginia Woolf escribió del señor de Yquem.

    La contribución de Terence Davies al monumento de la señorita de Amherst en « Historia de una pasión » (« A Quiet Passion ») se desmarca por completo de su elegante pero relamida tendencia ilustrativa a la hora de adaptar textos literarios, de Kennedy Toole (« La biblia de neón »), de Edith Wharton (« La casa de la alegría »), de Terence Rattigan (« The Deep Blue Sea ») o de Grassic Gibbon  en « Sunset Song », como si el cineasta británico, totalmente permeable al arte indócil, hondo, inventivo, de Dickinson, hubiera encontrado la solución alquímica para reconstruir los versos y el espíritu de la gran poeta de un modo cinematográfico alejado siempre de la glosa literaria y del substrato retórico. Un cine de poesía sutilmente onírico y alusivo, en el que las visiones de Emily se engarzan sin sobresalto con las conversaciones picantes que sostiene con su deliciosa amiga Miss Buffam, y accidentes vitales como la muerte de los padres o el devenir de la guerra civil americana se cuentan en una estampa fúnebre de notable sencillez plástica o con la poderosa elipsis de dos banderas, la federada y la confederada, gastadas y desgarradas bajo el recuento del número de sus víctimas.

    La pelicula retrata además a varias mujeres de extraordinaria calidad, sometidas al mismo yugo patriarcal y social, autoritario, estricto, así como las maneras opuestas de responder a esa intolerancia, doblegándose (Miss Buffam) o rechazándola (la propia Emily). Pero la lucha contra la trivialidad y el dogmatismo que ella llevó a cabo en su corta y aislada vida no son motivo en el film de alegato ni moraleja. Con una lengua hablada de vivísima riqueza y compleja sintaxis, que las actrices dicen con naturalidad, Davies consigue una muy bella « conversation piece », más literaria que pictórica, centrada lógicamente en el personaje central (gran creación de Cynthia Nixon), al que el audaz guionista y aquí tan inspirado director -ambos el mismo Davies- dota de poesía y verdad con el uso intercalado de fragmentos de cartas y poemas de Dickinson. Uno de los que prefiero de su extensa obra, el 216, da una imagen tan reveladora como enigmática, en puro estilo « dickinsoniano » , de los estados de sublime ocurrencia visionaria a los que era tan proclive: « A salvo en sus Estancias de Alabastro- / Al Alba indiferentes- y a la Tarde- / Yacen los mansos miembros de la Resurrección- / !Una Viga de Raso- y un Techo de Piedra !».

    Puede decirse, finalmente, que incluso la puntuación extravagante aunque nunca gratuita del verso de Emily Dickinson, con su proliferación de mayúsculas, guiones y signos exclamativos, tan desconcertante para sus primeros lectores (y no solo para ellos), tiene un correlato adecuado en «Historia de una pasión » en los abruptos saltos de la acción, los oscuros en la imagen, y el empleo del « morphing », esa técnica digital que le permite a Davies envejecer convincentemente a sus intérpretes dentro del plano, sin recurrir a las arrugas falsas y los afeites. Lástima que esa veracidad general de la película no sea trasladada a las numerosas citas poéticas ; los traductores de la versión subtitulada, M. Grange y S. Bonet, se han esmerado en esta ocasión, pero cuánto mejor habría sido que en vez de enfrentarse a la dificultad endiablada del original hubieran echado mano  -con la debida acreditación- de la traducción completa de la poesía de Dickinson magistralmente realizada (es ya un libro de referencia en castellano) por el poeta cordobés Jose Luis Rey y publicada en Visor el pasado año.

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26 de diciembre de 2016
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El año de la rabia

No ha sido enfado, enojo o mero encono. Tampoco indignación, como hace unos años. Menos aún desesperación, desasosiego o desesperanza. Ni siquiera furia o ira. Ha sido rabia. Una rabia agreste y salvaje, desmedida, estruendosa, burda, ingobernable. Si una imagen ha de quedar de este año ciego y sordo, plagado de improperios y verborrea, de groserías e insultos, de amargas sorpresas sobrepuestas, sería la de una boca abierta, la quijada tensa, los colmillos filosos y la lengua retorcida, cubierta por completo de saliva fétida y espumosa. Sí, la rabia.   

            Una rabia que resultaría incomprensible si reparásemos, como Yuval Noah Hariri, en que, pese a los innegables horrores que nos circundan, vivimos una de las épocas más prósperas y menos violentas de la humanidad. Pero esa perspectiva de largo plazo, meditada y serena, es lo que menos se acomoda con el espíritu de nuestro tiempo, y en particular con el de este annus horribilis. Poco importa que hayan disminuido como nunca las hambrunas, las plagas y las guerras, que la mayor parte de los países tengan regímenes más o menos democráticos, que las esperanzas de vida hayan crecido para la mayor parte de la población. La rabia no entiende de razones, no proviene de un cálculo matemático o se doblega ante un modelo estadístico, es puro impulso desbordado.

            Hay que insistir, sin embargo, en que la rabia -y sobre todo una epidemia como la que este año asoló el planeta- no surge de la nada, sino que se incuba poco a poco hasta alcanzar un umbral o una masa crítica que la torna muy contagiosa e irrefrenable. Hasta hace poco existía una incomodidad o un malestar difuso, sobre todo entre aquellos que habían logrado acomodarse bien que mal a la lógica de sus propias comunidades, que los llevaba a desconfiar de sus gobernantes y los predisponía en contra del egoísmo de sus élites, que les imbuía un pánico natural ante el futuro y los unía en torno a sus prejuicios. Esa era la leña verde: sectores que se sentían sobajados u olvidados, despreciados o desoídos. A la que se arrojó la tea ardiente: el discurso incendiario, trufado de mentiras y de odio, de unos demagogos sin escrúpulos.

            Y la rabia se extendió por la faz de la Tierra. La rabia de ingleses y galeses contra la Unión Europea. La rabia de incontables colombianos no contra la guerrilla, sino contra el gobierno que se arriesgó a firmar la paz. La rabia de millones de estadounidenses contra Washington, sea lo que esto signifique. Pero lo peor es que la rabia siempre requiere de enemigos, blancos a los cuales achacar la culpa de todas nuestras desgracias: los inmigrantes del este de Europa que nos arrebatan los empleos en las depauperadas urbes inglesas; los guerrilleros que se apoderarán del país imponiéndonos el castro-chavismo; los mexicanos criminales que nos roban y violan a nuestras mujeres o los musulmanes con su religión de terroristas. Y esto solo en estos tres casos, pero la rabia también se decanta en contra de los refugiados sirios en Europa, de los maestros huelguistas en México, de los disidentes en China o Rusia, de los árabes en casi cualquier parte.

             El año de la rabia es el año de Farage, de Uribe y de Trump, con sus ácidas victorias, a quienes se aprestan a seguir otros de su calaña en 2017 y en los lustros venideros. Su ejemplo ha demostrado que, a fuerza de mentir y volver a mentir sin jamás arrepentirse, de reconcentrar los más viejos temores y de impulsar el odio a los otros -a todos los otros-, es posible ganar elecciones e imponer una narrativa del rencor por encima de los hechos. La rabia, para colmo, es una serpiente que se muerde la cola: hoy no solo anida en los corazones de los triunfadores de este año, esos politicastros y sus seguidores, sino entre los vencidos: el resto del mundo. Nosotros. La rabia hacia Trump y compañía emula la suya. Se aproxima una era de bandos antagónicos, irreconciliables. Una era en la que la sensatez quedará en los márgenes y en la cual la razón y la solidaridad -esas dos medidas de lo humano- vivirán días aciagos.

             

Twitter: @jvolpi

 

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24 de diciembre de 2016
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Poema 50

No son muchos

los días

de buena suerte.

Muy a menudo

cae la

moneda

del lado aciago

y nos toca

nadar

en sus

aguas sucias.

Por el contrario,

cuando no es así

y la cara aparece

reluciendo

se levanta una

edificación personal

muy insólita,

de cemento firme

y acero de Pensilvania,

dónde, accidentalmente,

viví.

Esta reveleración,

casi inédita,

presidida

por el resplandor

americano del metal.

Metal del alborozo

yanqui de los años cincuenta

permite

no pensar en nada.

Sólo en el sexo

rubio del ligue

ante el cine

al aire libre

y en cinemascope.

Pensar en nada,

qué bendita

facultad.

Puesto

que todo

pensamiento sostenido

lleva a la 

alcantarilla

del ser.

No es pesimismo

ni amor a la basura

sino conclusión.

Sólo conclusión.

Defunción o terminación.

Ante cuya insignia

podrida

se alza

el júbilo de vivir.

Pero ¿cómo adivinar la vida

la vida adivina,

la vida divina

sin la inmediata amenaza de morir?

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23 de diciembre de 2016
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Comodines

Chatarras, Pumbo y La Monja Enana fueron los más grandes jugadores de chiribito que hollaron los tapetes del Casino Principal de Jaca; el chiribito, esa variedad de póquer, agresiva, espectacular y calibrada que otra gloriosa personalidad, que atendía por Loquilla, trajo a estos venerables salones en exclusiva para todo el gremio del naipe de la ciudad pirenaica. Sería 1980. Loquilla sufría importantes pérdidas en la sesión semanal de bacarrá oficiada en aquel insólito lugar cercano a Huesca y necesitaba resarcirse con toda urgencia. Propuso en Jaca cambiar de modalidad de juego, implantar algo que él dominaba, y con lo que creyó poder desplumar a sus compañeros de mesa. Pero minusvaloró a los poqueristas jacetanos (y zaragozanos visitantes), en especial a los nombrados al comienzo de esta historia, que pronto aprendieron, superaron al maestro y le obligaron a buscar en otros frentes el modo de sufragar la deuda. Loquilla murió pronto, y quizá en paz. En cualquier caso, el chiribito, también llamado póquer sintético, quedó instalado, no como homenaje a su introductor sino como incomparable método de mover dinero, en las hexagonales mesas del número trece de la calle Echegaray, en tiempos conocida como calle de las Damas. 

Pues bien, anotar un detalle; ni Chatarras, ni Pumbo, ni La Monja Enana, ni la inmensa mayoría de puntos autóctonos y alóctonos, caballeros todos, quisieron saber nunca nada del empleo de comodines en esa maravilla de la inteligencia y la emoción que es el póquer sintético, como tampoco antes lo quisieron en el ejercicio del póquer convencional, el póquer tapado, el de las cinco cartas. Sí, había una tradición, una costumbre, casi una corriente de pensamiento que postulaba la inclusión en el mazo de uno o dos comodines, pero era una tendencia que surgía entre clases pasivas, entre jugadores no creativos, entre quienes restaban a las cartas su propio valor para reducirlas a la vulgaridad y convertirlas en vehículo de la anodina pasión por el azar. ¡Los comodines!, y aquí es adonde quería conducir el discurso, al empleo exacerbado de comodines, pero no de los que tienen en el jóker a su emblema, sino otros, otros comodines, intangibles pero nefastos, invasivos veloces que se instalan en todos los sistemas de voz; me estoy refiriendo a los comodines gramaticales, a uno en especial, a ese verbo “hacer” que anula, arrasa a otros muchos verbos convirtiendo el empleo de la palabra en un desierto en el que la creación expositiva, la riqueza de los matices, se devalúan hasta transformarse en una insoportable muestra de inanidad y aburrimiento.     

Expresiones como “hacer el aperitivo”, “hacer un infarto” o “hacer pole” son de uso frecuente en los medios audiovisuales y, cada vez más, entre personas bastante bien educadas. Sustituir por el comodín “hacer” certeros verbos como –en estos tres casos- “tomar”, “sufrir” o “conseguir” es el signo de los tiempos, una moda, una señal aceptada del empobrecimiento del idioma y una pírrica victoria para los que propugnan igualar a las gentes por abajo. Sin embargo, en todos los terrenos, incluso en los más deleznables, es posible establecer algún récord, alcanzar un nivel impensable de estulticia y aborregamiento colectivo. Lugar: gasolinera El Cid en la autovía Zaragoza Huesca. Protagonistas: dos matrimonios de mediana edad y condición social que llegan a bordo de un coche matrícula de Tarragona. Diálogo (traducido): “Mientras haces gasolina iremos a hacer un café”; “No tengáis prisa que voy a ver si también me hacen el parabrisas y seguro que si les doy propina también me harán las ruedas”. Nunca Chatarras transigió ante los patrocinadores del descalabro: siempre buscó la mejor jugada, siempre buscó esgrimir con sagacidad sus altos poderes; daba gusto verle articular los naipes como si fueran sintagmas; ¡qué artista de la dicción!; abofeteó, dice la leyenda, a un agrimensor que quiso convencerle de la bondad del cambalache, de que hay quien sirve para todo, del usar y tirar, del qué más da cómo se hacen las cosas.          

 

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22 de diciembre de 2016
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¿Qué hacer con nuestra historia?

Para cierto pensamiento de muy hondo calado, el holocausto no sería el punto omega de un proceso de aniquilación, sería simplemente una boya más en el mar del horror que probaría que la conciencia occidental es, por debajo de sí misma y por lo tanto desde su misma sustancia, un fracaso en el proyecto humano.

Por lo mismo habría que añadir que esa conciencia occidental es de una debilidad tal que puede pasar del estado de civilización al de aniquilación extrema en décimas de segundo, como aquel gerifalte de Auschwitz que pasaba, en un instante, de su casa familiar, donde era muy tierno con sus hijos, a los crematorios.

Sea como fuere, parece evidente que parte del pensamiento de las cinco últimas décadas se ha dedicado a demostrar, con mayor o menor acierto, que el hecho mismo de que se hayan dado exterminaciones en masa y de que ahora mismo dejemos a merced de la intemperie y la muerte a miles de refugiados mientras jugamos con nuestro aparatitos y nos rodeamos de fetiches tan complejos como primarios demuestra que el animal humano es, de entrada, profundamente inquietante y mucho más problemático, en sus acciones y reacciones, de lo que habían imaginado generaciones y generaciones de hombres.

Da toda la impresión de que muchas veces las sociedades humanas aspiran como mucho a conquistar ese estado de gracia en el que ya no haya ninguna diferencia entre la pulsión de matar y el hecho de hacerlo: algo así como la guerra digital, a cuyos primeros balbuceos estamos asistiendo los hijos de esta época con el asombro, tan inocente como culpable, de quienes se saben pisando los umbrales de una nueva monstruosidad.

No es de extrañar que más de un pensador ha aventurado que el fin del mundo (como concepto) ya ocurrió en Auschwitz, y que ahora sólo estamos asistiendo al fin del no-mundo, o al fin del antimundo.

 

Es normal que algunas de las escuelas filosóficas más definitivas de después de la Segunda Guerra Mundial, hayan intentado ahondar en la gran ausente del pensamiento actual: la conciencia pura y dura, la conciencia moral. Todo un mundo se hizo cenizas hace más de medio siglo, y de las cenizas no suelen surgir diamantes. Una vez más, habrá que pensar qué hacer con nuestra historia.

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22 de diciembre de 2016
Blogs de autor

Poema 49

No son muchos

los días

de buena suerte.

Muy a menudo

cae la

moneda

del lado aciago

y nos toca

nadar

en sus

aguas sucias.

Por el contrario,

cuando no es así

y la cara aparece

reluciendo

se levanta una

edificación personal

muy insólita,

de cemento firme

y acero de Pensilvania,

dónde, accidentalmente,

viví.

Esta reveleración,

casi inédita,

presidida

por el resplandor

americano del metal.

Metal del alborozo

yanqui de los años cincuenta

permite

no pensar en nada.

Sólo en el sexo

rubio del ligue

ante el cine

al aire libre

y en cinemascope.

Pensar en nada,

qué bendita

facultad.

Puesto

que todo

pensamiento sostenido

lleva a la 

alcantarilla

del ser.

No es pesimismo

ni amor a la basura

sino conclusión.

Sólo conclusión.

Defunción o terminación.

Ante cuya insignia

podrida

se alza

el júbilo de vivir.

Pero ¿cómo adivinar la vida

la vida adivina,

la vida divina

sin la inmediata amenaza de morir?

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22 de diciembre de 2016
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La excepción paternal

En nuestra infancia sólo recurríamos a los padres para asuntos excepcionales, en cambio con las madres se hacía multitud de cosas pequeñas. Ellos, viajantes apurados, hombres de despacho o tra­bajadores con la espalda molida, no nos llevaban al médico ni acostumbraban a ayudarnos con los deberes; como mucho te subían a sus hombros o te quitaban los ruedines de la bicicleta y corrían tras de ti sosteniéndote lo justo. Bastaba el roce de su mano en el sillín para sentirnos a salvo. El mío también nos llevaba a la granja, donde, ante mi desmayo, nos enseñaba cómo parían las cerdas. Ya de joven, un primero de enero por la tarde, me ­acompañó hasta el pub donde había olvidado mi abrigo la noche anterior. No me preguntó nada y se lo agradecí. Con el tiempo pensé que tal vez no supiera qué decir, pero sus silencios lo hacían más misterioso, más desconocido, que es lo que acaban siendo muchos padres para sus propios hijos.
El padre justo, el fiable, el bondadoso, el ausente, o el que se siente un evasor de sentimientos porque no sabe expresarlos, siempre han sido disculpados a la hora de echar horas criando. De ahí a que tuviéramos que intuir su intimidad, pero también a que gozaran de una elevada comprensión social por no ejercer de padres. Recuerdo cuando Alfonso Guerra, al despedirse como diputado, reconoció que se arrepentía de no haber visto crecer a sus hijos.
Muchos hombres descubrieron en verdad que eran padres cuando se separaron. Nunca habían asumido el verdadero papel de la paternidad. Estaban de propina, para festejar, aprobar o reñir. Pero enseguida descubrieron la satisfacción que produce, además de dicha, asombro y agotamiento, la entrega a un hijo. Se hicieron oír entonces las asociaciones de padres separados, sus demandas para obtener la custodia compartida, los casos de discriminación. Que los padres pintaban, y mucho. Que tenían tantos derechos como responsabilidades. También asumieron la defensa, al igual que las organizaciones de madres, de una ley aprobada en el 2009 (que debía aplicarse en el 2011) y que ha nacido vieja: la ampliación del permiso del padre, que ahora pasa de dos a cuatro semanas, independiente del de la madre pero sin posibilidad de ser fraccionado, y que continúa resultando un tiempo escaso. Hasta hoy, a un hombre que se casaba –en primeras o cuartas nupcias, daba igual– se le daban los mismos días de recreo que si tenía un hijo: quince. La ejecución de esta medida, que se ha ido posponiendo por su coste económico –se destinarán 235 millones en los presupuestos del próximo año–, constituye un paso elemental en la conquista de la igualdad: si los padres no disponen de tiempo de roce y cuidado, cómo van a lograr las madres romper ese techo de cristal.
 
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21 de diciembre de 2016
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