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New York, New York

Los libros son como los buenos amigos: nos tienen la paciencia que no solemos tenerle a nadie -ni siquiera a ellos mismos.

Hace algunos meses una amiga me regaló Historias de New York, de Enric González. El libro me siguió de Madrid a Buenos Aires y fue a parar al estante de los volúmenes pendientes. (También tengo estantes para aquellos que Perdieron el Encanto con el Tiempo, los que No Pienso Releer, los que Nunca Se Sabe y un largo etcétera. Sigo.) Supongo que lo postergué porque New York estaba muy lejos de mi mente por entonces. Hacía casi diez años que no la visitaba; mi recuerdo era el de una ciudad que ya no existía. La última vez que estuve allí mis hijas y yo pasamos un largo rato contemplando Manhattan desde el Observation Deck de las Torres Gemelas, a una altura que hoy sólo frecuentan los pájaros.

Las cosas pasan. Se me ocurrió una historia con varios protagonistas, uno de los cuales es oriundo de New York, y elipsis mediante terminé sentado en un avión con Historias de New York en mis manos.

Es un libro encantador, que devoré de una sentada -literal, puesto que el avión me conminaba a semejante postura- y que me preparó para el (re)encuentro con esta ciudad a la que tanto había amado y de la que me sentía distante, un poco por el dolor y un poco por la incomprensión. (Supongo que sería injusto culpar a los neoyorquinos por el presidente que se echaron. En todo caso, se trata de una responsabilidad compartida. Sigo.)

Además de darme una envidia horrorosa por haber entrevistado a Oliver Sacks y a Lou Reed, entre otros, González concibió un libro que funciona como un Aleph: permite ver todos los momentos de la ciudad y todos sus rincones al mismo tiempo. Sin embargo la coexistencia de tantas facetas (los ricos y los pobres, el pasado y el futuro) no confunde: por el contrario, convierte al relato en un diamante, un objeto contradictorio, preciso y precioso, que sólo puede parecerse a sí mismo.

Andando nuevamente por las calles de New York -ese es uno de sus encantos: más allá de su monumentalidad ineludible, New York sigue siendo una ciudad caminable-, se me ocurrió que Enric González me había prestado su mirada, esos ojos lúcidos que permiten ver los defectos sin que suponga mengua en el amor; porque vi muchas cosas que nunca antes había visto, mi mirada no suele ser tan filosa.

Ahora González está en Italia, dándome nuevas envidias con sus crónicas sobre el Festival de Venecia para el diario El País. Me hubiese gustado cruzármelo en New York e invitarlo a una cerveza en el Blind Tiger, para sonsacarle nuevas historias sobre la ciudad que amamos sin dar excusas ni explicaciones. New York es tan bella, que la noción de integrarme al rebaño de sus adoradores me tiene sin cuidado.

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7 de septiembre de 2007
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LA NOCHE OSCURA DEL ALMA

Qué diferentes los santos verdaderos de esos que ya los Evangelios llaman “sepulcros blanqueados”, tan limpios en apariencia por fuera, y corrompidos por dentro. Fingir la perfección mientras se condenan con intransigencia las faltas ajenas, tal como en el caso del rígido senador Craig.

La imperfección, que está en la esencia de la condición humana, y también la duda, la falta de certeza. Por eso, si uno ya tenía suficientes razones para admirar a la Madre Teresa de Calcuta, ahora, ante la publicación de sus cartas en el libro recién aparecido Ven y sé mi luz, esas razones vienen a crecer mucho más. Porque dudaba. Sentía que a veces no creía en Dios, una fe que en ella, como religiosa, se supone cerrada e inquebrantable.

Sólo los farsantes se afirman en la certeza absoluta y niegan la duda. Desde lo hondo de una vida entregada a los miserables, esta mujer habla en sus cartas de oscuridad y soledad, los vacíos del alma que también sintieron San Juan de la Cruz y Santa Teresa. La noche de los sentidos. Un estado de tortura para quien siente que no creer es la peor de las frustraciones, desde luego que sus vidas están hechas para creer. Por tanto, frente al gran vacío, no le queda sino el sentimiento de la falsedad y la hipocresía, el rostro del incrédulo debajo de la máscara del creyente; una máscara cuyo peso la atormenta.

“El silencio y el vacío es tan grande que miro y no veo, escucho y no oigo”, dice en una de sus cartas más conmovedoras. Para ella, ceguera y sordera son lo mismo que el infierno.

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7 de septiembre de 2007
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TÍTULO Y ÉXITO

Unos amigos me dicen que ya lo conocían, pero acabo de descubrirlo: una máquina para favorecer la selección del mejor título para una novela. Hace dos años que está en línea pero, como neófito, me encanta jugar con este verdadero juego electrónico: el titlescorer (sólo funciona en inglés, o mejor dicho, en inglés de EE. UU.) Es un programa desarrollado por Atai Winkler, especialista en estadísticas, para determinar si un título favorece el éxito de una novela.

Después de analizar 700 éxitos de novelas que alcanzaron el primer rango en la lista de los libros más vendidos del New York Times, desde 1955 a 2004, y comparar sus títulos con los de otros libros del mismo autor que menos éxito ha tenido, el autor del estudio llegó a la conclusión de que no hay nada mejor que un título abstracto.

Lo fenomenal es que los criterios del estudio alimentan un programa. Lo utilicé para revisar la carrera de Scott Fitzgerald. Al empezar su vida como autor con This side of Paradise (A este lado del paraíso), tenía un 63,7% de probabilidad de éxito; al final, Tender is the night (Suave es la noche) era una verdadera probabilidad de fracaso: sólo 10,2% de probabilidad de éxito, después de pasar por The great Gatsby (El Gran Gatsby) con 41,4%. Ernest Hemingway con The old man and the sea (El viejo y el mar) tenía tanta posibilidad de éxito como Jerome David Salinger con The catcher in the rye (El guardián entre el centeno): 35,9%. La mejor probabilidad que saqué era A farewell to arms (Adiós a las armas) del mismo Hemingway : 63,7% de probabilidad de éxito. El récord es de 83%, pertenece a Agatha Christie con Sleeping murder (Un asesinato dormido).

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6 de septiembre de 2007
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Más falsa es la verdad

Nunca entendí muy bien de qué diablos hablaba aquella canción, pero igual era una de mis favoritas. No sabía por entonces que su autor acostumbraba garabatear decenas de líneas más o menos conexas, recortarlas una por una y acomodarlas de forma tramposa para darle sentido a la canción, o en su caso para que no lo hubiera en absoluto, y eso ya habría sido un manifiesto estético. Pero al fin eso era, no en balde aún hoy sigue creciendo la legión de los que en su nombre tomamos los hábitos. Alguna pieza interna debe de haberse roto la noche que Five Years me voló la cabeza, porque ya nada volvió a ser como antes. Si ahora mismo enfrentara a un jurado por abrir un boquete en la realidad y negarme a seguir sus instructivos, culparía directamente a David Bowie y aportaría como prueba fehaciente The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars.

Según confesaría Bowie años más tarde, todo el Ziggy Stardust, de Five Years a Rock’n´Roll Suicide era una pura abstracción falsificada: plástico vil. Lo cual no hace sino llevar más agua fresca al molino de su creador, pues por un lado ya quiero ver quién más puede hacer eso con el plástico, y por el otro habría que preguntarse si el término creador viene a cuento en el caso de quien no quiere ocultar su orgullo de falsificador. ¿Es realmente Five Years la descripción de un sueño, como le contó Bowie a la conductora Dinah Shore? No hay forma de saberlo, puesto que amén de amar la falsificación, el interfecto suele divertirse declarando mentiras y verdades alternadas, no pocas veces sobre el mismo tema.

“Y hacía frío, y llovió, y me sentí un actor”, relataba Five Years y uno ya se miraba sobre el escenario, jugando como Bowie a ser otro, y otro dentro de ese otro, afiliado a la idea romántica de que quien juega debe jugárselo todo, comenzando por la identidad. Creo desde entonces que escribir es actuar, meterse en otra carne aunque sea de plástico, parirse y permitirse cualquier cosa sin otro límite que una verosimilitud configurable. Mentir para poder decir la verdad, cualquiera que ésta sea y dondequiera que esté cocinándose. ¿A quién le importa al cabo la verdad, si nadie está seguro de conocerla?

Conozco cada una de las palabras del álbum tal como la maestra de catecismo esperaba que me supiera el Santo Rosario. Cada vez que las canturreo, a solas y en voz baja por mera gratitud hacia el autor, es como si estuviera recitando una declaración de principios, a través de la cual me comprometo a prestar cuerpo y espíritu a cada uno de mis engendros, por más que los deteste, o los admire, o los entienda a medias, y si acaso dan asco nada he de querer tanto como ser repugnante y provocar náuseas. Los verdaderos personajes no se dejan crear —viven, como quería Camus, sin apelación, y uno elige creer que existen desde siempre— pero de pronto aceptan ser falsificados.

(“Falsear o adulterar algo”, ilustra el diccionario en torno el verbo falsificar, y añade: “Fabricar algo falso o falto de ley”. ¿Y qué pasa cuando uno se preocupa asimismo por fabricar la ley? ¿A partir de qué punto una falsificación triunfante se convierte en genuina? ¿Y si mejor empleáramos el verbo forjar, que por igual permite referirnos a ensoñaciones, embustes o artes manuales varias?)

Al forjador de Ziggy Stardust le parece curioso que los villamelones todavía lo apoden “Camaleón”, cuando estos animales cambian de aspecto buscando asemejarse al paisaje, y él se ha desvivido por intentar lo opuesto. Lo mismo pasa con los falsificadores, pero es que así son las artes manuales: empieza uno imitando a la realidad vil y termina eludiéndola, por mentirosa. Con lo cual se condena a vivir saltando entre las dos, con el obvio propósito de hacerlas confundibles entre sí, pues una vez que abrió el boquete en el muro ya no se resigna uno a vivir sin ventana. Y si es de plástico, mejor todavía.

Vídeos de pie de página (Five Years en 5 tomas):

Bowie aprendiéndose su canción, circa 1972.

Con Dinah Shore, circa 1975.

En Tokio, circa 1978.

En Dublín, circa 2004.

Bowie según Placebo.

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6 de septiembre de 2007
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LA CANCIÓN DEL VERANO

Quienes son aficionados a la música, me hacen ver el fin de la canción del verano. Hace varios veranos que no presto demasiada atención a la existencia o no de esa melodía pero suponía que se hallaba viva a partir de los revivals de la televisión o la radio que, de vez en cuando, en estos meses  han transmitido secuencias de las canciones emblemáticas de otros años y a cuyos compases se enamoraban millones de veraneantes en cada uno de los diferentes países.

¿Con qué ritmos semejantes se enamoran hoy? La respuesta está en el aire. La contestación llega desde el variado surtido de melodías que se descargan en el Ipod desarrollando una tendencia creciente que se orienta hacia el modelo insólito de un tema particular por cada pareja.

No habrá pues canción del verano, ni paella colectiva, ni verbenas relevantes donde saltar a la vez dentro de un mismo amor colectivo.

Lo decisivo será el interior de la pareja sazonado con la mitología de haber importado una música y una letra que sólo comparten en cuanto dúo fundido en su pasión inalienable.

Cada amor diferente tendría su diferencia bailable, cada relación vivirá la ilusión de la singularidad de su lenguaje y de su ritmo. Pero ¿y el jolgorio de verse arracimados bajo un mismo himno de verano? ¿Es posible que esa especie de patriotismo romántico de toda la vida haya desaparecido o se halle en fatídica decadencia?

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6 de septiembre de 2007
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Las ménades

Conversando con amigos en Mendoza recordé una anécdota de esas que le marcan a uno la vida. Ocurrió hace algunos años, cuando mi hija más pequeña estaba todavía en la escuela primaria.

En aquel entonces mi hija descubrió que su hermana mayor, que le lleva ocho años y medio, guardaba en su cartera una caja de preservativos que obviamente intentaba usar con su novio de siempre. Angustiada ante la evidencia de la actividad sexual de su hermana (cuando somos niños ni siquiera toleramos la noción del sexo entre nuestros padres, sin el cual no existiríamos), hizo algo predecible: compartió la inquietud con sus amigas. Buscaba consuelo, no me cabe duda. Lo que obtuvo fue otra cosa.

Es evidente que alguna de aquellas niñas contó en su casa lo que angustiaba a Milena. Lo sé porque a los pocos días me convocaron desde el colegio para que me presentase a una reunión. Allí me expresaron que habían recibido ‘la inquietud’ de algunos padres –en realidad las que acudieron a denunciar fueron madres, guardianas de la virtud de su prole- respecto de la conducta de Milena. Supongo que encontraban reprobable que una niña en edad escolar hablase de sexo, aun cuando lo hiciese para expresar la angustia que le generaba la evidencia sobre la madurez de su hermana mayor.

Ya no recuerdo bien qué pretendían de mí. Supongo que esperarían que le prohibiese a Milena hablar de ‘esas cosas’ en el colegio. Lo que sí recuerdo es que durante algún tiempo algunas de sus compañeras rechazaron todas las invitaciones de parte de Mile; se ve que sus padres temían que sus hijas visitasen mi casa-lupanar.

El único motivo por el cual no la saqué de esa escuela (temía que Mile fuese demasiado pequeña para estar expuesta a tanta hipocresía, a la marginación social y a la persecución) fue porque ella misma no quiso. Pero desde entonces creo que le debo a esas madres la muerte de la inocencia de mi hija. Lo pienso cada vez que me las cruzo en la puerta de la escuela, donde me sonríen para disimular que en realidad son ménades como las del cuento de Cortázar; si pudiesen me saltarían a la garganta.
Yo rezo a diario para que aquel dolor no le haya enseñado a Milena a encerrarse, a pensar que uno debe cuidarse hasta de sus amigos.

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6 de septiembre de 2007
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EL CLÓSET Y EL RETRETE

El senador Larry Craig, del Partido Republicano de Estados Unidos, se presentó siempre como un verdadero guerrero de la decencia, incapaz de consentir el menor desvío sexual. Si le hubiera tocado vivir en tiempos de la rígida moral del siglo XVII, que bien retrata  Nathaniel Hawthorne en su novela La letra escarlata, habría sido uno de aquellos cuáqueros enemigos jurados del adulterio y la sodomía que imponían penas infamantes a los pecadores asediados por los vicios de la carne. Sólo las llamas del infierno podían purgar semejantes delitos, que mientras tanto era necesario denunciar en la tierra.

Severo como se le ve en las fotos, con el dedo alzado en admonición, nadie pudo imaginar nunca a este terrible juez con los pantalones abajo, proponiendo relaciones sexuales a otro hombre. ¡Y en un baño de varones de un aeropuerto! Metido dentro de la caseta del retrete, hizo al ocupante del cubículo vecino las señales indecorosas que corresponden a un código convenido entre homosexuales: unos golpes dado con la suela del zapato primero, y luego unos pases con la mano por la abertura debajo de la separación. Con la mala suerte de que el otro resultó ser policía.

Con lo que el intransigente senador Craig, enemigo número uno del matrimonio entre homosexuales, no salió del clóset, sino del retrete.

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6 de septiembre de 2007
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Los suicidas y Stevenson

Hay una película española reciente que se llama El club de los suicidas. Gustándome algunos de los actores y esperando mejores cosas del novel director, tengo que confesar que lo mejor de la película es el título.

Un buen y llamativo título que nos llevaba a pensar en uno de esos escritores que nos acompañó desde la infancia y que lo hará hasta la vejez. Naturalmente estoy hablando de Robert Louis Stevenson. La fascinación por su obra, por su vida, no decrece en mi cariño. Es posible que ya no lo vuelva a leer con aquella pasión entregada del joven que soñaba aventuras pero siempre vuelvo con placer a sus textos.

Y la regular, tirando a nadería de la comedia española, me llevó al deseo de volver a algunos de sus textos. Volví al relato, los relatos, que componen El club de los suicidas y, siendo una lectura placentera de una larga tarde, no me dejó tan satisfecho como recordaba. Así abrí otros libros de Stevenson sin saber bien que buscaba. Me quedé, después de otros buceos, con Virginibus puerisque. Y esa colección de ensayos, de pensamientos, ese acercamiento a pequeños y grandes temas es una auténtica delicia. Solo por ese reencuentro ya estoy agradecido a la película que me devolvió el deseo de volver a Stevenson.

Habla Stevenson del amor, el matrimonio, el disfrute del no hacer nada, la defensa de los ociosos, la fe en “El Dorado”, la infancia, la vejez. Una delicia inteligente de ese escritor que ya nos avisó que no todo en la vida es beber cerveza y jugar a los bolos. También nos quedan los paseos. Era un gran viajero y también un viajero tranquilo y solitario. No en vano se pasó muchos años viendo de cerca la vida de los fareros de Escocia.

Y recomienda que la excursión, el verdadero viaje a pie, se haga a solas. No en grupo, ni siquiera en pareja. Dice que “debe hacerse a solas porque para la excursión es esencial la libertad, porque aquí seremos libres de pararnos o seguir, de ir por este o por otro camino, a nuestro capricho, y porque debemos andar a nuestro paso: ni trotando a la rastra de un campeón ni pisando menudito para acompasar a una damisela. Y además, debemos tener abierto el ánimo para toda clase de impresiones y dejar que nuestros pensamientos tomen el tono de lo que vamos viendo. Debemos ser como el humo de la pipa al juego del viento.”No le veo la gracia- decía Hazlitt- al ir paseando y hablando a un tiempo. Cuando estoy en el campo, me gusta vegetar como el campo.”

Caminar solos. Pensar. Vagar. Seguir pensando, ver como hemos cambiado, como seguimos cambiando en intentar liberarnos de eso tan inútil que es la estupidez. Para eso vienen bien los paseos y las lecturas de Stevenson. Y así nos gusta seguir, convencidos de que es mejor ser tontos que estar muertos… Ah, si además tienen pensado escaparse a Londres, si no están muy justos para un hotel peculiar, nada de lujo, ni excesivamente caro, no barato, busquen la casa de Hazlitt en el Soho. Ese autor que citaba Stevenson supo vivir en un sitio adecuado. Ahora se alquilan sus habitaciones.

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5 de septiembre de 2007
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Impune y con propina

A todas las novelas suele sobrarles cuando menos un par de palabras, correspondientes al nombre y apellido del autor. Sé que hay quienes se sientan a escribirlas sólo por hacer ver su ilustre apelativo en la portada, pero quien se ha comprometido con el juego sabe que éste tiene que ver con dejar el menor número posible de pistas que conduzcan hacia el perpetrador. Una novela es una fechoría, y éstas naturalmente abominan del crédito. Uno escribe a hurtadillas de la propia historia, asumiéndose malhechor y empleando todos los recursos a la mano para no dejar rastros y ni siquiera olores.

“¿Quién escupió en mi saco”, gruñía el profesor, y el orgulloso autor del atentado tenía que resistir la tentación de hacer saber a todos de su hazaña, so pena de tornarla imperfecta y sumarla a la lista de las indiscreciones imbéciles. Esto lo sé desde el día en que, con catorce años, se me ocurrió la gesta de pintar en uno de los muros de la escuela una torpe caricatura del director, seguida del apodo y el nombre entre paréntesis, por si quedaba duda; a lo cual un segundo infractor, cómplice risueñísimo, añadió la chispeante palabra puto. Ansioso de prestigio entre mis mal llamados compañeros, no tardé en ostentarme como uno de los dos autores del desaguisado que diez minutos más tarde tenía a la escuela entera alborotada, y al día siguiente a los culpables de pie ante un director afrentado, furioso y decidido a escarmentarles con el peso específico de sus complejos. Y todo por haber cometido el pecado mayor del contador de historias, que consiste en sacrificar el misterio en aras de un prestigio caro e inútil.

A los catorce años, la opinión de los profesores sobre mi vocación se hallaba dividida: unos creían que tenía madera de asaltabancos, otros me aseguraban un futuro como repartidor de comida rápida. ¿Y qué querían que hiciera? ¿Decirles que detrás de ese alumno retraído, indolente y abúlico se agitaba un espíritu preñado de cosquillas hormonales y quimeras románticas que su podrida fábrica de carne de cañón sólo podía tornar más apremiantes? ¿Confesarles que luego de haber quebrado todas las marcas previas en materias reprobadas ya casi nada me quitaba el sueño, excepto los desdenes de esa vecina cuyo espectro terco me quitaba la fuerza para todo lo que no fuera matarla imaginariamente de amor? ¿Qué sesuda materia escolar podía competir con el alto misterio de enamorarse a espaldas del universo?

Rara es la actividad personal que concentra el poder de quien la realiza tanto como la fechoría, pues de su buena hechura pende la libertad de quien la comete. Eso es lo que uno busca: salir impune. Por eso borra escrupulosamente cada uno de los rastros posibles, ya que podría bastar el más pequeño para hacer del lector entusiasta un inspector de aduanas. Y ya se sabe cuánto joden a un personaje los interrogatorios de un lector escéptico, de pronto comparables a los celos de una heredera malamada. Por eso insisto: más valdría no dejar ni el nombre.

Llegar a ser el peor alumno de la escuela me permitió crecer en la penumbra, disfrutando de la amplia libertad de movimientos que la fortuna brinda a los apestados sociales. Podía escribir la historia que me diera la gana, mientras no fuera en las paredes de la escuela, o dondequiera que pudiese ser vista. Podía encerrarme tarde con tarde a fingir que estudiaba y entregarme a seguir adelante con esa historia de amor tan perfecta que sólo me precisaba a mí. Podía hacer mi propia película porno con el puro recuerdo de las musas que le había arrancado a una y otra revista sólo-para-caballeros. Pero eso sí: nadie podía saberlo. Hasta mi colección de musas empelotadas estaba oculta dentro de un cuaderno de apuntes que tuve que robarme para, en caso de inspección, respaldar mi inocencia con un nombre ajeno.

Hay quienes piensan que una novela existe para demostrar lo mucho que sabe y lo bonito que escribe su autor. A otros, sin embargo, nos gustaría probar que ni siquiera estuvimos ahí, y que de hecho no hay escritura alguna, pues la mejor historia es aquella que tiene la tinta transparente. ¿Musa? No la conozco. ¿Novela? ¿Cuál novela? Yo sólo vine a entregar una pizza. Son ciento ochenta pesos, más la propina.

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5 de septiembre de 2007
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PRÓCERES APURADOS

En estos días se celebra en Centroamérica la firma del acta de la independencia, suceso que tuvo lugar el 15 de septiembre de 1821 en la ciudad de Guatemala, capital del reino del mismo nombre y que comprendía los países hoy existentes en el istmo, además de Chiapas. Centroamérica era una fruta madura tras las guerras que habían llevado a la liberación de los diversos territorios coloniales en el continente, y no hubo luchas que librar. Ésas vendrían después, durante el proceso de anarquía que llevó a la ruptura de la Federación.

Fue un acto enteramente pacífico, pero, además, de entre quienes proclamaron la independencia, y firmaron el acta, había quienes tenían que ver con el régimen español, el primero de ellos don Gabino Gainza, quien de Capitán General (gobernador supremo) pasó a ser el primer presidente de la nueva república federal destruida más tarde.

Los próceres no se anduvieron tampoco escondiendo el color del paño con que se confeccionaba la nueva vestimenta. Si no, leamos este párrafo del acta histórica:

“Que siendo la Independencia del Gobierno Español, la voluntad general del pueblo de Guatemala y sin perjuicio de lo que determine sobre ella el Congreso que debe formarse, el Sr. Jefe Político le mande publicar para prevenir las consecuencias que serían terribles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”.

Los señores militares, clérigos, hacendados,  comerciantes, y demás próceres que han quedado retratados en los óleos conmemorativos de aquel magno acto, tenían justa prisa.  Una prisa que aún hoy les corre por hacer las cosas por ellos mismos, antes de que las haga el pueblo.

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5 de septiembre de 2007
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