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Crecimiento de mandíbulas

Creía que el problema sólo me afectaba a mí pero hoy, al salir a la calle, he comprobado que se trata de un problema generalizado; gran cantidad de gente experimenta, desde hace unos días, un considerable aumento en el tamaño de las mandíbulas, unos centímetros de más que resultan aparatosos. La influencia que tal transformación vaya a tener en las actividades habituales, como la oración y la ingesta de alcaparrones, no se habrá aún valorado, pero imagino que en las próximas semanas se publicarán informes tranquilizadores; es lo mínimo que se puede esperar de nuestras Autoridades Autonómicas.

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5 de febrero de 2018
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El regreso de John Cheever

En el mundo hispanoamericano John Cheever (1912-1982) fue reducido, con los años, a uno más de los escritores que narraban la insatisfacción de los suburbios norteamericanos. Cheever es eso, sí, pero también mucho más. La literatura se mueve en base a lugares comunes y malentendidos; por eso importan tanto las nuevas ediciones, que provocan la relectura y el reacomodo. Random ha relanzado la obra de Cheever en español -Cuentos y Cartas en la colección LRH, Los Wapshot y ¡Oh, esto parece el paraíso! En Debolsillo--; releerlo sirve para escaparnos, por un tiempo al menos, de los reduccionismos.

Lo que llama la atención de los cuentos es la facilidad con que Cheever transgredía los límites del realismo tradicional. Sin ser un postmodernista al uso, era capaz de cuentos como "Un muchacho en Roma", en el que, en plena narración en primera persona de una historia que transcurre en Roma, el narrador abría un paréntesis para decir que en verdad él no era un muchacho en Roma y se preguntaba por qué prefería inventarse "un viejo grotesco, una tumba en el extranjero, una madre tonta" en vez de describir la escena sobre el río Hudson que él veía desde su ventana. Esa parte de su "soledad incurable", decía, pero, ¿de dónde venía? El cuento no lo responde (para eso hay que leer sus diarios), pero abre un espacio para cuestionar ese realismo en torno al cual trabajaba.

Hay otros momentos mágicos e inverosímiles en los cuentos en que los narradores parecen hacerse la burla de este realismo: en "El ángel del puente", un hombre con ataques de ansiedad al cruzar puentes intenta atravesar el Tappan Zee; los síntomas regresan en pleno puente, el narrador se detiene a la vera del camino, y de pronto aparece una jovencita que hace autoestop, abre la puerta y después de agradecerle y acomodarse en el asiento, se pone a cantar, lo cual le permite al narrador cruzar el puente: es un momento de trascendencia -de los tantos que abundan en la obra de Cheever-, en el cual el simbolismo se nos ofrece desnudo: la jovencita que hace autoestop es un "ángel" (tiene, para colmo, un arpa entre sus manos).

En "La radio enorme", Jim Westcott reemplaza su vieja radio por una enorme y fea que se revela con un gran poder: permite que él y su esposa escuchen las conversaciones de sus vecinos en todo el edificio. Gracias a la radio las charlas triviales en la intimidad se convierten  en instrumentos reveladores de los deseos y ansiedades de los vecinos, y de paso de ellos mismos. En "El marido rural", Francis Weed sufre un terrible accidente -su avión debe aterrizar de emergencia en unos maizales-, y sin embargo llega a casa y debe enfrentarse a la rutina de siempre: sus hijos están peleándose, su mujer prepara la cena. Francis ni siquiera tiene tiempo de contar su accidente a la familia. El accidente lo es todo en este cuento -la posterior crisis de Francis es gatillada por este- y sin embargo no se vuelve a mencionar, como si algo tan dramático jamás hubiera ocurrido.

Cheever encontraba insuficiente el realismo y por ello dotaba de una patina mítica a su suburbio. En "El nadador", Neddy Merrill, cruza nadando por las piscinas de sus amigos los doce kilómetros que separan su casa de aquella donde se encuentra en Bullet Park: "ir a casa por un camino inusual le hacía sentir un peregrino, un explorador, un hombre con un destino". Esos viajes -esas odiseas del hombre de los suburbios- no siempre llegan a buen puerto; permiten, sin embargo, instantes en que esos maridos infieles y alcohólicos de Cheever se salen de sí mismos y se ven como son, limitados en su "propia obsolescencia... incapa[ces] de comprender las cosas que ve[n]".

(La Tercera, 4 de febrero 2018)

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4 de febrero de 2018
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¿A qué huele tu ciudad?

Madrid no tiene olor”. Lo afirma uno de los mejores perfumistas del mundo, Alberto Morillas, sevillano emigrado a Suiza cuando era niño, a quien empezaron a interesarle los olores sintéticos cuando, de estudiante, leyó una entrevista con Jean-Paul Guerlain y descubrió que el perfume era una creación dispuesta a ennoblecer y purificar, a defender y reafirmar, a elegir un halo aromático a modo de huella fragante. El perfume es un mundo. Acerca y distancia. Representa una gran esfera de significados simbólicos, despegados de la materialidad, que, según teorizaba Montaigne, afinan el espíritu e inducen a la contemplación. Su valencia originaria constituye un escudo, un abrazo invisible alrededor del yo, de ahí que aplicarse una gotas de agua de colonia constituya un gesto universal imperecedero, detrás del cual ha evolucionado una industria ambiciosa desde siglo y medio.
Vanguardista y disruptivo gracias a creaciones como CK One, la mejor destilación del espíritu unisex –ahora le llaman fluidez sexual– en un frasco, y de Armani Absolu, Morillas posee una taxonomía olfativa de cada ciudad. Asegura que Nueva York huele a comida basura, a chucrut y a hot dog, pero también a caramelo y gofre, y sobre todo a mar. Asocia Cádiz con el pescaíto frito, el coco, arena y agua. París, dice, desprende olor a marisquería: ostras y coquillas aventadas por el viento de Normandía, que trae una bofetada atlántica. “Londres huele a cerveza y al Támesis. Sevilla posee notas minerales, la calidez de la cal, cera, y excrementos de caballo”.
¿Y Barcelona?, le pregunto. Y el alquimista hace un silencio: “Tiene un aroma más sofisticado, mecido por el viento que circula entre el mar y la montaña”.
Todas las ciudades despliegan un mapa oloroso que hace crecer su alma –ahora le llaman energía–, y en algunas han surgido ya recorridos aromáticos. Smellwalks los ha titulado la artista Kate McLean, empeñada en cartografiarlas con su nariz. Porque el olfato es el sentido más estrechamente vinculado al contexto en el cual se percibe, y a la experiencia. Por eso permanecen intactos los olores de la infancia. Especias, cuero, pino, leña, incienso, azufre, grasa quemada, cloaca… buenos y malos olores conviven en las ciudades, emanados por sus glándulas internas. Y su resultado sirve de diagnóstico, igual que aliento humano. Morillas achaca ese ­no olor de Madrid a una falta de identidad, que a la vez es su señuelo, mientras argumenta que la sofisticación de Barcelona se humaniza con la salinidad del Mediterráneo. Pero los olores son transitivos. Contemplo las imágenes de los vecinos del Fòrum con mascarillas para protegerse del hedor residual, y pienso que no hay forma más humillante de desvestirte de tu identidad que robarte el olor de tu calle, incluso de tu ciudad.
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31 de enero de 2018
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Eficacia

Al ver la foto de Torrent sentado a la mesa con Puigdemont en la sede de los fascistas (alias nacionalistas) europeos, recordé la frase de Joseph Roth: "Un Viernes fue a visitar a un Domingo por ver cómo era y volvió a casa muy satisfecho, pero triste de ser un Viernes". En un segundo se pusieron de acuerdo. No se sabe en qué ya que cuanto dice esa gente es mentira y la verdad es otra y oculta. A veces sus mentiras son tan enormes que las creen ellos mismos.

Mientras tanto en Madrid un Zoido llamaba al Superior Tupé del Reino y de la Reina (esto era por Sánchez), pero comunicaba. Envió entonces a un propio con un papel, pero por el camino hizo un alto para el café y se olvidó el papel en la cafetería. No importaba, ya el Presidente había terminado con los resultados del Betis-Málaga y frotándose las manos dijo que había que impugnar. ¿El qué?, preguntó su Primera de a Bordo. Tú impugna y déjame en paz, fue la respuesta.

Al día siguiente se supo que habían impugnado el partido del Betis, pero daba igual porque un Par de la Justicia que pasaba por cafetería había visto el papelito, lo había leído y se había dicho para sí,"Esto, fijo que es de Luis Carlos de las Cuevas y los Hoyos, lo pierde todo". Fue a entregárselo, pero estaba tomando café en el mismo lugar del que venía con el papelito así que se lo dejó a la secretaria. Cierto que tampoco estaba, por las rebajas en El Corte Inglés, pero el bedel sí estaba y al ver el nombre del papelito se lo llevó a la Primera de a Bordo. "Esto de parte del señor de las Cuevas y los Hoyos, más conocido como ‘El Perforao". Dejó el papelito sobre la mesa. Por entonces la Primera de a Bordo no estaba, pero sí un Mandoble de Movistar, el cual miró el papelito y pensó, "¡Gran prueba de que hay que subir la tasa de Internet!". Y así se hizo.

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30 de enero de 2018
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El manipulador manipulado

Uno de los films de menos de un minuto recogidos en ‘¡Lumière! Comienza la aventura', el ensayo antológico muy bien "compuesto y comentado" por su realizador Thierry Frémaux, fue seguramente la primera comedia de la historia del cine. Se trata de ‘El regador regado' (‘L´Arroseur arrosé', de 1895), en el que un tranquilo jardinero que riega su jardín es burlado por un muchacho que oprime con los pies la manga de riego, cortando el flujo del líquido hasta que, intrigado, el jardinero se pone a mirar esa boca obstruida, momento que el joven pillo aprovecha para dejar de apretar la goma: el agua sale a borbotones y remoja al regante. Hubo en sus albores otros pioneros (Muybridge, Marey, Edison) del invento aún entonces exento de entidad artística, pero los hermanos Lumière -en particular Louis, el menor, en tanto que ideador y camarógrafo- fueron sin duda los primeros ‘auteurs' en el sentido que la palabra adquirió más de sesenta años después, también en Francia, promovida por Cahiers du cinéma y una pléyade de grandes críticos-cineastas que dieron forma y empuje a la Nueva Ola. Frémaux incluye en su deliciosa antología una segunda versión de ‘El regador regado' más elaborada, en la que el filmador cambia el encuadre, dándole al episodio más profundidad de campo en aras de una mayor comicidad, y haciendo que el chico burlón mire con notable descaro a la cámara antes de salir de cuadro. ¿El primer ‘remake' del Séptimo Arte?
Manuel Martín Cuenca hace cine con soberbio orgullo, y esa condición, evangélicamente tenida por pecado capital, es su gran virtud; se advierte y se le agradece en ‘El autor', su versión de ‘El móvil' de Javier Cercas, la historia de un escritor en ciernes que, falto de inspiración y también de escrúpulos, manipula a los habitantes de todo un inmueble para construir una ambiciosa novela criminal. Trabajar con soberbia y no con servidumbre es el atributo de los buenos adaptadores, y ha sido para mí muy consolador ver a Cercas fotografiado en la promoción de ‘El autor' condonando a su lado las libertades que Martín Cuenca, en colaboración con su co-guionista Alejandro Hernández, se ha tomado respecto al material literario, apenas setenta páginas de texto; lo habitual es que el novelista llevado al cine ponga el grito en el cielo de la traición. Hay que decir que además de la ‘hubris' de sus imágenes, Martín Cuenca es un libertino dotado de imaginación formal: expande, glosa y continúa la línea maestra del fascinante relato escrito, no violentando la razón ni la finalidad que llevó a Cercas a inventar su ingeniosa fábula sin moraleja.
‘El autor' tiene numerosas cortesías con ‘El móvil', pero aquí nos interesan más las arrogancias que, en un cine centrípeto como el español, pueden, al menos en un principio, chocarle al espectador. Así, mientras que el alma de la ‘nouvelle' de Cercas es abstracta y su marco deslocalizado, Martín Cuenca, andaluz de Almería y proclive a situar en su ‘Andalucía de la mente' apólogos cruentos y fábulas salinas, hace que este nuevo film transcurra todo en Sevilla, la ciudad más folklórica de la tierra, sin que le intimide el inherente tipismo de tantas décadas cinematográficas de seseo y ceceo, de taconeo flamenco y tonadilleras espiritosas, de ventanas con rejas y macetas cuajadas de geranios. El habla sevillana se oye, como fondo sonoro y en el marcado acento de María León, uno de los dos personajes añadidos por la película a la novela, las estrechas calles de sabor morisco están ahí, como está el río Guadalquivir en un extremo del fotograma, bajo puentes que nadie cruza en calesa. Y en esa urbe más siniestra que amena, y vista más de noche que al sol, las voces neutras del aspirante a escritor Álvaro (Javier Gutiérrez) y de su profesor de creación literaria (Antonio de la Torre), este último un hallazgo de la película (no existe tampoco en el libro de Cercas) en su función de contrapunto decisivo.
No hay costumbrismo, pero sí peripecia, otra añadidura del ocurrente cineasta al sucinto autor de la novela corta. Cercas desarrolla el caso paranoico de un Álvaro para quien lo esencial es "sugerir ese fenómeno osmótico a través del cual, de forma misteriosa, la redacción de la novela en la que se enfrasca el protagonista modifica del tal modo la vida de sus vecinos que éste resulta de algún modo responsable del crimen que ellos cometen." (Tusquets Editores, páginas 24/25 de la edición de 2003). Martín Cuenca, obligado por su medio de expresión a rellenar los huecos de la palabra, la indeterminación de la prosa, da sus pinceladas de sevillanismo e introduce sin capricho, en una trama empapada de literatura, la casuística de la escritura: dentro del matrimonio en crisis, con la figura citada de María León, escritora de ‘bestsellers', y en el taller dirigido por Antonio de la Torre, conciencia insolente del autor que, vociferando crudamente, permite alivios cómicos en una historia cruel, ofreciendo a los que además de espectadores de cine somos ‘letraheridos' un vislumbre morboso de la mecánica de estas modernas instituciones de enseñanza del genio.
No son los únicos añadidos. Uno, y mejor no desvelarlo aquí, es el desenlace, en el que el cineasta se permite el triple salto sin red en el juego de las manipulaciones encadenadas: una ‘mise en abyme' de lo macabro. Claro que ese sorprendente final carcelario podría ser la relectura humorística por parte de Martín Cuenca de lo último que el autor, el del libro, escribe en su novela antes de terminarla con el mismo párrafo de arranque de ‘El móvil': "Finalmente, comprendió que con el material de la novela que había escrito podía construir su parodia y su refutación" (página 98 de la mencionada edición de Tusquets). El segundo aditamento que no podía provenir de la obra impresa es la banda sonora. El universo aural de Cercas en ‘El móvil' yo lo imaginaría ‘bartokiano'. Martín Cuenca, que no puso músicas a sus últimos films, aquí, por una casualidad, pensó en José Luis Perales. Milagrosamente, para los que no somos afines a las melodías de este compositor y cantante conquense, sus composiciones funcionan en ‘El autor' de manera elocuente, recordándonos (el propio director lo ha hecho en una entrevista) que otra canción de Perales cantada por Jeannette, ‘¿Por qué te vas?', acompañó las mejores escenas de ‘Cría cuervos', además de llamar poderosamente la atención de un gran enamorado de esa película de Saura, Stanley Kubrick.
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30 de enero de 2018
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