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Desde una bicicleta china

Después de la Segunda Guerra Mundial un Japón derrotado, humillado y arrasado hubo de reinventarse a sí mismo porque las potencias vencedoras no estaban dispuestas a permitirle que volviese a ser un país militarista y armado hasta los dientes. Y eligió ser el humilde replicante de todos los objetos que tan felices nos hacían a los occidentales. Los más veteranos recordarán que al principio los productos japoneses estaban peor considerados incluso que esas cosas que los chinos venden ahora a precios irrisorios. Hasta que de pronto se cambiaron las tornas y Japón se convirtió en el peor enemigo de Occidente, su Némesis, el ogro que  iba a devorar todo lo nuestro, empezando por lo más preciado: un día se compraban el Empire State, o los mejores estudios de Hollywood, o la discográfica que comercializaba las canciones de los Beatles. ¿Es que nadie les iba a parar los pies? No. Y a la vista de las cifras obscenas que misteriosos millonarios japoneses pagaban en las subastas por un Van Gogh o un Monet estaba claro que no.

            Hubo que esperar pacientemente la aparición de las películas de Akira Kurosawa, las novelas de Haruki Murakami, las interpretaciones de gente como Lang Lang y Mitsuko Uchida o los estupendos dibujos de Hayao Miyazaki para empezar a creer que la milenaria cultura japonesa no había sido totalmente arrasada por la bomba atómica y que el gran ogro amarillo no era sólo un sumidero que amenazaba con devorarlo todo sino que tenía un componente humano capaz de sumar, aportar, demostrar que el hombre es capaz de expresarse de una infinita variedad de formas. Tampoco es de olvidar que mientras tanto los llamados “Tigres asiáticos” estaban reduciendo a Japón a su tamaño real.

            Algo parecido pasa ahora con China. Con la mareante cantidad de miles de millones de chinos que hay (y que habrá…), con la fabulosa cantidad de dinero que están amasando y con una tradición cultural milenaria y exquisita es inevitable pensar que allí dentro estarán haciendo toda clase de cosas maravillosas en las diversas formas de expresión del ser humano. El problema es que todavía no sabemos quiénes son los actuales kurosawas, murakamis, uchidas  y miyazakis chinos. Todo lo que llega de allí es horrible: que son unos sucios y escupen, que riegan las lechugas con aguas fecales, que manipulan las medicinas y, sobre todo, que si nadie les para los pies se van a comer el mundo. Por eso son tan útiles, y de agradecer, libros como Desde una bicicleta china.  Dolores Payás nació en la provincia de Barcelona pero como ella dice de sí misma, pronto ensanchó el horizonte. Por aquellas cosas de la vida ahora lleva ya unos años en China. Puesta a contar cosas que ha aprendido de ese país podía haber elegido el tremendismo, la crónica negra o el reportaje criminal, porque material sensacionalista no le faltaba. Pero su elección, aunque parece más inteligente,  resulta un tanto inclasificable porque no es ficción, no es ensayo, no es testimonio personal, no es un libro de viajes, no es un escrito de denuncia, aunque sí hay un poco de todo ello. Pero, sobre todo, se lee con agrado porque hay en él un humor amable y desdramatizador. Por descontado que de cuando en cuando la realidad resuena como un cañonazo (“China quema ella sola más carbón que el resto del mundo junto”) y que hay cosas que difícilmente se pueden contar como quien cuenta una broma, como la detención de unos desaprensivos que manipulaban la carne de rata para hacerla pasar por cordero. Pero incluso ahí cabe el toque desdramatizador, pues para eso está su compañero de fatigas G, un hombre de nervios de acero y que no se deja impresionar por un quítame allá esa  rata y continúa comiendo pinchos de cordero en los puestos ambulantes. Porque ese es el espíritu que parece surgir de un largo paseo a bordo de una bicicleta china: de acuerdo que es imperdonable tener que salir a la calle con mascarilla y gafas de sol por culpa del smog, pero mientras empezamos a saber qué sale de ese inmenso país no está de más ir conociéndolo un poco mejor y hacerlo además desde la convicción de que el mundo es demasiado grande para que pueda comérselo alguien de un solo bocado, incluso si se trata de un gigante con más de mil millones de bocas, o de un solo payaso como ese bocazas llamado Trump. Y tampoco sabemos aún quienes serán los tigres encargados de hacer de China un país tan civilizado como Japón.

 

Desde una bicicleta china

Dolores Payás

HarperCollins

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16 de enero de 2017
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Tiempo de zozobra

Faltan sólo unos días para la investidura de Donald Trump como 45 presidente de Estados Unidos -el momento en que en verdad iniciará este ominoso 2017- y las señales de alarma se multiplican en todo el planeta, de modo particularmente grave para México. Mientras se acorta la desasosegante cuenta atrás, el año de la rabia da paso al de la zozobra: semanas y meses de incertidumbre, dominados por los caprichos de un líder venal y atrabiliario, los prejuicios, odios y ansias de venganza de sus seguidores y la incapacidad de nuestro gobierno para oponérsele. No se atisba el menor aliciente para el optimismo: una suerte de parálisis nos mantiene torpemente a la expectativa como el ratón que, fascinado ante los ojos de la serpiente, admira el sigilo con que ésta habrá de devorarlo.

            Si todavía hay quien cree que Trump se moderará en su nuevo encargo, como si la Casa Blanca tuviese el poder de alterar de la noche a la mañana el temple de sus ocupantes -una ilusión tan peregrina como imaginar que nunca sería candidato o que nunca ganaría la elección-, basta observar al equipo de trabajo que ha elegido siguiendo el modelo de The Apprentice -una amalgama de millonarios y militares en cada puesto clave-, sus primeros mensajes como presidente electo -cada tuit, una ofensa-, sus primeros escarceos en política exterior -irritar a China o empeñarse en su defensa de Rusia- o sus primeras medidas -amenazar a Ford, GM y Toyota por construir plantas armadoras en México- para pulverizar cualquier esperanza.

            A partir del 20 de enero, tendremos al mismo Trump que hemos visto mentir una y otra vez sin jamás arrepentirse; al mismo Trump que no ha vacilado en burlarse de sus rivales; el mismo Trump que ha sobajado a las mujeres, los musulmanes o los veteranos; el mismo Trump que se siente superior a todos los expertos; el mismo Trump que persigue enemigos por doquier para justificar su autoritarismo; el mismo Trump que ha prometido incrementar el arsenal nuclear de su país; el mismo Trump que desprecia los derechos humanos; el mismo Trump que no ha dejado de señalar a México y a los mexicanos como los principales obstáculos en su desorbitada promesa de "hacer a Estados Unidos grande otra vez".

            Y así, mientras los políticos de ultraderecha, racistas, xenófobos, autoritarios, proteccionistas y ultraconservadores de todo el mundo se frotan las manos -¡demagogos del mundo, uníos!-, el gobierno de México no sale de su pasmo, incapaz de darse cuenta de lo que está por venir. Ante una impopularidad extrema, fraguada entre los innumerables casos de corrupción y Ayotzinapa, acrisolada con la esperpéntica visita de Trump a Los Pinos y rematada con el alza del precio de la gasolina, no logra articular un discurso mínimamente coherente para estos tiempos de zozobra. Hasta ahora, la estrategia ha sido la prudencia extrema: no hablar de más, no alertar sobre el peligro para no hacerlo parecer aún mayor -aunque lo sea-, maquillar las amenazas como "desafíos" e insistir en el "diálogo constructivo" con quien no ha dejado de atacarnos.

            A la feroz crisis económica que se nos viene encima, y a la devaluación del peso que no tiene visos de frenarse, en los próximos meses estaremos obligados a "renegociar" el TLCAN -un eufemismo que implica aceptar el menor número posible de exigencias de Trump-, al tiempo que tendremos que recibir a un número imposible de cuantificar de mexicanos expulsados de Estados Unidos: si Obama deportó a 2.5 millones entre 2009 y 2015, es infantil pensar que Trump -con un secretario ultra como Jeff Sessions- no superará esa cifra con rapidez. Y eso sin contar la respuesta ante la advertencia continuada de que pagaremos el infame Gran Muro.

            La prudencia, si es que es prudencia y no mera inmovilidad, no es admisible: México requiere un nuevo discurso público -una nueva narrativa-, firme y nítido, para el abierto enfrentamiento que nos espera con Trump. Una narrativa de unidad que no podrá ser articulada sólo con palabras huecas y blandas, como las que hemos escuchado hasta ahora, sino con hechos y posiciones que demuestren un radical cambio de rumbo.  

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15 de enero de 2017
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María Moreno, la sobreviviente

Black Out (Random), de María Moreno, es uno de los libros que me ha impresionado más en este fin/principio de año, y guarda muchas similitudes con otro reciente gran libro, el de Cristina Rivera Garza dedicado a Rulfo (Había mucha neblina o humo o no sé qué). Como el de la mexicana, Black Out se despliega en una estructura híbrida, con incursiones tanto en la crónica narrativa como en el ensayo histórico/sociológico o en el análisis literario. A ratos, pese al orden que Moreno le da al libro -las tres secciones que retornan una y otra vez- puede que su formato sea un poco despatarrado, pero ese "desorden" termina convirtiéndose en la marca de un estilo y potencia el relato.       

Black Out es a la vez la autobiografía de una alcohólica, un análisis brillante del lugar del alcohol en la literatura fundacional argentina (el Martín Fierro, Una excursión a los indios ranqueles), y el retrato de los turbulentos años setenta en un sector intelectual de Buenos Aires para quien el bar era un lugar obligado de encuentro, el espacio donde se dirimían teorías interpretativas del momento histórico y se decidían pertenencias y exclusiones ("La Paz era mi bar. Allí nadie tenía la clase que buscaba Briante, en cambio se hablaba mucho de clases sociales"). A Moreno, hija de una doctora en Química, le fascina el alcohol desde niña: los trucos de magia de su madre, que convierte "una sustancia transparente en rojo bermellón", son su escena primigenia: con el tiempo, convierten el alcohol que bebe en esa sangre que le fluye a torrentes --padece de endometriosis- (si bien la literatura dedicada al alcohol tiene una larga y notable genealogía, lo que hace Moreno con la menstruación tiene pocos antecedentes y se cuenta entre lo mejor de Black Out).  

En su mirada descarnada al alcohol, Moreno hace recordar unos versos de Jaime Saenz en La noche: "La experiencia más dolorosa, la más triste y aterradora/ que imaginarse pueda,/ es sin duda la experiencia del alcohol./ Y está al alcance de cualquier mortal./ Abre muchas puertas./ Es un verdadero camino de conocimiento, quizá el más/ humano, aunque peligroso en extremo./ Y tan atroz y temible se muestra, en un recorrido de/ espanto y miseria, que uno quisiera quedarse muerto allá". Hay diferencias: para Saenz, el alcohol podía ser una vía de trascendencia del cuerpo; para Moreno, en cambio, el alcohol es el cuerpo: "Mi sangre se había retirado puntual y ahora sólo sentía el alcohol deslizarme por mi garganta, su peso en la vejiga. El alambique vertía su sedimento oscuro con olor a acetona, una transpiración que no detenía a los mosquitos, la saliva pesada que sólo se alivianaba cuando se detenía un poco".

El alcohol es también una forma de ingreso a una cofradía masculina que tiene en el bar su templo. Moreno retrata con lucidez ese mundo no de íntimos sino de "prófugos de la intimidad", y sus líneas más conmovedoras son para los retratos de los mozos y los amigos que pueblan esos espacios: "Jarrita tenía esas pisadas cortas de buzo propias de los veteranos de su oficio. Era un profesional sordo a las cachadas de los parroquianos y había convertido su ir y venir, la entrega de los pedidos y su sonrisa fija, en una tumba sobre su vida privada"; a Charlie Feiling "le pasaban la quimio... Agitaba el cablerío con impaciencia. Se atareaba en esas pequeñas acciones sin quejarse por las ocasionales negligencias de los enfermeros, sabía arreglárselas mientras moría: se puede ser un héroe acostado".

Black Out es la historia de una sobreviviente, alguien que ha sido capaz de dejar el alcohol y, a la vez, no se hace ilusiones: la tentación está siempre en esa "luz que titila como una marquesina" a lo lejos, y que puede que sea un bar.  

(La Tercera, 15 de enero 2017)

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15 de enero de 2017
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Poema 65

Una esquina de dolor

se posaba

en ángulos

extremos

como astillas

de hielo.

Y una sombra,

paralela al rumor,

acompañaba las blandas

embestidas que se posaban sobre

el costillar,

los fémures,

las muñecas.

El cuerpo

había

adquirido

una inesperada

personalidad

e interpretaba

laudos

y mensajes.

Unos perfectos

símbolos del miedo

se agrupaban

sobre hondonadas

o se extendían

como tules.

Matices de

delimitado

color.

Lamidos de animales

acostumbrados

a tratar con la desdicha.

Un conjunto

opaco

que fue

de muchas maneras

puesto que

Nadie lo había previsto

ni tampoco

deseaba con obscenidad

hacerse ver.

Hacerse ver adicionalmente.

Sólo la adicción es adición.

Y, al prolongarse,

por días y semanas

fue instalando

una plantación

de criaturas

y consignas

a la manera de una tropa

que, por fatalidades,

se habría instalado en

estos recintos.

Mientras el cuello

seccionado

había perdido la voz.

Había ganado su voz.

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13 de enero de 2017
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Poema 64

Una decidida sensación

de que los huesos

se quebraban

comenzó a establecerse

por diferentes partes

del inestable esqueleto.

Podría parecer una alarma

infundada

pero a cada minuto

se marcaban los dolores

como líneas

de luz.

Trazos que señalaban

una fragilidad

que no había sentido

nunca.

Un temor polvoriento

proveniente

del desgaste 

Mientras

el cuerpo

al que trataba de recurrir

Mostraba

su flaqueza

repetida.

Una combinación de

pérdida

y andamios

inseguros

formaban

la experiencia

orbital

donde

iba a

destruirme

por mis propios

medios.

 

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12 de enero de 2017
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Epitafio líquido

La idea del mundo líquido de Zygmunt Bauman nos sedujo a la primera. Tenía tal fuerza visual que la metáfora acabó funcionando por sí sola, como concepto real. Explicaba nuestras penas pero también nuestras dichas: escapábamos de la pesadez para abrazar lo fluido, aunque sin darnos cuenta soltábamos los anclajes que hasta entonces habían otorgado un sentido a la existencia. Nuestras vidas empezaron a parecerse a un vaso de agua que cambiaba de formas según soplaba el viento. Recuerdo a Enric Juliana descubriéndome la modernidad líquida, hace ya más de diez años en el restaurante Più di Prima de Madrid. Entonábamos una reflexión sobre la inconsistencia de los nuevos líderes políticos y la frugalidad de sus ideas mientras comíamos ese queso italiano que se deshace en la boca. La levedad se imponía: de la poesía de Lucrecio o Leopardi a la prosa cotidiana.
Hoy, todo se mueve debajo de nuestros pies, y aunque nos llenemos la boca con la palabra solidez, tanto la política como el trabajo o el amor tienen goteras. Tras la noticia de su muerte, reviso las citas de Zygmunt Bauman en mis artículos, bastones en los que me he apoyado para argumentar la conversión de la ética social en una especie de grandes almacenes. Las personas y los sueños se juzgan por su valor de mercado en una sociedad donde se resquebrajaron sus estructuras y vimos desaparecer los patrones fijos en los que clavábamos la flecha del tiempo. El cambio continuo es la nueva pauta. Según el sociólogo, sucede incluso entre las parejas: establecemos relaciones duraderas aunque con ticket de devolución cuando no funcionan. Ocurre de la misma forma con los lazos solidarios que tratan de mantener bien anudada la sensación de seguridad y levantan muros para contener a los inmigrantes que ambicionan nuestro bienestar.
Bauman nos previno de la falsedad que supone confundir felicidad con retribución. Por eso el placer es hoy tan efímero. ¿Cómo se van a fomentar el conocimiento o la reflexión si un ciudadano se siente alegremente satisfecho comprando unos pantalones por seis euros? Él apelaba a la obligada sensibilidad, un valor en vías extinción. En su ensayo Ceguera moral, aseguraba que nadie disputa por ella, ni se le reclama para ocupar un puesto de trabajo, tampoco se emplea para comunicarse con los otros, como si la zafiedad fuera mucho más excitante.
“La esperanza de escapar de la incertidumbre es el motor de nuestra búsqueda vital”, podría servir de epitafio para el viejo sociólogo polaco de cejas enmarañadas y pipa escéptica que tan bien nos ilustró sobre las contradicciones modernas. A medida que intentamos acercarnos a la felicidad, esta se hace más y más lejana. Pero es cierto que la buscamos en tiendas sin existencias.
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11 de enero de 2017
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Poema 63

En oriente,

muy cerca

o muy lejos,

lo mismo nos da

se iza una promontorio

de estaño

que procede

de un seísmo

sin documentación.

Este macizo,

de tan poca

consideración

telúrica,

fulge

según las horas y

los minutos macilentos.

Fulge como

un flanco

acuoso

de la pena,

de la melancolía,

y del tópico dolor.

No duele, sin embargo,

nada importante.

Se alza

como una emanación 

sin roces.

Sólo habitada

por un  forro

de raso amargo

y de desolación.

Parece muy triste

todo esto

pero sólo resulta

efectivamente

plomizo.

No da pie

al llanto

el vahído

o la desconsolación.

Es así,

medio

deforme y deshuesado

medio ayuno

y pulimentado,

como si  tratara

de un lamento ante

el agua del mar.

Del mar o su laringe  

que viene a absorber. 

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11 de enero de 2017
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Teodoro y Teodorín

El dictador de Guinea Ecuatorial Teodoro Obiang, que llegó al poder en 1979 y lleva ya 38 años sentado en la silla presidencial, no se anda por las ramas. Su hijo Teodorín es su vicepresidente desde el año pasado, electo con la misma aplastante mayoría que su padre, más del 90 por ciento de los votos.

Teodoro, y Teodorín. Pareciera el dúo de una historieta cómica, pero no lo es. Son personajes más bien de una novela de vampiros con nombres de vodevil. Teodorín empezó a entrenarse en el gobierno de Teodoro como ministro de Agricultura y Bosques, cargo que ocupó por siete años; con un salario de cerca de 3 mil euros, pronto había amasado una fortuna de más de 100 millones, gracias a un impuesto sobre la madera, cobrado a su favor y depositado en cuentas extranjeras. Y también, aventajado que es Teodorín, se hizo con el monopolio de la televisión.

La rapiña de la madera no fue sino su capital semilla, y luego echó mano de las ganancias petroleras, así que pudo empezar a gastar en lo que quería y ser dueño de lo que quería: una mansión de 30 millones de euros en Malibú, California, donde estudió unos cuantos meses en la Pepperdine University, afiliada a las Iglesias de Cristo; otra mansión en la avenida Foch, en París, en el exclusivo distrito XVI, que vale 200 millones de euros, decorada con pinturas de Renoir y Degas, y dotada de un spa, cine privado, una discoteca, peluquería, gimnasio, y salones de banquetes.

Coleccionista de automóviles exclusivos, entre ellos un Bugatti Veyron deportivo de 1.200.000 euros, de los que sólo existen 30 modelos en el mundo; un Maserati  de 800.000 euros, además de un Aston Martin, un Ferrari, un Rolls-Royce, un Bentley Arnage, un Bentley Continental, un Lamborghini Murciélago y varios Porsche. Y como un solo Bugatti le pareció poco, adquirió dos más. Poco pudoroso, y más bien lleno de orgullo por su exclusivo y numeroso botín, lo enseña a través de múltiples fotografías en Instagram y demás redes sociales.

En Estados Unidos compró el sello discográfico TNO Entertainment, y dada su pasión por la música y los espectáculos, entre muchas de sus posesiones exóticas se halla un guante compuesto de piezas de cristal que utilizó Michael Jackson en la gira mundial para promocionar su disco Bad. Los grifos en los múltiples baños de sus mansiones los mandó a dorar en oro de 21 quilates, lo mismo que los retretes de su jet privado, comprado en 40 millones de euros.      

Un país pobre y pequeño, que apenas gasta el 0.6% del PIB en educación, si abunda en gas y petróleo, aunque esa riqueza sea malversada, suele gozar de consideraciones de parte de los gobiernos poderosos, y del olvido diplomático acerca de las constantes violaciones a los derechos humanos, y a las reglas democráticas. Este manto parece seguir cubriendo aún a Teodoro, pero no a Teodorín.

Ahora se encuentra sometido a procesos judiciales en diferentes tribunales bajo cargos de corrupción, blanqueo de dinero, malversación de fondos públicos, extorsión, abuso de bienes sociales y abuso de confianza. En Estados Unidos, el Departamento de Justicia incautó la mansión de Malibú. En Francia, Suiza y otros países europeos, muchas de sus propiedades y cuentas bancarias también han sido confiscadas. Un yate le fue decomisado en Holanda, aún queda otro en Marruecos.

Sólo realizar la inspección e inventario de los haberes encontrados en la mansión de la avenida Foch, por instrucciones del Tribunal Penal de París, tomó 9 días. Un cargamento de vino Chateau Pétrus en las cavas, decenas de zapatos Dolce Gabbana en los closets, son algunos de los hallazgos más banales.

Teodorín ha tenido que escapar a Guinea Ecuatorial, huyendo de los jueces, para refugiarse en uno de los tantos palacios de Teodoro. La fiscal francesa Charlotte Bilger considera que Teodorín tiene "una necesidad compulsiva de gastar". Gastar lo robado, claro, aunque según su alegato todo es legítimo, producto de su propio esfuerzo. Cuántas veces no hemos oído lo mismo antes.

El vicepresidente Teodorín será condenado en ausencia, pero nadie ha dicho que semejante escándalo impida a Teodoro traspasarle un día el mando presidencial, o que no pueda sucederlo a su muerte. En un país de tanta miseria, donde la esperanza de vida supera apenas los 50 años de edad, sólo Teodoro y Teodorín pueden cantar con propiedad el himno nacional que empieza:

                                   Caminemos pisando la senda

                                   De nuestra inmensa felicidad....

 

 

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11 de enero de 2017
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