No esperamos el Paraíso,
declarado hace ya tiempo vacío,
ni tememos al Infierno y sus tormentos,
como temieron tantas infelices generaciones
que nos precedieron en el claroscuro de la existencia:
te hemos hecho caso, Lucrecio,
cuando pedías a los hombres desprenderse
de los miedos y de las expectativas
que las religiones habían incrustado en su alma.
Somos libres, como solicitabas,
de las fantasías de ultratumba,
doradas unas, negras las otras,
y vivimos apegados a nuestro presente,
el único paisaje de lo cierto,
o, cuando menos, de lo que puede ser habitado.
Sin embargo, Lucrecio,
seguidores tuyos -aun sin saberlo-,
no hemos obtenido la recompensa que prometías
en tu valiente poema,
y seguimos sin ser libres,
y nuestro pánico no es menor
que en los tiempos de la creencia,
cuando los seres humanos se postraban ante los ídolos.
Únicamente estos han cambiado, Lucrecio,
pero a peor, pues nuestros ídolos ya no exigen fe,
ni regalan paraísos, ni amenazan con infiernos,
y se limitan a morir con nosotros, a consumirse con nosotros,
embarcados, como estamos, hombres y dioses
en una misma nave que cruza la nada.