


Encontrándonos mal o regular
la visita al médicos
está prescrita,
es obligatoria o de evidente responsabilidad.
La comparecencia ante el doctor
es una réplica de la comparencia,
ante un juzgado y su implacable pronunciamiento
puesto que somos reos de insalubridad.
El médico ejerce con el ojo clínico al modo del objeto divino
Sino, además, por la mirada complementaria,
aderezada de análisis y resonancias, que lleva al diagnóstico
incuestionable.
La suma de todas estas pruebas oculares
llevan así a un veredicto absoluto.
en que el enfermo se miniaturiza.
¿Pero somos culpables o pobres víctimas del designio
y nuestra incompetencia vital.
Y, en esas condiciones
¿cómo se podría regresar al bien?
¿hallar la redención?
Lo obligado es e pasar
por alguna penitencia que expurgue el mal,
sea mediante la abstención de algo
sea mediante una depuración quirúrgica
o de alcance farmacológico superior.
En todos los supuestos
le conviene el trato semejante al que
recibiría un enemigo social.
El médico no sólo cura
sino que antes juzga y apunta
los antecedentes patológicos
de su historial social e individual.
Al cabo emite el veredicto
Y más tarde impone el castigo. .
Lo mismo que haría Dios
o sus representantes en este mundo
sobre pecadores confesos.
Y no sólo reos de una acción efímera
sino reincidentes
que le han llevado a malversar
su orgánica identidad.
¿Perdonar esta evidencia?
Toda persona que padece una enfermedad
Es sospechoso de alguna complicidad con ella.
Y, además, de acarrearla
como un traficante del mal.
Todos los enfermos
forman así una banda de
especiales criminales encubiertos.
Ahora pueden estar vivos
pero su curso natural les llevaría a fallecer.
Y, con ello, a provocar una expansión de dolor. .
Lo mismo que un terrorista atado
a un cinturón de dinamita
preparado contra la salud de la Humanidad.

La sinceridad sería una virtud
casi siempre,
pero siéndolo,
en casi todos los casos,
hay un supuesto en que
resulta indispensable
para mejorar la salud.
Se trata del expediente,
el proceso y el resultado,
emocional e intelectual
que acompaña a
la creación artística.
Ninguna obra,
de la clase que sea,
música, danza, escritura o canto,
se sostiene sin el limpio
zócalo de la verdad.
O lo que sería lo mismo:
sin la sinceridad del artista.
No hay firmeza en los cimientos
y el producto se derrumba.
La sinceridad es la primera garantía de calidad.
Y es igual a ofrecer un mundo,
por pequeño sea,
que nos mejora
y, a la vez,
nos corona de salud y poder.

El sábado fue jornada de reflexión y reflexionamos: ¿Cómo es posible que aún existan comunistas, fascistas y nacionalistas en un país civilizado? Después de setenta años sabemos ya con todo detalle sus crímenes, su inevitable deriva totalitaria, su profundo arcaísmo. No son ni de derechas ni de izquierdas, son del exterior de la democracia y conducen a décadas de infelicidad, crímenes y sumisión. En Francia han resucitado los tres cadáveres. También en España, aunque con diversos disfraces. Hay algo profundamente psicótico en ese deseo de ser conducido y anulado.
El domingo era el día de la votación. En un país donde obreros comunistas y burgueses fascistas ya se han unido y no engañan a nadie, sólo quedaba la amenaza de la abstención. ¿Verdaderamente era honrado abstenerse en esas circunstancias? Es la célebre equidistancia catalana o la indiferencia vasca ante los asesinatos. Muchos franceses no han visto diferencia entre Le Pen y Macron porque carecen de inteligencia ética. A las 20.00 sabíamos que la abstención había sido la más elevada desde 1969. Un síntoma preciso sobre la debacle moral del país. También nos enterábamos, gracias a las encuestas belgas, de que había ganado Macron por 65 a 34. Parece un triunfo, pero no tanto. Ese 34% de votantes fascistas en Francia, el doble que en la última elección de presidente, es un desastre. Macron está solo. No le siguen masas de furiosos obreros y campesinos. La formación de su primer gobierno será la clave para adivinar si tiene posibilidades de ganar las inminentes elecciones. Es allí donde le espera Le Pen con su cocktail molotov.
El lunes felicitábamos a Albert Rivera que ahora tienen un padrino poderoso. Y el martes leemos "Le Pont Mirabeau" de Apollinaire.


En una sala
decorada como para un acontecimiento familiar
se encuentra un gran número
de personas muy diversas.
Unas vestidas de fiesta
y muchas otras
ataviadas modestamente.
Hasta pueden distinguirse,
en menor número,
una clase de asistentes
que han acudido algo sucios
y mostrando ropas desaliñadas.
Todo ellos, sin embargo,
tienen cuerpo y sobre todo tienen cara.
ríen, lloran, meditan,
pasean en solitario o conversan
(sin que se les oiga)
con uno o varios de los presentes,
en corros muy reducidos o por parejas.
Son inconfundiblemente seres humanos.
Seres humanos conocidos,
más o menos cercanos.
Ni príncipes ni mendigos.
Género humano.
Se trata, en suma, de amistades y conocidos
que hemos cosechado en este mundo.
Y también del mundo humano alrededor
con quien no tuvimos contacto
pero tejen nuestra existencia.
Son, en efecto, los habitantes de la escena
que corresponde al tiempo
de nuestra biografía.
Nada pues de particular en su conjunto,
si se exceptúa
una falta evidente de luz
que entristece la condición del acto
cualquiera que sea
y lo vuelve mortecino.
Pero nadie pide mayor claridad
Ni nadie pregunta por el motivo
de esa congregación,
que parece darse por sabida.
Quienes se encuentra allí
han llegado naturalmente.
Del mismo modo
que se encuentra cualquier individuo
en la sala apenada (apenumbrada)
de esta vida.
Ciertamente, nuestra presencia
ha sido autorizada.
Y como la de los demás,
obedece a la misma invitación
concretada en permanecer vivos
y mantener alguna identidad carnal, por ahora.
Nuestra invitación se debe pues,
Sencillamente,
a que se posee un cuerpo
y, especialmente, diríase, una cara.
La cara es de gran importancia.
Gracias a ella podemos deducir
que no hemos ingresado
en esa estancia indebidamente
puesto que la cara
de aquel o de aquella
es un rostro conocido
y esto nos avala a nosotros
tanto como a ellos.
El conocimiento mutuo nos concede la cara
y el derecho a la entrada.
Unos avalan a los otros
mediante la credencial expresa
de la cara.
Así se engrana el conjunto
y se forma el grupo presencial,
unos con otros.
¿Qué es, en verdad, esto?
Claramente se induce
que no es otra cosa
sino convocatoria sin etiqueta o distinción
concerniente al censo de habitantes
que aún poseen vida.
Los muertos, por muy intensa
que sea la memoria de su cara
no se hayan presentes.
Cada cual carga
en su interior
con su recuerdo
pero no asisten a esta asamblea
que no es ni celebración ni lamentación.
Que tampoco es anónima
pero dista de ser ignominable.
Conlleva una aglomeración
de seres humanos aún con vida.
Y esto es lo característico o decisivo.
Como también el hecho de que
,en cualquier momento,
sin necesidad de soñar,
se cree esta congregación en cada uno
al desear evocarla.
Reunión comunitaria y propiedad intelectual
Personalizada. Muerte general y muerte particular.
Vida en comandita y vida propia.
Este concilio se encuentra pues
en permanente en disposición
de representarse cuando lo solicitemos.
Es la simple convención de los individuos
que transcurren aún
por el recinto
de los vivos aún.
Cada día y a cada ahora
mientras todavía no han muerto.
Gentes que conocemos de vista
o los amamos de veras.
Personajes que comparten ç
una misma época
o intervalo en el tiempo.
De ese modo sencillo
nosotros estamos allí,
como ellos, circunstancialmente.
Todo con el pleno derecho de compartir
un mismo fragmento del tiempo infinito
y siempre
con la condición de seguir vivos,
incluso gravemente enfermos
pero vivos.
De ahí que inquiete especialmente
su cláusula temporal tan terminante.
De ahí que el pensamiento tiemble
al prevenir que
en la convocatoria siguiente
v0ayamos a reconocer menos caras
y así hasta llegar a una sesión
en que cueste encontrar la cara de alguien o de algunos
para evitar no ser expulsados por intrusos.
Los conocidos nos conocen
nosotros los conocemos
y con ello nos amparamos mutuamente.
Pero ¿cómo no temer que, en el futuro, al ser menos
los reconocibles
dejemos de ser admitidos?
O, ¿cómo no pensar
que acaso en esa próxima y decisiva reunión
no localicemos a esos allegados
no tanto porque no se encuentra allí su rostro
sino porque somos nosotros
los que hemos perdido
el cuerpo,
y será ilocalizable
nuestra cara?

La innovación disfruta de un prestigio inmerecido. Se nos pide que rindamos pleitesía a lo que aparece como novedad, pero nuestra obligación intelectual es hija del viejo escepticismo. Seamos críticos. Mejor recelar de todo aquello cuyas consecuencias no han sido calculadas.
El ebook (dejemos que en su esperada agonía lleve su nombre en inglés) constata la ingenuidad de una sociedad dispuesta a aplaudir la innovación como si los productos mercantiles de la tecnología pertenecieran a la redención del género humano.
Esta confusión (entre tecnología y cultura, novedad y progreso, invento y curación…) es el síntoma del fetichismo supersticioso que gobierna a una sociedad falsamente moderna.
El ebook irrumpió en el escenario entre anuncios, focos y aplausos.
Ya se sabe: las campañas de publicidad que seducen a los sentidos y excitan la candidez.
Afortunadamente, su efecto hipnótico se agota.
El declive del ebook procede de una más que evidente insatisfacción: una vez superado el ciclo del esnobismo –una epidemia de contagios imitativos-, los usuarios crédulos, finalmente comprenden. Y despiertan.
Súbitamente se dan cuenta y con la pantalla en la mano llega un día en que se preguntan “¿para qué quiero yo esto?”.
El ebook es un problema político. Si triunfara, destruiría la cadena de producción del libro de papel: sus artesanías, oficios e industrias. Incluyendo aquí al destinatario último de un invento humanista: el lector autónomo.
Resulta lamentable que no se hayan encendido las luces de alarma ante los peligros de la dependencia entre “usuarios” y “servidores”. ¿Los servidores? ¿Los servidores de quién?
Esta perversa designación ya debería habernos alertado.
Estamos obligados a preservar el grado de autonomía individual conquistado en la Galaxia Gutenberg y a recelar de las “innovaciones” que atrofian nuestro campo de decisión.
Además de ser una operación mercantil ruinosa (¿cuántas veces tendremos que pagar para leer los libros de “nuestra” biblioteca? Caducan los programas de nuestro ordenador, las aplicaciones, los terminales… hay que pagar constantemente la conexión a las operadoras telefónicas, a las eléctricas…); resulta que el acceso a “nuestro” libro, que nadie sabe dónde está, depende de llaves que no nos pertenecen.
Resulta absurdo creer que esta “innovación” mejora nuestra autonomía de ciudadanos libres.
Consentir que se hurgue en los hábitos de nuestra privacidad hasta el punto de que “alguien” sepa qué libros estamos leyendo y qué fragmentos estamos subrayando, me parece un error ridículo. Ser vigilado, computado, censado o rastreado por un algoritmo no es menos inofensivo que serlo por un inquisidor
El control de los hábitos lectores es una intromisión política en el territorio de la intimidad: nuestra obligación es preservarla con celo.
Y otra cosa a tener en cuenta: si triunfaran los deseos de los fabricantes del libro electrónico, cualquier libro impertinente o molesto podrá desaparecer de los “servidores” cuando sus propietarios así lo deseen.
Con una sola tecla, sin hogueras, humos y cenizas, pero con el mismo efecto.
La facilidad con que en el futuro podrá ejecutarse un índice de libros prohibidos es pasmosa.
El éxito político del ebook no ha sido su implantación, tan renqueante, sino la credulidad militante de los que han ensalzado la supremacía del artefacto. Estas redes de complicidad espontánea (no necesariamente interesadas) permiten a los emprendedores, siempre legitimados por el prestigio de la innovación, poner a la venta artificios tecnológicos que deterioran nuestra soberanía.
Admiro el ingenio de los emprendedores californianos, pero, francamente, nuestra obligación es preguntarnos si sus innovaciones nos convienen.

¿La inteligencia es una luz?
Más bien es una vara.
Una vara feliz que guía
como a los ciegos su bastón blanco.
¿Es la inteligencia una blanca virtud?
La inteligencia de buena calidad,
será enrevesada, multiforme y multicolor.
No despejada sino intrincada.
No transparente sino ardiente.
La inteligencia nadie sabe
objetivamente qué es o cómo es.
Ni se puede tocar
Ni se puede contar
Ni se puede explicar.
Se halla, quizás,
por debajo o en el intersticio
de las cosas
para concederles perfume o irradiación.
Y nadie, pudo comprobar nunca
su proceder autóctono.
Su joya genuina.
En consecuencia,
la inteligencia es como un fantasma
de cristal que
con su envergadura de cielo
envuelve lo más duro
del mundo
y lo convierte, para quien
la disfrute,
en clara agua de azahar.


La expresión “ir arreglada” siempre me ha producido desazón. Ya sé que la repetían una y otra vez nuestras abuelas, madres y tías, incluso se la escuchábamos a nuestros padres: “mientras te acabas de arreglar saco el coche”. En ese mirador social que resulta la revista Hola! leo unas declaraciones de la señora Adriana Abascal, viuda de Emilio Azcárraga, “el tigre” de Televisa, ex esposa Juan Villalonga, (ex Telefónica y ex amigo de Aznar) y casada ahora con un “hombre de negocios” –término difuso– llamado Emmanuel Schreder, en las que afirma: “es imposible estar arreglada todo el tiempo, y a veces ser madres trabajadoras nos hace descuidar nuestro aspecto…por nuestra autoestima es importante cuidarse”. Pienso en ellas, y fantasías sinestésicas me traen el olor de queroseno o pintura fresca, de taller mecánico. Como si tuviéramos que alicatarnos y barnizarnos para contrarrestar a la naturaleza. También es curioso el uso de plural. Pienso en las madres que trabajan en urgencias, o en el campo, y levantan a sus hijos a las siete de la mañana sin despeinarse. La señora Abascal nunca luce estresada en las fotos, aparenta diez años menos y se va con su amiga Naty (también Abascal) a La Mamounia para disfrutar de esas extrañas contradicciones del posado: pelo mojado y diamantes.
El arreglo ha sido uno de los principales enemigos de las mujeres, y las más torpes seguimos luchando contra los grumos del rímel. Hace años ya, que con Naomi Wolf y su ensayo “El mito de la belleza” descubrimos que el cuidado de la imagen suponía una tercera jornada laboral. No es solo por la autoestima: el imperativo social sigue afinando cinturas y depilando cejas. A Melania Trump, un estilo de madre muy borroso, su marido le obligó a comprometerse –no sé si por medio de contrato legal o amenazas– a recuperar su talla tras el embarazo, y vaya si lo hizo la obediente exmodelo, acostumbrada a los yugos de los directores de casting. Melania es una madre refugiada en una torre de mármol travertino: no ejerce de primera dama sino de esposa en la distancia, rompiendo los cálculos de quienes supusieron que la Casa Blanca se convertiría en una pasarela de trajes entallados –solo lleva cierto vuelo en las mangas–, un estilo bien diferente al de Michelle Obama. O de nuestra Elsa Pataki, que ha criado a sus hijos en las playas salvajes de Australia. Las madres abnegadas suelen hacer mucho y decidir poco. “Todo por la familia” podría ser su lema, más voluntarioso que voluntario. Pataky y su marido, Chris Hemsworth, según la prensa del hígado, han protagonizado esta semana una sonora bronca en plena calle con motivo de un cuarto hijo que, al parecer él quiere, y ella no tanto. Las fuentes citan incluso una frase terrible: “no soy una máquina de hacer bebés”. Madres gallina como la del clan Campos, apodado Kamposhian, en el que la figura de la matriarca se idolatra hasta la genuflexión y sus hijas entonan público panegírico por la supresión de su programa; o madres perfectas y trenzadas, como la Reina Letizia, a quien el carmín le jugó esa mala pasada que les sucede a tantas mujeres “arregladas” y se le empastaron los dientes. El próximo domingo se celebrará en España –y en Hungría, Lituania, Portugal y Sudáfrica, curiosa mezcla de latitudes– el Día de la Madre, una festividad cuyos orígenes se remontan a la antigua Grecia, donde se rendían honores ceremoniales a Rea, madre de Zeus, Poseidón y Hades. Franco fijó la fecha de la celebración, el primer domingo de mayo, en 1965, trasladándola del día de la Inmaculada Concepción. Curiosa decisión para el Nacionalcatolicismo. Hoy, el mercado, con sus limitaciones y su depauperado bienestar, coincide con la nueva liga de la madre perfecta del siglo XXI mientras que las imperfectas, las que no poseen ni fórmulas magistrales ni protocolo para “arreglarse”, las que se equivocan igual que aciertan, las que aman como solo sabe amar una madre, suscriben aquellas palabras de Silvina Ocampo: “la maternidad no se trata solo de llevar nueve meses y dar a luz a seres sanos de cuerpo, sino de darlos a luz espiritualmente. Es decir, no solo de vivir junto a ellos, con ellos, sino ante ellos”. Eso es lo que nos arde.
