Acrílico y óleo sobre lienzo. 120 x 110. Año 2015

Acrílico y óleo sobre lienzo. 120 x 110. Año 2015
Creía que el problema sólo me afectaba a mí pero hoy, al salir a la calle, he comprobado que se trata de un problema generalizado; gran cantidad de gente experimenta, desde hace unos días, un considerable aumento en el tamaño de las mandíbulas, unos centímetros de más que resultan aparatosos. La influencia que tal transformación vaya a tener en las actividades habituales, como la oración y la ingesta de alcaparrones, no se habrá aún valorado, pero imagino que en las próximas semanas se publicarán informes tranquilizadores; es lo mínimo que se puede esperar de nuestras Autoridades Autonómicas.
En el mundo hispanoamericano John Cheever (1912-1982) fue reducido, con los años, a uno más de los escritores que narraban la insatisfacción de los suburbios norteamericanos. Cheever es eso, sí, pero también mucho más. La literatura se mueve en base a lugares comunes y malentendidos; por eso importan tanto las nuevas ediciones, que provocan la relectura y el reacomodo. Random ha relanzado la obra de Cheever en español -Cuentos y Cartas en la colección LRH, Los Wapshot y ¡Oh, esto parece el paraíso! En Debolsillo--; releerlo sirve para escaparnos, por un tiempo al menos, de los reduccionismos.
Lo que llama la atención de los cuentos es la facilidad con que Cheever transgredía los límites del realismo tradicional. Sin ser un postmodernista al uso, era capaz de cuentos como "Un muchacho en Roma", en el que, en plena narración en primera persona de una historia que transcurre en Roma, el narrador abría un paréntesis para decir que en verdad él no era un muchacho en Roma y se preguntaba por qué prefería inventarse "un viejo grotesco, una tumba en el extranjero, una madre tonta" en vez de describir la escena sobre el río Hudson que él veía desde su ventana. Esa parte de su "soledad incurable", decía, pero, ¿de dónde venía? El cuento no lo responde (para eso hay que leer sus diarios), pero abre un espacio para cuestionar ese realismo en torno al cual trabajaba.
Hay otros momentos mágicos e inverosímiles en los cuentos en que los narradores parecen hacerse la burla de este realismo: en "El ángel del puente", un hombre con ataques de ansiedad al cruzar puentes intenta atravesar el Tappan Zee; los síntomas regresan en pleno puente, el narrador se detiene a la vera del camino, y de pronto aparece una jovencita que hace autoestop, abre la puerta y después de agradecerle y acomodarse en el asiento, se pone a cantar, lo cual le permite al narrador cruzar el puente: es un momento de trascendencia -de los tantos que abundan en la obra de Cheever-, en el cual el simbolismo se nos ofrece desnudo: la jovencita que hace autoestop es un "ángel" (tiene, para colmo, un arpa entre sus manos).
En "La radio enorme", Jim Westcott reemplaza su vieja radio por una enorme y fea que se revela con un gran poder: permite que él y su esposa escuchen las conversaciones de sus vecinos en todo el edificio. Gracias a la radio las charlas triviales en la intimidad se convierten en instrumentos reveladores de los deseos y ansiedades de los vecinos, y de paso de ellos mismos. En "El marido rural", Francis Weed sufre un terrible accidente -su avión debe aterrizar de emergencia en unos maizales-, y sin embargo llega a casa y debe enfrentarse a la rutina de siempre: sus hijos están peleándose, su mujer prepara la cena. Francis ni siquiera tiene tiempo de contar su accidente a la familia. El accidente lo es todo en este cuento -la posterior crisis de Francis es gatillada por este- y sin embargo no se vuelve a mencionar, como si algo tan dramático jamás hubiera ocurrido.
Cheever encontraba insuficiente el realismo y por ello dotaba de una patina mítica a su suburbio. En "El nadador", Neddy Merrill, cruza nadando por las piscinas de sus amigos los doce kilómetros que separan su casa de aquella donde se encuentra en Bullet Park: "ir a casa por un camino inusual le hacía sentir un peregrino, un explorador, un hombre con un destino". Esos viajes -esas odiseas del hombre de los suburbios- no siempre llegan a buen puerto; permiten, sin embargo, instantes en que esos maridos infieles y alcohólicos de Cheever se salen de sí mismos y se ven como son, limitados en su "propia obsolescencia... incapa[ces] de comprender las cosas que ve[n]".
(La Tercera, 4 de febrero 2018)
Acrílico y óleo sobre tela 80x160
Mientras tanto en Madrid un Zoido llamaba al Superior Tupé del Reino y de la Reina (esto era por Sánchez), pero comunicaba. Envió entonces a un propio con un papel, pero por el camino hizo un alto para el café y se olvidó el papel en la cafetería. No importaba, ya el Presidente había terminado con los resultados del Betis-Málaga y frotándose las manos dijo que había que impugnar. ¿El qué?, preguntó su Primera de a Bordo. Tú impugna y déjame en paz, fue la respuesta.
Al día siguiente se supo que habían impugnado el partido del Betis, pero daba igual porque un Par de la Justicia que pasaba por cafetería había visto el papelito, lo había leído y se había dicho para sí,"Esto, fijo que es de Luis Carlos de las Cuevas y los Hoyos, lo pierde todo". Fue a entregárselo, pero estaba tomando café en el mismo lugar del que venía con el papelito así que se lo dejó a la secretaria. Cierto que tampoco estaba, por las rebajas en El Corte Inglés, pero el bedel sí estaba y al ver el nombre del papelito se lo llevó a la Primera de a Bordo. "Esto de parte del señor de las Cuevas y los Hoyos, más conocido como ‘El Perforao". Dejó el papelito sobre la mesa. Por entonces la Primera de a Bordo no estaba, pero sí un Mandoble de Movistar, el cual miró el papelito y pensó, "¡Gran prueba de que hay que subir la tasa de Internet!". Y así se hizo.