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EL DEDO EN LA LLAGA

            Madrid. Me han dicho que en el Círculo de Bellas Artes se exhiben las fotografías de un artista hondureño de renombre, Andrés Serrano, y he ido a ver la exposición que se llama El dedo en la llaga. Las referencias de los vínculos de Serrano con Honduras no las he encontrado por ningún parte, y no he dado con ellas sino después. Nació en Nueva York en 1950, hijo de un marinero de la costa norte de Honduras y de una cubana a la que abandonó. La madre, sometida a crisis mentales, llevó al niño a Honduras, un viaje fracasado en mucho sentidos, pues el hombre tenía otras tres mujeres, y Serrano habría de regresar más tarde solo, otra vez en busca del padre, como si persiguiera un fantasma.

            He ido primero a ver su serie de La Morgue en un sótano del edificio, aterradoras fotografías de cadáveres que representan un homenaje a la sensualidad de la muerte, cuerpos desnudos que enseñan su belleza congelada, que es a la vez su última fealdad; y luego, he recorrido el piso de la biblioteca donde se exhiben sus retratos de personajes de la cultura pop de los Estados Unidos, desde artistas del vodeville y payasos célebres a miembros encapuchados del Ku Klux Klan, y monjas, frailes, boy scouts. Un formidable artista provocador cuyo Piss Christ, la fotografía de un crucifijo metido en una bolsa de su propia orina escandalizó al establecimiento conservador de los Estados Unidos, tele predicadores y pastores de sectas fundamentalistas, al grado de haber sido amenazado de muerte.

            Un outsider que registra la vida a través del lente descarnado, como lo haría un retratista de caballete, capaz de pintar santos y monstruos. Éste es el hijo del marinero hondureño, que pone el dedo en la llaga.

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25 de junio de 2007
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DESCANSO

El descanso es como una cámara de absorción de la fatiga y del dolor, opera como una gamuza que va librando de las humedades que producen el malestar pegajoso e inaprensible a la vez, fino como un vaho y sin embargo atenazante como un acero. Gracias a Dios y no me importa decirlo porque creo que se trata de algo divino, el descanso renueva la identidad natural. Con la fatiga se acarrea una clase de velo que se superpone a la identidad natural, tal como un vestido gastado cubre e infecta una u otra proporción el cuerpo. Este vestido, como de organza, lleva encajes verdosos y plateados, sin mantener la fijeza de sus tonos. Se trata de un vestido de noche formado por varias sobrefaldas y un escote abierto rematado en puntillas que aflige el pecho y merodea la voz. No sabría explicar por qué imagino este vestido fatigado como un vestido de mujer pero posiblemente se trate de la dificultad para aceptar el travestismo del ser al que fuerza la torcedura de la imagen que se sufre y acaso también porque, en la pesadilla cansada, la beldad se trasmuta en figura siniestra, desmañadamente vestida y tachonada de manchas que reflejan distintas molestias, tal es la humedad del cansancio y el malestar integral que vienen a enjugar las temporadas de reposo.

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25 de junio de 2007
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ILUSIONES DE LA EDAD MADURA

Cuando me siento atraído por una mujer muy joven, por una casi adolescente, recuerdo -más que la novela de Nabokov- un poema de Jaime Gil de Biedma donde se echaba la culpa a la conturbadora belleza de los cuerpos, los gestos y los movimientos de los jóvenes al renacer del deseo en los mayores, “estábamos tranquilos los mayores en esta playa…”. ¿Por qué deseamos a las jóvenes? ¿Por qué las nínfulas, las lolitas, tienen esa atracción fatal en los que ya nos paseamos por la edad madura, incluso en los viejos? No tengo respuestas. Será cosa del demonio. Seguramente es algo así, algún Samael, ese espíritu del mal que anda suelto -como en el excelente relato de Bashevis Singer, La destrucción de Kreshev, que ahora rescatan los de el “Acantilado”-será “Aquél”, como los judíos nombraban al maligno, el que hace que se emparejen los viejos decrépitos y las jóvenes.

También como fatalidad, esta vez sin intervenciones demoníacas, lo cuenta la extraña, sorprendente escritora, tan joven y tan madura, que es Elvira Navarro. En una de sus inquietantes historias, la adolescente Clara, protagonista de su libro Ciudad en invierno, se siente fatalmente conquistada, secuestrada o lo que fuera aquello, por un viejo y solitario mendigo. Eso nos repele. Nos molesta o es motivo de sorna, de burla y de crítica. Ese espectáculo ridículo de los viejos enamorados, o al menos deseantes, de las bellezas de Susana. Tema recurrente, también en la pintura. Hace poco volvimos a ver el inolvidable cuadro de Tintoretto sobre esa pasión imposible.

Escribió Castelao, seguramente enamorado, una obra de teatro Os vellos non deben de namorarse. Casi nadie le hace caso. He conocido, maduros, inmaduros, viejos y hasta muy viejos que se siguen enamorando. Incluso sabiendo que son amores imposibles

Es una pena, una dura realidad, darse cuenta que la edad nos impide hacer del deseo una realidad. Es una derrota más con la que vamos recorriendo éste camino entre largo y muy corto que es nuestra vida de animal deseado y deseante. No me extraña que muchos hayan vendido su alma al diablo. Y que a otros no nos importaría hacerlo.

Antes de llegar al final de esa tan hermosa película de la hija de Coppola, Lost in traslation, nos hicimos la ilusión de que aquél amor entre la joven y el maduro podría tener un final distinto a la obra de Nabokov. No pudo ser. Cada uno sigue su vida. ¿Se podría escribir otro final? ¿Se podría hacer una segunda parte para que Scarlett Johansson y Bill Murray se pudieran encontraran en algún bar del Village neoyorquino? ¿Nos los podemos imaginar como pareja feliz? ¿La diferencia de edad no tiene importancia? Lo podemos intentar no es fácil. Además, ¡qué poco prestigio tienen los finales felices!

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25 de junio de 2007
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La dictadura voluntaria

El paisaje de la estepa de Asia Central es imponente: una planicie sin límites, cubierta en el invierno por la sábana infinita de la nieve. La nueva capital del país, Astana, también es interesante: una ciudad aún en construcción que combina mezquitas, rascacielos ultramodernos y antiguos edificios de la era soviética. Pero sin duda, la principal atracción turística de Kazajistán es su presidente, Nursultan Nazarbayev. 

Nazarbayev, siempre impecablemente vestido, está en todas partes, como Dios. Fotografías suyas acompañado de niños de las diversas etnias kazajas cubren innumerables paredes de la ciudad. En el Baiterek, símbolo de Astana, el visitante puede posar su mano sobre el bajorrelieve en bronce de la mano del presidente. La silueta de esa mano aparece en los billetes de todas las denominaciones. En la facultad de relaciones internacionales de la universidad, la figura del presidente ocupa el centro de un óleo que resume la historia y los personajes notables de Kazajistán. Nazarbayev está montado épicamente en un caballo blanco, pero lleva el traje y la corbata de las fotos oficiales.

En 1989, Nazarbayev fue nombrado secretario general del partido comunista. Tras la caída de la Unión Soviética, sencillamente se quedó ahí. Proclamó la independencia de Kazajistán y convocó a unas elecciones que ganó con el 95% de los votos. Sin duda, la ausencia de contendientes fue una ventaja. Los siguientes comicios han transcurrido en similares condiciones. El pasado mes de mayo, tras los primeros diecinueve años del presidente en el poder, el parlamento kazajo aprobó la reelección indefinida.       

Mirado desde el exterior, el Primer Presidente de la Democracia, como se hace llamar Nazarbayev, cumple con todos los requisitos de un dictador. Existe una oposición pero es testimonial y prácticamente carece de acceso a los medios de comunicación, casi todos en manos de socios o familiares del presidente. Según informa la cadena Al Jazeera, uno de los líderes opositores, Altynbek Sarsenbaiuly, denunció un fraude en las elecciones de 2005. Posteriormente fue hallado muerto a tiros en su coche junto a su chofer y su guardaespaldas. El autor de un blog –peligrosa fuente de información libre– afirmó que Nazarbayev estaba “en cierto sentido” detrás del crimen. El bloguero fue condenado en enero a dos años de prisión por libelo.

Y sin embargo, si uno consulta a los ciudadanos de Astana, sólo encuentra expresiones de afecto a Nazarbayev. La población –o al menos todos los que conozco– agradece al presidente haberlos sacado del difícil periodo postsoviético. Además, al compararse con sus vecinos de Medio Oriente, aprecian especialmente la paz y tolerancia con que conviven las distintas etnias de su país, incluso judíos y musulmanes. Todos destacan que en Kazajistán no hay terrorismo.

Nazarbayev también ha creado grandes expectativas. Los ciudadanos perciben la progresiva prosperidad de la mano de sus enormes reservas de petróleo, gas y uranio. Y Kazajistán usa con habilidad su posición geopolítica. Le ha ganado a Europa varios contratos energéticos con Rusia, y provee también a China. Por su parte, Occidente necesita a Kazajistán para su estrategia en Medio Oriente, desde la logística militar para Afganistán hasta la presión política a Irán. Esa ubicación estratégica le ha valido a Nazarbayev una entrevista personal con Bush. Y es el único líder que proclama su herencia musulmana y mantiene excelentes –y muy rentables– relaciones con Israel.

Los líderes internacionales no están preocupados por las sospechas de dictadura que recaen sobre su amigo, ya que Kazajistán está completamente fuera de la opinión pública. Carece de corresponsales extranjeros, y lo poco que se sabe de él tiene que ver con la película del personaje Borat, que por cierto, nunca visitó Kazajistán.

Ese muro aislante también proyecta su sombra sobre la cultura política de los kazajos que conozco durante mi viaje. Una estudiante a la que el estado le ha expropiado su casa considera que eso es natural, que no tiene derecho a exigir nada de las políticas públicas. Incluso un joven ingeniero que es crítico con la situación evita dirigir sus quejas al presidente. Al contrario, él está indignado con la oposición, a la que considera “demasiado débil y pusilánime”. Según afirma, él nunca ha tenido miedo de expresar sus opiniones en público, ni cree que los opositores sean maltratados en su país.   

La gente con que hablo no es ciega ni incondicional. Sospechan que el presidente deriva recursos del estado a cuentas personales, y muchos afirman que incluso los opositores forman parte del sistema, y sólo fingen oponerse para legitimar al presidente. Pero consideran que es un precio razonable a pagar por el bienestar del que disfrutan. Muchos de ellos están de acuerdo en que es imposible que Nazarbayev gane las elecciones con más de un noventa por ciento de los votos, pero no dudan que le respalde el setenta u ochenta por ciento de los kazajos. La mayoría de ellos me recuerdan a muchos votantes latinoamericanos de Fujimori, Uribe o Chávez: básicamente, ciudadanos que no creen que una democracia formal sirva para resolver sus problemas, y votan democráticamente por gobernantes autoritarios.
El peculiar sistema político de Kazajistán encarna una situación que se ha globalizado después de la Guerra Fría. Hoy en día, los países con grandes problemas de pobreza o inseguridad ya no expresan su descontento situándose en un lado o el otro del espectro ideológico. Las reglas del juego han cambiado, y los límites del campo están trazados con la delgada línea roja que separa la dictadura de la democracia.

Artículo publicado en: El País el 19 de junio. 

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25 de junio de 2007
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Cuando ya todo es historia

Hasta hace pocos años los labriegos, terminada la jornada, regresaban al hogar y pasaban horas ensimismados ante el fuego viendo saltar las chispas de algún recuerdo. Era su televisión. Hasta bien entrado el siglo XX la población campesina era mucho más numerosa que la urbana, así que para la mayoría de los humanos no había otra diversión. Se le podía añadir el rosario y entonces la televisión conectaba directamente con Dios jugando solitarios. En aquellos hogares el tiempo era eterno y carecía de historia.

Nosotros, sin embargo, hemos nacido con un horizonte que nos cruza los ojos y al que llamamos “historia”, modo disimulado de admitir que ya ningún tiempo es eterno y somos personajes de una tragedia o comedia cuyas sucesivas escenas son tan efímeras como nosotros mismos. Paradójicamente, la historia nos ha permitido perder la memoria.

En la monumental pero de todo punto imprescindible Postguerra de Tony Judt (Taurus, 2006), se expone la historia de Europa a partir de 1945. Mientras uno lo va leyendo, ve convertirse en cuadros históricos sus recuerdos, las experiencias íntimas, incluso los olvidos: la sintonía de la BBC en tiempos de Franco, el inverosímil tañido de la guitarra eléctrica, el vuelo de las faldas acampanadas, la desaparición de los caballos por las calles de la ciudad, el aroma de las motocicletas. Los adultos nacidos después de 1950 ven su retrato colgado del museo y deben renunciar a muchas fantasías. No éramos como suponíamos, sino como la historia nos ha congelado para siempre. Los nacidos después de 1960 hallan aquí la explicación de su herencia: cómo se hizo obscenamente rico el tío Manuel y por qué nadie habla de tía Celia, aquella belleza frágil y perfumada.

Leyendo este libro admirable, el pasado se convierte en destino. Lo que creímos una vida libre y caótica se muestra como algo fatal y ordenado. Nuestras exaltadas decisiones eran mera obediencia. Las pasiones, hilos de marioneta. Creíamos vivir una vida irrepetible, pero lo cierto es que ya estaba escrita en las chispas del hogar, en los solitarios de Dios.

Artículo publicado en: El Periódico, 23 de junio de 2007.

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25 de junio de 2007
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‘MAKING TIME’: EL TIEMPO QUE PASAMOS JUNTOS

            Madrid. He recorrido las salas  aún vacías de la ampliación del Museo del Prado realizada por Moneo, donde en el futuro próximo se colgarán los cuadros de las exhibiciones especiales, y lo he hecho en una doble compañía: la de las fotografías del artista alemán Thomas Struth (1954) de su serie Making time, y las del proceloso público del que formo parte, que recorre las nuevas galerías con ruido de tropel, y que su vez está retratado en las fotos de Struth. Porque las fotos son de visitantes del antiguo edificio del museo, gente que ve viéndose, que mira los cuadros desde las fotografías, y de esta parte nosotros podemos verlos a ellos viendo, es decir, podemos vernos en el acto de ver.

             La multitud congelada, que al quedar estática frente a la cámara nos da la oportunidad de admirarla, rostro por rostro, actitud por actitud, congregada frente a las pinturas, y fotografiada de manera que el ojo de la cámara parece ser, a veces, el de cualquiera de los personajes de los cuadros. Nos ven desde la pared las Meninas, nos ven los enanos de Velásquez. Nos devuelven la mirada.

             Es el todo desarticulado en sus partes, el todo de los individuos que miran, se asombran, enseñan deleite, o indiferencia, o cansancio o confusión, y que al aparecer en las fotos de Struth son transferidos a los cuadros, y nos miran a nosotros desde las fotografías como imágenes de otros cuadros, porque son ya parte del museo que han llegado a visitar, y parte de los cuadros que han llegado a ver.

             Eso es lo que se llama ver y ser visto desde las paredes.

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22 de junio de 2007
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LA IDENTIDAD DEL ESCRITOR

Algunos tuvimos siempre como divisa la inseguridad. Pero se debe ganar seguridad a la fuerza como la única forma de mantenerse más tarde en pie. La inseguridad en la juventud se hace bailable pero, siendo mayor, es una fuente de depresiones, miserias y despeñamientos. La seguridad, ahora, no procederá de la confianza en los valores de uno mismo sino de la constatación del inseguro sentido del valor. Los lectores -cuando se han tenido- enseñaron la polivalencia de sus juicios, y los críticos tres cuartos de lo mismo. Ahora debe de ser uno quien decida sobre el grado de acierto de sus realizaciones, lo que no es igual a cerrar los ojos y los oídos a los pronunciamientos de los demás. Poco a poco con el tiempo uno va guisándose su propio estofado y eso es el estilo, la identidad como escritor, la marca de la escritura. Habiéndose formado esa huella con fuerza suficiente uno se siente más seguro. Puede expresarse a partir de ese lenguaje, describir mediante esa gama de colores, cantar o llorar dentro de unos registros afinados de acuerdo a la propia personalidad, adjetivar de acuerdo a una inspiración que se ha instalado como una caja sonora, cromática, surtida en nuestro interior de determinados materiales. Todo esto son instrumentos singulares que rechazan la comparación y son, a su vez, en cuanto herramientas activas, coproductores del mundo particular desde el que el autor se expresa y donde el autor habita con más conocimientos y seguridad que cualquier otro ser mortal. De ahí la gran verdad de tú no eres mejor que nadie y nadie es mejor que tú. Y viceversa.

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22 de junio de 2007
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Sobre los capítulos finales

Esta fue una semana extraña. Que empezó tristemente el sábado, con la noticia de la muerte de la niñita africana. (Una hoja que cae en Etiopía, produciendo temblores a miles de kilómetros.) A mitad de camino me encontré con The End of the Affair, la película de Neil Jordan que adapta la novela homónima de Graham Greene. Releyendo el libro, descubrí un párrafo que había subrayado la primera vez: “Cuán retorcidos somos los hombres, y aun así dicen que Dios nos hizo; yo encuentro difícil concebir a Dios alguno que no sea tan simple como una ecuación perfecta, tan claro como el aire,” escribe el protagonista. En cambio yo creo que si existe algo parecido a Dios, seguramente se nos parece más de lo que sería deseable –incluso en su retorcimiento. Esta pobre criatura lo habría experimentado todo antes que nosotros: la soledad, la confusión, el miedo… y el amor, por cierto, con todo lo maravilloso y terrible que encierra. 

Prosiguiendo con la semanita, anoche fui al DVD club. Para mi sorpresa, encontré que quedaba una copia de una película que llevaba semanas tratando en vano de alquilar: The Fountain, la tercera de Darren Aronofsky –después de Pi y de Requiem for a Dream. Allí estaba, en el estante. Tan sólo una copia. Como si hubiese estado esperándome, ahora que había llegado el momento adecuado.

The Fountain es una película rara, una suerte de 2001: Odisea del espacio, pero de los afectos. No es difícil entender por qué le fue mal comercialmente –en la Argentina ni siquiera llegaron a estrenarla- y por qué tantos críticos la entendieron a medias. (Los críticos son tan generosos con los adjetivos como pobres en materia de sentimientos.) Cuenta una misma historia de tres maneras distintas, o si se quiere, en tres tiempos. En el presente, Tom (Hugh Jackman) es un científico en desesperada búsqueda de cura para una enfermedad tan innominada como mortal. No lo mueve el deseo de gloria, sino la imperiosa necesidad de salvar a su mujer, Izzi (una resplandeciente Rachel Weisz), de los tumores que la están llevando al filo de la tumba. En el siglo dieciséis, Tom se convierte en Tomás, un conquistador español que busca el Arbol de la Vida en continente americano, convencido de que encontrarlo significará la salvación para su reina, llamada Isabel –Izzi es una abreviatura cariñosa del nombre hispano-, cuya vida peligra bajo la amenaza de la Inquisición. (La asociación entre la Inquisición, o sea la fe ciega, y un tumor cancerígeno, no deja de ser interesante.) Y ya en el futuro, Tom es una versión calva y casi traslúcida de sí mismo, que transporta el árbol en que Izzi se ha convertido por el espacio, rumbo a una estrella moribunda que convertirá todo fin en un principio.

El hilo conductor es la necesidad de Tom de preservar la vida de su amor. Hugh Jackman transmite la desesperación de su personaje con una elocuencia que es a la vez maravillosa y terrible. (Como la de Dios mismo.) Al mismo tiempo, Rachel Weisz logra con elementos mínimos sintetizar todo aquello que es amable en el ser humano; y en ese sentido se convierte, por obra y gracia del arte, en aquellos amores que hemos perdido en la vida. Puede que algunos encuentren desconcertante la estructura narrativa, que tiene mucho de literario. De hecho Izzi ha escrito un relato llamado The Fountain, como la película misma, que cuenta la parte de la historia que concierne al conquistador Tomás y a su reina en peligro: antes de morir le deja a Tom el mandato de que termine el último capítulo, y pluma y tinta para que acometa la tarea. Lo primero que hace Tom es tomarse el mandato de forma (apropiadamente) literal: se “escribe” a sí mismo, dibujando en su dedo el anillo matrimonial que ha perdido. (El Tom del futuro se escribe anillos en los brazos, como aquellos que suman los árboles a cada año.)

Pero quizás sea inapropiado perderse en las circularidades de imágenes y relato, en las apropiaciones borgianas y hasta cortazarianas. The Fountain es una película en la que hay que limitarse a sentir y nada más, una película a la que hay que permitirle que ocurra en nuestra alma. Como suele ocurrir en la vida, las cosas verdaderamente importantes son tan simples que a menudo se nos tornan invisibles. Perder a alguien amado es terrible, pero la desaparición física no supone el fin del amor. (Tan sólo el fin del romance.) Los que sobrevivimos tenemos el mandato de escribir el último capítulo, lo cual significa asumir la pérdida y a la vez honrar a quien se ha ido. Y al hacerlo comprendemos que el relato completo no puede ser sino circular, porque así como nuestros átomos provienen de las estrellas, también van hacia ellas.

Esta ha sido una semana extraña. Triste, a menudo. Pero con un capítulo final lleno de esperanza.

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22 de junio de 2007
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II. SARAMAGO: LIBROS MANOSEADOS

En Saramago habla también el poeta que de todos modos admite que al volumen que reúne sus poesías puede quitársele un tercio al menos, y no pasaría nada. Todo el mundo habla de la muerte de la novela, dice, pero nadie habla de la muerte de la poesía. La inmortal, entonces, defendida a capa y espada por las nueve musas.

De entre sus lecturas, y de entre los escritores, queda claro que prefiere a Kafka: apenas se muestra en Kafka la cúspide, como si se tratara del monte Everest.

Considera que el libro suyo que más leen los jóvenes es Ensayo sobre la ceguera. Ha tenido en sus manos ejemplares que le dan para que escriba dedicatorias, con señas evidentes de haber sido leídos y releídos, manoseados, sucios, con manchas de diversas especies. Vuelvo yo entonces al concepto de las novelas que contienen un mensaje que trasciende a la obra literaria misma, y llegan a expresar una filosofía, un saber que interesa, intriga y convence. Son los libros que forman, no sólo seducen. Tienen en sí mismos, o a pesar de ellos mismos, una pedagogía. 

Al final de la tercera jornada, cuando regreso al hotel y pido al recepcionista la llave de mi cuarto, me la entrega con una sonrisa satisfecha y me dice que ha visto la sesión por Internet, a través de este mismo sitio, El Boomeran(g). No se ha perdido ninguna. 

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21 de junio de 2007
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LA GRAN NOVELA

Un blog de este martes en el sitio del diario inglés The Guardian hablaba de la imposibilidad de encontrar la gran novela británica. El concepto, claro, es una referencia a la Great American Novel, que es la obsesión de los escritores norteamericanos desde Fenimore Cooper. Según el autor del blog, Miles Johnson, para crear la gran novela británica hace falta "la mitología fundadora y la identidad nacional coherente" que se pueden traducir en una novela.

Lo apasionante no es leer el blog sino la suma de reacciones que provocó la hipótesis de una novela que capturara la esencia de las islas británicas. Según muchos de los lectores, la península es tan rica y tiene una historia tan larga que no cabe dentro de una novela. Al contrario, según estas mismas reacciones, de EE. UU., que se puede resumir en la novela de la conquista del espacio, del crecimiento de la metrópolis, de la emergencia de la modernidad, etc.

Un comentarista que se esconde bajo el seudónimo de rooftoprejoicer opina que el concepto de la gran novela americana, que tanto moviliza a los escritores norteamericanos, "sale de la necesidad de los escritores americanos de encontrar su propia voz y de diferenciarse de la producción que venía de Inglaterra". Es una visión que da mucho qué pensar si recordamos lo que fue el principio del boom latinoamericano y cómo la creencia en una identidad propia y el valor de lo que se hacía en las Américas salió a la luz con la entrega del premio Biblioteca Breve a Vargas Llosa, en 1963, por La ciudad y los perros. El galardón fue un alivio para un continente que no sabía cómo quitarse de encima la gran novela del mundo hispano-ibérico: El Quijote, obra total, que ofrece inagotables lecturas siglos después de su publicación.

La pregunta es: ¿existe ahora algo similar a la Great American Novel en América Latina? La celebración del cuarenta aniversario de Cien años de soledad hace pensar que la respuesta es positiva y que Gabo es esta respuesta. Hace poco leí en inglés un análisis de su novela que le atribuye nada menos que la lectura del código genético de la civilización hispanohablante.

Al final, me parece que las referencias a maestros son más claras en el mundo del castellano que en el mundo del inglés. No existe la gran novela de Inglaterra, pero no hay duda sobre la de España. Y cruzando el Atlántico, me parece que es igual: no hay manera de encontrar la gran novela en el Norte (mi apuesta sería una obra de Twain pero hay otras opciones), al contrario de lo que hizo Gabo (aunque reconozco también que hay otras opciones).

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21 de junio de 2007
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