


Perder la estimación por alguien
es un desprendimiento, un alivio,
una pérdida acaso sin previsión.
Sin embargo,
día a día,
al estilo de las células
que mueren envejecidas
sobre nuestra piel
nos descamamos de amistades
y conocidos.
Nos vamos desnudando de relación
y protección sentimental.
Nos convertimos así
gradualmente
en sujetos puros
y prestos
para que no yerre
el tiro ejecutor.

Ni siquiera "muerte"
es tan apropiada como "fallecimiento".
La muerte quita la vida
pero el fallecimiento
es la representación del fallo fatal.
Morimos habiendo fallado el organismo
Pero ¿quién no piensa que también todo lo demás?

La ventaja de hallarse gravemente enfermo
es que para los demás, prácticamente, has muerto.
y es práctico parecer muerto
sin estarlo por completo.
La agonía es una cortante fisura en una celada
un visor de luz que barre la superficie
de cualquier material alrededor
y, siendo lúcidos,
no es raro que su rayo penetre
como una espada luminosa
en la conciencia, en presencia, en la distancia
y, al cabo, sustraiga
una vida sucia al estilo de cada cual.
Una sustancia que,
para afianzar su composición,
es cada vez más limpia
en el agonizante
y altamente propensa
,dentro de sí,
al lavado industrial
(espiritual)
frente a la escoria.


La inminencia de la muerte
concede un plus de autenticidad
puesto que habiéndolo perdido todo
no hay nada más que perder.
Ni tampoco que estafar.
Así , los moribundos,
son temibles tanto por lo que pudieran
pronunciar con un susurro
como por el mudo compendio
encerrado en la almohada donde se apoyan.
No hay bien ni mal para los otros mortales
y visitantes.
No hay bien o mal para sí mismo
o su curación.
La autenticidad es una síntesis casi perfecta
o una víspera absoluta
del legado fatal
que va haciéndose lingote de oro.
Vidrio auténtico
cuando el fin se arropa en su totalid

Ha llamado mucho la atención que el alcalde socialista de Blanes dijera con toda claridad lo que otros socialistas catalanes dicen con la boca pequeña. La superioridad de Cataluña sobre el resto de España es, para ellos, una evidencia. Como la de Dinamarca sobre el Magreb. Lástima que los territorios sean todos igualmente afásicos y duros de mollera, pura tierra. A lo que se refieren, en realidad, es a la superioridad de los socialistas de Blanes sobre los de Granada, digamos. Una superioridad apodíctica o decretada por Dios. Que eso lo afirmara un granadino lo hace aún más gracioso. Relean ustedes lo que Marx y Engels decían sobre los criados de los reyes: son lo peor de la casa.
Recuerdo perfectamente al grupo de técnicos del Ayuntamiento de Maragall que asesoró a la Junta andaluza durante la Exposición de Sevilla. Volvían de allí con una sonrisa de suficiencia y se compadecían "de aquella pobre gente" a la que tenían que ayudar "a atarse los zapatos". Lo decían con cariño, con fraternidad socialista, como si le dieran unas palmaditas en la espalda al limpiabotas. Algunos de ellos eran hijos de emigrantes, como ese pobre tipo de Blanes o como el inolvidable Montilla.
Sin embargo, no es eso lo más vil. Los judíos tenían una formación cultural imbatible. Ser o no ser racista no depende de la capacidad técnica o intelectual de la víctima, sino de la convicción de que todos los ciudadanos somos iguales, o no, ante la ley. Para sentirse superior, el racista elige una víctima a la que cree débil y la pone fuera de la ley. La convierte en extranjera. Como sabemos, algunos socialistas catalanes (y todos los separatistas) no consideran que seamos iguales a ellos, sino magrebíes invasores de Cataluña. Y se dicen de izquierdas...

En América Latina, al inventar, contamos la historia, que a su vez tiene la textura de un invento, porque es desaforada, llena de hechos insólitos y de portentos oscuros. Los novelistas vivimos para inventar porque vivimos en la invención. Los hechos nos desafían a relatarlos, se saben novela, y buscan que los convirtamos en novela.
Me gusta recordarlo cuando vuelvo a las páginas de Democracias y tiranías en el Caribe, un libro de reportajes, ahora olvidado, escrito en los años cuarenta del siglo pasado por el corresponsal de la revista TIME, William Krehm, en el que desfilan los dictadores de las banana republics de Centroamérica en la época de la política del buen vecino de Franklin Delano Roosevelt. Parece más bien una novela, o incita a verlo como novela.
Ese término peyorativo de banana republic, que luego se convirtió en una marca de ropa, fue creado por O'Henry, uno de mis cuentistas preferidos, en su novela Coles y Reyes, de 1904, escrita en el puerto de Trujillo, en Honduras, donde se había refugiado tras huir de Nueva Orleans, acusado de desfalcar un banco para el que trabajaba de contador.
Las repúblicas bananeras dieron paso a todo un bestiario político. El general Jorge Ubico, de Guatemala, que se creía el vivo retrato de Napoleón Bonaparte y se peinaba como él. El general Maximiliano Hernández Martínez, de El Salvador, teósofo que ordenó la masacre de miles de indígenas en Izalco; el general Tiburcio Carías, de Honduras, que tenía en la Penitenciaría Nacional una silla eléctrica de voltaje moderado capaz de chamuscar a los presos, sin matarlos; y el general Anastasio Somoza, de Nicaragua, con su zoológico particular en los jardines del Palacio Presidencial, donde los presos políticos convivían rejas de por medio con las fieras.
No había manera de que los novelistas no se vieran enfrentados al caudillo convertido en dictador, una tradición que iniciaría en 1927 don Ramón del Valle Inclán con Tirano Banderas, parte de lo que él llamaría su "ciclo esperpéntico", y donde cuenta la caída de Santos Bandera, tirano de Santa Fe de Tierra.
Pero quizás el verdadero inicio de este ciclo esté en Nostromo, la novela de Joseph Conrad de 1904, donde retrata a Costaguana, sometida a la férula del dictador Ribiera, tras cuyo derrocamiento empieza una guerra civil en la que mete la mano el gobierno de Estados Unidos, no debido al banano, sino a las minas de plata.
Conrad, que viajó por el mundo alistado en la marina mercante, aparentemente jamás puso pie en América Latina, pero supo penetrar agudamente su vida política, divisando apenas el relieve de sus costas, y leyendo, por supuesto, a sus historiadores.
Al leer hace ya bastantes años ¡Ecce Pericles! de Rafael Arévalo Martínez, sentí que lo que había en aquella crónica sobre el siniestro dictador guatemalteco Manuel Estrada Cabrera, era en verdad una novela preñada de imágenes. Y las imágenes resultan vitales en la novela, porque son las que habrán de recordarse siempre.
Cuando la residencia presidencial de La Palma es bombardeada en el alzamiento que derrumba al tirano, entre el humo y la destrucción, está, hasta el último momento, José Santos Chocano. Un mecanógrafo teclea, apresurado, un decreto de concesión de minas que el dictador deberá firmar a favor del poeta peruano antes que sea demasiado tarde, y que él planea negociar con compañías norteamericanas.
Tampoco Más allá del golfo de México de Aldous Huxley, publicado en 1934, es una novela, sino un libro de crónicas de viaje. Pero, otra vez, salta de por medio el poder de las imágenes. Desde el tren en marcha, Huxley ve "junto a un grupo de chozas especialmente tétricas un gran templo griego construido de cemento y calamina...templos de Minerva los llaman...fueron construidos por mandato dictatorial y son las contribución a la cultura nacional del difunto presidente Estrada Cabrera..."
Pero donde la dictadura de Estrada Cabrera se condensa con maestría en El señor presidente de Miguel Angel Asturias, quien recibió hace 50 años el Premio Nobel de Literatura, una novela que retrata el miedo y la degradación, la represión y el servilismo.
La historia de América Latina es como una marea, con flujos y reflujos. El siglo veintiuno, el de las luces tecnológicas, nos ha traído nuevos regímenes dictatoriales que han tomado por divisa el populismo, el peor de los cinismos políticos. Por tanto, debemos esperar un nuevo ciclo de novelas de dictadores, los mismos esperpentos de Valle Inclán, sólo que bajo un nuevo maquillaje.

Recibo correo de un calígrafo. Se declara seguidor de mi obra y se ofrece a caligrafiar mis prosas y versos. No dice si todos. Lo hará de balde. Firma Zafiro.
Contesto que estoy encantado. Responde preguntando qué poema prefiero. Contesto que el que él quiera. Responde con una foto. Un texto del libro Fámulo caligrafiado en letra Champiñón sobre la hoja de un cuaderno bastante grueso. Parece que estaba preparado.
Pregunto si me lo envía escaneado o me envía el original. Y entonces ocurre algo maravilloso. Contesta “Lo que tú quieras”. ¿Alguien alguna vez me dijo esas palabras? La verdad es que no lo recuerdo. “Lo que tú quieras”. Y de balde.

Lobos solitarios (Peisa) es el nuevo libro de Fernando Ampuero, en realidad un relato dividido en...
