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Odebrecht, la corrupción y nosotros

Tres años atrás yo vivía en Río de Janeiro cuando la Operación Lava Jato explotó en el Brasil; el juez Sérgio Moro, a cargo de la operación más grande contra la corrupción en el Brasil –ha tocado a un par de presidentes, ha llevado a más de ochenta personas a la cárcel, involucra el lavado de 8.000 millones de dólares--, se convirtió de la noche a la mañana en un héroe popular, con tapas en las revistas y su nombre convertido en sinónimo de la lucha contra un mal endémico en el país amazónico; eran días previos al mundial de fútbol, y se hablaba de las sumas gigantescas que se habían embolsado algunos políticos por la construcción de estadios. Vi marchas en las calles, pero apenas comenzó el mundial la gente se calmó; por un tiempo, al menos, porque poco después Lavo Jato comenzó a tocar a las puertas de Lula y logró un impulso renovado.

Al principio de la investigación de Moro el enfoque estaba en Petrobras, la empresa estatal de petróleos del Brasil, que era la que pedía los sobornos en las licitaciones de sus grandes proyectos, pero luego cayeron las grandes constructoras –sobre todo Odebrecht--, que eran las que pagaban los sobornos y compraban no solo a dirigentes de Petrobras sino también a políticos que debían aprobar las licitaciones. Se sospechaba que el método usado por Odebrecht en Brasil había sido aplicado por todo América Latina: Alberto Youseff, uno de los principales blanqueadores de dinero, tenía en su poder una lista de 750 proyectos llevados a cabo a lo largo del continente cuando fue arrestado por la policía. Solo era cuestión de tiempo para que explotara; lo hizo a fines del año pasado, gracias a un acuerdo de delación premiada por el que los principales dirigentes de Odebrecht –entre ellos Marcelo Odebrecht, expresidente de la constructora-- se decidieron a hablar para evitar sanciones menores.

Ya son al menos seis países los afectados directamente por Lava Jato, y el escándalo ha tocado no solo a Lula, sino al expresidente peruano Alejandro Toledo en Perú, y al presidente Juan Manuel Santos en Colombia. Lo de Lula fue un golpe moral y simbólico muy fuerte, porque el jefe del PT era visto como uno de los grandes líderes de la izquierda continental; si Lula caía, también se desmoronaba la fe en los movimientos neopopulistas surgidos a fines del siglo pasado para combatir los excesos salvajes del neoliberalismo (y se mostraba que la corrupción no era un privilegio de la derecha). En el caso peruano, Odebrecht reconoció que pagó a altos funcionarios de tres gobiernos –Toledo, Ollanta Humala y Alan García-- sobornos de casi 30 millones de dólares entre 2005 y 2014; el más beneficiado fue Toledo, que habría recibido 20 millones por adjudicar la licitación de los tramos II y III de la carretera Interoceánica Sur. El caso colombiano es más enredado: un ex-congresista que actuaba como intermediario de Odebrecht confesó haber dado el 2014 un millón de dólares a la campaña del presidente Juan Manuel Santos, y luego se retractó, no sin que antes se hiciera eco de sus palabras el Fiscal General y amplificara la acusación; la investigación se ha iniciado, y promete enlodar la campaña presidencial del próximo año. Como dice el analista Ricardo Silva Romero, se trata de una “versión previsible, y de bajo presupuesto… de la espeluznante House of Cards”.

La senadora Claudia Lopez, una de las políticas más importantes en Colombia, ya se ha anunciado como pre-candidata presidencial bajo el programa central de la lucha contra la corrupción: “Nosotros estamos comprometidos con la paz, por supuesto, pero lo que realmente va a frenar la paz es que…este mar de corrupción y politiquería siga gobernando este país. ¿Quién va a hacer las carreteras, a construir las escuelas, o incorporar a los campesinos del país, si todo se lo roban?” ¿Llegará lejos? Difícil. Luchar contra la corrupción aparece de tanto en tanto en las agendas de los políticos y los partidos, pero en el continente el tema nunca ha adquirido el peso suficiente como para encumbrar a un líder que maneje ese discurso. “Roba, pero hace obra”, ha sido más bien una de las frases que ha definido nuestra relación laxa con la corrupción de nuestros políticos. Nos indignamos, pero quizás no lo suficiente (en Rumania, hace poco, un decreto aprobado para suavizar las penas contra la corrupción sacó a la gente a las calles y se logró que el ministro de Justicia renunciara y la nueva ley fuera revocada; ¿ocurriría eso aquí?). Nuestra cultura no ayuda --¿cómo quejarnos de esas coimas enormes si a nosotros nos viene la tentación de coimear apenas nos detiene un policía o a la hora de hacer trámites?--, y nos faltan instituciones fuertes --la justicia brasileña parece ser una excepción-- y procesos transparentes que nos hagan sentir que nuestras quejas son escuchadas y producen algún efecto.

Habrá más arrestados en el continente por culpa de Odebrecht (la constructora también operó en Bolivia; ¿alguien lo investigará?). Puede que caigan Toledo y otros peces grandes, y nos quedaremos con la sensación de que se ha hecho lo que se tenía que hacer, y pasaremos página, aliviados. Pero la corrupción entre nuestros políticos y empresarios no desaparecerá, no solo por culpa de la naturaleza humana, tan frágil, sino también porque no emprenderemos las medidas de fondo necesarias para evitar nuevos escándalos. Nos queda el voto contra el partido corrupto en una futura elección, pero nada más, ningún cambio ni en las leyes ni en las costumbres que intimide un poco más a quienes corrompen y se dejan corromper. Nuestras instituciones seguirán siendo frágiles, nuestra justicia fácilmente comprable, nuestros procesos de licitación de obras manejados en la oscuridad. Los empresarios y políticos aprenderán las lecciones erradas del caso Odebrecht; no a luchar contra la corrupción de verdad, sino a ver cómo hacer la siguiente para no dejarse atrapar.  

   

(El Deber, 19 de agosto 2017) 

 

 

 

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19 de febrero de 2017
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Burbuja fashion

El director me dice que debo soltarme en esta crónica madrileña, y una entiende que hay despeinarse sin remilgos si te lo manda el jefe, pero no es tiempo para conjugar ese verbo pronominal al que se recurre tan alegremente, igual que a la flamenca del Whatsapp: desmelenarse. ¿Cómo vamos a abandonar el encogimiento o la modestia y obrar con ímpetu, sin moderación, que es como la RAE define el desmelene? Ya sé que se lleva el despatarre, como se demostró en  la ceremonia de los Goya, donde  Eduard Fernández o Karra Elejalde se sentaron con las piernas abiertas a más no poder, tan ufanos como ventilados. En argot pijipster se le llama manspreading, y el fenómeno no ha tardado en ha dado lugar a análisis semióticos: que si es una forma de mostrarse a gusto en el mundo, que si las mujeres prefieren a los hombres así en lugar de modositos. A menudo echo de menos palabras catalanas con gran fuerza visual y sonora: “escarranxada”, por ejemplo, que no tiene traducción. En lugar de cruzar piernas, así se  mostró Madonna en la Marcha de las mujeres, desafiando al decoro femenino con provocación histriónica. La osadía tiene que disfrazarse siempre, que se lo digan a Colau, a quien ya en segundo de BUP le llamaban “la monja” porque se vestía de negro hasta los pies, embebida de Simone de Beauvoir. Lo cuenta en Fashion&Arts Magazine, donde habla de su parca relación con la imagen.
 
La moda nunca buscó como fin en sí mismo embellecer a las mujeres. Se derrite recreándose en sí misma para formar un bucle de deseo. Un mecanismo que gira a su alrededor porque su raíz es la novedad. Pura antropofagia. Lo que se pone de moda deja de ser moda al instante. Con esa anticipación viven los diseñadores que hoy jueves, mientras escribo estas líneas, arrancan sus desfiles en el marco de la antigua Cibeles, hoy Mercedes-Benz Fashion Week. Sí, amigos lectores, la palabra fashion se ha universalizado aunque produzca irritación. De Brasil a Corea, de Nigeria a Islandia, nadie ignora su significado. Los fashions madrileños son ante todo desprejuiciados y tienen “una vida callejera constante”. Lo asegura el gato Juan Duyos, cuyo desfile –el próximo lunes– es uno de los más esperados. El otrora enfant terrible cumple veinte años sobre el podio, y ha conseguido hacer rentable su slow couture: 400 piezas únicas al año. Duyos aprendió en el taller de Manuel Piña, que fue el Halston de Madrid en la Movida. Tiene sensibilidad y retranca. Hace unos días cogió el teléfono y fue llamando una por una a las modelos de los dosmil, nuestras schiffers y crawfords. Todas le dijeron que sí: Verónica Blume, Helena Barquilla, Laura Sánchez, Judit Mascó, Vanesa Lorenzo… “Nieves Alvarez es la belleza hipnotizadora; ya estaba en mis primeros desfiles. Cuando nos dieron por primera vez el premio L´Oréal, dijo que lo donaría a una ONG y yo pensé: ¡madre mía, si yo soy una ONG en mí mismo!”, bromea.
 
El director, cuando me dice que me suelte, me pone un ejemplo: “puedes contar una llamada con Nieves Álvarez”. Entiendo el mensaje. Hay que dar fe de la belleza hipnótica. La pillo en una feria de tejidos, eligiendo lanas para la colección de ropa infantil que diseña, N + V. Me habla desde sus pies en la tierra: “nunca he sido la modelo del momento ni una fashion victim, siempre he elegido con libertad, fiel a mis ideas”. Suave y camaleónica, es un icono de Hola! y de Bvlgari al tiempo, y tanto en el Madrid VIP como el del artisteo se la rifan. De Duyos dice que “no tiene pelos en la lengua y lucha por la moda española”.
 
Desde Nueva York se trajo la colección de Desigual, uno de los gigantes internacionales del Made in Spain. En su tienda de Callao la exhibieron al público para que votara sus prendas preferidas. Le llaman evento experiencial. “Habla de nuestra forma de entender la vida; las colecciones solo suelen recibir la opinión de la prensa, y nosotros hemos querido contar con la opinión del público”, cuenta Daniel Pérez Barriga, director de comunicación de la firma. Desigual apuesta por el “lo veo, lo voto, lo compro”. Su manera de democratizar la moda pasa por defender “el lujo de lo humano”. Lo vivo, lo mezclado, lo diverso e irregular, lo excitante, moda con soul y punk californiano. Muy suelto, se lo aseguro director.
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18 de febrero de 2017
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Los periodistas deben actuar ante los lobos autoritarios

El video es angustioso de ver. Marine Le Pen, la candidata del ultraderechista Frente Nacional de Francia, está hablando con periodistas cuando Paul Larrouturou, reportero del programa Quotidien de la cadena francesa TF1, le pregunta por las acusaciones de que su oficina usó fondos del Parlamento Europeo para pagar al personal de su partido. En ese momento, obedeciendo una orden invisible, dos enormes y macizos seguratas se llevan a Larrouturou a rastras hasta la puerta. Le Pen sigue contestando como si todo fuera normal. El periodista apela, cada vez más nervioso, a la libertad de prensa y a su derecho como reportero acreditado. Lo empujan. Sigue protestando. Lo cachetean. Le pegan. Solo otros dos periodistas reaccionan para defenderlo. Los demás toman los gritos del colega apaleado como una molesta interrupción.

El periodista radiofónico alemán Hans-Günter Kellner, expresidente de la Asociación de Corresponsales en España y formador de periodistas de América Latina en temas de memoria histórica, dice: “Si ya el mero hecho de que se emplea violencia física contra un periodista por el motivo que sea es grave, resulta incomprensible que los demás medios sigan con la cobertura como si no hubiera pasado nada, realizando preguntas a la candidata sin dar aparentemente importancia a que le ha pasado a su compañero. Esto recuerda a los peores momentos de Europa y especialmente de Alemania; los periodistas no pueden aceptarlo”. Detrás del ataque, la espantosa normalización.

La Europa de hoy está viendo crecer movimientos xenófobos violentos, poco amigos de la prensa independiente. En Grecia el partido filofascista Amanecer Dorado declaró la guerra a los reporteros de diarios de izquierda. En 2013, al salir de los juzgados en una de las causas en su contra por amenazas, su vocero Ilías Kassidiaris —quien luce una esvástica nazi tatuada en el brazo— escupió a los periodistas que querían entrevistarlo al grito de “¡Abrid paso, no grabéis o empezaré a romper cosas!”.

Esto no es nuevo. El trato hacia los reporteros preguntones es desde el comienzo de la prensa de masas uno de los signos para identificar a los candidatos y gobernantes autoritarios. El presidente de Estados Unidos Theodore Roosevelt, quien gobernó de 1901 a 1909, ya había acuñado un nombre para los periodistas que lo molestaban: muckrakers, paleadores de estiércol.

Pero el drama se está intensificando en ambas orillas del Atlántico a medida que surgen y llegan al poder líderes populistas que apelan a un lenguaje violento hacia los inmigrantes, los defensores de los derechos de las mujeres y otras formas de sexualidad, y todos los que osan criticar sus ideas o sus políticas o investigar sus manejos de dinero público, empezando por la prensa.

En Estados Unidos, el entonces candidato republicano Donald Trump ya había incursionado por este camino, aunque con menos violencia explícita. El 25 de agosto de 2015 el periodista mexicano-estadounidense Jorge Ramos fue sacado a empujones de una conferencia de prensa de Trump por hacerle una pregunta incómoda sobre el muro que este prometía construir. Y los demás periodistas también siguieron haciendo preguntas como si nada.

El peligro de no ver la amenaza que representan los líderes que atacan a los periodistas incómodos ya lo había visto en 1933 Noel Panter, del Daily Telegraph de Londres. Panter fue el primer corresponsal extranjero que tuvo el honor de ser expulsado de la Alemania de Hitler por escribir sobre lo que veía. Su delito: describir con precisión una marcha de 20.000 tropas de asalto en Múnich.

En su libro Reporteando en la Alemania de Hitler, Will Wainewright cuenta esta historia, y enfatiza que si no hubiera sido por la presión del gobierno y la opinión pública en Gran Bretaña, la suerte de Panter hubiera sido mucho peor. Panter “fue increíblemente valiente porque muchos corresponsales en Alemania obedecieron a los nazis: sabían que si decían algo que les disgustaba serían expulsados”, escribe Wainewright.

Y después nos preguntamos por qué el mundo tardó tanto en enterarse de qué pasaba dentro de las fronteras de Alemania.

Lo que ocurrió en la Alemania nazi resuena en lo que sucede hoy, tanto por la orientación política como por los métodos de los partidos de corte autoritario que surgen a la sombra de la crisis, la frustración y la ignorancia.

En América Latina también han arreciado en los últimos años los ataques de líderes contra los reporteros que les hacen preguntas incómodas. Desde caudillos de derecha como el colombiano Álvaro Uribe, quien sindicó peligrosamente a periodistas críticos como aliados de la guerrilla, hasta populistas de izquierda como el ecuatoriano Rafael Correa, quien se ha querellado contra medios opositores exigiendo sanciones draconianas, América Latina muestra que la estrategia de silenciar el mensaje atacando al mensajero no es solo de neonazis y nacionalistas europeos o de Donald Trump.

Estos ataques no son solo contra los periodistas. Son una amenaza contra todos los que no están dispuestos a obedecer sin chistar.

Este es el mundo que viene si no nos unimos y lo paramos. Vienen tiempos duros. Si los reporteros no son capaces de unirse para defender a un compañero de grandotes como los de Marine Le Pen, nos agarrarán de uno en uno. Los guapos del barrio se saldrán con la suya y podrán seguir mintiendo y exigiendo respeto y obediencia. Solo los podrá parar la unidad y la valentía colectiva, de los periodistas y de la población.

Los periodistas deberíamos prepararnos para estos ataques que, me temo, apenas comienzan. Si un político o funcionario se niega a contestar la pregunta de un colega o siquiera a escucharlo, hay que dejar de preguntar hasta que le haga caso. Si se expulsa a uno de los nuestros, exigir que vuelva o amenazar con salir en masa. Y si se le zarandea o pega, como pasó con Larrouturou, protegerlo y arroparlo y enfrentar juntos el mal.

Ojalá el gremio se ponga de acuerdo para defendernos y defender el derecho del público a saber la verdad. Pero me temo que hasta hoy muchos periodistas siguen sin entender la gravedad de lo que está pasando y actúan como corderos frente al lobo.

 

Este artículo se publicó en el New York Times en español el 9 de febrero de 2017

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17 de febrero de 2017
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Poema 89

Pájaros de azufre,

caimanes de níquel,

dolores de seda,

cantos de serpiente,

pieles cocidas,

azucenas negras,

baldías amapolas

de percal,

cercos de menta,

claros de luna,

visitas al doctor,

nacimientos impuros,

verdes cromados,

minutos de plomo,

la ira, 

el manto inestable de la virgen,

los opiáceos,

los vahídos del volcán.

El ondular de las rosas

la calle exenta.

Su obelisco.

Los truenos insonoros

las fiestas hundidas,

miércoles de cera,

columpios de azafrán,

irremediables ramas,

suelos boquiabiertos.

Extremos de una trenza

amarilla y negra.

Milímetros de aliento,

citas perfumadas,

meriendas en el monte

corceles  por el mar,

mendigos rapaces,

sacerdotes moribundos.

Gracias y gracias.

Fuegos, golondrinas, 

mieles resecas,

labios de rubí, 

estelas feneciendo,

caminos de esparto. 

No hay principio,

No hay sentido.

No hay destino.

El destino se escora

y desaparece

El principio es soledad.

 

 

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17 de febrero de 2017
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Poema 88

De carácter

mohíno,

aceptaba

cualquier recriminación.

Le dolía la censura.

pero la absorbía

su espíritu

que no aspiraba

ni poseía concreción.

Se exponía,

con triste abandono,

a la adversidad

natural

y era como   

una almohada

que dormía

en sí misma

forrada de diluida

amargura.

Un apoyo

continuamente

blando

que cedía 

ante la menor

presión.

No parecía

por todo ello

expuesta a morir

violentamente

sino a permanecer

en una tibia

enfermedad

sin variaciones.  

Cierto mal neumático

donde habitaba

un pulmón azul

y otro de algodón

sin costuras.

Una humildad

que se concatenaba

a una vida

sin manifiesta finalidad.

Así la zaheríamos

sin verla derramar

una gota

de sangre

roja

sino transparente y

pautada.

Como una lágrima

del silencio

regular que la cubría

como un fanal

afligido

apegado a sí.  

 

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16 de febrero de 2017
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Jaque al ‘finde’

No hay mejor energía semanal que la del viernes por la mañana: el café con leche sabe más fuerte, los jefes visten tejanos y el futuro cercano se extiende de forma parecida a una llanura de tiempo libre para colorear a tu antojo. Pero se trata de una idea obsoleta. De un espejismo, un sentimiento antiguo parecido a la plenitud que te embarga cuando empieza el verano y recuerdas aquella promesa de felicidad interminable. Porque, hoy, el fin de semana casi ha desaparecido, excepto para los niños. Los horarios se difuminan tanto como la frontera entre lo público y lo privado. Se trabaja en casa, y los autónomos hacen facturas los sábados; se va a comprar en domingo, e incluso muchos profesionales planifican la semana mientras emiten esos telefilmes de tarde, que atrapan igual que deprimen.
Cuando alguien dice sentirse muy productivo, y más en fin de semana, siento vergüenza ajena; ante mis ojos esa persona se transforma en máquina, y me pregunto por qué el lenguaje industrial ha logrado colarse por las rendijas de la satisfacción personal. Gente ufana por haber hecho un par de llamadas pendientes, por haber terminado un trabajo extra o por conseguir algo que probablemente acabará torciéndose. Entiendo esa sensación de eficacia que ofrece el trabajo cumplido, pero ¡de ahí a sentirse el empleado del mes!
El fin de semana sirve para despertarse tarde y atrincherarse en la cama a leer. Basta mirar a través de la ventana, como hacen las protagonistas de las películas inglesas, para que un barniz irreal, de minuto perdido en la nada, te haga sentir lo misteriosamente mortales que somos. Durante el fin de semana se va al mercado y se habla con el pescadero. Se llega incluso a sentir algo de temor ante esos guantes negros cubiertos de tripas, y te imaginas al hombre restregándose el olor de las manos, que es más rebelde que el de la mandarina. El finde –así se le llama, y mira que al principio sonaba en­golado y cursi, de chicas de colegio de monjas– también es indicado para arreglar cajones o tirar papeles que un día consideraste importantes, pero su valor ha decaído en un año lo mismo que tu cintura.
Resulta irónico que este 2017 haya comenzado en España con la propuesta por parte del Gobierno de acortar la jornada laboral (hasta las seis de la tarde). La tecnología y las redes, el multitasking y el pluriempleo han desdibujado la línea entre actividad y descanso. Russell decía que “la última consecuencia de la civilización es su aptitud para ocupar inteligentemente los ratos de ocio”.
Ahora nos jubilamos más tarde, le tememos al aburrimiento y ya no osamos ni mirar tras la ventana porque nunca hay tiempo, ni en fin de semana. O eso nos hacen creer si no lo defendemos.
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16 de febrero de 2017
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Poema 87

Grandes abrazos,

como herramientas

seguras,

colgaban de los

cielos vanamente.

Sin un cuerpo

dónde aferrar

su vocación de amor.

Todos los seres

habían transformado

su corporeidad   

en transparencia,

su apariencia

en aire

y en simulacro

el efecto

de su corazón.

Una sangre

,sin embargo

seguía circulando

como una cinta

de satén.

Y esa sangre fue

el principio,

colorado y simbólico,

de una resurrección.

O, también

 el vestigio,

flotante todavía,

de una existencia

en extinción.

En extinción

pero aún no exangüe.

La sangre ondeaba

en volutas

y banderolas

que hacían  

presagiar,

con sus trazos,

un  nuevo boceto humano.

Un conjunto de algunos,

primero

y una muchedumbre empapada

de sangre, después.

El abrazo no hallaba

ahora mismo  

un bulto amoroso.

Pero pronosticaba

el futuro de una

multitud

acercándose entre sí

para aglomerarse

en un solo ramo

desinfectado

de rencor.

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15 de febrero de 2017
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Los jueces de Caifás

Apenas he sabido este domingo que Ernesto Cardenal ha sido notificado por medio de una cédula judicial que debe pagar 800 mil dólares en un proceso que le inventaron hace tiempo, cruzo la calle para irlo a ver. Somos viejos vecinos.

Esta casa es el único bien que Ernesto posee sobre la tierra, y nunca ha querido más. Cuando los jueces la subasten, no servirá de mucho para abonar esa deuda de inquina y odio que le cobran. No servirá que sepan que por su puerta entraron un día Günther Grass, Graham Greene, García Márquez, Julio Cortázar, Harold Pinter.

Es la misma casa donde ha vivido por casi cuarenta años, desde el triunfo de la revolución, y desde hace tiempos necesita una mano de pintura. Adentro lo que hay es penumbra, las mismas mecedoras de mimbre en la sala, y en las paredes las fotos desleídas de los muchachos de Solentiname, hijos espirituales suyos, que cayeron en combate o fueron asesinados en las cárceles de Somoza. Y unas cuantas esculturas, cactus, garzas, peces, armadillos, en las que sigue trabajando a sus 92 años, y que son su principal fuente de ingreso.

Entro a su dormitorio conventual. Un catre de monje, otra mecedora, un estante de libros. Por la ventana se mira el verdor del patio. Lo encuentro sentado en el borde de la cama, donde hace sus meditaciones, la primera de ellas a las cuatro de la madrugada. Ha sido fiel con lo que cree, y la pobreza lo acompaña.

Cuando vengan los jueces de Caifás con sus tasadores oficiales a levantar inventario de lo que hay en esta casa para confiscarlo todo, encontraran muy poco. Los mismos viejos muebles, sus libros en los estantes, esos sí, muchos, pero que seguramente no servirán a la voracidad de quienes quieren despojarlo por venganza. Tirria, decimos en Nicaragua. Le tienen tirria por ser tan grande y por hablar tan alto, por no callarse nunca.

Recuerdo a los jueces de Caifás, porque recuerdo su poema de Gethsemani, Ky:

Es la hora en que brillan las luces de los burdeles
y las cantinas. La casa de Caifás está llena de gente.
Las luces del palacio de Somoza están prendidas.
Es la hora en que se reúnen los Consejos de Guerra...

Al poeta más grande de Nicaragua le han notificado la sentencia condenatoria, urdida a medianoche, por medio de cédula judicial, como a alguien que no tiene domicilio conocido. El juez que lo ha condenado va a ordenar que lo saquen de esta casa para entregarla al demandante inventado por el poder que quiere humillarlo. Ninguna otra cosa puede esperarse. La pretensión es dejarlo en la calle.

No hay más, poeta, le digo, son unos pocos pasos, se viene para mi casa con sus cuatro bártulos, y sus libros, si es que no le secuestran sus libros. Tulita mi mujer estará feliz de recibirlo. Imagínese lo bien que la vamos a pasar, conversando.

Eso sí, agrego, prepárese para una gran disputa, porque serán miles en Nicaragua los que querrán llevárselo a vivir con ellos también, un honor así no pasa tan fácilmente desapercibido, como no pasa desapercibida esta injusticia colosal a la que lo someten los jueces de Caifás.

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15 de febrero de 2017
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