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Blogs de autor

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Armarios abiertos

La privacidad reventó las compuertas cuando la llamada crisis de la novela coincidió con la adicción a las redes. Los mundos imaginados empezaban a temblar frente al relato del yo. Autores como Emmanuel Carrère, Karl Ove Knausgård o, ahora, Manuel Vilas con su espectacular Ordesa (Alfaguara) han logrado que la realidad sin aditivos sea más poderosa que cualquier ficción, que te atrape con su guante, mitad de crin, mitad de seda, y te haga soltar pieles muertas en una exfoliación intelectual. Mientras los críticos literarios debatían si el género novelesco se había quedado obsoleto o no, en la nube virtual, hombres, mujeres y transexuales empezaron a publicar sus autonovelas por entregas en Facebook o Wattpad. La mensajería instantánea también se consideró un canal adecuado para expresar la emocionalidad contenida, un confesionario 24/7. Y, por tanto, las pantallas se convirtieron en espacios virtuales de intimidad. A ratos eran joyero, otras vertedero. Hasta que empezaron a ­airearse verdades inimaginables que afectaron hasta el presidente del Gobierno, intentando subir los ánimos de su excontable con un “Luis, sé fuerte”. Los riesgos de perder la privacidad parecían asumidos incluso por aquellos que, como Puigdemont y Comín, utilizan aplicaciones más difíciles de descifrar que las habituales. Y muchos personajes públicos vieron de qué forma sus intimidades y sus miserias eran ventiladas en público y jaleadas. Debe de ser igual o peor que te entren a robar en casa, te abran los cajones y vean tus medicamentos, la caja de preservativos, un cogollo de hierba… Hace ya seis años, Andrew Keen, “el Anticristo de Silicon Valley”, se preguntaba si la revolución digital, debido a su indiferencia por el derecho a la privacidad individual, no nos llevaría a nuevas épocas de oscuridad, convirtiéndola en un anacronismo y, de paso, enterrando definitivamente el secreto.
Con el caso de los mensajes de Puigdemont se ha abierto de nuevo el debate entre las fronteras de lo privado y lo público. Y se ha condenado moralmente la duplicidad de discursos: que el expresident dijera una cosa y pensara otra. Como si no fuera algo común en la estrategia política: la verdad resulta demasiado atrevida e inaguantable. Hace medio siglo, Hannah Arendt nos recordaba que la distinción entre lo público y lo privado era un elemento fundamental del pensamiento griego antiguo. Señalaba entonces que la capacidad humana de organización política era radicalmente distinta, opuesta a la asociación natural de hogar y familia. Lo profesional frente a lo emocional: agua y aceite.
Por ello, a día de hoy, cuando la política trae tintes de reality, no debería causar tanto pudor que un cámara, atento en el ejercicio de su trabajo y amparado por la libertad de informar, enfoque a la pantalla de un teléfono en busca de un yo desnudo convertido en noticia.
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5 de febrero de 2018
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Crecimiento de mandíbulas

Creía que el problema sólo me afectaba a mí pero hoy, al salir a la calle, he comprobado que se trata de un problema generalizado; gran cantidad de gente experimenta, desde hace unos días, un considerable aumento en el tamaño de las mandíbulas, unos centímetros de más que resultan aparatosos. La influencia que tal transformación vaya a tener en las actividades habituales, como la oración y la ingesta de alcaparrones, no se habrá aún valorado, pero imagino que en las próximas semanas se publicarán informes tranquilizadores; es lo mínimo que se puede esperar de nuestras Autoridades Autonómicas.

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5 de febrero de 2018
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El regreso de John Cheever

En el mundo hispanoamericano John Cheever (1912-1982) fue reducido, con los años, a uno más de los escritores que narraban la insatisfacción de los suburbios norteamericanos. Cheever es eso, sí, pero también mucho más. La literatura se mueve en base a lugares comunes y malentendidos; por eso importan tanto las nuevas ediciones, que provocan la relectura y el reacomodo. Random ha relanzado la obra de Cheever en español -Cuentos y Cartas en la colección LRH, Los Wapshot y ¡Oh, esto parece el paraíso! En Debolsillo--; releerlo sirve para escaparnos, por un tiempo al menos, de los reduccionismos.

Lo que llama la atención de los cuentos es la facilidad con que Cheever transgredía los límites del realismo tradicional. Sin ser un postmodernista al uso, era capaz de cuentos como "Un muchacho en Roma", en el que, en plena narración en primera persona de una historia que transcurre en Roma, el narrador abría un paréntesis para decir que en verdad él no era un muchacho en Roma y se preguntaba por qué prefería inventarse "un viejo grotesco, una tumba en el extranjero, una madre tonta" en vez de describir la escena sobre el río Hudson que él veía desde su ventana. Esa parte de su "soledad incurable", decía, pero, ¿de dónde venía? El cuento no lo responde (para eso hay que leer sus diarios), pero abre un espacio para cuestionar ese realismo en torno al cual trabajaba.

Hay otros momentos mágicos e inverosímiles en los cuentos en que los narradores parecen hacerse la burla de este realismo: en "El ángel del puente", un hombre con ataques de ansiedad al cruzar puentes intenta atravesar el Tappan Zee; los síntomas regresan en pleno puente, el narrador se detiene a la vera del camino, y de pronto aparece una jovencita que hace autoestop, abre la puerta y después de agradecerle y acomodarse en el asiento, se pone a cantar, lo cual le permite al narrador cruzar el puente: es un momento de trascendencia -de los tantos que abundan en la obra de Cheever-, en el cual el simbolismo se nos ofrece desnudo: la jovencita que hace autoestop es un "ángel" (tiene, para colmo, un arpa entre sus manos).

En "La radio enorme", Jim Westcott reemplaza su vieja radio por una enorme y fea que se revela con un gran poder: permite que él y su esposa escuchen las conversaciones de sus vecinos en todo el edificio. Gracias a la radio las charlas triviales en la intimidad se convierten  en instrumentos reveladores de los deseos y ansiedades de los vecinos, y de paso de ellos mismos. En "El marido rural", Francis Weed sufre un terrible accidente -su avión debe aterrizar de emergencia en unos maizales-, y sin embargo llega a casa y debe enfrentarse a la rutina de siempre: sus hijos están peleándose, su mujer prepara la cena. Francis ni siquiera tiene tiempo de contar su accidente a la familia. El accidente lo es todo en este cuento -la posterior crisis de Francis es gatillada por este- y sin embargo no se vuelve a mencionar, como si algo tan dramático jamás hubiera ocurrido.

Cheever encontraba insuficiente el realismo y por ello dotaba de una patina mítica a su suburbio. En "El nadador", Neddy Merrill, cruza nadando por las piscinas de sus amigos los doce kilómetros que separan su casa de aquella donde se encuentra en Bullet Park: "ir a casa por un camino inusual le hacía sentir un peregrino, un explorador, un hombre con un destino". Esos viajes -esas odiseas del hombre de los suburbios- no siempre llegan a buen puerto; permiten, sin embargo, instantes en que esos maridos infieles y alcohólicos de Cheever se salen de sí mismos y se ven como son, limitados en su "propia obsolescencia... incapa[ces] de comprender las cosas que ve[n]".

(La Tercera, 4 de febrero 2018)

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4 de febrero de 2018
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¿A qué huele tu ciudad?

Madrid no tiene olor”. Lo afirma uno de los mejores perfumistas del mundo, Alberto Morillas, sevillano emigrado a Suiza cuando era niño, a quien empezaron a interesarle los olores sintéticos cuando, de estudiante, leyó una entrevista con Jean-Paul Guerlain y descubrió que el perfume era una creación dispuesta a ennoblecer y purificar, a defender y reafirmar, a elegir un halo aromático a modo de huella fragante. El perfume es un mundo. Acerca y distancia. Representa una gran esfera de significados simbólicos, despegados de la materialidad, que, según teorizaba Montaigne, afinan el espíritu e inducen a la contemplación. Su valencia originaria constituye un escudo, un abrazo invisible alrededor del yo, de ahí que aplicarse una gotas de agua de colonia constituya un gesto universal imperecedero, detrás del cual ha evolucionado una industria ambiciosa desde siglo y medio.
Vanguardista y disruptivo gracias a creaciones como CK One, la mejor destilación del espíritu unisex –ahora le llaman fluidez sexual– en un frasco, y de Armani Absolu, Morillas posee una taxonomía olfativa de cada ciudad. Asegura que Nueva York huele a comida basura, a chucrut y a hot dog, pero también a caramelo y gofre, y sobre todo a mar. Asocia Cádiz con el pescaíto frito, el coco, arena y agua. París, dice, desprende olor a marisquería: ostras y coquillas aventadas por el viento de Normandía, que trae una bofetada atlántica. “Londres huele a cerveza y al Támesis. Sevilla posee notas minerales, la calidez de la cal, cera, y excrementos de caballo”.
¿Y Barcelona?, le pregunto. Y el alquimista hace un silencio: “Tiene un aroma más sofisticado, mecido por el viento que circula entre el mar y la montaña”.
Todas las ciudades despliegan un mapa oloroso que hace crecer su alma –ahora le llaman energía–, y en algunas han surgido ya recorridos aromáticos. Smellwalks los ha titulado la artista Kate McLean, empeñada en cartografiarlas con su nariz. Porque el olfato es el sentido más estrechamente vinculado al contexto en el cual se percibe, y a la experiencia. Por eso permanecen intactos los olores de la infancia. Especias, cuero, pino, leña, incienso, azufre, grasa quemada, cloaca… buenos y malos olores conviven en las ciudades, emanados por sus glándulas internas. Y su resultado sirve de diagnóstico, igual que aliento humano. Morillas achaca ese ­no olor de Madrid a una falta de identidad, que a la vez es su señuelo, mientras argumenta que la sofisticación de Barcelona se humaniza con la salinidad del Mediterráneo. Pero los olores son transitivos. Contemplo las imágenes de los vecinos del Fòrum con mascarillas para protegerse del hedor residual, y pienso que no hay forma más humillante de desvestirte de tu identidad que robarte el olor de tu calle, incluso de tu ciudad.
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31 de enero de 2018
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Eficacia

Al ver la foto de Torrent sentado a la mesa con Puigdemont en la sede de los fascistas (alias nacionalistas) europeos, recordé la frase de Joseph Roth: "Un Viernes fue a visitar a un Domingo por ver cómo era y volvió a casa muy satisfecho, pero triste de ser un Viernes". En un segundo se pusieron de acuerdo. No se sabe en qué ya que cuanto dice esa gente es mentira y la verdad es otra y oculta. A veces sus mentiras son tan enormes que las creen ellos mismos.

Mientras tanto en Madrid un Zoido llamaba al Superior Tupé del Reino y de la Reina (esto era por Sánchez), pero comunicaba. Envió entonces a un propio con un papel, pero por el camino hizo un alto para el café y se olvidó el papel en la cafetería. No importaba, ya el Presidente había terminado con los resultados del Betis-Málaga y frotándose las manos dijo que había que impugnar. ¿El qué?, preguntó su Primera de a Bordo. Tú impugna y déjame en paz, fue la respuesta.

Al día siguiente se supo que habían impugnado el partido del Betis, pero daba igual porque un Par de la Justicia que pasaba por cafetería había visto el papelito, lo había leído y se había dicho para sí,"Esto, fijo que es de Luis Carlos de las Cuevas y los Hoyos, lo pierde todo". Fue a entregárselo, pero estaba tomando café en el mismo lugar del que venía con el papelito así que se lo dejó a la secretaria. Cierto que tampoco estaba, por las rebajas en El Corte Inglés, pero el bedel sí estaba y al ver el nombre del papelito se lo llevó a la Primera de a Bordo. "Esto de parte del señor de las Cuevas y los Hoyos, más conocido como ‘El Perforao". Dejó el papelito sobre la mesa. Por entonces la Primera de a Bordo no estaba, pero sí un Mandoble de Movistar, el cual miró el papelito y pensó, "¡Gran prueba de que hay que subir la tasa de Internet!". Y así se hizo.

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30 de enero de 2018
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El Boomeran(g)
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