Skip to main content
Category

Blogs de autor

Blogs de autor

Fariseos

Este año, por fin, el espectáculo artístico le tocó a Arco, en Madrid. Alguien con un poco de seso descolgó una soflama en forma de cuadritos e inmediatamente cabalgó sobre el universo moral la caballería de los defensores de la libertad de expresión movido por la cólera y la prisa por salir en el telediario. El Arte fue comprado al instante por un ricacho catalán secesionista al precio de 80.000 euros. Les venden cualquier cosa. Por 35 euros habría podido comprar los cartelones que pasean los vascos en sus procesiones por los presos etarras. Son de mejor calidad y más honestos.

A otros catalanes les cuesta más escapar de la censura e intentar ejercer la libertad de expresión. Los del Centro Libre de Arte y Cultura (CLAC) trataron de montar un espectáculo, Help Tabarnia, para el 27 de febrero. Alquilaron un local en el centro cívico La Casa Elizalde y lo pagaron, pero once días antes del estreno los responsables (por darles un nombre) de La Casa Elizalde anularon el alquiler. Todo había sido un error humano, dijeron, sin detallar ni el error ni el humano. Bien es verdad que los medios del Régimen ya habían alertado a sus empleados del peligro que corrían acogiendo el espectáculo. No era la primera vez que censuraban los actos del CLAC y por supuesto nadie movió un dedo en defensa de la libertad de expresión.

Lo cierto es que los del CLAC tienen la desdicha de ser catalanes, pero no nacionalistas, y eso está muy mal visto en aquella parte así que no les dejan respirar. Ellos no tienen millonarios de ultraizquierda que de inmediato pongan sus mansiones al servicio del teatro de ideas. Son víctimas de unos censores que controlan la totalidad de la ciudad de Barcelona como si fuera la Praga de los tanques soviéticos, pero en carlista.

Leer más
profile avatar
27 de febrero de 2018
Blogs de autor

Colores de Forges

A excepción de la de Lola Flores, no recuerdo una muerte tan unánimemente llorada entre nosotros como la de Antonio Fraguas, alias Forges. Vaya mi respeto para la tonadillera y artista de tronío, cultivadora de géneros que no son los míos, pero el planto por Forges le llena a uno de alegría, aunque sea una alegría paradójica: llora por él la España que compartía su "risa amarilla", el "rire jaune" -según la antigua y bella expresión francesa- que esconde una rabia biliar y un disgusto indignado ante la realidad, y también es llorado por el país imaginario -desgraciadamente tan verdadero- que él retrató, el de la cruda y autosatisfecha España negra, ignorando quizá, o queriendo olvidar, que el genial humorista les tenía a ellos de blanco.

A todos nos apuntaba Forges, y de ahí su honestidad en la burla.

Nadie plasmó mejor que él el hartazgo por el flamenquismo desbordante de nuestra cultura popular, en aquella viñeta inolvidable del condenado a muerte al que llevan a un tablado-patíbulo, donde le espera un cuadro flamenco al completo, con faralaes, peineta y sombrero cordobés, para ajusticiarle. Y nadie tan ácido con la figura del "progre" revenido, en ese otro chiste gráfico del joven treintañero con melena desgreñada, "gafapasta" y símbolo pacifista que le anuncia a su atónito padre, ya entrado en años, que quiere hacer, tardíamente, la primera comunión.

Guardo mi galería recortada de "forges", con un original que Antonio Fraguas tuvo la generosidad de regalarme por un modesto artículo admirativo que escribí sobre él. Repaso ahora uno de los más recientes que recorté, publicado en El País a finales del año 2016, cuando en España no había gobierno y el señor Rajoy hacía sus cambalaches ministeriales como quien juega a los cromos o al dominó. En ese dibujo un mayordomo de la Moncloa, con impecable aspecto inglés, recibe en la puerta del palacio a un repartidor de figuritas humanoides que lleva plegadas bajo el brazo: "Soy de Mercaministro y vengo a traerles el pedido", dice el repartidor. "Ya era hora, tronk", le contesta el criado circunspecto.

La risa amarilla de Forges serviría hoy, en las interminables circunstancias catalanas, que ya él reflejó con gracia infinita en los últimos meses, para acompañarnos más, acompañarnos en nuestro estupor con una lucidez que ha durado más de cuarenta años y no se extinguirá con su desaparición.

Leer más
profile avatar
27 de febrero de 2018
Blogs de autor

Irresponsable censura

De tanto podar lo presuntamente incorrecto y andarse con pies de plomo para evitar escraches virtuales, se le exige hoy al arte una prevención moral que atenta contra la libertad, no sólo de expresión, sino de creación. Los artistas ya no son seres atormentados por sus quimeras existenciales, sino individuos aterrorizados por una brigada autoritaria que se sofoca cada vez que un autor se sale del renglón. Quienes defienden la censura y malinterpretan la transgresión se erigen en protectores de un público adulto y –según parece– desvalido, exponiéndonos a dos serios peligros: la insignificancia y el tedio.
Política o moral, la censura es una peligrosa plañidera. La historia está cosida de casos en los que, afortunadamente, el arte pudo escapar de sus corsés. En 1956, Borís Patsernak entregó su novela Doctor Zhivago a la editorial Goslitizdat. Sus editores se quedaron paralizados, por lo que Pasternak se la hizo llegar también a Feltrinelli. Fue entonces cuando la editorial soviética comenzó a presionarle para introducir ciertas “correcciones” en el manuscrito. Pasternak se negó, y un año después el libro salía en Italia. Fue un clamoroso éxito internacional y la Academia Sueca le concedió el Nobel. Mientras, el régimen soviético no sólo censuraba la novela, sino que prohibía a su autor viajar a Estocolmo; a punto estuvimos de quedarnos sin los desdichados amores de Lara y Yuri.
La ficción no es ejemplar, ni falta le hace. La buena literatura ha surcado con profundidad las oscuridades humanas, logrando abrir rendijas de pensamiento y conducta humana. Una secuencia de crímenes, violaciones, perversiones, infidelidades, cosificaciones y desprecios han pedaleado en el imaginario colectivo. En La historia de Nastagio degli Onesti, de Botticelli, una mujer desnuda es perseguida por un jinete armado y devorada por mastines, y aun así nos sigue seduciendo. Y en el clásico filme El hombre tranquilo disfrutamos de la complicidad entre O’Hara y Wayne pese a su sonrojante machismo.
La libertad de expresión, un derecho fundamental concebido durante la Ilustración, contrapone luz al oscurantismo absolutista. Montesquieu y Rousseau demostraron que el disenso fomenta tanto el avance de artes y ciencias como la democracia. Al escándalo de Arco, con la ridícula retirada de Presos políticos de Santiago Sierra, se le suma la condena al rapero Valtonyc por injurias a la corona, o el secuestro judicial del libro Fariña. Afortunadamente, el Metropolitan ha rechazado la propuesta de retirar el cuadro de Balthus Teresa soñando a causa de unas braguitas púberes. Hay una frase célebre a menudo atribuida a Voltaire, que en realidad pertenece a una de sus biógrafas: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Porque no hay peor adoctrinamiento, ni adocenamiento, que el de meter al arte en el saco de lo oportuno y lo cómodo, entre la decoración y el confesionario.
Leer más
profile avatar
26 de febrero de 2018
Blogs de autor

La carrera del mal

Todas las épocas, igual que las personas, sufren su decadencia, pero no todas tienen propagadores, cronistas. Y generalmente el término se aplica a los grandes imperios, cuya magnitud hace su declive más aparatoso y resonante que el de los pequeños territorios. El lector decadente, el volumen publicado por Atalanta con selección y prefacios de Jaime Rosal y Jacobo Siruela, cuenta, en un bello contenedor que incluye fotos y obra pictórica, el auge del Decadentismo, es decir, la historia en verso y prosa de una mentalidad, más que una escuela, que quiso decaer desde el principio, o lo que es lo mismo, que quiso sacar de la deflagración natural del Romanticismo el rescoldo de sus más hinchados pronunciamientos para convertirlo en brillo, en juego, en burla. Lo cuentan sus propios creadores, los más escépticos, los herederos de un espíritu de exaltación del arte por el arte que eliminaba todo resto de heroicidad y edificación en busca de lo negativo y lo insolente. El decadentismo francés, y todavía más el inglés, nacían para consumirse, para exhibirse descaradamente ante las multitudes, que no eran el público que deseaban conquistar.
Este libro de lectura apasionante presenta un amplio panorama de los dos centros motores -Francia y Gran Bretaña- de un movimiento que antes de diluirse en esteticismos diversos extendió su franquicia con firmas asociadas por toda Europa y las dos Américas. Al igual que otros ‘ismos' de la modernidad, el de los decadentes sacó su nombre de una befa, pues según explicó en 1886 el hoy olvidado Anatole Baju, fundador del periódico Le Décadent, él y sus correligionarios adoptaron como enseña el epíteto con el que se les menospreciaba, proclamando en el primer número de la publicación que "la decadencia política nos deja fríos"; lo suyo era el decadentismo literario, dedicándose pues "a las innovaciones venenosas, a las audacias estupefacientes, a las incoherencias, a las treinta y seis atmósferas en el límite más comprometido de su compatibilidad con las convenciones arcaicas etiquetadas bajo el nombre de moral pública". Como ya se ve, un programa mefítico y destructivo que el arte del siglo XX adoptaría en variadas formas sin necesidad de llevar en la solapa claveles verdes ni hacer de la femme fatale el prototipo de la nueva feminidad rampante.
La primera parte de El lector decadente, la más extensa, se ocupa de los franceses, escogidos de manera irreprochable y presentados por Jaime Rosal. Están los ineludibles, Baudelaire, Gautier, Barbey d´Aurevilly, Villiers, Huysmans, Louÿs, Lorrain, al lado de figuras de prestigio menos estrictamente decadentista como Mallarmé o Lautréamont; de este último, un precursor y no un militante, se incluye entero, en la jugosa traducción de Julio Gómez de la Serna, el Canto Primero, donde se enuncian las bases de "la carrera del mal" que inicia Maldoror por las alcantarillas de la pedofilia, la prostitución, el dolor físico causado por placer, desideratums o ensueños que hoy harían del escritor franco-uruguayo un apestado. Pero no todos los malignos son igual de perversos. De hecho, como Jacobo Siruela apunta oportunamente al introducir a Aubrey Beardsley, en la tribu de los decadentes abundaron el arrepentimiento de los excesos primeros, las conversiones con golpes de pecho y las lecturas piadosas en el camino que llevó a más de uno (Huysmans notablemente) al convento. Aún en Francia, Rosales incluye un excelente cuento de Léon Bloy, a quien yo no había leído -precisamente- por prevención anticatólica; Bloy fue un hombre disipado hasta que se le apareció la Virgen, pero sus fervores místicos no empañan el ácido humorismo macabro del cuento, que quizá tendría que haberse traducido como La religión del señor Llanto. En esa parte francesa destacan poderosamente los dos cuentos de un escritor que desconocía, Jean Richepin, amigo de Bloy pero ajeno a sus deliquios católicos; los cuentos pertenecen a su colección de relatos Les Morts bizarres de 1876, cuando Richepin era un "escandalizador de burgueses", aunque esas ansias se le calmaron, parece ser, entrado el siglo XX, al lograr la admisión en la Academia y el cargo de alcalde en un pueblo del norte del país.
La segunda mitad de El lector decadente, a cargo de Jacobo Siruela, es menos diabólica, más dandy, como corresponde al estilo del ‘fin de siècle' londinense y al carácter algo circunspecto de la cultura británica. Dentro de un juicioso cánon de decadentistas de lengua inglesa, Siruela se permite unas libertades muy refrescantes: cierra sorprendentemente su antología de sólo seis autores con el ocultista Aleister Crowley, La Gran Bestia, que cronológicamente está fuera del cómputo, cosa que el seleccionador compensa por la naturaleza iniciática del texto escogido, un himno a los poderes mágicos de la absenta, y la empieza con un proto-decadente indudable, William Beckford, analizándolo con sabio detenimiento en su introducción y reflejándolo por persona interpuesta en la carta memorial del paisajista Venn Lansdown. Entre medias, y con textos extensos que cobran toda su elocuencia, el imprescindible Wilde, Beardsley (como escritor y dibujante), el menos conocido y sugestivo Conde de Stenbock y Max Beerbohm con su deliciosa defensa de la cosmética. En un libro tan cuajado de buenas cosas puede parece mezquino pedir más; a título personal me habría gustado leer alguna muestra de la poesía del círculo decadentista inglés, por ejemplo la de Arthur Symons, que fue además autor, en 1893, del primer ensayo sobre El movimiento decadente en la literatura.
A cambio, hay que señalar una decisión de extraordinaria bravura, la inclusión entera, en la inmejorable traducción de Pere Gimferrer, del manifiesto dramático o poema crepuscular de la Decadencia que es la Salomé de Wilde. Esa obra maestra de la sensualidad pervertida, acompañada en el libro de las geniales ilustraciones de Beardsley, recupera el encanto y la disidencia de una época tan breve como seminal.

 

Leer más
profile avatar
21 de febrero de 2018
Blogs de autor

Fantasías de pareja

En una novela deliciosa de Anita Brooker, Un debut en la vida (Libros del Asteroide), la protagonista, Ruth, recibe los consejos amatorios de su amiga, que le insta a no entregarse a la primera sino a jugar un poco con el pretendiente, a hacerle dudar faltando a alguna cita. “Entonces, ¿todo es juego?”, le pregunta Ruth con tristeza; a lo que la otra responde aún más triste: “Sólo si ganas. Si pierdes es mucho más grave”. El mundo se divide en creyentes y ateos del amor, también en vencedores y vencidos. Un poeta decía que el amor era compás, y un filósofo lo reducía a un accidente con baba. Pero, junto a la muerte, continúa siendo el gran tema, y no hay otra chispa más poderosa capaz de enlazar a dos seres y colonizarlos.
Los enamorados son mejores personas. Lo afirmaba hace unos días la neurocientífica Stephanie Cacioppo en las páginas de The New York Times. Aunque hayan perdido sueño y apetito y capten enigmáticas señales que sólo ellos entienden, poseen una mejor predisposición para estar en el mundo. Invadidos por las llamadas hormonas de la felicidad, la razón secuestrada por el sentimiento, la pasión enturbiando la mirada, los enamorados se sienten elegidos por los dioses y, por tanto, dichosos de no ­caer en el tedio ni en la desmotivación que les ronda a la mayoría de no enamorados. ¿Cómo no íbamos a mitificar el amor romántico si nos promete un estado de gracia? Por eso los que empiezan de novios se dicen aquello tan ingenuo de “te estaba esperando”.
No hay forma de crecer más rápido en la vida que a fuerza de desengaños. Cuando la hermosura se desvanece y todo se fragmenta no es fácil aceptar que el amor se convierta en una bayeta mojada. Tras un desencuentro, recurrimos a las fantasías liberadoras. Nos decimos en secreto que vamos a separarnos y, por un instante, hasta nos lo creemos, notando un sabor metálico en el paladar. Nos proyectamos hacia el melodrama, y, por un instante, puede que sintamos alivio, que creamos que iremos a mejor, que sabremos iluminar nuestra soledad, o ¿acaso no nos ahogamos a menudo en la soledad a pesar de tener pareja? Se trata de una fantasía efímera, como la de ser invisible de pequeños.
Pero enseguida nos damos cuenta de que la resolución va perdiendo fuelle. Y más allá del reproche, o de la microfrustración, sentimos su mano como parte de la nuestra, y volvemos a cerrar la puerta con nosotros dos dentro, reconfortados en un abrazo que nos devuelve el calor igual que una taza de caldo, repitiéndonos que la pareja perfecta no existe, que la perfección es un calvario, la felicidad un mito, enamorarse un trabajo agotador. Por ello, en el álbum de las fantasías amorosas figura sabiamente la de reenamorarse sin tener que cambiar de pareja.
Leer más
profile avatar
21 de febrero de 2018
Blogs de autor

Nuevos nombres de la mentira

Hay una lucha sorda entre verdad y mentira que se libra en la novela y demás obras de ficción, y así mismo en la crónica o el relato periodístico. En la ficción, que cuenta situaciones imaginarias vividas por personajes imaginarios, se miente con toda legitimidad, y en el relato de prensa, que describe hechos, la mentira es ilegítima.
Recuerdo una vez en que mi amigo Jon Lee Anderson me entrevistó para un reportaje sobre el pretendido Gran Canal por Nicaragua, que escribía para The New Yorker. Cierto día recibí una llamada del departamento de "fact checking" (verificación de hechos) de la revista. Debían verificar si era cierto todo lo que Jon incluía como dicho por mí. Fue un interrogatorio detallado, casi judicial. Y no sólo comprueban las palabras de los entrevistados, sino también las afirmaciones que el autor del reportaje haga, bajo el principio de que "las palabras verdaderas son más importantes que las palabras bonitas".
Hay un punto intermedio que Truman Capote buscó en lo que llamó "real fiction" (ficción real), una de las grandes vueltas de tuerca del periodismo moderno, plasmada en su libro A sangre fría, una obra maestra, en el que narra el asesinato de una familia de granjeros en el estado de Texas, perpetrado por dos muchachos delincuentes, que terminan en la silla eléctrica.
Capote usa los procedimientos imaginativos propios del relato de ficción para contar los hechos, sin falsearlos ni alterarlos. Es lo mismo que hizo Gabriel García Márquez en su Relato de un náufrago, publicado por entregas en El Espectador de Bogotá, antes de convertirse en libro, y que disparó la tirada del periódico. Era toda una hazaña entretener al público con un relato que en manos de cualquier otro hubiera podido resultar monótono, la sobrevivencia de alguien perdido en alta mar, viviendo las mismas ocurrencias día tras día.
Siempre me he considerado un escritor realista, que edifica su aparato de invención sobre los relieves del mundo verdadero, sin alterarlos. Es lo que da legitimidad a la mentira. Se investigan los hechos, igual que lo haría un periodista, pero llega un momento en que los caminos se separan: el periodista debe atenerse hasta el final a los hechos, mientras que el novelista, a partir de los hechos, tiene toda la libertad del mundo para mentir.
No sólo se separan los caminos, sino que entre ambos se abre una brecha que adquiere naturaleza ética. Aunque se mienta a mansalva en la ficción, se trata de una mentira inocente. Quien abre las páginas de una novela, ya sabe que se trata de una invención, y entra entonces en lo que se llama "la suspensión de la incredulidad". Comienza a creer que todo es cierto, por obra del arte del novelista.
Pero si se miente deliberadamente en una crónica, un reportaje, en una simple nota periodística, entonces está de por medio el dolo. Y quizás los medios de comunicación pudientes, como The New Yorker, cuidan no sólo su prestigio verificando los hechos, sino también que no vayan a ser demandados judicialmente, porque la mentira tiene un costo monetario elevado.
Ficción versus realidad. "Hechos alternativos" es uno de los términos de mayor impacto contemporáneo en este sentido, inventado por la consejera de la Casa Blanca, Kellyanne Conway, recién pasada la toma de posesión del presidente Trump en enero de 2017. Su secretario de prensa había afirmado que aquel acto había roto todos los records de asistencia, y de audiencia por televisión, un afirmación cuya falsedad era fácilmente demostrable: con sólo comparar los datos del número de personas que había abordado el metro ese día, y el día de la primera investidura de Obama, se probaba que Trump había tenido mucho menos gente.
Cuando Chuck Todd, el entrevistador del programa Meet the Press confrontó a la señora Conway diciéndole que aquella era una "falsedad demostrable", ella respondió que lo que él estaba dando era nada más un «hecho alternativo». Así se acuñó está frase tan célebre hoy. ¿Un hecho alternativo a qué? A la falsedad, porque la verdad de los hechos no tiene alternativa, salvo en las novelas y en los cuentos, en el teatro, en el cine. Semejante tipo de conceptos pretenden convertir los hechos en mentiras dolosas, prestando elementos a la invención de manera ilegítima, o secuestrándolos.
La realidad real es la mía, aunque sea mentira; la tuya no es más que una realidad alternativa. Si soy dueño del poder, lo que diga siempre será verdad. Los demás, sólo tendrán en sus manos un arma débil, desacreditada, la realidad alternativa. Los hechos sometidos a duda, cuestionados. Todos los diques de la lógica y de la ética se rompen, y las aguas sucias e impetuosas de la mentira lo inundarán todo.
Otro nuevo nombre de la vieja mentira es la posverdad, un término que ha entrado ya en el Diccionario de la Lengua Española: "Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales". Es un neologismo de antiguas raíces.
La demagogia siempre ha procurado que los hechos objetivos sean sustituidos por las mentiras sustentadas en las emociones y en las creencias en determinados valores, aunque estos sean espurios, como la superioridad de una raza, la infalibilidad de una creencia religiosa, la superioridad del sexo masculino, el credo ciego de un partido. Se trata de que la realidad simple se ignorada, y sustituida por dogmas hijos del fanatismo. "El que algo aparente ser verdad es más importante que la propia verdad", dice el Diccionario Oxford de la posverdad.
Hacer que se ignoren los hechos, sobre todo a la hora de conducir a los rebaños de votantes a las urnas para elegir candidatos fundamentalistas, o demagogos, o movilizar a la gente en las calles contra los inmigrantes retratándolos una y otra vez, en el discurso posverdad, como causantes de males y amenazas. Es la búsqueda del triunfo definitivo de la propaganda sobre la razón.
 
Leer más
profile avatar
21 de febrero de 2018
Blogs de autor

El copista copiado

Renzo Rosso, el dueño de un emporio de moda con nombre de combustible, Diesel, ha empezado a vestir copias de su propia ropa, y no para podar el jardín ni regar las hortalizas, esas cosas que tanto gustan a los ricos necesitados de una camiseta agujereada para sentirse humanos por un rato, sino como parte de una campaña de marketing. Rosso, el hombre bravo, se ha enfundado camisetas falsas made in Korea para posar ante las cámaras y ha montado una pop up imitando un puesto callejero de Nueva York, donde se ofrece una colección inspirada en el plagio; Deisel la ha titulado, como buen fake. No hay mejor manera de combatir la copia que apropiándose de ella. Ese ha sido el último movimiento de las marcas de lujo, dispuestas a seguir clonando sus éxitos y resolviendo que solo con transgresión pueden aguantar sus emporios. La ironía nos salva de todos los males, incluido los del copyright. De hecho, la firma Gucci acabó contratando al diseñador afroamericano Dapper Dan, que en los años noventa llenó Harlem de chaquetas y pantalones con etiquetas falsas de la firma, hasta que le cerraron el taller. Esas versiones causaron furor, y los florentinos acabaron por copiar al copista. Rosso, por su parte, consiguió cerrar el año pasado 87 páginas web que comercializaban copias de su marca.
Los logos falsos nacieron de la subversión, e incluso de la ira de una clase media-baja que no podía comprar un objeto de lujo, pero ardía en deseos de simular ese acto de propiedad suntuaria. De sentir algo parecido al destello del oro en la muñeca. ¿O no recuerdan, hace veinte años, a aquellos turistas españoles cargados de Rolex de quincalla, a quince dólares la pieza? En aquellos humildes puestos de Chinatown, o sobre las mantas de subsaharianos llegados en patera, siempre se ha repartido felicidad, y de qué manera. Más de uno daba el pego, y entonces a la sensación de plenitud del simulacro se le añadía la de la pericia. “Fíjate, qué bien copiado”, se decían los consumistas compulsivos de logos fakes, frotándose las manos entre la oportunidad y el autoengaño.
Hace unos días, en Doha, paraíso de los shopping centers, Bianca, una belga aficionada a Proust y a los bolsos, me contó un episodio de su último viaje a Lieja: fue a comprar al supermercado, ya oscurecía, llevaba una bandolera de Vuitton. Un hombre le pidió dinero, y ella le respondió que no llevaba suelto, porque la asustó. La siguió hasta el parking. No había un alma. “¿Pero cómo no vas a tener dinero si llevas un bolso de Louis Vuitton?”, le gritó el mendigo. A lo que ella respondió con buenos reflejos: “Es falso”. Y el hombre se marchó, convencido de que, en cierta forma, todos somos estafadores.
“El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no hay verdad. El simulacro es verdadero”, afirmaba Baudrillard. Que lo falso parezca más real que lo auténtico da fe de lo que verdaderamente somos: malas copias del ser original.
Leer más
profile avatar
19 de febrero de 2018
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.