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La mujer del cuadro

Los intermediarios del arte no siempre tienen buena fama, y en el campo de la ficción, cinematográfica en este caso, es inolvidable la figura de Morel, el inventado "marchante" traidor y codicioso que acechaba la muerte del empobrecido Modigliani para llevarse de su estudio, a cambio de unas monedas, la obra dejada por el artista. Así termina ‘Los amantes de Montparnasse' (en su título francés ‘Montparnasse 19'), un proyecto original del gran Max Ophüls heredado y dirigido por otro grande, Jacques Becker, y para mi gusto la mayor obra maestra del agradecido género del cine de pintores; me extrañó que el galerista barcelonés Artur Ramon, cuya excepcional cultura abarca tanto el séptimo como las primeras artes, no lo cite en el capítulo sobre Modigliani y su amante Jeanne de su reciente libro ‘Falsas sirenas son' (Editorial Elba, 2016), libro que me he hecho a mí mismo el regalo íntimo de leer mientras fuera trascurría chillona y ávidamente la Navidad.

        Ramon es marchante de un tipo muy distinto al ficticio Morel de ‘Los amantes de Montparnasse', y sus credenciales en ese oficio resultan impecables; yo le conocía sobre todo por sus conocimientos sobre Piranesi, pero ‘Falsas sirenas son' amplia el registro de su estupenda obra anterior ‘Nada es bello sin el azar', también publicada por Elba, y combina de modo incomparable sabiduría y ocurrencia, revelando que hay en su autor otros ‘ramones': el memorialista, el fetichista, el literato, con sus comentarios eruditos o picantes sobre Flaubert, Octavio Paz, Lampedusa, Dante Gabriel Rossetti, Italo Calvino y Nicolás Fernández de Moratín, Moratín padre, a quien debemos ‘Arte de las putas', descacharrante guía en verso del Madrid subterráneo del siglo XVIII, "preñada de la misoginia que impregnaba la cultura española de aquellos tiempos", reconoce Artur Ramon a la vez que, en un quiebro endiablado, reajusta su propia óptica y hace de las falsas sirenas moratinianas las gloriosas heroínas de su libro.

     En sus más de doscientas páginas, que saben a poco, Ramon refleja a algunas mujeres imponentes o humildes que han estado en el origen de la mejor pintura, y a veces de la más secreta, hablando tanto de las modelos como de las artistas; destaca en el capítulo 3, en un brillante análisis del motivo bíblico de ‘Susana y los viejos', el perfil de Artemisia Gentileschi y la aguda extrapolación desde la iconografía del asunto a la tipología del ‘voyeur', dentro y fuera del lienzo. Y el capítulo 10 es delicioso, más allá de su título ‘La canguro del hijo de Rembrandt', pues lo que empieza como un chisme de alcoba acaba siendo el delicado retrato familiar del genio holandés en sus amores y en sus miserias. La gran virtud, o la rara virtud de Ramon es que su deambular por la plástica nos llega a menudo por la vía del relato: paseos muy amenos en los que el ‘connoisseur' se coloca a veces en el interior del cuadro como un personaje más, inquisitivo, reflexivo, o simplemente participativo. De ahí que, en paralelo a su conocer, seduzca su contar: los episodios del abuelo con la bailarina Tórtola Valencia o ‘La rubia mentira del barón rampante' son pequeñas joyas narrativas que podrían leerse, si no supiéramos toda la verdad de Ramon, como maravillosos cuentos de unas vidas artísticas imaginarias.

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27 de enero de 2017
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Poema 74

No el recuerdo

sino la memoria

encariñada

es la facultad

que alcanza

a mencionarla con

mejor precisión.

Una lámina

barnizada de

de seda.

Luz  

encalmada

o inocencia

sin el roce  

de la voz.

Vidrio    

o  imán

azulado.

Pero, a la vez, una

libre ola

de colonia

alrededor.

Un aroma

convincente que

la mueve

a la zona

blanca  

de una playa

con palomas.

Un área

donde el sol

empecinado

no pesa sobre ella

y, al memorarla,

en la luz

apenas la roza

ni redime

de su crónico

y enfermizo

resplandor. 

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27 de enero de 2017
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Poema 73

La dominación

del tiempo

coincide

con la expulsión de

insectos encarnados.

Los insectos equivalen

conglomeradamente

a una suma

de espasmos

puntiagudos,

intervalos sin cal

ni azúcar.

Cada instante

se deifica en la cabeza

de una hormiga.

Juntas se extienden

como el  sembrado

infinito

de tiempos agónicos.

Horas incalculables.

Gotas de luto  

esparcidas

como municiones.

Veladas y acuosas,

hermanas  

de vida enmascarada,

sin música.

Riadas de ominosas

mariposas blancas.

Endebles lepidópteros

que ambulan

bostezando

dentro

de una misma humanidad

de alas    

que, levemente.

concluyen plegándose.

Perfumadas de luz

venal

y claudicando. 

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26 de enero de 2017
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La rebelión de las larvas.

"No se agita sin peligro ese universo de larvas (on ne remue pas sans danger  cet univers de larves)" decía refiriéndose a los fantasmas ocultos  de la subjetividad humana  un pensador francés, hoy marginado de ciertos medios intelectuales y académicos en razón de los caprichos de la moda, lo aleatorio del reconocimiento y quizás también  una cierta ausencia de mesura en sus críticas acerbas.

El destino de la larva es en principio sufrir la metamorfosis conocida como pupa en el que  desarrollan los órganos propios de su especie. Se supone que en ausencia de tal  proceso de metamorfosis  las larvas desaparecerían.  Pero el universo de larvas al que metafóricamente se refería el citado pensador sería un caso especial, como si un cultivo de mosca de la carne sin distribución morfológica, perdurara como trasfondo oculto de los seres  ya dotados de cabeza, tórax y extremidades.

El hábitat de las larvas puede ser muy diferente del de los seres llegados a maduración, e incluso parecer hallarse en las antípodas del mismo: la comunidad de mamíferos que ha posibilitado un Einstein, un Marcel Proust, un Brahms o un Descartes es una buena metáfora de tal mutación ambiental. De todas maneras,  aunque la moscarda pueda a veces merodear en torno a flores de intensivo aroma,  a la hora de depositar sus huevos frecuenta el estiércol, el basurero urbano o la carne inerte, donde las larvas gozaran de putrefacción durante días. La moscarda  vuelve al origen al menos para procrear.

En la medida en que ese universo abisal  permaneciera absolutamente aislado e ignorado,  cabe decir que las larvas  y los adultos se las arreglan cada uno por su cuenta. Mas si los seres ya configurados encontraran  excesiva la tensión que supone  esa fértil metamorfosis que les hizo ser, podrían llegar a  sentir   atracción por el estado larvario.  ¡Cuidado entonces  si una rendija se abre! Pues ese repudio de la vida que la larva frustrada representa puede deslizarse y llegar a impregnar el exterior por entero.

Malestar en la civilización decía Freud, amenaza  inherente a la civilización cabría decir. No se trata de depósito larvario de la vida animal, sino del ser de  lenguaje, es decir, del ser marcado por  única cosa que puede redimir del mal, precisamente por ser la única cosa capaz de generarlo: estas larvas  metafóricas perduran como residuo o desecho forjado en el esfuerzo mismo por insertarse (no hay ser de palabra  que no haya pasado por ello) en las formas de sociabilidad que son los ritos, la simbolización, el conocimiento y la reflexión sobre la singularidad del animal que realiza tales cosas. Residuo inevitable, como precio de la civilización misma, al igual que es imposible  una emergencia  sin excreción, o la conversión de todo el monto de energía disponible  en efectivo movimiento.

La sorda presencia del depósito de larvas explica que a la menor quiebra en los equilibrios sociales, el repudio de  nuestra condición (bajo forma  de repudio de esa alteridad sin la cual simplemente el nudo de relaciones que constituye el ser humano no es posible), se traduzca en corrupción de la función esencial de la palabra. Cuando la existencia es cabalmente humana, es decir, cuando los principios rectores de la sociedad posibilitan la celebración festiva,  el arte, el conocimiento y la reflexión sobre el propio destino, entonces  el potencial larvario  está  neutralizado, mas en ausencia de tal fertilidad,  cuando la vida cotidiana se distribuye entre trabajo mecánico (o ausencia del mismo) y vacío narcotizante, se incrementan exponencialmente las probabilidades de regresión hacia  ese receptáculo de la excreción  inevitable que supuso decir a la razón y al lenguaje.

Y, efectivamente, el muro parece haberse fracturado. De ahí que  la brutal ofensa a la dignidad (la violencia directa contra toda disposición política simplemente respetuosa de los imperativos básicos de la sociedad de los humanos) que suponen, mero ejemplo, los propósitos del nuevo icono americano, no conlleve para el protagonista precio alguno, no pueda  perjudicarle en absoluto. Entiéndase bien que lo que ha cambiado es la oreja del oyente y no el contenido de los  discursos, pues frases como las por él pronunciadas las habíamos oído muchas veces a uno y otro lado del Atlántico (1). Pero  de Manila, a Amsterdam, y de Cracovia a Washington la oreja que escucha es otra, como señal de un cambio de la entera disposición de una gran parte de los ciudadanos; se ha impuesto simplemente una inercia hacia ese vertedero que quizás todos y cada uno de nosotros lleva dentro.

Y una vez más la inevitable pregunta: ¿qué actitud adoptar? Sin duda, en primer lugar, luchar contra la regresión: aun cerca de la cloaca, rechazar sin embargo la vieja complacencia en los hedores. Pero en segundo lugar un paso adelante, como han hecho tantos en las  duras condiciones  para la dignidad del espíritu humano que aquí otras veces he evocado. Por desazonadoras que sean las circunstancias, estas no deben ser coartada para que el hombre renuncie a su tarea esencial: conocer y simbolizar sigue siendo lo propio y lo serio, y por ello  renunciando a la simbolización y el conocimiento el hombre renuncia simplemente a lo propio. Aunque  sepamos  que el mundo no está hecho a la escala humana, no podemos  dejar de querer que así sea, sostenía  André Malraux.

"El origen del mundo" es el título del famoso cuadro de Gustave Courbet que colgó un tiempo de las paredes de la casa de campo del evocado Jacques Lacan. Sólo el terco combate del espíritu puede evitar que el rostro  que muchos periódicos  situaron en portada  el pasado nueve de noviembre pudiera ser contemplado como "el destino del mundo".

 


 (1)"¿Sidoso?(...)no es una palabra bella pero no conozco otra. Hay que decirlo, contagia por su respiración, sus lágrimas su saliva y su contacto" habría dicho en cierta ocasión el patriarca de los franceses de souche,  cuya hija tiene por cierto un buen socio, al otro lado de los Alpes, en el presidente de la Lega Norte, quien no se contenta con atacar un colectivo diezmado por la enfermedad: "La Mafia en el norte [de Italia] está de más(...) ha llegado a nuestra casa sin quererla" Se supone que no es el caso cuando se trata del desahuciado Mezzogiorno, con cuyos habitantes cabe sin embargo un acuerdo ante la amenaza de parásitos mayores: "Reservar los dos primeros vagones a las mujeres que no pueden sentirse seguras por la agresividad y mala educación de tantos extra-comunitarios". Cabría multiplicar los eejmplos.

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25 de enero de 2017
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Poema 72

Puede decirse

que los ganglios,

los glóbulos

o los nódulos

forman una guirnalda

que decora el

pecho de verbena.

Son rosarios

de vida

encendida

con linternas

y de vida que tiende

a apagarse

cuando sus

contenidos  

envejecen.

Tienden a mustiarse

los tejidos y

el núcleo se ablanda

en pliegues y

flaquezas que

gradualmente

puntean el cerebro

de hoyos

diminutos

y delaciones

sin curación.

Un desgaste fatal

que compendia

la decadencia

biológica

de la existencia

Una resolución

miserable

sin pausa y

sin calibre.

Una clase de planta,

 la existencia,

que muere

resignada

y por inercia.

Sin alzar,

al cabo,

la voz. 

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25 de enero de 2017
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Antiestética del poder

Hace un par de meses, avanzaba con unos amigos por Madison Avenue después de cenar –que es cuando mejor se ven los escaparates–, y de repente la crin de un caballo blanco se abalanzó hacia nosotros. Galopaba, bello y libre, en la ciudad solitaria, y el efecto óptico que producía la imagen en movimiento era tan poderosa que avasallaba. Sucedía en un escaparate del rey de la moda americana, Ralph Lauren, emparentado con la hípica y el poder. Cincuenta años en el trono y una compañía valorada hoy en 7.900 millones de dólares, todo ello conseguido por este hijo de inmigrantes judíos rusos nacido en el Bronx como Ralph Rueben Lifshitz. Lauren es un clásico moderno que representa el sueño americano, los Hamptons y el casual sport pijo, pero también el lazo rosa del cáncer clonado en sus polos universales que se llevan tanto en Sotogrande como en Benidorm. Es el diseñador más cercano al poder y su relación con Hillary Clinton fue cómplice: desde que la nombraron secretaria de Estado se ocupó de su imagen, y la blindó. Sartorialismo solvente, trajes sobrios y estructurados, colores lisos, versiones del uniforme femenino-público para huir de la controversia.
Pero, de la misma forma que Lauren encontró inspiración tanto en el Lejano Oeste como en la iconografía de la era Kennedy, Melania Trump, inmigrante eslovena, trató de emular a Jackie en un acto de pretenciosidad mayúscula. ¿Cómo no iba a recurrir la flamante primera dama al dueño del caballo blanco de Madison Avenue? Azul demócrata, igual que el color de la corbata de Obama; un traje con abrigo torero estructurado –pero no tan pegado al cuerpo como acostumbra a lucir en sus modelos estilo miss Universo–, mientras que Donald, tan alejado de cualquier aspiración de belleza, se mostraba despechugado con corbata de un rojo corporativo.
La señora Trump tiene todas las papeletas para callar, encerrada en esa tower de mármoles rosa. Han anunciado que no vivirá en la Casa Blanca, ni regará el huerto de Michelle. No obstante, a cada inquilina se le permite tener un caprichito, y Melania ha pedido un salón de belleza para hacerse las mechas cuando vaya a Washington. Pero lo más curioso de todo es que tanto ella como su hijo de diez años –que en el paseíllo presidencial andaba cabizbajo y confuso, levantando los brazos a desgana– reflejan el código ético y estético de la nueva primera familia, condenada a actuar como marionetas sin cuerda a fin de encajar en el guión más disparatado de la democracia norteamericana. Trump y sus consejeros millonarios aseguran que van a devolverle el poder al pueblo, pero en su “América fuerte” no hay lugar para corceles. Y mucho menos libres.
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25 de enero de 2017
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Subido al Carrusel

Leila Guerriero, la celebrada periodista argentina, me envió un largo cuestionario cuando preparaba su reportaje de portada para Babelia, el suplemento cultural de El País, que se publicó bajo el provocativo título El escritor ambulante. Me advirtió que no necesitaba responder a todas sus preguntas, porque no quería quitarme tiempo; pero el tema me pareció tan atractivo, que me aparté un rato de la novela que estoy terminando, y completé la tarea como un escolar aplicado, complaciente, y complacido.

En el reportaje Leila entresaca respuestas de los trece escritores entrevistados, acerca de cómo afectan su oficio las "idas y venidas" constantes entre ferias del libro, festivales literarios, comparecencias en universidades, lo que implica entrevistas, firmas, cenas a veces aburridas, los interminables viajes aéreos, y esos obligados hogares temporales que son los hoteles. Me ocupo aquí de ese tema, y sus consecuentes bemoles, en base a las respuestas que le di:

Si estoy en Nicaragua escribo todas las mañanas desde las 8 hasta la hora del almuerzo. No puedo hacerlo donde sea, bares, cafés, aviones y trenes, salvo que se trate de anotar, antes en una pequeña libreta, ahora en el celular. Puedo repetir mi rutina en otros domicilios temporales, cuando me tocan estaciones largas fuera, y me siento debidamente instalado, en reposo.

Debido a mi novela decidí el año recién pasado disminuir mi ritmo de viajes. Reduje mi calendario a 16 compromisos, cuidando lo prioritario. Unas quince semanas en total. ¡Qué drástica reducción!, me digo ahora, con sorna.

Lo peor es que al regresar de un viaje, después de haber abandonado por algún tiempo el libro en curso, debo comenzar desde el principio. Hay que volver a retomar la trama, meterse en la atmósfera, encararse de nuevo con los personajes, que resienten mi ausencia.

Viajar me produce cada vez más fatiga, culpa de "la obra profunda de la hora, la labor del minuto y el prodigio del año...", como describe Darío el paso del tiempo en su poema "De otoño".

Cuando se acerca diciembre me siento agotado, con ganas de tirar la toalla. Y peor el último noviembre. Me hallaba en Austin acompañando a Ernesto Cardenal en la entrega de su archivo a la biblioteca Benson, y yo debía hablar en la ceremonia. Estando allá me avisaron que mi hermano Lisandro había muerto en México, y pude conseguir un vuelo de madrugada para llegar a tiempo al funeral.

De vuelta en Managua, bajo el agobio de la pérdida, y más estresado que nunca, me sentí tentado a abandonar el resto de compromisos del año. Pero pensé que la gente que me había invitado, a la que dije que sí en su momento, no tenía ninguna culpa de mi estado de ánimo, y seguí adelante.

Los escritores somos una gran troupe que siempre está presentándose en los escenarios. De algún modo hay que estar cuando te llaman. Hay un ego siempre presente en los escritores, y estas líneas, hablando de mí mismo, son la mejor prueba. Pero hay que procurar tener un ego moderado. Y más importante que las luces del proscenio, son los nuevos lectores que se ganan gracias a esos viajes.

¿Hay alguien que se quede al margen? Vargas Llosa disfruta del público. Bob Dylan, no fue a recibir el Nobel pero delegó en la maravillosa Patti Smith para que cantara en la ceremonia una de sus baladas. Borges, ciego y todo, no despreciaba las invitaciones. Gabo, como dice su hermano Jaime, "se escondía para que lo hallaran".

Cuando uno presenta un libro en varios países, y atiende diez entrevistas de prensa en un mismo día,  tiene que aprender a dominar el arte de las "variaciones sobre un mismo tema". El periodista hará siempre preguntas parecidas, pero te está escuchando por primera vez, aunque tengas enfrente uno cada media hora. No puedes mostrarse cansado, ni aburrido. Sino, mejor quedarse en casa.

En las comparecencias me ayuda que hablar de literatura es lo que más me gusta en el mundo después de escribir, y claro, de leer. Me gusta ponerle humor a las conversaciones en público. Relatar historias. Es lo que espera la gente, no las disertaciones académicas.

Nunca se me ocurriría dejar de escribir y seguir montado en el carrusel de la feria. Me convertiría en una especie de veterano de guerra que enseña sus viejos galones, o sus viejas heridas. Lo contrario sí es posible. Porque escribir es una necesidad vital, y seguiré escribiendo hasta el último día.

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25 de enero de 2017
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