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Blogs de autor

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Conexión aldeana

Parece que las fuerzas neolíticas de la comarca han pactado con las paleolíticas del marianismo el trazado del tren veloz. Y oh prodigio, no servirá para conectar a Pamplona directamente con Francia, sino para unir a las cuatro capitales del eusko irredentismo. La aversión al progreso de los carlistas y demás aberzaliados viene de atrás, qué sorprendente.
 
Cuando en el siglo pasado iban a mejorar la carretera Pamplona Irún —que ya la Diputación navarra decimonónica consiguió trazar racionalmente comprando un corredor a los indígenas guipuzcoanos—, hubo expresiones memorables como la de Etxegarai, el alcalde de Lesaka por parte de Sabino Arana, que fundó su resistencia al trazado y anchuras modernas en que con carreteras rápidas «estos pueblos se quedan muertos», lo que hacían falta eran caminos carretiles y ventas, siguiendo la tradición vasca, ya elogiada por Aymeric Picaud hace mil años, de saquear al transeúnte. En fin, esto es lo que se dice perder el tren.
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10 de enero de 2018
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La república pendiente

Hace cuarenta años, una mañana del 10 de enero de 1968, el periodista Pedro Joaquín Chamorro fue asesinado por sicarios de la dictadura de la familia Somoza. Iba solo, ajeno como era guardaespaldas, al volante de su propio vehículo, cuando los asesinos a sueldo lo emboscaron en un paraje desolado de las ruinas de Managua, destruida por el terremoto de 1972.
 
Una frase suya lo define como pocas: "cada quien es dueño de su propio miedo". Recibía constantemente amenazas de muerte porque en sus editoriales de La Prensa se mostraba inflexible con el sistema somocista que había desmantelado las instituciones y sometido al país a la violencia represiva, la abyección y la corrupción que carcomía el andamiaje social.
No eran denuncias huecas. Llevaban los nombres y apellidos de quienes se lucraban de negocios inmorales, la familia reinante a la cabeza, pues no había letra del alfabeto donde los Somoza no tuvieran empresas: desde el arroz de la A, a la Z de zapatos, pasando por la X que correspondía a negocios desconocidos.
En la letra S se hallaba el más infame de todos, el de la sangre, que Pedro Joaquín no cesaba de denunciar. La compañía Plasmaféresis, de la que Anastasio Somoza Debayle era socio mayoritario, compraba la sangre a los menesterosos para exportar el plasma a los mercados extranjeros.
Se convirtió así en la conciencia del país en tiempos de desidia, temor y silencio. Y tras su muerte, cada quien supo que también era dueño de su propio miedo, y que era necesario tomar conciencia del miedo para acabar con el miedo.
Miles acompañaron su ataúd desde la morgue hasta su casa, miles más lo siguieron hasta el cementerio, y la indignación popular se desbordó en las calles. Llena de ese furor que acabaría destronando a la dictadura, la gente incendió Plasmaféresis y otros negocios de la familia. Una ola de fuego que ya nadie detendría.
Haber sido en vida la conciencia del país, y el detonante de la insurrección popular con su muerte, es algo que la historia oficial le escatima con absurda mezquindad. Es cierto que en 2012 la Asamblea Nacional lo declaró por unanimidad Héroe Nacional; pero en el cerrado santoral de la lucha revolucionaria, Pedro Joaquín no figura. La mano del poder lo ha excluido.
Colocarlo en el lugar que de verdad tiene en el desencadenamiento de la insurrección nacional, significaría alterar el discurso publicitario que asigna papeles de acuerdo a los intereses de quienes hoy tienen el poder político. De ese mismo santoral han sido excluidos, o colocados también en papeles complementarios, dirigentes guerrilleros de las mismas filas sandinistas porque han caído en desgracia una vez convertidos en adversarios, no pocos de ellos calificados de traidores.
La deliberada exclusión de Pedro Joaquín esconde la verdad de que derribar a la dictadura fue una gesta nacional en la que concurrieron nicaragüenses de muy diferentes tendencias, empezando por las tres en las que estuvo dividido el propio sandinismo, en resumidas cuentas un asunto de cúpulas intelectuales.
Y en las calles y en las áreas rurales, quienes juntaron esfuerzos, con las armas o sin ellas, formaban un amplio y complejo mosaico ideológico en el que había marxistas, cristianos de la teología de la liberación, y también cristianos tradicionales; socialistas, socialdemócratas, liberales, conservadores, socialcristianos, y otros muchos que solo ansiaban vivir en un país libre y diferente. Conforme esa base se integró el primer gobierno de la revolución.
Claro que se necesitaban cambios profundos, y que la revolución no era sólo un trámite para seguir en lo mismo de antes. La consigna que guio la lucha armada hasta el final, de rechazar el somocismo sin Somoza, siempre fue justa e imprescindible.
 
Y no hay duda que el primero que habría respaldado esta determinación es el propio Pedro Joaquín, quien llegó a tomar las armas veinte años atrás cuando vio todos los caminos democráticos cerrados; sufrió cárcel y exilio, y nunca dejó, a riesgo constante de su vida, de ser el opositor por excelencia a la dictadura, desnudando sus vicios y atrocidades.
Quienes piensan que habría querido un cambio a medias, se equivocan. Pero quienes piensan que ese cambio pasaba por negar la democracia, y por establecer una sola ideología desde el poder, también se equivocan. Siempre habría sido un fiscal implacable del ejercicio de las libertades públicas y de la institucionalidad democrática.
Si tantas veces le escuchamos decir que cada quien era dueño de su propio miedo, también nunca se cansó de repetir que Nicaragua volvería a ser república. Y esa es una tarea aún pendiente.
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10 de enero de 2018
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12-12-2014

El fuego del volcán

derrite la nieve que rodea al cráter,

y ahora sé que en esa noche

se halla, palpitante, toda nuestra representación,

el hermanamiento del beso y el castigo,

el juego de la eternidad con el instante.

Sobre el Etna, rojizas en el cielo,

aparecen las máscaras del drama y la comedia,

y con ellas el entero relato de nuestra vida.

Podría decir que no ha valido la pena.

Pero mentiría, y no se puede mentir

en presencia de las máscaras celestes.

Valió la pena, nieve;

valió la pena, fuego.

 

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10 de enero de 2018
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30-11-2014

De niño me hubiese gustado

ser el hijo de un farero.

Suponía que así

estaría rodeado todo el día por el mar,

y también toda la noche,

de modo que, desde la cama,

podría escuchar el sonido de las olas

al chocar contra el acantilado.

Luego me olvidé

de ese deseo de la niñez, secuestrado

por los deberes y placeres de tierra adentro.

He despertado, de nuevo, ahora:

ahora -cuando casi

ya no hay faros habitados-

quiero ser el farero

al que, en la niñez,

yo soñaba como padre,

y vivir lo que me falta

rodeado únicamente de mar,

maestro en el canto de las sirenas,

ferviente devoto de Poseidón.

 

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9 de enero de 2018
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Deber de Estado

Recuerdo cuando, hace años, se daba la cifra anual de los asesinados por ETA. El número caía como un golpe seco contra la libertad de los demócratas. Nos hacíamos un ovillo pensando en los niños que asistieron a la muerte de sus padres sobre los adoquines ensangrentados. Actuaron entonces la política y la sociedad civil, con las familias de las víctimas a la cabeza, además de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Si leyéramos que en el 2017 hubo 48 víctimas mortales por terrorismo en España, nos sentiríamos atravesados por un rayo, y los gobernantes se llenarían la boca de solemnidad y hablarían del enemigo número uno de una sociedad civil pacífica e inocente.
Pienso en los muertos de primera y los de segunda: 48 mujeres han falle­cido a manos de sus parejas o exparejas en el año que hemos despedido. Tenían entre 18 y 85 años. Algunas eran madres, otras sólo tuvieron tiempo de ser hijas. No eran poderosas. Mujeres normales y corrientes, con sus silencios y sus risas francas, que llevaban la fiambrera al trabajo, dejaron una novela a medio leer en la mesilla de noche, que antes de tener ojeras negras, bailaban. Desde el 2003 se registran oficialmente las muertes por violencia machista. Y ya suman casi mil. Ninguna medida ha sido suficiente. A principios del pasado año se anunció a bombo y platillo “un pacto de Estado contra la violencia machista”. Respiramos. No se aprobó hasta el verano, por mayoría pero sin unanimidad (debido a la abstención de Unidos Podemos). El Gobierno tenía dos meses para ponerlo en marcha: hoy en día sigue en dique ­seco. Hace pocos días, el Gobierno se reunió con las comunidades autónomas para acordar las primeras 26 medidas –de las 213 que contiene el acuerdo–, para las que aún no existe presupuesto. Desde luego, una voluntad más firmemente expresada que implementada. La historia de las mujeres siempre al ­ralentí. Al tiempo que los políticos discutían y se demoraban, casi cincuenta hombres las iban matando. Jessica re­cibió cinco tiros a bocajarro delante de su hijo, y a Andrea la estampó contra una gasolinera de Benicàssim. Amor de pólvora. También asesinaron a ocho niños: una agónica muerte en vida para ellas, las que osaron salir del círculo vicioso que confunde el vínculo con la dependencia.
En su controvertido Down girl: the logic of misogyny (Oxford), la filósofa Kate Manne expone un sólido argumento sobre la violencia sexual: “La visión de los violadores como monstruos exonera por caricatura”, escribe, instándonos a reconocer “la banalidad de la misoginia”. Cómo tomarse en serio un asunto tan complejo si no se arranca su raíz envenenada: el machismo. Los asesinos son seres humanos, igual que nosotros, que degradan su propia condición y acaban convirtiéndose en inhumanos. Acaso sean necesarias 213 medidas para atajar el terrorismo de género, pero, por favor, no pospongan más la aplicación de las cinco más vitales para detener este desangre.
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8 de enero de 2018
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06-11-2014

No esperamos el Paraíso,

declarado hace ya tiempo vacío,

ni tememos al Infierno y sus tormentos,

como temieron tantas infelices generaciones

que nos precedieron en el claroscuro de la existencia:

te hemos hecho caso, Lucrecio,

cuando pedías a los hombres desprenderse

de los miedos y de las expectativas

que las religiones habían incrustado en su alma.

Somos libres, como solicitabas,

de las fantasías de ultratumba,

doradas unas, negras las otras,

y vivimos apegados a nuestro presente,

el único paisaje de lo cierto,

o, cuando menos, de lo que puede ser habitado.

Sin embargo, Lucrecio,

seguidores tuyos -aun sin saberlo-,

no hemos obtenido la recompensa que prometías

en tu valiente poema,

y seguimos sin ser libres,

y nuestro pánico no es menor

que en los tiempos de la creencia,

cuando los seres humanos se postraban ante los ídolos.

Únicamente estos han cambiado, Lucrecio,

pero a peor, pues nuestros ídolos ya no exigen fe,

ni regalan paraísos, ni amenazan con infiernos,

y se limitan a morir con nosotros, a consumirse con nosotros,

embarcados, como estamos, hombres y dioses

en una misma nave que cruza la nada.

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8 de enero de 2018
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Gente ‘bian’, genios y díscolos

Madrid es una cabalgata continua. No hay pueblo que se entregue al roscón y al chocolate caliente con mayor ahínco que los vecinos de Chamberí o Legazpi. Aquí los Reyes Magos no traen, si no que te echan unos regalitos. Así dicen los castizos. Las tradiciones hay que respetarlas, en eso está la gente cargada de razón, como decía hace poco el inmenso Rafael Sánchez Ferlosio en una entrevista a El País: “¡Cargarse de razón! Hay personas que ponen muy buena voluntad en cargarse de razón. Pero la expresión es lo genial. Es un castellano maravilloso”. El año terminó con un homenaje cálido al escritor, en su 90 cumpleaños. El Madrid esquinado tiene encanto. En la parroquia de San Carlos Borromeo de Entrevías, la de “los curas rojos”, se celebran las liturgias navideñas con los fieles sentados a la mesa. “No hay mayor tradición evangélica que la de congregarse alrededor de una mesa”, dice el cura Javier Baeza, que ha acogido, como cada día del año, a musulmanes, niños perdidos y chavales recuperados. La gente “bian”, que decía Umbral, encarga el roscón en las pastelerías Mallorca, Viena Capellanes, el Horno de San Onofre y, por supuesto, El Corte Inglés, hitos de la peregrinación de un Madrid cargado de razón, aunque no por ello menos kitsch.
 
Entrevisto a Agatha Ruíz de la Prada, que es una mujer cargada de razón, kitsch  y marquesa de Castelldosríus, y le pregunto por el sentido de la aristocracia: “Son cosas de familia, como los políticos. Hace poco coincidí en una cena en la embajada americana, estaba con el esposo de Cayetana y viene una señora diciendo que el problema de Cayetana fue que se creyó que ser Duquesa de Alba era lo mejor del mundo. Y yo me di la vuelta y le conteste: Vamos a ver es que estoy bastante de acuerdo con ella: no hay nada mejor que ser Duquesa de Alba. A mí me han educado enseñándome que no hay nada mejor. Es algo que yo he mamado. Ser reina es más, pero es un coñazo. Cayetana era todo lo bueno y nada de lo malo. Era lo más. Hacía lo que se le daba la gana desde que se levantaba hasta que se acostaba”.
Agatha, al igual que la duquesa de Alba o la madre de Niña Pastori –gran personaje de humor descubierto por Bertín Osborne-, hace lo que le da la gana. También las aristócratas solteras y sin ánimo de casarse, que se abren paso en la corte. Ahí está María Zurita, prima del rey Felipe, empresaria y traductora, que ha engendrado a su hijo in vitro y siendo madre soltera, lo que plantea un bendito dilema de fondo acerca de la genética de sangre azul. En la entrevista a Agatha  Ruiz de la Prada que se publicará en el próximo número de Fashion &Arts, cuenta su vida después del divorcio (con burka) de Pedro J. Ramírez, y regresa al estado de permanente asombro. “Si yo hubiera tenido muchísimo dinero, me habría comprado una finca espectacular, en Argentina, o un barcazo de vela. Él, no. Él siempre “yo me compraría un periódico”. El campo no le gusta, y no ha tocado un perro en su vida, le daban angustia, miedo y asco. Yo, en cambio, podría tener sesenta”, asegura.
Otro que se pone el mundo por montera es Antonio Banderas, que se ha hecho con Picasso y la mejor taberna malagueña a la par. Con su calva impostada para interpretar al artista, y su mirada cada vez más oriental, cuando posa junto a su novia holandesa pasea un aire entre Zidane y Norman Foster y una hiperactividad de revista: presenta colección cápsula de gafas de sol y carteras, tiene línea de perfumes, un proyecto escénico en el Teatro Alameda y acaba de comprar ‘El Pimpi’, uno de los locales más famosos y con más solera de Málaga. Además, estas semanas rueda la segunda temporada de la serie "Genius", producida por National Geographic y Fox, y centrada en los primeros años parisinos del artista que marcaba la z como él. Banderas había querido ser Picasso con  Carlos Saura pero el proyecto no prosperó. Uno de los episodios más insólitos de aquella época fue el affaire des statuettes. Géry Pieret, un protegido del poeta Guillaume Apollinaire -del que este año se conmemora el centenario de su muerte- robó en el Louvre una serie de estatuillas ibéricas, algunas de las cuales acabarían en manos de Picasso. Cuando la Mona Lisa desapareció del museo en 1911, Apollinaire y Picasso fueron los primeros sospechosos. Intentaron lanzar sus tesoros hurtados al Sena. El poeta acabó detenido, y el pintor declaró solemnemente ante la policía que no conocía a su amigo. Se libró de toda condena. Quizá sea de entonces aquel pensamiento picassiano tan repetido: "los buenos artistas copian, los grandes roban". Genios y monstruos van juntos en el imaginario, igual que talento y delirio. La sociedad siempre se ha enfrentado al dilema de tener que soportar la verdad sobre sí misma. Y los niños lo saben. Por ello alargarán todo lo que puedan su fe en la magia, con y sin roscón de Reyes.
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6 de enero de 2018
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