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Poema 77

El final

da cuenta del fin.

Pero el fin,

como meta,  

parece un camino  

 alargado.

Tener un fin

alude, con frecuencia,

a poseer

una finalidad

y no necesariamente

temprana.

Tener un fin

concluyente

significa, por le contrario,

 asumir

una certera extinción.

Una existencia

que se consuma

y ya se  halla en consunción.

Esta es la lección.

Habituados

a consumir

y a terminar

plazos,

 la vida se compone

de segmentos

que acaban

pero no matan.

Acciones y escenas parciales

dentro del mismo drama.

Un amor, un  trabajo, un viaje,

un bocadillo, un verano,

una ilusión.

Los finales se repiten

sin cesar

como trances

sin demasiado clamor.

Terminaciones  

que amedrentan

y otras alivian del temor.

Raramente engullen

por completo

el pálpito

del corazón.

Pero  

¿y si el fin y la finalidad se funden?

¿Y si se yuxtaponen  

hasta formar

una sola

ciénaga hacia el porvenir?

¿Y si se junta la causa y su efecto  

en colusión nuclear?

En estos casos,  

como sucede supuestamente 

con los efectos atómicos  

se alza un gran vacío

y un polvo delirante

que nada puede paliar.

El vacío es la serpiente

deslizándose como un veneno.

El pecado trascendente  

al copular el fin con la finalidad.

Y en ese instante   

impera

de súbito

una fosca claridad,

una blancura sin su contraste

que anuncia

el advenimiento  de la nada.

La nada

la cima y la sima

del espectáculo total

Había y ya no hay.

La  materia

se desvanece,

concluye.   

O bien,

la muerte

no es sino esta magia

de la explosiva

desaparición.

Donde había

38.000 millones de neuronas

no queda vestigio alguno.

Todo se funde en el fin sin finalidad.

Esta es la lección del film

al concluir la película animada

Más allá

no hay resto ni grabación. 

Un instante más 

y la pantalla se vuelve blanca.

Blanco nuclear

y sin sonido alguno.  

Tránsito entre ser

 y ya no ser.

 

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1 de febrero de 2017
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La séptima función del lenguaje

     Creo necesario, antes de entrar en materia, dejar claro que La séptima función del lenguaje no es una novela para todos los públicos.  Y no porque sea complicada y aburrida o una obra sólo para entendidos y especialistas sino porque tiene su punto y quien no sepa pillárselo quizá no la encuentre tan entretenida como debería.

            El argumento no puede ser más sencillo: el 25 de marzo de 1980, a Roland Barthes se lo lleva por delante la camioneta de una lavandería mientras cruzaba una calle. En principio el atropello podría  ser uno más de los centenares de accidentes que invariablemente ocurren en París todos los días. Pero se da la circunstancia de que a los servicios de inteligencia les llama la atención que  haya tenido lugar justo el día en que el conocido filósofo ha comido con François Mitterrand, el candidato socialista que lo tiene todo a su favor para acceder a la presidencia de la República en las próximas elecciones generales. Y puesto que la obligación de los espías es sospechar y recelar conspiraciones  aviesas, el comisario Fayard es encargado de averiguar si se trata en serio de un atropello fortuito o si ha sido un acto criminal.

            Como es lógico, cuando el comisario Fayard inicia su investigación y trata de interrogar a los compañeros y posibles rivales del todavía herido (aunque Barthes no tardará en fallecer para cumplir satisfactoriamente su función de víctima) no entiende una sola palabra de lo que le cuentan unos y otros. Es un hombre conservador,  algo retrógrado y muy primario, y cuando va a ver a  Michel Faucoult y le escucha decir en clase: “…qué puede significar, en el seno de cierta concepción de la salvación […] qué puede significar la repetición de la penitencia sino la repetición misma del pecado”, comprende  que va a necesitar  a un intérprete que le guíe por ese laberinto conceptual en el que le han metido sus superiores. Y acaba por encontrar a Simon Herzog, un profesor  eventual de semiología de la imagen  que se presta a regañadientes a acompañar  al tozudo policía  por un camino que incluso les llevará a Estados Unidos en busca de un oscuro texto con poderes extraordinarios (es la séptima función del lenguaje tal y como la formuló  Roman Jakobson en Ensayos de lingüística general ).

O dicho en otras palabras: lo que plantea el autor, Laurent Binet, es una confrontación entre el concepto de realidad que le puede entrar en la cabeza a un funcionario de la policía y la progresiva implicación de un intelectual que cree y no cree, o que cuestiona pero no niega los hallazgos que pese a todo va haciendo junto con su inverosímil pareja.

Basta hacer un somero repaso al elenco de personajes que juegan en la narración un papel más o menos importante (los  Foucault, Derrida, Sollers, la Kristeva y demás) para entender  que el atropello de Barthes no es una simple anécdota, pues Binet ha situado su narración en pleno territorio Tel Quel. Y en ese territorio es inevitable  que la dialéctica entre lo real y lo ficticio, lo verdadero y lo verosímil, o  lo que hay de real en los personajes ficticios y de  ficticio en los reales acabe por filtrarse e impregnar a la narración misma. Recurra quien necesite refrescar  la memoria a textos del propio Barthes como El grado cero de la escritura (1953) o La muerte del autor (1968). Binet no puede (y cómo podría si no existe y sólo hay escritura) mantener aquel viejo pacto entre autor y lector que permitía al primero contar lo que se le ocurría y al segundo aceptar tan plenamente lo que se le contaba que hasta se identificaba con los personajes y sus circunstancias. Y con ello llegamos a ese “punto” al  que me refería al principio: el telquelismo lleva tiempo  adentrándose en las áridas sendas del olvido y en cierto modo merece las pullas y bromas que hace Binet a costa de algunas de sus tesis más queridas, pero su huella no se ha borrado del todo. Y los escritores franceses en general, y Binet en particular,  parece como si necesitasen enseñar la tramoya y recordar a cada paso al lector que todo es un artilugio y pura convención.  Lo cual obliga al lector a entrar y salir de la historia, a no creerse nada de lo que le cuentan  y sin embargo tomárselo lo suficientemente en serio como para seguir leyendo. Por eso digo que si alguien no se sabe jugar a ese juego (pillar el punto) a lo mejor éste no resulta divertido. En cierto modo es como si los ventrílocuos no hiciesen el menor esfuerzo por hacer que parezca que quienes hablan son los muñecos. Lo cual, como es lógico, no tiene nada que ver con la cuestión de si los muñecos dicen cosas divertidas y emocionantes o no. En sólo una forma peculiar de ofrecer el espectáculo.

 

La séptima función del lenguaje

Laurent Binet

Traducción de Adolfo García Ortega

Seix Barral    

 

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31 de enero de 2017
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Extramoral

La actual presidencia de Estados Unidos va a utilizar la mentira como arma habitual. Así hacen los regímenes comunistas y los Estados teocráticos. Fue Hannah Arendt, ahora rescatada por Página Indómita (Verdad y mentira en la política),quien escribió las páginas más lúcidas sobre este asunto. Siguiendo la diferencia de Leibniz entre verdad racional y factual, constató la fragilidad de las verdades que atañen a los hechos, bajo la férula política totalitaria. Así, en ningún libro soviético de historia aparece Trotsky. Los Estados totalitarios mienten a sus súbditos para "salvar a la patria".

Arendt sufrió los ataques de miles de mentirosos iracundos que no habían entendido nada de su libro sobre el proceso y condena de Eichmann en Jerusalén. Los coléricos mendaces la habrían matado de tenerla a su alcance. Y de haber vivido en nuestros días es dudoso que hubiera podido defenderse de los millones de tuiteros farsantes que ensucian el mundo con su estupidez y su odio.

Cuanto más totalitario es un Estado, mayor uso hace de la mentira factual. En consecuencia, sus informaciones carecen de crédito, aunque las celebren millones de tuits. Es lo que sucederá con las ilegalidades que ha desvelado el destituido juez Vidal, un hombre quizás lunático, pero que afirma que el Gobierno sedicioso utiliza operaciones ilegales para "salvar a la patria". Ya lo sabíamos. Y también que desmentirán el uso de esas ilegalidades contra sus ciudadanos, como los soviéticos negaban que hubiera existido Trotsky. Unos fanáticos que multan a sus súbditos por usar la lengua oficial difícilmente pueden moderarse cuando se trata de "salvar a la patria". Si eso salió a la luz, cosas mucho peores deben de estar cometiendo contra su población.

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31 de enero de 2017
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Poema 76

Querer a los demás,

o a muchos de ellos,

parecería

algo tan común   

como inducido

por pertenecer a una existencia

igual.  

Pero no son,

sin embargo,

las semejanzas

lo que más aproxima

al otro.

Ni tampoco lo son las diferencias

Porque

al placer del parecido

se opone al amor por las diferencias.

Y al revés.

el demasiado parecido

favorece

la aversión.

Y la diferencia

conlleva

con facilidad al temor.

En los dos casos,

la desazón

se interpone

y quema la querencia.

o el amor.

Un manjar,

el amor,

que sazonado

elimina

los tóxicos.

Y la amistad

un menú sencillo

con su sopa.

Una alimentación

humana

en su punto.

Aquello que no

alberga

veneno

pese a sus  

guisos.

La parrilla del sexo,

el afecto

de azafrán

el cariño 

confitado

tienden a la

mesa

reposada.

Pero no existe

seña alguna 

que asegure 

al amor de al especie.

Su especialidad, su espacialidad

son una distancia

que persiste

a pesar del pesar.

Y los miedos 

ahúman

o carbonizan

a gentes vecinas

y, también,

las semejanzas

son dudas

sobre su exacta

realidad.

Entre la 

redundancia

especular

y el malestar de

la lenidad 

deseamos  ser

definitivamente distintos

Y en el pico de esa furia,

dolorosa,

preferimos  la lumbre

que si nos enciende  

quema, 

como una cuna

de maldición.  

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31 de enero de 2017
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Necrologías 5

 

No son frecuentes los casos de doble muerte y menos aún los de doble nacimiento. Por eso produce una rara sensación la confluencia de ambos casos en un mismo círculo familiar o productivo. Leemos en la prensa que ha fallecido John Updike y, al tratarse de una noticia de agencia, su exposición no difiere demasiado aunque acudamos a medios muy alejados geográficamente o incluso de opuesta ideología y dispar tirada. Esta podría ser una muestra tipo del artículo en cuestión:

"El novelista estadounidense John Updike –Reading, Pennsylvania, 1932-, cronista del desencanto vital de la América de clase media, ha fallecido a los 76 años, tras una larga lucha contra el cáncer de pulmón, según ha informado su editorial, Alfred A. Knopf, en The New York Times."

Una crónica, un encabezamiento de una crónica que no revela nada especial para un lector no atento. En cambio, para los fanáticos de la información y para los seguidores de lo más granado de la literatura del siglo XX, este obituario sí tiene un particular interés. En el año 1966 se escribe un informe titulado “Otelo” que, al cabo de un tiempo, aparece publicado en el volumen misceláneo La hora oval; Barcelona; Llibres de Sinera; colección Ocnos; 1971. Dice así:

 

La huida en el coche festivo y cálido junto a la mujer que amo.

Así es el comienzo de la historia que yo debiera relatar. Después contratiempos de toda índole ensombrecen el propósito y la historia se diluye.

En marzo con los bolsillos llenos de dinero fresco adquiero la casa y ella dirigiendo un ejército de obreros meticulosos dispone el marco de nuestra aventura. Desde el principio se establece un clima de amor y tranquilidad que ninguno conoce hasta ahora: permanecemos abrazados con los ojos indagando en la blancura del techo favorito; las tardes aún frías en la terraza que da al mar; y la noche embrionaria y olorosa que nos convierte en animales recién nacidos.

 La sospecha aparece con los últimos días de primavera: allí donde se oye cantar al hombre una necesidad de acudir y la intolerancia propia de estas ocasiones que él me robe la hembra yo no puedo tolerarlo y decido acabar con el intruso. Luego se dijo que no iba a eso pero no hay pruebas de nada que lo confirme —aunque tampoco que confirme lo contrario— y obro conforme a lo que se espera y despeño al odioso.

 La locura convierte en falsas las apreciaciones más íntimas y así me aseguran que cayó un muñeco ayer mañana desde el balcón del dormitorio al arenal que bordea la roca. Falso pues yo mismo asesiné a John Updike ya en trance de cohabitar con la débil Lucía. Pero si deciden no creerme les mostraré el cadáver. En este país hay indulto para este tipo de crímenes.

 Bajamos cogidos fuertemente. Las escaleras de pino enano se arquean flexibles bajo nuestro peso y sus brazos me rodean. Hay un tallo húmedo recorriendo mi espalda cuando su lengua traspone el umbral y su vientre de pez espada me roza. Ahora se separa un poco y recoge un montón de algo que se desparrama aún por mi cerebro. La víctima creo. Y nuestro automóvil se aleja de la mansión de mis sueños.

 

El autor de este documento, que adelanta 43 años el perecimiento del escritor norteamericano, firma con seudónimo y, navegando en la red gracias a la incomparable herramienta conocida como Google, descubrimos cuál es su filiación verdadera: se trata del agrimensor Carlos Sanders Variosaires fallecido en Cúcuta, Colombia, en 1973, cuyos biógrafos no parecen ponerse de acuerdo en una cuestión tan principal como es el señalamiento exacto de su lugar de nacimiento, hasta el punto de que uno de ellos cita una entrevista realizada para un diario andino en la que Sanders proclama, con la mayor naturalidad, que “yo nací en Iquique... después de nacer en Washington nací en Iquique, en el Tarapacá chileno”.     

 

 

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30 de enero de 2017
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Callejero fantasma

Quedé con una agente inmobiliaria para que me enseñara un piso. No quiso darme la dirección exacta. Pensé que se trataba de celo profesional, aunque la razón era otra: la calle se llama Caídos de la División Azul, y esa es la primera pega que le ponen todas sus visitas; nadie quiere vivir en un lugar que, con pronunciar su nombre, provoca una descarga semántica de alto voltaje. La agente, alta y alemana, me dijo: “No creo que Carmena tarde mucho en cambiarlo. Es lo que todos esperamos”. La alcaldesa de Madrid lleva un tiempo trajinando con el callejero que aún homenajea a varios represores. No se trata sólo de una cuestión cosmética, de subsanar la antipática circunstancia de tener que vivir en la plaza Arriba España, sino de una reparación ideológica. Más de mil calles, plazas, avenidas, paseos y demás vías mantienen nombres directamente relacionados con el franquismo, y no al modo de Dalí, Lola Flores o Miguel Mihura, que tuvieron muchísimas otras relaciones. Aquí están, desafiantes, las señas que le tienes que dar al taxista para que se dirija a la placa que mantienen los lugartenientes Mola, Queipo de Llano, Moscardó, Orgaz, Sanjurjo o Millán-Astray más de cuatro décadas después de la restauración democrática. Han sobrevivido a la chita callando, normalizados por la costumbre que a fuerza de repetirlos ha difuminado su eco. Ninguna calle de Berlín, Roma, París o Bruselas recuerda hoy los días triunfales, brazo en alto, del nazismo. En Moscú, en cambio, nadie ha podido aún arrancarle el cartel a la avenida Lenin.
Los críticos a la mudanza esgrimen razones que apelan a la rutina y al gasto público: ¿cómo afectará a la vida diaria de los vecinos la nueva dirección de sus domicilios postales? Como si no les hubiese afectado su significación. ¿Cuánto se tardará en adoptar las nuevas denominaciones y tras cuántos líos? ¿De verdad costará el capricho de Carmena y su equipo 60.000 euros (y eso sin contar con los mapas físicos y digitales, los GPS y los buscadores de internet)? Y yo me pregunto, ¿por qué le llaman capricho a aventar los fantasmas del pasado en nuestras calles? Las palabras importan, sobre todo por lo que habita en ellas. En los trazados urbanos vamos recordando a personajes que hicieron algo por mejorar este país, o el mundo, desde escribir un soneto hasta patentar una vacuna o redactar constituciones.
La ley de Memoria Histórica, que tiene por objeto promover la reparación moral de las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura, acuerda “suprimir elementos de división entre los ciudadanos, todo ello con el fin de fomentar la cohesión y solidaridad entre las diversas generaciones de españoles en torno a los principios, valores y libertades constitucionales”. Han pasado siete años y los agentes inmobiliarios siguen aguardando el día en que no tengan que dar explicaciones al llegar a la calle Caídos de la División Azul.
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30 de enero de 2017
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