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Diferencia

Alemania: ¡Qué energía, qué eficacia, cuánto capital, cuánta voluntad de poder! ¡Qué descanso, vivir en un país sin futuro!
 

En Baviera no han dejado de reconstruir el país ni un solo día en los últimos setenta años. La resurrección de Múnich no se puede detener. Hay miles de empresas ocupadas en esa tarea y aunque la ciudad ya es una joya, no pueden cerrarlas, así que me quedé sin ver lo que buscaba en la Pinacoteca Vieja porque siguen en obras. No por eso la ciudad ha olvidado su populismo. Tampoco pude ver la exposición Winckelmann porque la admirable plaza de la Gliptoteca estaba cerrada para un concierto de heavy metal. Múnich andaba animada de vejetes con camisetas de Iron Maiden o Will to Power ocupando las tabernas y, supongo, los hospitales. Era el momento de visitar la Lenbachhaus, pero la reforma de Foster la ha dejado irreconocible. Reconstruir, reconstruir, reconstruir y tener contentos a los viejos, esa es la misión.

Claro, era la excusa perfecta para escapar de la ciudad y de su barriga abierta por las perforaciones, así que me fui a ver el Walhalla, pero también están reconstruyendo las autopistas. Las de tres o cuatro carriles solo usan dos porque va por los otros una torrentera de enormes camiones que empieza en los Urales y acaba cayendo al Atlántico. Las de dos están colapsadas, por aquí pasa toda la producción del viejo continente.

Densidad de población, de fabricación, de industria, de trabajo, de actividad, de comercio, de riqueza. ¡Qué energía, qué eficacia, cuánto capital, cuánta voluntad de poder! Uno vuelve a España con la ilusión de regresar a un país quietecito, adormilado, improductivo, ineficaz, un lugar ideal para tomarse un refresco rodeado por los charlatanes habituales y luego dormir la siesta arrullado por un mariachi de políticos disparatados. ¡Qué descanso, vivir en un país sin futuro!

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12 de junio de 2018
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“The Sailor Rests Alone”: «Funeral sin testigos,» de G. W. Leibniz

"¡Desgraciados mortales! ¡Oh tierra deplorable!/ Oh amasijo espantoso de todos los mortales / ¡Eterna controversia  sobre dolores vanos!/ Engañados filósofos que proclamáis: "Todo está bien"/ Acudid, contemplad las ruinas horribles, / Los fragmentos, los guiñapos, estas pobres cenizas"[1].

Hace un tiempo evocaba aquí el exilio (tras una estancia en la prisión de la Bastille)  de Voltaire en Inglaterra, dónde escribe sus Cartas filosóficas, que más adelante tendrían gran repercusión en su propio país, y por las cuales será de nuevo perseguido. Recordaba  que durante su estancia se celebran obsequias solemnes en la  Abadía de Westminster en honor de Newton, al  que Voltaire tanto admiraba y al que consagró múltiples reflexiones, compartidas durante años con  su amante la admirable Emilie du Châtelet, ("diez años amándonos y filosofando") a quien  se debe  la traducción al  francés de los Principia del físico británico.

Voltaire, al igual que Emilie du Châtelet, es por el contrario profundamente crítico  con parte de la obra de Descartes,  pero lamenta el enorme contraste entre los honores conferidos a Newton y el casi repudio que (en razón de las presiones de la iglesia) sufre en su propio país  el filósofo francés, que debería, a juicio de Voltaire reposar en ese análogo de Westminster que era entonces la basílica de Saint Denis. Descartes había sido enterrado en  1650 en una tumba provisional en el cementerio de Malmoe y  la puesta en el Indice de toda su obra por la iglesia dificultó que sus restos retornaran a Francia. Cuando por fin lo hacen en  1667 tras un largo  periplo que dura ocho meses, no figura la cabeza, que habría sido exhumada de su sepultura sueca en 1666 y que, convertida en objeto fetiche, habría pasado por la mano de varios traficantes hasta recaer en manos del naturalista Georges Cuvier, quien la donó al museo que lleva su nombre.  Pues bien:

Por razones diferentes, Voltaire también es profundamente crítico con  otro de sus grandes predecesores, G.W. Leibniz, cuya filosofía caracterizada por un  radical optimismo ontológico, se refería a una suerte de dios computador, creador de  un mundo que constituiría el mejor de los posibles («todo está bien, decís, y todo es necesario"). Alzarse contra esta tesis  es  incluso el objetivo principal del  arranque (arriba citado), del poema que en 1756 compuso  un Voltaire desolado por el terremoto de Lisboa.

Hallándose tan distante de las concepciones filosóficas de Leibniz como  de las de Descartes, Voltaire  no podía sin embargo más que  sentir  empatía por ambos, en razón de que tuvieron  en común el hecho de sufrir injusto trato, aun tras la muerte. Antes de evocar algunas de las peripecias de la vida de Leibniz y la polémica vana que consumió en parte su energía es necesario un recordatorio relativo a un viejo problema filosófico.

En un párrafo de su Física, Aristóteles afirma que en sus tiempos "los propios matemáticos han dejado de experimentar la necesidad del infinito". Aristóteles  da así cobertura a una tendencia de la historia del pensamiento en el que se repudia un concepto que, sin embargo, tanto bajo el ángulo de lo infinitamente grande, como bajo el ángulo de lo infinitamente pequeño, para la ciencia misma ha constituido una autentica obsesión.  La  historia del pensamiento coincide así muchas veces con un esfuerzo por superar la situación descrita por Aristóteles y alcanzar un verdadero concepto de infinito. Tal esfuerzo podría creerse que tiene en Leibniz  y Newton un momento crucial, entre otras cosas por ser considerados ambos como inventores  del llamado "Cálculo infinitesimal". Ahora bien: ¿era realmente legítimo decir que alguien (Newton, Leibniz o un tercero) había inventado un cálculo con números "infinitamente pequeños"? Reencontraremos esta pregunta algo más lejos. Vuelvo ahora a la vida de Leibniz.

A la edad  de cinco años  Leibniz muestra su interés por la lengua latina, y ante la poca motivación de sus padres para encomendarle a un profesor...decide aprenderla por sí mismo. Si pensamos que ese niño llegaría a escribir en esa lengua  obras que cuentan entre las más importantes de la filosofía de su tiempo, se entiende que aquella terquedad infantil respondía a algo más a que a un capricho. Completando su formación con la lengua griega, a los quince años Leibniz se halla en condiciones de leer en el original a los grandes clásicos, a la par que se interesa por los pensadores de la época, en especial por Descartes, del que llegaría a ser un gran detractor. Obteniendo su grado de bachiller en la especialidad de filosofía antigua, en 1663, contando 17 años, Leibniz  se inscribe en matemáticas en la universidad  de Jena, tras lo cual se apasiona por...la química; y así, dando brincos de una disciplina a otra, a los veinte años obtiene en la universidad de Aetdorf el título de Doctor en Derecho. Con este bagaje no es difícil entender que Leibniz, considerado uno de los grandes metafísicos de todos los  tiempos, haya  pasado a la historia de la matemática  por ser el inventor del cálculo diferencial (también establecido por Newton en un paralelismo que este nunca aceptó, lo cual como veremos tuvo para Leibniz graves consecuencias).

Durante muchos años la actividad de Leibniz  estuvo anclada en la ciudad alemana de Hannover,  y cabe decir que de alguna manera  fue siempre un  patriota, aunque amó diversas lenguas y residió en múltiples lugares, teniendo con Francia una relación privilegiada. Leibniz reside en París entre 1672 y 1677, y lo que allí le llevó fue el haber sido considerado un diplomático idóneo para intentar limar diferencias religiosas y políticas.

En 1676, cuarto año de su estancia en Paris,  Leibniz intenta en vano ser nombrado miembro de la Academia de Ciencias, una de las instituciones  más prestigiosas de la época.  Ese mismo año decide retornar a Alemania, donde se le ofrece el cargo de bibliotecario, a la vez que consejero privado, de Johann Friedrich, Duque de Brünswicg, hombre ilustrado, amante de la cultura francesa e italiana y protector de intelectuales artistas. En Hannover la actividad intelectual de Leibniz será intensísima.  En 1700 funda la Academia de Ciencias de Brandeburg que acabaría convirtiéndose en la Academia de Ciencias de Berlín y un año antes, 1699, había por fin sido nombrado miembro de la Academia de París, cuando ya su reconocimiento por  personalidades e instituciones se había extendido por toda Europa. Hay sin embargo una sombra:

Las quejas de Newton respecto a la prioridad en la invención del Calculus  no cesan, y Leibniz tiene que consumir una enorme parte de su energía en defenderse. La simbolización matemática que acabó  imponiéndose fue la de Leibniz (mucho más elegante y precisa que la de Newton), sin embargo Newton nunca soportó esa competencia; denunciando a su oponente  ante la Royal Society,  que acabará   por emitir un veredicto condenatorio del que se ha llegado a decir que había sido redactado por el propio Newton.

Cálculo infinitesimal es el nombre atribuido a la disciplina en litigio. aludiendo precisamente al cual (y tomando partido por Leibniz) Fontennelle realiza un ingenioso juego de palabras: "Si El Señor Leibniz no inventó por su parte, al igual que el señor Newton, el sistema de los números infinitamente pequeños le  faltó infinitamente poco".

Sin embargo debajo de esta querella se esconde una segunda, mucho más grave, que Newton nunca hizo suya mientras que Leibniz, aun con precauciones sí tuvo el coraje de abordar.  Y aquí retomo la pregunta: ¿era realmente legítimo decir que alguien había inventado un cálculo con números "infinitamente pequeños"?  

Desde luego múltiples escritos sitúan a Leibniz en posiciones absolutamente alejadas de la afirmación del infinito en acto. Hay como mínimo vacilaciones en su pensamiento, como si su  intuición se viera confrontada a aspectos contradictorios de la matemática. Leibniz experimenta la tentación del infinito pero carece (y es consciente) de una teoría consistente  que le permita afirmarlo. En una carta a Foucher del 2 de junio de 1692  escribe: "El cálculo nos lleva a veces hasta el infinito sin pensarlo". Sin pensarlo...literalmente porque en el contexto de la matemática de la época la idea de una magnitud infinita es impensable (tal pensamiento sólo aparece siglos más tarde, con Georg Cantor en lo referente a lo infinitamente grande y Abraham Robinson en lo referente a lo infinitamente pequeño). Pregúntese el lector  si la matemática aprendida en la escuela le autoriza a considerar lo siguiente: "e  es un  número mayor que cero y sin embargo más pequeño que 1/n para todo entero natural n".

De darse, es decir de ser compatible con las reglas que rigen las operaciones aprendidas en los años escolares (suma, resta, multiplicación...) e sería un número infinitesimal positivo. Leibniz sabe sin embargo que tal e no puede darse, que se trata de una ficción apta para el cálculo pero carente de concepto.

Se pueden citar textos (Nuevos Ensayos, Journal de Trevoux) así como pasajes de la correspondencia que cubren diferentes épocas y alcanzan hasta la casi muerte de su autor  que parecen tanto más definitivos en el sentido de un rechazo del infinito cuanto que Leibniz llega a decir que si, en ocasiones, pareció sostener lo contrario, ello se debía únicamente a la presión de discípulos tales como el Marqués de l'Hôpital.  Como mínimo es importante citar  el siguiente texto: "Filosóficamente hablando, no sostengo ni  que se den magnitudes infinitamente pequeñas, ni magnitudes infinitamente grandes " (Carta a des Bosses del 11 de mayo de 1706).

Ateniéndose al rigor filosófico no cabe hablar  de magnitudes infinitas. Los discípulos lo saben quizás tan bien como el propio Leibniz. Pero a diferencia de este, los primeros  no están dispuestos a reconocerlo. Leibniz llega a decir que de haberse sincerado públicamente De l' Hôpital le hubiera acusado de "traicionar la causa". Ya he indicado aquí mismo (refiriéndome  a Hipaso de Metaponto) que la historia de la ciencia está llena de casos en los que los miembros de un colectivo funcionan a la manera de una secta...

 En cualquier caso que tantos matemáticos brillantes de la época estuvieran convencidos de la paternidad de Leibniz respecto a la nueva técnica, es como mínimo un indicio de lo malintencionado de las acusaciones de plagio. No hay duda hoy de que, como muchas  otras veces ha ocurrido a lo largo de la historia, las condiciones para esa invención estaban dadas y nada tiene de extraño que se realizara en paralelo. El de la prioridad es un falso problema, mientras que la cuestión  antes evocada de  si cabe  realmente  hablar de magnitudes infinitesimales no lo es. Del lado de los newtonianos como del de los discípulos Leibniz hay ocultación de una falla en el núcleo de la propia disciplina, mientras que Leibniz es arrastrado al pantano de la falsa querella de la paternidad,  que contribuirá a ensombrecer los años finales de su vida.

En Hannover Leibniz sirve con lealtad y eficacia a su príncipe, contribuyendo incluso a que le fueran reconocidas prerrogativas en territorios extranjeros lo que le llevó a Italia en 1680. Ese mismo año muere Johann Friedrich, siendo sustituido por su hermano Ernst August, el cual fallecido en 1698 dejaría paso a su sobrino Georg Ludwig, que más adelante alcanzaría el trono de Inglaterra. Las relaciones de Leibniz con estos últimos nunca fueron excelentes, pero le mantenía en la corte su empatía con Sofía la esposa de Ernst August.

Sin embargo las relaciones con la casa de Brünswicg  se ensombrecen. Desde Londres la acusación de plagio le persigue y cuando Georg Ludwig deviene George I de Inglaterra, Leibniz siente que quizás no es la mejor compañía para el monarca. Decide permanecer en Hannover pero no cuenta ya con los privilegios de hombre de corte. La prioridad sobre la invención del cálculo sigue corroyendo el espíritu de Leibniz; asunto al cual se vinculan otras diatribas teoréticas en las que el ahora abandonado pensador puede con razón sospechar que pone en juego su reputación por entero.

 "Pues las semillas de las más importantes verdades se encuentran en el alma del más humilde campesino: sólo hay que saber recogerlas y cultivarlas con mimo", hace decir  Leibniz a un personaje de ficción en unos escritos publicados bajo el título de Tres diálogos místicos.

En sus últimos años, Leibniz no es un campesino sino un anciano recluido en un caserón de Hannover. Sin embargo, como su campesino, recoge la semilla de la tendencia al conocimiento riguroso, en el que juega un papel esencial la matemática, Soporte en el proyecto de demostrar la verdad total a la que Leibniz aspira, la matemática sin embargo "le hubiera parecido vana, si no hubiera finalmente regenerado a los hombres", escribe admirablemente  un comentarista de los evocados diálogos "místicos"[2]. Leibniz exige  una matemática  que por distintas vías se vincula a las inevitables interrogaciones de los hombres, empezando por la cuestión del infinito, ese infinito cuya elucidación (permítaseme reiterar una frase de Hilbert mil veces evocada) concierne a la dignidad misma del espíritu humano.

A veces por la persona interpuesta de Clarke, Leibniz discute con Newton de todas aquellas cosas que separan a los grandes espíritus[3]...hay sin embargo una excepción:  "Filosóficamente hablando ni magnitudes infinitamente grandes ni magnitudes infinitamente pequeñas" señala Leibniz a Des Bosses,  pero desgraciadamente en este punto concreto  Newton no discutía con Leibniz de filosofía...sino de prioridades, casi de registro de patentes...

 En esos años postreros Leibniz vive en Hannover  en el número 10 de la Schmiedestrasse, una casona que destaca por su altísima fachada. Leibniz nunca tuvo familia ni herederos directos. Su única compañía es entonces la de un sirviente de avanzada edad. Se ha reiterado que sólo este siguió al coche funerario a la muerte del pensador.  Ni la Royal Society, ni la Academia de Berlín (que él había contribuido a fundar) adoptaron resoluciones para evocar su memoria. Un estudioso de Leibniz, nos recuerda en una bella ficción[4] ficción que la tumba del filósofo permaneció sin nombre alguno hasta que en 1790 se inscribió el simple epitafio Ossa Leibnitii.

" No crosses mark the ocean waves,/No monuments of Stone/No roses grow on sailor's graves,/The sailor rests alone » 


[1] (O malheureux mortels! ô terre déplorable ! /O de tous les mortels assemblage effroyable !/D'inutiles douleurs, éternel entretien !/Philosophes trompés qui criez : « Tout est bien »/ Accourez, contemplez ces ruines affreuses, /Ces débris, ces lambeaux, ces cendres malheureuses) »

[2] Revue de métaphysique et de morale  t. 13. Número 1, 1905.

[3] Se discute por ejemplo sobre la razón de la gravedad, asunto del que Newton había sostenido poder prescindir, limitándose a una generalización por inducción, lo cual Leibniz consideraba una auténtica renuncia a la filosofía "que busca siempre la razón y la divina sabiduría que la inspira". Se discute asimismo  la cuestión de si el espacio tiene la realidad pre-existente a las cosas creadas o si, como pensaba Leibniz, era algo indisociable de las relaciones diferenciales que hacían la multiplicidad de las cosas.

[4] Francisco Fernández, Los huesos de Leibniz. Cartas de un filósofo escondido a un discreto artesano. Akal, Madrid.

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11 de junio de 2018
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‘Mastergobierno’

El vértigo y la novedad forman una aleación poderosa. Pedro Sánchez es consciente de ello, lo demostró la pasada semana, siendo capaz de recuperar una palabra muy olvidada en política: ilusión. Se iban conociendo los nombres de los ministros, uno a uno, a la manera de un casting de telerealidad; redacciones y redes se animaban: “Esto parece el Masterchef Celebrity”, decía un tuitero ingenioso. Y se disparaba la curiosidad por los fichajes de expertos europeístas, el asombro, los wow y ala al confirmarse aquello que parecía un fake: Pedro Duque, ministro de Ciencia. El casting incluía personajes carismáticos, duchos en los medios, como Teresa Ribera o Grande-Marlaska; populares y queridos por los suyos como Màxim Huerta; dialogantes y templados como Meritxell Batet, y cañeros como Dolores Delgado, amiga de Garzón, firme defensora de la jurisdicción universal.
Los golpes de efecto fueron arrolladores, pensados con ambición y fondo. En una semana, la valoración de Pedro Sánchez –durante meses oscurecido por las encuestas naranjas y la prosodia del 155– se ha disparado. Según el Observatorio de la Ser, su Gobierno ha sido puro flechazo: en menos de ocho días goza de mayor confianza que el de Rajoy. Pero qué bueno está vuestro presidente”, escribían colegas de París o Nueva York, y desde Newsweek a la revista Elle rebautizaban a Sánchez como Mr. Handsome. El escritor Manuel Vilas hace poco se quejaba en las redes: “Hablamos mucho de casi todo. Pero hay un tema del que se habla cada vez menos. Hablamos poquísimo de la belleza”. Pues ahí tienes, gran Vilas: aunque sólo sea durante el corto periodo de enamoramiento de Pedro Sánchez, se vuelve a hablar de belleza. La misma por la que en España todavía se crucifica a una mujer o un hombre “público”, a diferencia de otros países que la celebran sin envidia: véase a Macron o Trudeau, que han hecho marca de su atractivo.
No obstante, la gran noticia ha sido la recuperación de la gran bandera de la nueva izquierda: la igualdad. La que inmortalizará a Zapatero, el primer presidente que formó un gobierno paritario. España ostenta el Gobierno más feminista del mundo, superando a Finlandia, Suecia o Noruega: 11 carteras de 17. “Hemos recogido el guante”, afirmó Isabel Celaá, fichaje poderoso, bilbaína de reloj con correa roja, perlas y una pronunciación afectada del fonema d: “responsabilidaz”. La posición subrogada de la mujer en el poder ha quedado dinamitada por la apuesta de Sánchez, que en parte ha sido posible por un asunto a menudo oculto por su mala fama, pero eficaz: las cuotas. Desde 1997 se vienen aplicando en el PSOE, a diferencia de otros partidos. Sin ellas y sin el clamor de las calles, difícilmente se habría logrado esta elevada representación de mujeres de gobierno. Ahora habrá que demostrar que no se trata de pura cosmética contextual, sino que responde al compromiso más fiero para lograr una sociedad de iguales.
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11 de junio de 2018
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“El salto de papá” y la mirada hacia adentro de Martín Sivak

Martín Sivak logró un éxito espectacular narrando su historia familiar después de haber dedicado dos décadas a escudriñar las vidas de los otros.

Tuve el honor el mes pasado de realizar una entrevista pública con Sivak en la Apertura del Año Académico en mi Departamento de Periodismo de la Universidad Alberto Hurtado de Santiago de Chile. También me pidieron escribir el texto con el que fue presentado como orador principal en la Ceremonia de entrega de los Premios de Excelencia en Periodismo, que entrega cada año nuestra universidad.

En ese texto de presentación basé estas líneas sobre este joven y admirado periodista convertido en reportero de sí mismo.  

Sivak es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y doctor en Historia de Latinoamérica por la de Nueva York, pero su carrera, su vida y su vocación ha sido siempre la de periodista. Trabajó durante dos décadas en medios argentinos y entrevistó a muchos de los protagonistas de la vida política de su país, desde el coronel golpista Mohamed Alí Seineldín hasta el líder guerrillero Enrique Gorriarán Merlo.

Sus principales libros periodísticos tratan de dos temas álgidos, donde mezclan el poder y la comunicación: la concentración y poder de los grandes medios, y la política y la lucha por la identidad en un país que desde Argentina se ve con desdén injustificado: Bolivia.

Escribió dos libros sobre el grupo Clarín, el conglomerado que cuenta y fabrica poder en Argentina (Clarín: El gran diario argentino y Clarín: La era Magnetto), que pronto serán publicados en inglés en un solo tomo.

Y coronó su trilogía de libros sobre política boliviana, como los dedicados a los generales Hugo Banzer y Juan José Torres, y al conflicto territorial entre Santa Cruz y La Paz, con una muy alabada y traducida “biografía no autorizada” del actual presidente, Evo Morales. El libro se llama, en un acierto de veterano titulador, Jefazo.

Pero fue con su último libro, El salto de papá, que despertó la admiración de críticos, ferias y festivales, editoriales y traductores. En menos de un año ya va por la octava edición y cinco directores se disputan la posibilidad de dirigir la película. 

El salto de papá cuenta la historia de la vida y suicidio de su padre, un mal banquero y buen comunista, y de su tío Osvaldo, cuyo secuestro y asesinato marcaron una época en Argentina. Y al hacerlo, define un país y retrata una generación.  Se cruzan en sus páginas los muchos amigos y poquísimos enemigos de Jorge Sivak, figuras políticas como el ex presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse y artistas como el gran cantautor uruguayo Daniel Viglietti, miembros de su propia familia y sobre todo, una revisión intensa de su propia memoria.

En un país con tantos libros y tantas historias extrañas como Argentina, El salto de papá es ya un clásico instantáneo de la literatura de no ficción. 

¿Por qué? Creo que causa a la vez reconocimiento y extrañamiento. Todos los que vivimos en Argentina la época en que secuestraron y mataron al tío de Martín (el famoso “Caso Sivak”) lo vivimos como un hecho traumático que se colaba en las noticias de diarios, radios y televisión, en las conversaciones de sobremesa, y que envenenó la política de su tiempo con una fuerza como la que cobró en estos últimos años la muerte del fiscal Alberto Nisman. Y los que no lo vivieron, pueden reconocerse en una Argentina como la que salía a tientas de la dictadura en los ochenta.

En el caso del suicidio de Jorge, menos recordado socialmente, es un drama humano contado por un hijo que todavía extraña a su padre y quiere entender qué pasó y por qué.

El camino para entender el suicidio de un padre siempre es doloroso: Martín Sivak leyó y comenta en su libro obras de hijos atribulados, enojados o nostálgicos (como El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince sobre su padre asesinado), y también buscó en textos sobre el suicidio respuestas y alivio. Y en el relato minucioso y amoroso, se muestra una historia que no fue todo tragedia: cuando lo entrevisté ante los alumnos de la carrera, rescató risas y alegrías de su infancia y adolescencia, un pasado al que aferrarse.

Ante una pregunta de un alumno que no había cumplido los 20 años, Sivak dijo que este libro era algo excepcional, único, en una carrera que comenzó y seguirá hablando de los otros, no de sí mismo.

Pero con El salto de papá tocó una fibra profunda, tanto en Argentina como en otros países donde está llegando este libro excepcional. Es el caso emocionante y aleccionador del escritor de lo ajeno que vuelve, por una vez, la lupa hacia su propia historia y sus dolores, y nos enseña a mirarnos mejor y con más verdad al espejo.

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7 de junio de 2018
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Los nietos de la revolución

Los muchachos que han salido a las calles a dar la cara por Nicaragua, nacieron en a partir de los años noventa, o en este mismo siglo, y por lo tanto la revolución que derrocó a Somoza es un hecho ignorado para muchos de ellos, o ha sido distorsionado por la propaganda oficial, lo que viene a ser lo mismo. 

Son los nietos de una revolución lejana o ausente en su memoria, pero la llevan de todas maneras en los genes, porque aquella se hizo también por razones morales, ante el hastío frente a una dictadura familiar que se creía dueña del país, y cuando se vio amenazada no vaciló en recurrir a la represión más cruel. Y al exterminio. 

La dictadura de Somoza marcó a los jóvenes como delincuentes, y la juventud se pagaba con la vida. Cada día aparecían cuerpos torturados y mutilados, o simplemente con un tiro en la cabeza, en la cuesta del Plomo, al occidente de Managua, una morgue a cielo abierto donde las madres iban en busca de sus hijos desaparecidos. Por eso, el lema que se corea hoy en las marchas, "¡No eran delincuentes, eran estudiantes"!, viene a resultar tan familiar, un eco que conecta al pasado de los abuelos con el presente de los nietos.

Todo ardor juvenil despierta la imaginación y llena las palabras de sentido, les da una dimensión que las vuelve verdaderas, y por verdaderas se convierten en parte de una cultura novedosa y fresca. Hablan entonces las paredes, los cartelones, y, hoy en día, habla también el humor desde los memes en las redes sociales. La improvisación ingeniosa se carga de legitimidad. Es un revés irreverente a la mentira.

"Nos quitaron tanto que nos quitaron hasta el miedo", se lee en una pancarta de papel de estraza. Y en otra: "Nunca había visto tantos valientes sin armas y tantos cobardes armados". Otro, pregona con mucha sabiduría: "Cuando se lee poco se dispara mucho". Una muchacha ha escrito con plumón en su barriga de embarazada: "Que se rinda tu madre, porque la mía no". Uno que está entre mis favoritos: "Disculpe las molestias, estamos cambiando el país para usted". Y este que tiene indudable peso histórico "Hay décadas donde nada ocurre, y hay semanas donde ocurren décadas".

Y también la insurrección cívica tiene su banda sonora, viejas canciones de los años setenta, en las que reviven las voces de los Quilapayún entonando con ritmo nostálgico "el pueblo, unido, jamás será vencido", y las que han compuesto los hermanos Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy, y muchos otros cantautores jóvenes.

La lejanía, ese vacío a través de las décadas, hace, no obstante, que los nietos desprecien, o rechacen, no pocos de los símbolos bajo los que pelearon los abuelos; y aquellos de esos abuelos que detentan hoy el poder, se han vuelto indeseables para sus descendientes. Ellos y los símbolos de los que se han apropiado. La propaganda oficial obra milagros malsanos, como ha sido el abuso a lo largo de la última década de la bandera rojinegra, que de herencia histórica pasó a ser incautada por una secta. 

Esa bandera, levantada por el general Sandino en las montañas de las Segovias en su gesta de seis años por la soberanía nacional, y cuyos colores identificaba en sus proclamas con los propósitos de su lucha, negro por el luto de la patria agredida, rojo por la sangre derramada, estuvo en las barricadas en la insurrección que dio fin al somocismo.

Y hay que advertir, porque es esencial, que entre una y otra lucha, la que culminó hace casi cuarenta años, en 1979, y la de ahora, hay una diferencia fundamental: los nietos pelean si armas de guerra. Son los que han puesto los muertos, en una resistencia cívica sin precedentes, y de esta manera, aunque con dolor y sufrimiento, y sacrificio, le abren al país la oportunidad de un cambio político: el paso de la dictadura a la democracia, sin que medie una guerra civil.

Esa bandera a la que vuelvo, fue expropiada y malversada de tal manera, que llegó a sustituir, a la fuerza, a la bandera nacional, y usada como elemento decorativo hasta la náusea, se ha multiplicado en tarimas de actos públicos, comparecencias oficiales, desfiles y concentraciones, igual que se multiplicaron los árboles de la vida, hasta convertirse en símbolos odiosos del poder.

No es extraño entonces que los nietos la adversen, y hasta le prendan fuego, ya que ignoran que se trata de una herencia de sus abuelos, a su vez recibida de un tatarabuelo lejano y difuso, y cuya figura también ha sido distorsionada, y la vean sólo como una impostura que el nuevo poder familiar ha colocado en lugar de la bandera del país, cuyos colores, azul y blanco, se multiplican en las marchas de protesta, en las fachadas de las casas, en las ventanillas de los vehículos, en pañoletas y cintillos de cabeza, en las mejillas de los jóvenes manifestantes.

La bandera nacional se ha convertido en un símbolo subversivo que se enarbola de manera espontánea, y masiva, y representa la unidad del país en la lucha por conquistar la democracia y las libertades públicas. El partido oficial ha corrido a rescatarla, pero de manera tardía, y fallida. En sus manos, todo resulta en imposición, y en falsificación.

No hay nada de nacionalismo mezquino en el despliegue de la bandera de Nicaragua. Es el símbolo de los nietos por recuperar a la nación, y detrás de esa oleada han seguido sus padres y no pocos de los abuelos, que se ponen también detrás de los pasos que abren el camino hacia el futuro, dichosamente, hasta ahora, un futuro sin apellidos ideológicos, lejos los partidos políticos de esta marea.

Un reclamo así, sin caudillos ni aprendices de caudillos, encabezado por jóvenes lúcidos y transparentes, dichosamente inexpertos en artimañas políticas, es lo que nos dará una nueva Nicaragua. Es la hora de los nietos.

 

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7 de junio de 2018
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La boca boba

Apretamos los dientes en lugar de gritar o maldecir, como si el gesto fuera capaz de contener la furia que seguirá agitándose por dentro. Los hacemos chocar durante más de media vida achinando los ojos y encogiendo el ombligo. Apretamos cuando tiran petardos o fallan un penalti, cuando nos mienten sabiendo que nos mienten, cuando se nos cae el móvil al suelo o perdemos algo, poder, dinero, amor. Apretamos cuando dormimos y nuestro inconsciente padece de tal forma que, a pesar de la lasitud del resto del cuerpo, mantiene un combate molar a vida o muerte. Los dentistas y psicólogos no se han cansado de repetirlo: el bruxismo denota un estado latente de presión y ansiedad, estrés y miedo, alerta e inseguridad; un vivir encogido.
Nos cargamos las muelas sin apenas dolor ni conciencia, lo que obliga a los buenos pacientes a dormir con férulas llamadas “de descarga”, un dique para mandíbulas rabiosas que oprimen el malestar. Y aun así, deben entregarse a una de las camillas más temidas históricamente, la que desnuda con alta autoridad al individuo postrado con la boca abierta, entregado a los artilugios metálicos que levantan raíces e instalan puentes hurgando en la única parte de nuestro esqueleto que es visible.
Vivimos con y contra los dientes, que ya son más espejo del alma que la mirada. Así lo cuenta una exposición, Teeth, que puede verse en la Wellcome Collection de Londres hasta el próximo 18 de septiembre. La relación del ser humano con sus incisivos, colmillos y molares ha sido tortuosa. Ahí están las referencias a un enfermero llamado “Le Grand Thomas” que fue célebre en el París del XVIII ­porque levantaba a la gente del suelo con los dientes. O la caricatura de un deshollinador dejándose quitar la dentadura –que sería implantada a ricos–, ante la algarabía de unos chavales. Ladrones de tumbas, cirujanos barberos y aquella imagen brutal que dejó la batalla de Waterloo, 50.000 cadáveres desdentados en menos de 24 horas, ilustran la prehistoria de la odontología.
Una dentadura blanca y sana representa hoy un imperativo estético, forma parte de un código higiénico que a la vez es un indicador social. Hasta ocho dientes de diferencia pueden contarse entre los ancianos sin posibilidades y los que tienen dinero, porque el tratamiento es caro y, a pesar de los progresos, muy temido. Estos días, Quim Monzó, Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, comentó su descripción personal en Twitter: “analista del bruxismo”. ¡Qué gran idea! Sería de enorme interés poder contar con ese perfil en las tertulias; observadores que indicaran cuándo aprieta demasiado Sánchez o Hernando, Torra o Torrent, y de paso nos recordaran a todos aquello de: “relaja, relaja, deja la boca suelta, como boba”.
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6 de junio de 2018
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El Boomeran(g)
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