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Poema 112

 

Arrojaban piedras

Pero eran como mazapanes.

De su afrenta

se deslizaba

un humor

duro o sangrante

que siendo un alma herida

no podría aceptar

nada diferente

a un nuevo tormento.

Y, sin embargo, el corazón hablaba

de días próximos

en los que

el coágulo rojo

se hacia un licor

El licor dorado

y los zumos de muerte

bañarían las pezuñas

de Satanás

y de allí

no podrían separarse.

Nadie podrían acudir

a eludirnos

el final.

El final estaba,

desde ahora,

en nuestra alma.

(Palabra de Dios)

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23 de marzo de 2017
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Días sin hombres

Duró años aquello: si en los títulos de crédito no aparecían nombres de mujeres, apagábamos la tele, porque desdeñábamos aquellas películas de aventuras o de ciencia ficción que no contemplaban una relación entre un personaje masculino y otro femenino, preferiblemente una historia de amor, del tipo que fuera. El amor que traspasa la pantalla y nos pone la piel de gallina. El amor que espera, el que sangra. El gran amor que se pierde en una curva de carretera. Incluso en lo que Hollywood denominó Women’s pictures, como la clásica Mujercitas, aparecía algún hombre, aparte del padre de turno. La palabra mixto se agitaba en todo tipo de cocteleras.
Si entonces alguien nos hubiera dicho a nosotras, que aún creíamos en el príncipe azul –e ignorábamos las sucesivas frustraciones que nos supondría perseguir un ideal en verdad tan pordiosero–, que llegarían días sin hombres, hubiéramos peleado contra Goliat y las fuerzas del viento; nos hubiéramos doblegado, heroínas románticas, ante el fatum insípido que nos anunciaba el canto de la Sibila. Días sin caricias en el pelo, ni un abrazo fuerte y cuadrado, sin una mirada capaz de encender las emisoras del cuerpo. El problema es que confundíamos el amor con su ducha química que nos colocaba la endorfina tras la oreja, igual que un clavel. El enamoramiento es suspense y grandeza, todo se empequeñece, el sueño es corto y el mundo te ofrece continuas señales de tu enamo­rado. Suele durar un año y medio en el mejor de los casos, algunos dicen que tres. Luego se sustituye por la unidad familiar o por una estrecha camaradería con momentos eróticos, también en el mejor de los casos. Y una gran parte de las relaciones entre el personaje mas­culino y femenino pierde el guión, y las rutinas pudren lo poco que queda de aquel ardor.
Una vez divorciados, los hombres españoles vuelven a casarse más, y más rápido, que las mujeres. Por otro lado, ellas son más longevas, y por tanto viven más años de viudez, en soledad. Han acabado por enroscarse en ella igual que un gato. La administran con soltura. Algunas tienen amigos, pero se niegan a cocinarles y cederles cajones en el armario. También las hay solteras, las que dicen que “el mercado está fatal”. Sustituyen la falta de varones en su vida por una hermandad de amigas cuyos goces a menudo son extraordinarios, incomparables no con la idea del amor, sino con sus migas. Y por supuesto están los hijos: las madres suelen estar demasiado entretenidas, y colmadas de cariño, excepto cuando se enfría la almohada. Pero, con todo, se dicen que no se trata más que de un instante esquivo, pelusilla comparada con las horas de calma caribeña que suponen unos días sin hombres.
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22 de marzo de 2017
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El diablo en el cuerpo

Si alguien quiere imaginar un lugar remoto de Nicaragua, perdido en la incierta geografía de las selvas de la costa del Caribe, no hay mejor ejemplo que El Cortezal. Aquí fue donde literalmente el diablo perdió el poncho.

Y esta historia trata precisamente del diablo. Vilma Trujillo, una joven campesina de aquella comunidad lejana, fue quemada viva el pasado mes de febrero por el pastor de la iglesia Misión Celestial, Juan Gregorio Rocha, y varios cómplices suyos.

La declararon poseída por el demonio: veía visiones, y hablaba incoherencias. La encerraron amarrada de pies y manos en la casa pastoral, y así la mantuvieron durante seis días. No la liberaban ni para hacer sus necesidades fisiológicas, por lo que se defecaba y orinaba encima.

Mientras tanto, en el vecino templo de la congregación, el pastor y los fieles oraban para librarla de Satanás. Entonces, una de las devotas escuchó una voz: había que purificar a la endemoniada en la hoguera. Muy expedito, el pastor mandó a recoger leña. Amarraron a su víctima a un tronco, y antes de que amaneciera la lanzaron desnuda al fuego.

El pastor no cabía en sí de alegría: ‘¡Ya se va a morir y va resucitar! En cuanto se muera la metemos en la iglesia y la vamos a entregar a Dios y va a estar sana", exclamaba. Luego, moribunda, fueron a botarla a una cañada. Las quemaduras habían abrasado su piel y órganos vitales, y nada se pudo hacer ya por ella.

En El Cortezal, donde no hay ninguna escuela, el pastor Rocha era jefe de policía, juez de instrucción y de apelación, exorcista, brujo, director espiritual, carcelero y verdugo. Todos los vacíos del poder del estado y del poder social en aquella remotidad los llenaba él solo. Y, también fungía como juez moral.

Porque Vilma fue quemada bajo acusación de adulterio. Tenía el diablo en el cuerpo y sólo el fuego podía purificar su carne. Uno de los cómplices lo explica: "el demonio que se había apoderado de la mujer era de adulterio...tenía su compañero de vida y cometió error con otro hombre y seguro Dios la castigó de esa manera y se endemonió".

Y el marido de Vilma, Reynaldo Peralta Rodríguez, quien se hallaba haciendo trabajos agrícolas lejos de El Cortezal mientras duró el auto de fe, lo confirma: "Para mí, mi mujer no estaba endemoniada, lo que le hicieron fue una brujería, porque ella tomaba un remedio que le dio un hombre que la había violado y desde que comenzó a tomar eso cambió un poco conmigo".

Bajo el manto oscuro del fanatismo religioso los jueces morales abundan, sean analfabetos o letrados. El demonio de la concupiscencia tiene preferencia por el cuerpo de las mujeres "locas de su cuerpo", que pagan su delito moral en las hogueras en la edad media, como Vilma, o llevando la A de adúltera cosida al pecho, como en la sociedad puritana de Nueva Inglaterra en el siglo diecisiete. Es lo que narra Nathaniel Hawthorne en La letra escarlata, la historia de Hester Prynne, obligada a proclamar ella misma su pecado exhibiendo aquella señal infamante.

El Cortezal no es más que un escenario primitivo de la represión social que sigue viva en América Latina contra las mujeres trasgresoras. Y el demonio continúa siendo el terrible pretexto de la represión contra las mujeres, que son las que abundan en ese imaginario perverso. De hombres quemados vivos por pecados de la carne, son pocas las noticias.

Uno de los jerarcas de las Asambleas de Dios, a la que pertenece la iglesia Misión Celestial, declaró que en el aquelarre se dio una "intervención demoníaca" y la situación se salió del control de los inquisidores rurales; el pastor Rocha carecía de "conocimientos teológicos" y su ingenuidad lo privó de buscar ayuda o asesoramiento de parte de un líder cristiano.

¿Qué clase de asesoramiento necesitan unos fanáticos, extraviados en la ignorancia, para sacarle el diablo del cuerpo a una pobre mujer indefensa? Para otro de los pastores de la congregación, "lo que ocurrió ahí fue un exabrupto, un manejo inadecuado de la situación".
Y uno más dice que la intención del pastor de la hoguera y sus cómplices de asesinato "era buena". Sin embargo, "al inmiscuirse la extraña voz, el resultado fue la muerte." Un error de interpretación.

La extraña voz. La voz que ordenó quemar viva a Vilma Trujillo. A través de los siglos, la ignorancia de analfabetos y letrados sigue oyendo esa misma voz.

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22 de marzo de 2017
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Poema 111

 

Sobre una vida modesta,

desarmada y macilenta

se arrojan

fieras de ojos

incendiados

sobre zarpazos 

de un calibre

sin proporción

ni entendimiento alguno.

Cabría pensar

que esas 

grandes dentelladas

dirigidas a la

miseria extrema

y claudicada

persiguen un bocado

de nutricia sustancia

o jalea

que al poderoso

, paradójicamente,

le procurara

remedio

a su posible enfermedad.

Pero es sólo

un  bocado amargo

sobre la carne

tumefacta

aquello que se obtiene

del maltrecho ser

explotado

que no guarda

en sus venas

sino pobreza total.

En ese embate,

sobreexterminador

ajeno a toda

productividad

real,  

opera sólo

el  gozo de la crueldad.

Allí se enlucen los labios 

del crimen festivo

y el baile  

infatuado 

del mal.

El mal

en su cima de plata.

El mal

cuya acción fallida

,sin beneficio alguno,

en esas cargas  

sólo hallan

espejo

en la tortura.

Abyección

sin condimento

de  más. 

Porque

sólo se succionaría,

al ocupar la reserva

de pobreza

una materia prima

que, tras tronchar

el hueso,

gotearía

una médula sucia.

Acción superlativa

de la codicia

imperial.  

Cuadro absoluto

de la crueldad 

sin rostro.

sin voz, sin entendimiento,

ni provecho real.

La crueldad como

un lagarto,  

la crueldad como una

perla de pestilencia.

Los pobres,

Desechados,

no esperan

ya ser redimidos

pero, tampoco,

ser desgarrados

como pitanzas. 

Ciegos e inocentes, 

ciegos del vertedero,   

allí se ovillan

para sufrir

sin alaridos.

La indigencia

desecada,

sin aullar.

Privados de voz,

desangrados de entidad,

se arrastran

como escarabajos

y mueren 

como figuras

variables

del horror.

Sin uñas, desdentados,

mancos, leprosos,

tratando de rehuir

alguna pena

aún mayor

hasta ser vomitados,

como agrias papillas de miseria

por los reyes

que abominan

de su asqueroso sabor.

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22 de marzo de 2017
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Gloria

Rinaldo Alessandrini abrió el Festival de Música Antigua de Sevilla con su Concerto Italiano y las monumentales Vísperas de Santa María. Las columnas salomónicas sonoras de Monteverdi se enroscaban en las columnas salomónicas de la parroquia de la Magdalena, cuyo gigantesco retablo parecía el balcón de unos oyentes inmortales. Abajo, los mortales temblábamos al oír el verso: "!Oh, Dios, ven en mi ayuda!".

Sin embargo, los hombres del siglo XVII no necesitaban más ayuda que la de sus cuerpos y mentes. Era el siglo de Descartes, de Cervantes, de Shakespeare, de Velázquez, entre quienes descolla, colosal, Monteverdi agitando el océano de los sonidos para hacerlos más humanos. Aquellas gentes estaban construyendo un mundo nuevo y se daban a la tarea con todas sus fuerzas. Era la aurora de la era moderna e inauguraba la soledad de los mortales en el cosmos. De modo que cuando las voces alzan con toda su potencia la suprema alabanza, "Magnificat anima mea Dominum", no debemos traducirlo por "Proclama, alma mía, la grandeza del Señor", sino por "Proclama, alma mía, la grandeza del humano". Y los versos que hablan de Jerusalén deben entenderse como "Mira la ciudad que he levantado a orillas del Guadalquivir". Y luego, "Admira este templo de oro, mármol y jaspe". Y también, "Oye nuestras voces enlazadas con asombrosa armonía y cómo cubren la haz de la tierra".

Una alegría frenética, una esperanza exaltada, un vigor furioso movía a los músicos cuando cantaban la grandeza de nuestra especie en tiempos de Monteverdi. También era grande la envidia y el deseo de alcanzarles. ¿Cuándo podremos cantar de nuevo a la esperanza, a la alegría, a la magna labor de hacer un mundo nuevo? ¿Cuándo volveremos a creer en nuestras fuerzas? ¿Cuándo sonará nuestro Magnificat?

 

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21 de marzo de 2017
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Grifería

 

El maestro propone un trabajo para el fin de semana: hallar la etimología de la palabra francesa ‘robinet’, nuestro ‘grifo’. Treinta y nueve, de los cuarenta niños que componen el alumnado, dan la siguiente solución:

“Según los mejores etimologistas (Bloch y von Wartburg, seguidos por Alain Rey), ‘Robin’ era un nombre de pila masculino que, en la Edad Media, se solía dar a los animales domésticos, en especial a los ‘moutons’ (vocablo que se aplica, sin distinción, a carneros y ovejas). ‘Robinet’ es un diminutivo de ‘Robin’. Las llaves de los caños, o los caños en sí, tenían frecuentemente la forma de la cabeza de una res lanar, de ahí que se les diera ese nombre. En español el paso de ‘caño’ a ‘grifo’ se explica por la sofisticación de ese dispositivo asemejándolo al mítico animal.” 

El niño disidente nos dice que en su casa (es una familia de inmigrantes catalanes) al ‘grifo’ se le llama 'aixeta', término emparentado con 'xeta', 'jeta', y que no se ponen de acuerdo los lingüistas para precisar su procedencia pero, apunta, es recomendable acudir a Covarrubias: "Llamamos Geta a los labios hinchados de los negros, por la semejanza que tienen con las setas o hongos que nacen en el campo"

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21 de marzo de 2017
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Honestidad intelectual

 

En un determinado momento, ser superficial le pareció a Wilde lo mismo que ser cómplice de una monstruosidad: algo que destruía la voluntad y aniquilaba toda posible verdad adherida a las palabras.

Era como si de pronto Wilde se diese cuenta de la tragedia que implicaba haber desperdiciado el talento. O lo que sería lo mismo: haber utilizado la agudísima mirada que le habían regalado el azar o la necesidad para hacer observaciones superficiales en lugar de haberla utilizado para profundizar.

Tengo la impresión de que esa clase de certezas te pueden producir, a una edad muy determinada, una angustia de consecuencias mortales. A Wilde se la produjo, a pesar de que nunca fue verdaderamente superficial. Pero al final de sus días él no lo creía así, y pensaba que había dedicado más talento a la vida que a la escritura, y que podía haber llegado más lejos, mucho más lejos, en la exploración de la verdad.

Se trata de un examen de conciencia en el que Wilde demuestra que, más allá o más acá de sus superficialidades y sus profundidades, nunca le faltó la honestidad intelectual.

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21 de marzo de 2017
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Poema 110

El mundo

se había presentado

incomprensible

en unos meses.

Dos o tres años,

apenas.

Y padecíamos

los escritores, los pintores, los editores

un desplazamiento abisal.

No alcanzábamos,

con nuestras mentes,

a interpretar

los cauces maestros  

del cambio público,

estético

y cultural.

Peor aún. 

Con ese gran trastorno

experimentamos

tanto nuestra debilidad  

como nuestra efectiva

decadencia

moral y social

Basuras ya del sistema

General

del desperdicio.

Cuota de un sucio

mundo laboral

que nunca antes

habríamos  imaginado

tan próximo

a la elite creadora.

Fuerza improductiva,

ahora, esa elite,

de la que la producción  capitalista,

necesitaba desprenderse.

Ahorrase nuestra

producción,

ya vana,

o ridícula incluso.

Anacrónica y arenosa.

Hablábamos del

perfume cultural

que, en otro tiempo,

culminaba en este vapor

excelente aroma

como insignia

de  crédito

e identidad.

Y, de pronto,

en muy breve tiempo,

esas esencias

cambiaron su olor

entero

por la vacuidad,

el prestigio por la calderilla.

Con este

inesperado farallón

en nuestras vidas

caímos como escombreras

en un mar

salado y seco

que jamás imaginamos

real.

Caímos como desechos

o mondaduras

de una época

ya vacía

de todos

sus mejores

aderezos.

Caímos

de  una época

que no necesitaba

de nosotros

sino, al contrario,

nos mostraba como

un estorbo para progresar.

¿Hacia donde?

Lo peor de todo aquello

es que no

conocíamos la contraseña

ni vislumbrávamos el porvenir.

Pobres

sin porvenir.

Ni la vista,

ni la mente

ni el sortilegio

alcanzaban

a rescatar  

nuestra entidad

o concederle sentido.

Acabamos, entones,

encharcados

en la confusión.

atemorizados

por la pestilencia.  

Convertidos en

desecho

del pasado

y sin redención.  

Definidos como restos

podridos

de un pasado

que nunca

retornaría a la actualidad.

Seres irreales.

Seres delirantes, nosotros.

Mostrencos de la implacable

ley de la edad.

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21 de marzo de 2017
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Los cuentos de Onetti cantan, tocan y bailan en la ópera de Madrid

El Teatro Real de Madrid presentó en febrero La ciudad de las mentiras, una ópera o teatro con música que juega y dialoga creativamente con cuatro cuentos de Juan Carlos Onetti. Es el último encargo del anterior director artístico del teatro, Gerard Mortier. Y es un homenaje al gran escritor uruguayo, que vivió sus últimos años y murió en esta ciudad soñando con su inventada Santa María, la Macondo del Cono Sur.

Esta es mi crónica y ensayo sobre esta obra de Elena Mendoza, que la semana pasada se publicó en la revista cultural Ñ de Clarín en Buenos Aires.

*          *          *

Se abre el telón… Bueno, no se abre el telón porque no hay telón. Como en el teatro de vanguardia de los ochenta, cuando el público llega a la sala ya está en funcionamiento el bar de mala muerte que se extiende en escaleras que suben y bajan para convertirse en sitio de confidencias, restorán cochambroso, oficina de un agente teatral arruinado, estudio de radio polvoriento y terraza donde las mujeres lánguidas e imposibles de Juan Carlos Onetti mueren matando.  

La joven compositora sevillana Elena Mendoza, formada musicalmente en Alemania, y el veterano director teatral y escritor Matthias Rebstock crearon una obra extraña, inclasificable para traer a Madrid el universo de uno de sus exiliados latinoamericanos más ilustres.

En la época en que García Márquez, Vargas Llosa y José Donoso se afincaban en Barcelona alrededor de su agente Carmen Balcells, Onetti se amodorraba para fumar en la cama en la avenida América de Madrid con su esposa Dolly. Onetti siempre fue distinto: fue Balcells quien había tenido que venir a buscarlo a Montevideo. El escritor no se levantaba de la cama ni para ir siquiera una vez a escuchar los conciertos de su esposa, concertista de la filarmónica.

Hasta me resultó una escena onettiana que la jefa de prensa del Teatro Real me presentara a Dolly al final de la función. Habíamos visto La ciudad de las mentiras a pocas butacas de distancia. Ella sí había ido a ver la obra basada en cuatro cuentos terribles de su marido.

Como música profesional, me dijo a la salida que había apreciado el rigor alemán, la fuerza rítmica de la partitura de Mendoza. A mí me gustó también el juego de timbres de los instrumentos que crean atmósferas mientras los cantantes, más hablando que cantando, cuentan las historias de la ciudad inexistente de Santa María.

*          *          *

Antes de la función, un grupo de periodistas internacionales nos habíamos reunido con la compositora y su socio alemán. Yo le pregunté si escucharíamos sones y guiños a la música del Río de la Plata. Se alarmó. Cuando escuché la obra la entendí: como explica Antonio Muñoz Molina en su introducción a los Cuentos completos de Onetti, sus narraciones carecen “tan radicalmente de color local como las de Franz Kafka, con las que a veces no dejan de guardar un cierto parentesco”.

Son historias de horror pudoroso sin lugar que parecen suceder dentro de la cabeza del lector.

A Dorotea Muhr, Dolly, la mujer que amó a Onetti con una profundidad casi inconcebible, la obra le gustó. Yo acababa de leer el punzante perfil de Dolly (La mujer que amó a Onetti), que Leila Guerriero escribió el año pasado para la revista chilena Paula. De allí sabía de su vida de violinista y de incondicional del inventor del Macondo del Sur.

Desde su sapiencia musical, Dolly había encontrado en la ópera el hilo instrumental para contar historias tan difíciles, me dijo a la salida del teatro. También le había encontrado humor, un humor escondido en la obra triste de un pueblo inventado, sumido en el sopor de la mediocridad y mágico en el vuelo universal de sus historias, un pueblo que tal vez está a mitad de camino entre el amado Macondo de Cien años de soledad y el odiado Salas de El ciudadano ilustre.

“En Santa María, cuando llega la noche, el río desaparece, va retrocediendo sin olas en la sombra como una alfombra que envolvieran; acompasadamente, el campo invado por la derecha- en ese momento estamos todos vueltos hacia el norte-, nos ocupa y ocupa el lecho del río. La soledad nocturna, en el agua o a su orilla, puede ofrecer, supongo, el recuerdo, o la nada, o un voluntario futuro; la noche de la llanura que se extiende puntual e indominable sólo nos permite encontrarnos con nosotros mismos, lúcidos y en tiempo presente”. Así describe su pueblo el joven Jorge Malabia, el narrador de El álbum.

*          *          *

Para Elena Mendoza, en El álbum está el secreto del mundo literario de Onetti y lo que ella quería reflejar con su partitura atonal, envolvente, de atmósferas inquietantes. En este cuento, Malabia se enamora de una mujer que le cuenta historias fantásticas de sus viajes por el mundo y desaparece tan misteriosamente como había llegado a Santa María, dejando un baúl que promete volver a buscar. Malabia y su amigo, el doctor Díaz Grey, abren el baúl y encuentran, en las últimas líneas del cuento, un álbum con fotos de todos los lugares que el enamorado creía que ella había inventado para él.

“Hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos”, cita la compositora a Onetti al final de su explicación del argumento.

De ahí sacó La ciudad de las mentiras, el nombre de su ópera que no es una ópera.

En el estreno varios habitués del Teatro Real habían abandonado la sala antes del final (y eso que la obra dura menos de hora y media). En la función que vimos Dolly y yo esto también pasó, pero menos. A parte del público tradicionalista le pareció un insulto que en algo vendido como ópera casi no se cante, que la mitad de los diálogos sean hablados con esa cadencia sentenciosa y en voz baja de los personajes de Onetti (aquí vueltos exóticos porque la mitad de los intérpretes son alemanes) y la otra mitad sean monólogos y conversaciones ejecutadas por instrumentos de todo tipo. A mí eso me pareció un hallazgo profundo y juguetón.

Carmen, la mujer de El álbum, por ejemplo, es Anne Landa, una acordeonista vasca que cuenta su historia con un uso percusivo, casi tartamudo del acordeón. Moncha, la mujer de La novia robada, que vuelve a Santa María para casarse con su novio de juventud y cuando se entera de que ha muerto se pasea infinitamente por el pueblo con un vestido de novia cada vez más raído, es la violista suiza Ana Spina.

En una de las escenas más tristes y divertidas a la vez, el actor-cantante-bailarín-percusionista alemán Tobias Dutschke le pone y despone la mesa con su vino y su plato y su mantel como para que ella coma y no coma con el muerto, en una coreografía magistral acompañada por una pequeña orquesta en el foso, dirigida con mano maestra por el especialista en música contemporánea Titus Engel.

*          *          *

Uno de los otros dos cuentos con los que se teje la acción fluida y sinuosa de La ciudad de las mentiras es El infierno tan temido, donde el periodista que recibe fotos sexuales cada vez más insoportables de una esposa ofendida no es el reportero de turf de un diario del cuento original, sino el locutor de la radio local, lo cual da más juego a la música en vivo.

El último cuento, el que obra como gozne que vertebra toda la pieza coral, es Un sueño realizado. La soprano española Laia Falcón juega al misterio con una voz a la vez potente y a punto de quebrarse interpretando a una mujer sin nombre que pide al productor teatral Langman (el barítono mendocino Guillermo Anzorena, el único intérprete de por aquí) que monte en un escenario un sueño donde coincide brevemente con un hombre que puede ser o no ser el amor de su vida. La obra será sin público, solo para ella. Pero el director está arruinado y acepta.

¿Qué es verdad, qué es mentira? ¿Puede ser teatro una obra sin texto y sin público? ¿Se puede actuar un sueño propio o ajeno?  Los lectores de Onetti reconocerán estas preguntas, impropias en la obra de otros escritores de su generación, como centrales para entender el universo del uruguayo. 

Como hilo conductor de la trama y de la música de toda la obra, un pianista vasco, un clarinetista asturiano, un saxofonista y un trombonista de Alemania, un violinista polaco y un chelista estadounidense nos convencen de que son los parroquianos de la taberna de Santa María donde se desarrolla toda la acción. Hablan unas pocas líneas cada uno, en una extrañamente efectiva Babel de acentos, murmuran todos juntos como un coro griego (a mí me recordó el inquietante oratorio Turbae de Alberto Ginastera, donde la multitud que murmura e insulta a Cristo es protagonista de la Pasión), pero sobre todo opinan y actúan con sus instrumentos, como en Pedro y el lobo de Prokofiev.

*          *          *

La ciudad de las mentiras fue el último encargo del genial, creativo, rompedor  director artístico del teatro Real antes de morir de cáncer hace tres años. Mortier trajo al Real y a la ópera de España un soplo de heterodoxia y libertad creativa, con puestas en escena insólitas para las obras canónicas, nuevas óperas de temas actuales (como una biografía crítica de Walt Disney, obra del célebre minimalista Philip Glass) e incluso mestizajes que chocan con la definición de ópera, como una obra sobre y con la performer balcánica Marina Abramovic. Este encargo a Elena Mendoza, premio nacional de música en España y con una fulgurante carrera en Alemania, es el último de sus legados.

Y es también un homenaje a Onetti, el gran fabulador recluso. Incluso si no hubiera muerto en esta ciudad en 1994, el novelista gruñón probablemente no hubiera pisado la alfombra roja del Real para “su” ópera”.

Pero estaba Dolly, su musa que, a diferencia de las mujeres de pesadilla en la fascinante Santa María que se corporiza sobre el escenario, sí vino, porque siempre estuvo ahí.  

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20 de marzo de 2017
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Envilecimientos

Hace veinte años le pregunté al niño Alejandro, a punto de celebrar su primera comunión, qué quería ser de mayor. No dudó ni un segundo.“Quiero ser famoso”, afirmó. Le reímos la gracia aunque tal vez deberíamos haberla llorado. Aquel chavalín ya había recibido su primer mandato social: destacar, ser notorio, pisar cinco centímetros por encima de los otros. Su ser famoso no tenía nada que ver con el afán de posteridad, el que puede sentir el artesano al pulir un metal que lo sobrevivirá. Era símbolo de estatus y distinción. Entonces el altavoz de la tele amplificó el fenómeno y los chulitos del patio empezaron a gobernar el mundo. Hace pocos días me reencontré con Alejandro, hoy un profesional de éxito, y le recordé su chocante deseo. “Pues continúo queriendo lo mismo”, me dijo entre risas: “Quiero que me den mesa en todos los restaurantes”.
El privilegio, muy erróneamente, suele ser un indicador del éxito. En verdad debe ser fatigoso que te den mesa en todos los restaurantes en lugar de conquistar tu propia mesa. Pasar de ser objeto en lugar del sujeto de la escena. Así de claro lo refleja Lauren Greenfield –una de las 15 mejores fotógrafas del mundo según American Photo– en su último proyecto, Generation Wealth (que podría traducirse como generación de la prosperidad, y lo publica en mayo la editorial Phaidon). Se trata de una crónica de la incansable búsqueda de dinero, posición y fama en el siglo XXI, y su autora nos propone un auténtico walk on the wild side por la brecha de la ambición, mayor que cualquier falla sísmica en un mundo en el que los ocho hombres más ricos del planeta acumulan más que la mitad de pobres: 3.500 millones de personas. Las imágenes flanquean las puertas de la casa de un oligarca ruso cuya biblioteca alberga cientos de copias de un único libro, o las del quirófano de una clínica estética brasileña, donde la delgadez, la rotundidad y la juventud suman ceros agonizantes. Una imagen entre todas ellas, elegida una de las fotos del año por la revista Time en el 2007, produce ahogo. Se titula Versace, y en ella aparecen tres mujeres –descabezadas, enjoyadas y con pechos redondeados– que esgrimen otros tantos bolsos dorados de la marca italiana, como quien blande un salvoconducto en una frontera comprometida. La fotógrafa no juzga importantes sus rostros. Encuadra al sujeto: los bolsos que las llevan, y no al revés.
En el libro se escruta la otra cara de la fama: la de familias abrumadas por deudas inabarcables pero que, aún y así, siguen hipnotizadas por el círculo del lujo. Voltaire, que se hizo rico al descubrir un sistema infalible para ganar a la lotería (amasando alrededor de 7,5 millones de francos de la época), supo marcar otra barrera: “Quienes creen que el dinero lo consigue todo, terminan haciendo todo por dinero”. Esa costumbre que acaba por convertir prosperidad en envilecimiento.
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20 de marzo de 2017
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