A los 82 años murió Abelardo Castillo, importante escritor argentino y formador durante años de...

A los 82 años murió Abelardo Castillo, importante escritor argentino y formador durante años de...

Por una rara conjunción temporal leí a primeros de 1976, poco después de conocer en Madrid a su autor, ‘Bomarzo’, ignorando que diez meses después vería la novela del bonaerense Manuel Mujica Láinez (1910-1984) hecha ópera en Londres. El libro era una fantasía histórica, con ribetes autobiográficos, sobre el personaje real del Duque de Bomarzo, Pier Francesco Orsini, hombre de físico deforme y atormentada sensibilidad, escrita en primera persona (a mí me hizo pensar en el precedente de las ‘Memorias de Hadriano’ de Marguerite Yourcenar) con un jugoso dominio de la lengua y una rica imaginería de figuras inventadas en amalgama con nombres verdaderos y famosos como el pintor Lorenzo Lotto, el poeta Aretino o Don Juan de Austria, todos ellos movidos diestramente sobre el paisaje del bosque de esculturas caprichosas creado por Orsini en torno a su palacio manierista de Viterbo. En cuanto a la ópera, en mi caso suponía una primicia absoluta, descubriendo con esa ocasión el nombre y la personalidad musical del argentino Alberto Ginastera, sin duda uno de los tres compositores capitales de la música del siglo XX latinoamericano, junto al brasileño Villa-Lobos y el mexicano Revueltas.
En Londres ese segundo ‘Bomarzo’ tenía un cuidado y brillante montaje pero estaba cantado en inglés, según la práctica habitual de la English National Opera, que, desde su imponente sede del Coliseum próxima a Trafalgar Square, rivaliza en la calidad de sus espectáculos con la Royal Opera de Covent Garden pero programa todo el repertorio extranjero traducido, sean sus autores Wagner, Berlioz, Puccini o Ginastera. La música me gustó por su idioma moderno no reñido, dentro del patrón atonal, con la melodía, la escritura modal y las alusiones muy bien engarzadas a cantos populares y formas cultas renacentistas. Abunda en ella el canto monologal de su protagonista, aunque tienen notable importancia las voces infantiles (con la subyugante y recurrente canción del Pastorcillo), el coro de cortesanos, astrólogos o prelados, así como, en un notable distintivo de la obra, sus catorce interludios orquestales que le dan continuidad narrativa y armazón dramática. Episodio central de una ópera en la que lo onírico y lo esotérico poseen gran relieve, es el ballet erótico del Cuadro XI, en el segundo acto, con una música quebrada y deslizante como lo son los sueños y el deseo.
Tras su ‘première’ en Washington en 1967 y la demorada reposición (por la censura militar) de ese mismo montaje cinco años después en el Colón de Buenos Aires, ‘Bomarzo’ (grabada en su día bajo la batuta de Julius Rudel) fue vista en los primeros años 1970 en Kiel y Zurich, siendo un acontecimiento de rango europeo que cuarenta años después de aquellas funciones londinenses de las que fui testigo llegue al Teatro Real, después de los recientes ‘hits’ de Britten y Händel, en español naturalmente y bajo la dirección escénica del muy prestigioso Pierre Audi.
Adaptada a la escena lírica por el propio Mujica, con el compositor, ‘Bomarzo’, que no es la única ópera de Ginastera, nos trae a un estupendo novelista hoy un tanto olvidado y a un músico de gran versatilidad sinfónica, camerística y vocal, nunca caída en el pintoresquismo o la complacencia.

Ejemplos de la dificultad del emparejamiento entre la lengua inglesa y la española podrían ser los términos orníticos "crow" y "hawk".
“Crow”, en especial en su forma plural, es sinónimo vulgar de “Corvid” (The Crows. A Study of Corvids of Europe; un clásico en la bibliografía ornitológica), pero cuando adquiere aspecto binario reduce su significado: “Carrion Crow” (Corvus corone corone) sería nuestra Corneja Negra, y Hooded Crow (Corvus corone cornix) nuestra Corneja Cenicienta. Un “crow” aislado, en la soledad de la página de un libro, no da pista alguna al sufrido traductor; ¿opta por un genérico, y quizá inoportuno por lo culto, “córvido”, o desciende a la especie y concreta “corneja”?, sin atreverse, claro, a precisar si se trata de la negra o de la cenicienta.
“Hawk” complica aún más las cosas. Así, solo, es traducido normalmente por “Halcón”, como ave rapaz diurna de tamaño medio, no teniendo en cuenta que un halcón, sensu stricto, es un ave de la familia falcónida cuyo nombre inglés, en propiedad, es “Falcon”. Es de nuevo la forma binaria la que aporta soluciones: “Gosh Hawk” (Accipiter gentilis) es nuestro Azor, y Sparrow Hawk (Accipiter nisus) nuestro Gavilán, dos especies no falcónidas sino accipítridas.

Se ha publicado en España la colección de ensayos La mujer que mira a los hombres que miran a las...

Habitualmente, sin reflexión
no distinguimos
entre el habla del cuerpo
y una supuesta habla única o principal.
No diferenciamos
sus obscenos pronunciamientos
gruesos, groseros, granulentos
de otros pronunciamientos
incomparablemente más débiles,
más delicados y menos audibles
e inasequibles.
Pero, aún así, con voz baja
planea, sombrea y mancha
ligeramente el alma.
A caballo del lomo muscular que atrona.
Cuerpo y espíritu son la réplica de este dúo convencional,
Cuerpo y espíritu que parecen interpretar
El ser dual (como poco) del ser humano vivo.
El alma habla, murmura,
balbucea, desliza sílabas
y arrastra quejidos de colores.
Alienta en voz baja el múltiple sonido del cuerpo.
Mientras el cuerpo, de modo paralelo,
impone su acústica imperativa:
abronca, grita, aúlla,
solloza o clama con imparable exageración.
En esta duplicidad, tan elemental y tosca,
creemos, sin embargo ciegamente
Dos polos en que se apoya
el pálpito ruidoso y la vana inquietud de la existencia
Los creemos como focos escindidos, a veces,
y unidos al cabo por una irisación de la luz
que todavía distingue el ojo abierto.
Diferenciados los puntos de emisión
para ofrecer algún relieve (relevante)
y juntos para prestar complejidad.
Una síntesis y diéresis continuas
caracteriza la manera de este dúplex.
Un duplex que unas veces desmentiría la duplicidad.
a poco que se analice su estirpe
y una pareja cuya duplicidad impera
en lo biológico, lo biográfico o lo biótico.
Existe así, en suma, un doble rail virtual (real),
puesto que el alma necesita
para sobrevivir con garantías
una referencia burda
destinada a izar su delicadeza,
una referencia ruda que convalide
su ficción.
Una verdad vulgar para redondear su farsa.
El alma se hace así brillantemente mendaz
gracias, pradójicamente, a este alimento barato.
Con la simbiosis se hace incalculable, inmensurable, indescriptible
Puede permitirse inventar, a su antojo,
el signo del dolor
sin el dolor presente.
U puede lanzar en silencio el gemido del placer
sin la prestancia del placer más íntimo.
El alma estás para crear, el cuerpo para procrear.
La primera trastorna la rutina,
el segundo arde en las repeticiones
El cuerpo hecho carne, hecho sangre,
se enloda con los efectos del albañal.
Así se expresa, así se detecta.
De ese modo parece patente y palpable
La base del alma, en cambio,
es un tapiz de falacia.
Un pañuelo estampado en Florencia.
La vida vacilante de la falacia o la falena
planea como una seda inconsútil
mientras el cuerpo se corrobora
en las brozas de la tierra.
Mientras el cuerpo es impertinente
el alma es intermitente
Mientras el cuerpo atora un aforo mensurable
el alma vuela como un ave
en un fanal de estrellas
y donde el cristal es aire.

En el post anterior sobre la FILBO, entre los muchos comentarios recogidos por Winston Manrique...

He visto nacer
Dentro de mi,
como si se tratara de otro organismo,
otros componentes
imprevistos han surgido
para mediatizar la visión del mundo.
La visión y la experiencia y la paciencia.
No acaba pues todo
en lo que conocemos
rutinariamente.
Lo conocido
es un visibilidad cualquiera.
Existe, en cambio,
más acá y no más allá
otras versiones muy próximas.
Una realidad cercana o incluso empotrada
en la misma arquitectura de la mente
que se revela con apenas un cambio
en el estado de la salud,
con motivo de un simple descuido
un accidente o una imperfección
en la rutina.
La rutina o la madre de todas las cosas.



Es un escritor de viajes que odia los libros de viajes. Sabe que ya es imposible viajar en su sentido estricto, que es el de escapar a lo común y adentrarse en lo desconocido, como aquellos viajeros románticos que pisaban con temor y temblor las agresivas plazas napolitanas o los ruidosos corrales andaluces. Ahora la gente se aprieta en un hormiguero mundial. Así que Lawrence Osborne nos cuenta su viaje por orden y comienza con los centros más adocenados y vulgares, Dubái, capital de la ordinariez millonaria; Calcuta, la ruina de la destrucción miserable; Bali y su gamelán obsesivo que enloquece al más sereno; Haití, las islas Andamán... en fin, la ruta que le lleva a los jarawas, etnia salvaje e inaccesible que se oculta en bosques prohibidos. Pero tampoco. La reserva está vigilada por policías tan corruptos como los propios jarawas. Y así sigue hacia Papúa Nueva Guinea, en donde está casi seguro de poder pisar tierra virgen y ver gentes que jamás han tocado a un hombre blanco. Es un viaje al corazón de las tinieblas (en el que el único reposo es un arreglo dental en Bangkok) buscando con desesperación escapar al mundo conocido, a lo cotidiano, a la inevitable muerte que nos espera agazapada tras nuestras rutinas.
Este escritor aventurero acabará llegando a Papúa Nueva Guinea y pasará meses de dolor y locura en selvas insoportables para, por fin, alcanzar un lugar donde, en efecto, sus habitantes nunca han tocado al hombre blanco, al Turista desnudo, como titula su excelente libro.
Pues también es mentira. Ya estuvo allí Margaret Mead, la antropóloga, en 1938 y había vuelto en 1967 para constatar la destrucción que trae el turismo. Osborne, gran tipo, sólo quería verificar que no queda ni un palmo de tierra virgen.
