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30-11-2014

De niño me hubiese gustado

ser el hijo de un farero.

Suponía que así

estaría rodeado todo el día por el mar,

y también toda la noche,

de modo que, desde la cama,

podría escuchar el sonido de las olas

al chocar contra el acantilado.

Luego me olvidé

de ese deseo de la niñez, secuestrado

por los deberes y placeres de tierra adentro.

He despertado, de nuevo, ahora:

ahora -cuando casi

ya no hay faros habitados-

quiero ser el farero

al que, en la niñez,

yo soñaba como padre,

y vivir lo que me falta

rodeado únicamente de mar,

maestro en el canto de las sirenas,

ferviente devoto de Poseidón.

 

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9 de enero de 2018
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Deber de Estado

Recuerdo cuando, hace años, se daba la cifra anual de los asesinados por ETA. El número caía como un golpe seco contra la libertad de los demócratas. Nos hacíamos un ovillo pensando en los niños que asistieron a la muerte de sus padres sobre los adoquines ensangrentados. Actuaron entonces la política y la sociedad civil, con las familias de las víctimas a la cabeza, además de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Si leyéramos que en el 2017 hubo 48 víctimas mortales por terrorismo en España, nos sentiríamos atravesados por un rayo, y los gobernantes se llenarían la boca de solemnidad y hablarían del enemigo número uno de una sociedad civil pacífica e inocente.
Pienso en los muertos de primera y los de segunda: 48 mujeres han falle­cido a manos de sus parejas o exparejas en el año que hemos despedido. Tenían entre 18 y 85 años. Algunas eran madres, otras sólo tuvieron tiempo de ser hijas. No eran poderosas. Mujeres normales y corrientes, con sus silencios y sus risas francas, que llevaban la fiambrera al trabajo, dejaron una novela a medio leer en la mesilla de noche, que antes de tener ojeras negras, bailaban. Desde el 2003 se registran oficialmente las muertes por violencia machista. Y ya suman casi mil. Ninguna medida ha sido suficiente. A principios del pasado año se anunció a bombo y platillo “un pacto de Estado contra la violencia machista”. Respiramos. No se aprobó hasta el verano, por mayoría pero sin unanimidad (debido a la abstención de Unidos Podemos). El Gobierno tenía dos meses para ponerlo en marcha: hoy en día sigue en dique ­seco. Hace pocos días, el Gobierno se reunió con las comunidades autónomas para acordar las primeras 26 medidas –de las 213 que contiene el acuerdo–, para las que aún no existe presupuesto. Desde luego, una voluntad más firmemente expresada que implementada. La historia de las mujeres siempre al ­ralentí. Al tiempo que los políticos discutían y se demoraban, casi cincuenta hombres las iban matando. Jessica re­cibió cinco tiros a bocajarro delante de su hijo, y a Andrea la estampó contra una gasolinera de Benicàssim. Amor de pólvora. También asesinaron a ocho niños: una agónica muerte en vida para ellas, las que osaron salir del círculo vicioso que confunde el vínculo con la dependencia.
En su controvertido Down girl: the logic of misogyny (Oxford), la filósofa Kate Manne expone un sólido argumento sobre la violencia sexual: “La visión de los violadores como monstruos exonera por caricatura”, escribe, instándonos a reconocer “la banalidad de la misoginia”. Cómo tomarse en serio un asunto tan complejo si no se arranca su raíz envenenada: el machismo. Los asesinos son seres humanos, igual que nosotros, que degradan su propia condición y acaban convirtiéndose en inhumanos. Acaso sean necesarias 213 medidas para atajar el terrorismo de género, pero, por favor, no pospongan más la aplicación de las cinco más vitales para detener este desangre.
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8 de enero de 2018
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06-11-2014

No esperamos el Paraíso,

declarado hace ya tiempo vacío,

ni tememos al Infierno y sus tormentos,

como temieron tantas infelices generaciones

que nos precedieron en el claroscuro de la existencia:

te hemos hecho caso, Lucrecio,

cuando pedías a los hombres desprenderse

de los miedos y de las expectativas

que las religiones habían incrustado en su alma.

Somos libres, como solicitabas,

de las fantasías de ultratumba,

doradas unas, negras las otras,

y vivimos apegados a nuestro presente,

el único paisaje de lo cierto,

o, cuando menos, de lo que puede ser habitado.

Sin embargo, Lucrecio,

seguidores tuyos -aun sin saberlo-,

no hemos obtenido la recompensa que prometías

en tu valiente poema,

y seguimos sin ser libres,

y nuestro pánico no es menor

que en los tiempos de la creencia,

cuando los seres humanos se postraban ante los ídolos.

Únicamente estos han cambiado, Lucrecio,

pero a peor, pues nuestros ídolos ya no exigen fe,

ni regalan paraísos, ni amenazan con infiernos,

y se limitan a morir con nosotros, a consumirse con nosotros,

embarcados, como estamos, hombres y dioses

en una misma nave que cruza la nada.

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8 de enero de 2018
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Gente ‘bian’, genios y díscolos

Madrid es una cabalgata continua. No hay pueblo que se entregue al roscón y al chocolate caliente con mayor ahínco que los vecinos de Chamberí o Legazpi. Aquí los Reyes Magos no traen, si no que te echan unos regalitos. Así dicen los castizos. Las tradiciones hay que respetarlas, en eso está la gente cargada de razón, como decía hace poco el inmenso Rafael Sánchez Ferlosio en una entrevista a El País: “¡Cargarse de razón! Hay personas que ponen muy buena voluntad en cargarse de razón. Pero la expresión es lo genial. Es un castellano maravilloso”. El año terminó con un homenaje cálido al escritor, en su 90 cumpleaños. El Madrid esquinado tiene encanto. En la parroquia de San Carlos Borromeo de Entrevías, la de “los curas rojos”, se celebran las liturgias navideñas con los fieles sentados a la mesa. “No hay mayor tradición evangélica que la de congregarse alrededor de una mesa”, dice el cura Javier Baeza, que ha acogido, como cada día del año, a musulmanes, niños perdidos y chavales recuperados. La gente “bian”, que decía Umbral, encarga el roscón en las pastelerías Mallorca, Viena Capellanes, el Horno de San Onofre y, por supuesto, El Corte Inglés, hitos de la peregrinación de un Madrid cargado de razón, aunque no por ello menos kitsch.
 
Entrevisto a Agatha Ruíz de la Prada, que es una mujer cargada de razón, kitsch  y marquesa de Castelldosríus, y le pregunto por el sentido de la aristocracia: “Son cosas de familia, como los políticos. Hace poco coincidí en una cena en la embajada americana, estaba con el esposo de Cayetana y viene una señora diciendo que el problema de Cayetana fue que se creyó que ser Duquesa de Alba era lo mejor del mundo. Y yo me di la vuelta y le conteste: Vamos a ver es que estoy bastante de acuerdo con ella: no hay nada mejor que ser Duquesa de Alba. A mí me han educado enseñándome que no hay nada mejor. Es algo que yo he mamado. Ser reina es más, pero es un coñazo. Cayetana era todo lo bueno y nada de lo malo. Era lo más. Hacía lo que se le daba la gana desde que se levantaba hasta que se acostaba”.
Agatha, al igual que la duquesa de Alba o la madre de Niña Pastori –gran personaje de humor descubierto por Bertín Osborne-, hace lo que le da la gana. También las aristócratas solteras y sin ánimo de casarse, que se abren paso en la corte. Ahí está María Zurita, prima del rey Felipe, empresaria y traductora, que ha engendrado a su hijo in vitro y siendo madre soltera, lo que plantea un bendito dilema de fondo acerca de la genética de sangre azul. En la entrevista a Agatha  Ruiz de la Prada que se publicará en el próximo número de Fashion &Arts, cuenta su vida después del divorcio (con burka) de Pedro J. Ramírez, y regresa al estado de permanente asombro. “Si yo hubiera tenido muchísimo dinero, me habría comprado una finca espectacular, en Argentina, o un barcazo de vela. Él, no. Él siempre “yo me compraría un periódico”. El campo no le gusta, y no ha tocado un perro en su vida, le daban angustia, miedo y asco. Yo, en cambio, podría tener sesenta”, asegura.
Otro que se pone el mundo por montera es Antonio Banderas, que se ha hecho con Picasso y la mejor taberna malagueña a la par. Con su calva impostada para interpretar al artista, y su mirada cada vez más oriental, cuando posa junto a su novia holandesa pasea un aire entre Zidane y Norman Foster y una hiperactividad de revista: presenta colección cápsula de gafas de sol y carteras, tiene línea de perfumes, un proyecto escénico en el Teatro Alameda y acaba de comprar ‘El Pimpi’, uno de los locales más famosos y con más solera de Málaga. Además, estas semanas rueda la segunda temporada de la serie "Genius", producida por National Geographic y Fox, y centrada en los primeros años parisinos del artista que marcaba la z como él. Banderas había querido ser Picasso con  Carlos Saura pero el proyecto no prosperó. Uno de los episodios más insólitos de aquella época fue el affaire des statuettes. Géry Pieret, un protegido del poeta Guillaume Apollinaire -del que este año se conmemora el centenario de su muerte- robó en el Louvre una serie de estatuillas ibéricas, algunas de las cuales acabarían en manos de Picasso. Cuando la Mona Lisa desapareció del museo en 1911, Apollinaire y Picasso fueron los primeros sospechosos. Intentaron lanzar sus tesoros hurtados al Sena. El poeta acabó detenido, y el pintor declaró solemnemente ante la policía que no conocía a su amigo. Se libró de toda condena. Quizá sea de entonces aquel pensamiento picassiano tan repetido: "los buenos artistas copian, los grandes roban". Genios y monstruos van juntos en el imaginario, igual que talento y delirio. La sociedad siempre se ha enfrentado al dilema de tener que soportar la verdad sobre sí misma. Y los niños lo saben. Por ello alargarán todo lo que puedan su fe en la magia, con y sin roscón de Reyes.
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6 de enero de 2018
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04-11-2014

Falta un minuto:

puedo imaginar lo que sucede.

Niños cantan en la escuela.

Soldados hacen maniobras en el cuartel.

Lavanderas gritan alrededor de la fuente.

Albañiles blanquean el muro desde el andamio.

Jinetes espolean a sus caballos.

Ancianos discuten ante el mercado.

Sacerdotes hacen una ofrenda a Júpiter.

Pugilistas pelean en el gimnasio.

Nodrizas amamantan a recién nacidos.

Mujeres con túnicas negras acuden al funeral.

Herreros forjan las espadas.

Adolescentes juegan a las anillas.

Amantes gozan en el lecho.

Pompeya está tranquila, confiada:

falta un segundo.

 

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5 de enero de 2018
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23-10-2014

Mientras seguimos ciegos,

envueltos por la suave oscuridad

del vientre materno,

algo escuchamos ya del mundo,

quizá la risa de la madre,

o tal vez el grito de un energúmeno

que en aquel momento pasa cerca,

o bien razonables palabras de amistad,

sin descartar los espasmos del placer,

o la alegría de un canto solitario,

o una piadosa oración, o una violenta blasfemia,

o la proclamación del terror,

o la confirmación de la ternura.

El oído es nuestro primer vigía:

aún somos peregrinos de la gran noche

y ya la vida asalta nuestro silencio.

 

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4 de enero de 2018
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Las canciones de los árboles

  En 2013 un biólogo norteamericano de origen inglés llamado David George Haskell,  hasta entonces un oscuro profesor de  ecología en la Universidad del Sur, Tennensee, alcanzó una gran notoriedad dentro y fuera de su país gracias a un libro titulado The Forest Unseen, publicado en España en 2014 por Editorial Turner con el acertado título de En un metro de bosque porque de eso justamente trataba el libro de Hasskell: una crónica detallada de lo que ocurría a lo largo de las cuatro estaciones del año en medio metro de un bosque perdido en una meseta perdida a su vez en algún lugar del extremo occidental del estado de Tennensee. La idea era muy atractiva porque lo que Haskell ofrecía era, en definitiva, un mandala, es decir, una reconstrucción del mundo entero desde sus orígenes hasta los sucesos diarios en aquel pequeño terreno acotado. Basándose en sus propias observaciones, pero recurriendo a los conocimientos aportados por biólogos, botánicos, ecologistas y demás compañeros de claustro, el lector era informado de la maravillosa estructura de un copo de nieve posado en un dedo del autor, pero también de las fatigas de la vida hermafrodita de un caracol o lo ocurrido en la Tierra hace de centenares de millones de años y que hizo posible la existencia actual de ese o cualquier otro bosque. Y la existencia de la vida, todo plasmado en aquella  diminuta representación del mundo.

                En su nueva propuesta, Las canciones de los árboles. Un viaje por las conexiones de la naturaleza,  Haskell da un paso adelante, encima un paso arriesgado, pues intenta mostrar la sutil red de interconexiones que hacen de la naturaleza un organismo plural pero  único y armónico, aunque en lugar de solicitar la ayuda de sus sabios compañeros de trabajo, la narración parte de una premisa tan tenue como puedan ser los sonidos naturales. O, para decirlo en sus propias palabras, las canciones. Para quien sabe escuchar, la naturaleza es un coro que se llama y responde, o se complementa y contradice.  La mentalidad occidental, dice Haskell, es capaz de percibir y comprender abstracciones como ideas, reglas, procesos o conexiones.En cambio, lo que la naturaleza dice cantando le parecen meras  leyendas de pueblos primitivos. Y sin embargo, “los espíritus de la selva amazónica quizá sean análogos a  sueños de la realidad occidental como el dinero, el tiempo y los estados-nación”. Y lo mismo ocurre con los sonidos (canciones) de los árboles, ya sea un altivo ceibo que sobresale por encima del techo vegetal amazónico, un avellano viejo de mil años, un álamo de Virginia o un superviviente tan asombroso como  el diminuto bonsái que no fue arrasado por la bomba de Hiroshima. En su viaje alrededor del mundo en busca de diferentes ejemplares de árboles, Haskell describe con ellos la enmarañada red de relaciones que los aúna.

                Ni siquiera el  peral de Callery que se alza solitario en la confluencia de la calle  Ochenta y seis con Broadway, en Mahattan, es un ser aislado y ajeno a la vida urbana  que se desarrolla a su alrededor. Y para ser físicamente consciente de ello, y hacer partícipe al lector, Haskell adosa en el tronco del árbol un sensor del tamaño de una alubia y que a través de dos procesadores transmite a un ordenador las vibraciones de los sonidos que chocan contra la corteza. Las conversaciones de las transeúntes, los sonidos del tráfico y, sobre todo, el estruendo del metro muchos metros por debajo del asfalto y las aceras se transmiten a través de las raíces y luego trepan por el tronco hasta desvanecerse en el aire. Es decir que pese a su aire solitario y ajeno, el árbol participa activamente en la vida urbana, hasta el extremo de que los cinco millones de árboles que posee Nueva York retiran cada año dos mil toneladas de contaminantes atmosféricos y más de cuarenta mil toneladas de dióxido de carbono, o sea, un 0,5% de los contaminantes atmosféricos. A pesar de lo cual, si los árboles reciben cuidados no es porque haya un verdadera preocupación por su salud sino porque resulta más barato mantener a equipos itinerantes de podadores que hacer frente a las demandas de los transeúntes a quienes les ha caído encima una pesada rama muerta.

                Como ocurría en su primer libro, en Las canciones de los árboles el lector sabe de dónde parte cada  narración porque lo dice el título del capítulo (El ceibo, El abeto de navidad, La palmera sabal, El fresno verde, La secuosia y el pino ponderosa, El olivo, etc) pero casi al instante se ve sacudido por una vorágine de exploraciones, hallazgos, datos y, sobre todo, conexiones porque en la naturaleza todo está relacionado con todo.  Cuando se establece una red, ésta se puede considerar un individuo, aunque el carácter de dicho individuo se define por sus relaciones y no por unas cualidades estables. La vida es un continuo en evolución  y la intensidad de la lucha por la subsistencia es tanto el resultado como una causa de la diversidad de especies. Y quien dispone de un oído entrenado percibe tal diversidad no como una cacofónica acumulación de ruidos inconexos sino como una armoniosa canción.

Las canciones de los árboles. Un viaje por las conexiones de la naturaleza

David George Haskell

Traducción de Guillem Usandizaga

Turner

  

 

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3 de enero de 2018
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