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Oops, I shat it again!

Desde siempre tengo algo personal contra esos ejercicios universitarios cuya realización obligatoria y supervisada no hace sino dejar algo muy similar a un antecedente criminal en la currícula de tantos forzados entusiastas: las tesis. Cuando me llaman de la editorial para decirme que un estudiante quiere hacer una de ellas basado en mi trabajo, dudo entre revolcarme de risa o retorcerme presa de un pánico instantáneo. No es que hayan sido tantos, pero vamos, bastaría con uno para hacerme correr en sentido contrario a sus intenciones. Quiero decir que acabo de leer las páginas de uno de esos proyectos de tesis y paladeo aún el bochorno profundo, salpicado de ciertos impulsos que no por autodestructivos son menos constructivos.

El estudiante era sin duda un buen tipo, pero apenas abrió la boca observé que sabía demasiado. De muy poco sirvió pretender disuadirlo soltándole mis convicciones íntimas al respecto, pues para entonces ya había escudriñado en escritos tan viejos que ni yo mismo los recordaba. “La nostalgia es un animal estéril”, me comentó hace poco el filoso juglar Jaime López durante una sabrosa tanda de cervezas, pero omitió añadir que es asimismo un bicho artero y falaz. ¿Cómo pude olvidar que tras aquellos datos puntillosos dormitaba tamaña manada de esperpentos, a los que alguna vez me atreví a creer dignos de publicarse? ¿Qué le costaba a mi ego emponzoñado inventarse un seudónimo providencial? Hace un rato, mientras lidiaba con la experiencia traumática de leer las primeras citas textuales de aquellas inmundicias, entendí por primera vez a Stalin. Yo también, si pudiera, me ensañaría con ciertas hemerotecas.

Entre los veinte y los veinticinco años escribí una novela y un librillo de cuentos. La primera, por lógica y ventura, fue del todo ignorada por los jueces de un premio de novela; el segundo recibió el visto bueno en la editorial de la Universidad Veracruzana, mas a la hora de intentar corregirlo entendí que en su caso no había corrección más acertada que enviarlo sin más trámites al bote de la basura, como quien se deshace de un tumor maligno. En cuanto a los artículos, cometidos semanalmente con mucho menos oficio que desparpajo, creí que era bastante con arrumbarlos al fondo de una cómoda vieja y esperar que las ratas hicieran lo suyo. Pero he aquí que el monstruo seguía vivo. Lo he visto, me ha mordido, tiene mi antigua jeta y un aliento infumable.

¿Qué haría uno de ustedes, intrépidos blogueros, si recibiera en sobre cerrado una copia de su primer y acaso último poema de amor, perpetrado en algún vetusto cuaderno escolar, con la amenaza de publicarlo en su página? ¿Cuánto estarían dispuestos a pagar por borrar los vestigios de aquellas hormonas? Había olvidado casi por completo el rubor propio de la cursilería sorprendida in fraganti durante la temprana adolescencia: esos ímpetus negros de desaparecer antes que dar la cara por unos cuantos sentimientos pudendos. Por Dios, ¿qué sinodal que se respete va a conceder valor curricular a aquellos balbuceos tan bienintencionados como malparidos? Perdón por insistir, pero no me he repuesto del golpe bajo. Enséñenme otra tesis y acabaré con tisis.

Una de las funestas consecuencias de la sacralización de la literatura está en el fanatismo fetichista, que consiste en creer —y peor: hacer creer— que todas las palabras de un autor deben ser ventiladas en autopsia pública, pues cada una de ellas podría ser susceptible de arrojar luz sobre el resto de su trabajo. Un afán no del todo diferente de la voracidad del fan por conocer hasta las hemorroides de Britney Spears. Ahora bien, de existir tan privadas tumoraciones, no dudo que serían infinitamente más dignas y decorativas que las palabras muertas e insepultas que en mala hora envié a las rotativas.

¿Qué opinaría un director de tesis si me viera escondiéndome cobardemente tras las faldas de la mejor amiga de Paris Hilton? Yo en su lugar sugeriría al diligente alumno limitarse a resucitar los textos de autores ya difuntos, que cuando menos son naturalmente inmunes al bochorno de verse retratados en paños en tal grado menores. No creo ni un segundo en la posteridad, aunque sí en la paz espiritual de quien logra morirse sin una sola tesis que le eche tierra encima antes de hora. Hoy que tantos elogian las múltiples virtudes del procesador de palabras, sería un acto de justicia poética que se reconociera el valor innegable del incinerador de basura. Vendría bien, incluso, una sesuda tesis al respecto.

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28 de septiembre de 2007
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PELÍCULAS DE AMOR

Las películas de la TCM, producciones clásicas del cine, han despertado en mí y en otras una inesperada afición por las historias de amor.

Seguramente se trata de una época cinematográfica, entre los años 30 y 70 del siglo pasado, en que el cine, naturalmente, se relacionaba estrechamente con el mundo romántico. De hecho, la idea de “película” tenía que ver con la ilusión del corazón y el plan de “ir al cine” se asociaba casi directamente con un lance en algún cortejo.

El consentimiento de ella para ser nuestra pareja en el baile tenía correspondencia con que accediera a nuestra invitación para llevarla al cine. Las películas de romanos, de indios o de policías, formaban parte del surtido cinematográfico pero era extraño sentarse ante la pantalla y que el argumento no procurase, con cualquier motivo, una dulce historia de amor. Siendo niños nos perturbaban estos romances que lentificaban la acción bélica pero a las niñas siempre les pareció indispensable para reconocer interés a la sesión.

En el proceso de feminización que cursamos todos los hombres a partir de los 50 años -de acuerdo a la tesis marañoniana de las “edades críticas”- el amor regresa con enorme emoción. Pero, por añadidura, y esto se me presenta como sobresaliente sólo ahora, las historias de amor son infinitas, en número y en alcance, en intriga y en peculiaridad.

A primera vista podría creerse que tratan, fundamentalmente, de lo mismo pero “lo fundamentalmente” posee incontables entresijos por donde la totalidad de la condición humana se plasma y se ramifica, se enreda consigo y con el otro, lo que constituye, observado de cerca, una trama tupida y tan  compleja  como la que ocupa la vida entera de la microfísica y sin que la investigación científica se agote. El amor no es tan sólo querer al otro. Esto sería una tremenda simpleza. Se trata de una indagación total, biológica y psicológica, carnal y metafísica, en los invisibles postulados de la existencia. Si no existiera TCM me habría sido imposible descubrir, a estas alturas, el formidable panorama humano que sostiene a las películas de amor y el amor que sostiene el interés de estas películas que pasan sin cesar por la tele. Toda una imprevisible pasión soltera como sucedáneo del solsticio de pareja.

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28 de septiembre de 2007
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EN SERIO

El post de un blog puede ser la cosa más ligera del mundo, una mera tertulia nutrida por la lectura de un periódico, una información recibida a través de un correo electrónico o, a veces, el recuerdo de lo que uno quisiera escribir el día anterior. Hoy no es el caso. Hoy es un post de verdad, pues recibí el martes Vida y destino, la nueva traducción al español de la novela del autor ruso Vasili Semenovih Grossman (Galaxia Gutenberg).

1111 páginas, tapa dura, el peso de un pollo para nutrir cuatro personas: es un libro cuya apariencia física puede provocar el espanto. No se lee en tres días. Lo descubrí en la traducción francesa que sacó la editorial «L’age d’homme», de Suiza, en los años 80 y me deslumbró. Sólo tengo una manera de decirlo: no pensaba, hasta leer Vida y destino, que era posible competir con Guerra y Paz de Liev Tolstói. Lo que me parecía deslumbrante en esta primera lectura era el nivel técnico de Grossman, su capacidad de mandar a tantos personajes (la lista de los principales ocupa siete páginas en esta edición española) y de ir de un bando al otro durante la Segunda Guerra Mundial sin despistar a su lector.

Marta Rebón es la traductora de Vida y destino. Parece que fue la primera en hacerlo directamente desde el ruso al castellano. Me quito el sombrero frente a su trabajo. Sobrepasa la traducción al francés. Al hundirme en el libro, al buscar ciertos episodios (Grossman no es grande por sus visiones panorámicas sino por su manera íntima, llena de ternura, de aplastar a sus personajes con el trueno de la Historia) descubrí algo obvio: mi próxima relectura completa, ordenada, de la novela será en castellano. Marta Rebón restituye lo que Grossman tiene de moderno: su narración directa, sin retórica, su violencia en el montaje.

Creo todavía que en la literatura rusa nada supera la muerte del príncipe Andrei en Guerra y paz. Me entusiasma su manera de resignarse a vivir («Yo no tengo la culpa de vivir; por tanto debo vivir lo mejor que pueda sin molestar a nadie, hasta que llegue la muerte») antes de descubrir que no hay nada mejor que la vida a pesar de no tener explicación («No puedo, no quiero morir. (...). ¿Por qué sentía tanto dejar la vida? Tal vez había algo en esta vida que nunca comprendí y que no comprendo aún»). Creo también que Mijaíl Bulgakov tiene un talento cómico insuperable en  «El maestro y margarita». Creo por fin que Isaac Babel es el cronista del comunismo soviético, el escritor cuyas “viñetas” dicen todo en pocas palabras. Pero a largo plazo, en el momento de enfocar el horror del siglo XX y de denunciar el nazismo y el estalinismo en una expresión única de la barbaridad, tenemos a Grossman, aislado en la categoría de los genios. Compite con Tolstói.

Siempre se repite lo que le dijo la censura al descubrir su novela: el Estado soviético “prohibía su lectura durante al menos los próximos 200 años”. Poder de la literatura: despareció aquel Estado y se quedó la novela. Si tienen que leer una sola en el año que viene, no puede ser otra. Lo digo en serio.

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28 de septiembre de 2007
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I. EL LORO DISECADO

¿Qué cosa es la felicidad?

Suele ser un nombre propio. Así se llama, Felicidad, la vieja criada sumisa que en el momento de su muerte ve volar aquel loro espectral relleno de aserrín en Un alma simple, el cuento de Flaubert. Felicité, Felícita, Felicidad. Toda su vida llamándose Felicidad, paradoja cruel y tan sencilla, y sus recuerdos felices siendo tan pocos sólo alcanzan a hablarle con ecos lejanos desde el fondo de los aposentos infinitos de la soledad.

¿Y qué es la soledad?

También un nombre propio. La felicidad vaciada, el cascarón desierto de risas dichosas y de los ruidos de feria que hace tiempo se apagaron en el corazón simple. Una madrugada levantaron campo los feriantes que van de un pueblo a otro y el baldío lleno de charcos irisados de manchas de aceite amaneció sin un alma, como tantas veces en nuestra desdichada infancia.

El loro disecado de Felicidad, la vieja criada, es un loro solitario. Al final siempre alza vuelo con alborotado ruido de alas y el aserrín que lo rellena  escapa por las costuras y se riega en fina lluvia sobre nuestras cabezas.

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27 de septiembre de 2007
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POST-TURISTAS

Después de la explosión del turismo, nace el post-turista.

Este nuevo ser en movimiento y contemplación permanente no asume los lugares como el mítico viajero decimonónico ni pasa por los lugares creyendo haberlos conocido, como creyó el turista.

El post-turista es un consumidor cínico, escéptico y avezado en la cultura de consumo que sabe de antemano en qué consiste el tour.

El itinerario y los monumentos que se visitan, las explicaciones del guía, las perspectivas paisajísticas donde se detiene el autobús, todo el surtido que compone la oferta de la agencia de viajes la toma simplemente como lo banal que es.

Ni se trata de saber de los países que marcan la ruta ni de aumentar la cultura conociendo otras culturas. De lo que se trata es, en definitiva, de pasar el rato en paralelo al paso por los nombres y las formas de las cosas. Un post-turismo no es más que una película, un videojuego o una experiencia de parque de atracciones.

El turista se frustraba o no por no permanecer más tiempo en un lugar. El post-turista ha aprendido de otros consumos que lo idóneo es el trago corto, el fragmento, la tapa, la instantánea  y el snack. Ni frustración, ni timo.

El post-turista sabe, de antemano, que el viaje es una impostura pero goza con ella. Recibe lo que demanda, se complace en el recreo, ama la banalidad y su deseo se corresponde con la gestión del tour operator.

Fin pues de la ansiedad, conclusión del horterismo, acabamiento de la ficción de saber viajando. El viaje es sólo, pero nada menos, que un prolongado entretenimiento.

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27 de septiembre de 2007
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Muchos genios, pocas lámparas

“La mayoría de los escritores”, observó alguna vez Yukio Mishima, de seguro mordiéndose la lengua, “son personas normales que se conducen socialmente como perturbados; y yo, que me comporto como una persona normal, estoy enfermo del alma”. Más allá de lo que el perturbado samurai suicida se atreviese a juzgar normal, sus palabras apuntan hacia miles y miles de trepadores dispuestos a cualquier ridiculez con tal de parecer estrambóticos. No estoy en posición de dudar que la normalidad, tal como uno supone conocerla, apesta más que un camarón rancio, pero afanarse a ultranza en huir de sus garras es un empeño contraproducente. Nada hay más ordinario que un hijo de vecino disfrazado de freak para significarse entre la turba.

Un verdadero freak suele serlo contra sus intenciones. En el fondo, Mishima habría querido ser uno más, pero el monstruo interior no le daba esa opción. Sus manías, complejos y egolatrías varias podían más que la necesidad de discreción propia de los quehaceres narrativos, acaso porque al mismo tiempo albergaba la urgencia, literaria en extremo, de obligar a la vida a asemejarse peligrosamente a la ficción, hasta fundir a la una con la otra sin reversión posible. ¿Se habría cortado las vísceras el autor de Caballos desbocados si hubiese vislumbrado un final preferible, o en su caso tantito menos anormal? Es allí donde empiezo a diferir con tantos burroughcillos, bukowsketes y mishimoides de ocasión, prestos siempre a enfundarse el kimono, aunque no a practicarse el hara-kiri.

En su película Hara-Kiri, Masaki Kobayashi cuenta la historia de Hanshiro Tsugumo, un samurai caído en desgracia que arriba al feudo de Señor Lyi suplicando su apoyo para cortarse el vientre y ser decapitado de acuerdo al ritual clásico del seppuku. Enfrentado al escepticismo de sus anfitriones, que lo confunden con uno de los tantos impostores que van de feudo en feudo amenazando con suicidarse para obtener alguna limosna, Hanshiro es empujado a cumplir con su palabra, y ello desata una gran matazón. Un artista impostor no es muy distinto de un pordiosero camuflado: intenta convencernos de su anormalidad para obtener un crédito que, calcula, lo salvará de ser un ordinario más. ¿Cómo es que nadie todavía se ha ingeniado algún método para obligar al autodestructivo dudoso a pasar por la prueba del ácido?

La colonia Condesa es el barrio de la ciudad de México que alberga por encima de los tres freaks por metro cuadrado, aunque muy pocos puedan comprobar su solvencia como auténticos weirdos. Se diría que basta con cruzar sus fronteras y saludar a un par entre sus personajes típicos, igual que en Disneylandia los niños dan la mano al Pato Donald, para ser parte activa de la rareza dizque reinante. Hay, además, tal cantidad de restaurantes y cantinas ad hoc que hasta el más anodino de los mortales pasa por personaje interesante, cuando menos delante de la aduana tenaz de su autoestima. Más que de simples calles, avenidas, tiendas, galerías de arte y sitios de reunión, la Condesa está llena de pasarelas: cada hijo de vecino es una estrella y el espectáculo jamás termina.

En términos estrictos, no se trata de un rumbo cosmopolita, sino justo al contrario. ¿Dónde, sino en un triste pueblo endogámico se vive obsesionado por la opinión ajena? Pueblerinos del mundo, quienes se ostentan como condesos prototípicos no están menos pendientes del qué dirán que cualquier beata en misa de siete a.m. Y esto lo sé porque, como sucede a tantos hijos de vecino, tengo una incalculable cantidad de amigos residentes o asiduos de aquel rumbo; si bien, fuereño al fin, trato de frecuentarlos en algún territorio neutral donde aún se disfrute del privilegio de pasar por persona común y corriente, más afecta a observar que a ser observada.

“Cuando creces en un pueblito, sabes ya que decreces en un pueblito”, cantaba Reed con Cale acerca de Andy Warhol, quien según Gore Vidal era el único genio con un cociente intelectual de sesenta puntitos. No obstante, en la Condesa abundan hoy quienes creen que el albino de Pittsburgh no está solo.

Lou Reed y John Cale: Small Town.

Hara-Kiri (trailer de la película de 1962).

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27 de septiembre de 2007
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En taxi al Infierno de Dante

Tenía la esperanza de que a mi paso por New York ya hubiesen salido a la venta las nuevas ediciones de Blade Runner en DVD, pero llegué demasiado temprano. En cambio encontré una flamante edición para coleccionistas de Taxi Driver que me sirvió de consuelo. El disco extra tiene algunos materiales que valen la pena: Scorsese hablando sobre las influencias que trataba de canalizar a través de su filme (Francesco Rosi, sin ir más lejos), el guionista Paul Schrader recreando las angustiantes condiciones en que escribió el filme (separado de su mujer, abandonado por su amante y trabajando en la cocina de una casa prestada; ¿cómo no iba a sentirse alienado el pobre Travis Bickle?) y una comparación entre la Nueva York de 1975 -pura Babilonia, pre-Tolerancia Cero- y las locaciones tal como existen hoy día. El apartado más jugoso es un Making Of que ya tiene algunos años, en el que abundan esos detalles que hacen la delicia de los cinéfilos: cómo fue que el genial Bernard Hermann compuso el último de sus scores (el pobre hombre murió la noche en que terminó de grabarlo), la primitiva forma en que se realizaron los efectos especiales de la masacre (manos que vuelan en pedazos, sangre y sesos -colorante y telgopor- sobre las paredes) y la revelación sobre cómo hicieron esa toma final desde lo alto, imitando la perspectiva de Dios. Muy simple: abriendo un canal en el techo para dejar que la cámara se deslizase...

A más de treinta años de su estreno, Taxi Driver sigue siendo una película poderosa. Nueva York es Sodoma en la pantalla y Robert De Niro nunca ha estado mejor: es un hombre en el borde, peligrosísimo y frágil a la vez. Vaya a saber qué habría sido del guión de Schrader en otras manos, tal vez una fantasía más sobre vigilantes y la torcida noción de justicia que nuestros amigos de USA han alimentado durante tanto tiempo -y siguen alimentando, para mal de todos.

En manos de Scorsese, Taxi Driver se vuelve más inquietante de lo que el guión a secas (que la edición para coleccionistas también incluye, dicho sea de paso) sugiere en la lectura. Son pequeños momentos que separan al filme del pelotón de grandes películas americanas de los 70, catapultándolo a la gloria. La cámara que pierde a Bickle en la central de los taxis y lo reencuentra a la salida, la cámara que se pierde dentro de la bebida efervescente, la cámara que deja solo a Travis mientras habla por teléfono. Todavía recuerdo la primera vez que la vi en un cine de la calle Corrientes, a poco de su estreno. La secuencia final en que Travis lleva a Betsy (Cybill Sheperd) a su casa me dejó girando como un trompo. Lo que Scorsese hace allí es una cosa mínima, tan fugaz como imprecisa: la imagen se acelera un segundo mientras Travis mira por el retrovisor y suena un instante de música enajenada. (Sugerencia de Hermann, confiesa Scorsese: un acorde reproducido de atrás para adelante.) Ese toque de extrañamiento otorga al relato un final inequívoco, revelando que ningún orden ha sido reconstruido al estilo clásico, que la patología de Travis sigue viva y su nuevo estallido es tan sólo cuestión de tiempo.

Ah, la ambiguedad moral de nuestro mundo.

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27 de septiembre de 2007
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LA BLOGA

Ya hablé de la bloga, un blog colectivo publicado en la frontera entre el castellano y el inglés. Lo producen seis blogueras y blogueros y la verdad es que lo visito cada día con la extraña sensación de encontrarme en un pasillo sucio de Tijuana, buscando el camino hacia San Diego.

Un post reciente "propeedeutic to a chicana chicano canon" (propedéutica de un canon chicana chicano) explica quizás aquella fascinación mía al contar la historia de una expresión literaria incipiente. Leer la bloga es encontrarse frente a un laboratorio del idioma. Un lugar donde se intenta transformar una cultura en palabras o cambiar una cultura al utilizar palabras de otro idioma. Todavía no lo sé. Pero sé que tarde o temprano tiene que aparecer la voluntad de crear un canon para sacar un discurso nuevo.

El idioma francés, lo sabemos, es un doble producto, por una parte la explosión de creatividad y de expresión personal del siglo XVI y de la primera parte del siglo XVII; por otra parte, la voluntad de establecer las normas del idioma en la segunda parte del siglo XVII. Ambas tensiones son necesarias.

Lo importante de la bloga es su utilización del inglés. Nos ofrece una especie de informe desde el otro bando sobre una población hispanohablante que intenta buscar su voz. Un ejemplo: una entrevista con el autor Juvenal Acosta. Fue miembro de los “infrarealistas” con Roberto Bolaño. Dice: “even though I was writing in Spanish I was not writing ‘Mexican’ novels. That I was doing something else. Yes, I’m still a Mexican writer, but these are American novels as well, that happen to be written in a language that is not English.” (“Aunque escribía en español, no escribía novelas mexicanas. Hacía otra cosa. Sí, soy todavía un escritor mexicano, pero mis libros son novelas americanas también; se da la circunstancia que son escritas en un idioma que no es el inglés”).

La bloga está en la frontera del idioma.

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26 de septiembre de 2007
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¡Salga usted de ese sarcófago!

Quienes acostumbramos despertar después de las diez llevamos una injusta relación con el resto del mundo. Cada vez que alguien llama por ahí de las nueve de la madrugada, experimenta uno la poderosa tentación de insultarle, pero es aún más fuerte la modorra que, por cierto, de casi nada vale disimular. ¿Por qué, si lo que quiero es soltar improperios e invectivas terribles, trato de ser amable y sonar casualito? “¿Estabas dormido?”, pregunta desde el remotísimo mundo material la voz impertinente, y uno, que está a milímetros de ultratumba, responde por supuesto -que no, sin siquiera esperanza de obtener algún crédito. No sé dónde está escrito que tendría que ser motivo de vergüenza la costumbre de levantarse tarde, como si ello indicara que el interfecto se pasa los días hurgándose el ombligo bajo una palmera.

En ocasiones se tiene la suerte de que quien llama sea uno de aquellos infelices empleados de telemarketing, que de seguro espera encontrar a la víctima fresca y optimista y no imagina la atrocidad que comete. Apenas los escucho pronunciar mi nombre con ambos apellidos, listos para arrancarse con otra cantaleta robótica, reúno toda la congruencia mental que puedo —una bicoca, en tales circunstancias— y les suelto las peores blasfemias que llegan a mis labios, con prosodia pastosa y sintaxis quebrada, de manera que no consigo importunarlos y en fin, ni interrumpirlos. Solamente el volumen de mis gruñidos permite que el anónimo tunante infiera que lo acabo de mandar a la mierda, pero es seguro que no va a obedecerme: nadie quiere ir tan lejos, tan temprano.

Puedo verlos —incluso con los párpados apretados y la mortaja encima del cráneo— moviendo la cabeza hacia ambos lados y opinando que soy un holgazán. “Por eso está el país como está”, dirán los más patriotas, y lo único cierto es que se están equivocando de país. Ahora mismo son casi las nueve de la mañana en Madrid, sede mundial de El Boomeran(g), y no tengo otra opción que olvidarme que en México van a sonar apenas las dos, porque la idea es que el texto esté listo antes de las diez madrileñas. Es decir que después, cuando al fin duerma, lo haré con la tranquilidad de quien ya pasó el día de hoy por las ocho y las nueve y las diez de la mañana, mientras quienes se dicen madrugadores estarán todavía lejos de pelar ojo.

“Ya sé que crees que comprendes lo que piensas que acabo de decir, pero no estoy seguro de que te hayas dado cuenta que lo que acabas de escuchar no es lo que yo quería decir”, rezaba la leyenda citada por Alfredo Bryce Echenique en una de las crónicas de A vuelo de buen cubero, misma que hasta la fecha empleo de memoria para echar luz en torno a ideas tan confusas como las que dan cuerpo al párrafo anterior. Podría, por supuesto, trabajar en el blog durante la mañana, pero entonces tendría que escribir la novela de noche, ya que la sola idea de juntarlos parece tan ilusa como amistar a dos mastines machos en presencia de alguna hembrita en celo. Y como las novelas suelen ser más pacientes que los blogs, iría terminándola por ahí de la última reelección de Hugo Chávez.

Escribo estas palabras con la decepción propia de un trasnochador frustrado, pues ahora mismo varios de mis amigos brindan juntos en un lejano bar, del que hace rato hube de salir huyendo para venir a darle de comer al blog: antídoto infalible contra la bohemia. Lucifer sabe cuánto me alegraría levantar el auricular a mediodía con voz ronca y aliento de tequila, sin siquiera intentar hacerme el industrioso, pero entonces tendría que lidiar con la mala conciencia de quien se para después de la una sólo para mover la cabeza ante el espejo y probar una inmunda piedad por sí mismo. Y el colmo es que me gusta esta suerte de adrenalina monacal, por más que no consiga olvidar la última llamada de mi mal llamado amigo Ángel —hará una media hora—, insultándome porque me escapé de su fiesta cinco minutos antes de que me presentara a una mujer lo suficientemente encantadora para volver al hogar a la hora que en Madrid la tarde se hace noche.

Ave María Purísima: bendito sea El Boomeran(g). Eso también lo sabe Lucifer.

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26 de septiembre de 2007
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LIBRERÍAS

En NYC hay algunas de las mejores librerías del mundo. También para los buscadores de ediciones raras, perdidas, descatalogadas o primeras. Lo malo, no es ya que casi todo esté en inglés, sino que los precios están, generalmente, en su valor de mercado. No siempre, no en todas. Siempre hay lugares para la ganga, premio para el buscador o despiste del librero. Eduardo Lago encontró la primera edición de su/mi querido Alfau de Locos. La edición de Nueva York, en inglés, Locos. A comedy of gestures. Esa misma edición que subyugó a la fascinante Mary McCarthy y que hizo que la escritora se enamorara de España por ese libro. Esa edición, mítica, y firmada por su autor, Lago la encontró por tres dólares.

También cuenta un profesor, y poeta, español y desde hace décadas de NY, Hilario Barrero, sus encuentros casuales con libros muy queridos, muy buscados a precios de auténtico saldo. No es lo común. No es fácil en las más conocidas, muy profesionales, de viejo en Nueva York. Ni en casi ningún lugar del mundo. Sólo queda la esperanza de los “rastros”, eso sí, hay que madrugar para ganar las búsquedas de Andrés Trapiello y Juan Manuel Bonet. Aún así, el citado Hilario Barredo tiene un libro, una diario, publicado por los asturianos de “Libros del Pexe”, donde se dan muy buenas direcciones de librerías de viejo en NYC.

El día antes de mi regreso volví por una conocida librería española de Manhattan. La última grande, la última con un fondo interesante. Más de una vez en esa librería de la calle Catorce, “Lectorum”, he comprado perdidas ediciones españolas. Y otros muchos libros de los que escriben en mi idioma, no importa desde qué país. Una buena librería que estaba a punto de cumplir cincuenta años. Digo estaba a punto porque ya nunca lo hará. Si nadie lo impide el día 28 de este mes cerrará la librería de referencia para los lectores en español de NY. La muerte de ese paisaje es un síntoma. No importa la literatura, que era lo que importaba más en “Lectorum”. Importan los libros y esos se compran en cualquier lado. Ahora es cuando más español se habla en Estados Unidos, pensaba que era cuando más de leía. No debe ser así. O no leen, o lo que leen lo encuentran en otras superficies. Las clásicas librerías, también están teniendo problemas.

La tristeza del cierre de “Lectorum”, se compensa con la reapertura de una de las librerías míticas madrileñas, “Fuentetaja”. Después de vivir un largo letargo en su calle de San Bernardo, después de dar síntomas de pasar a otra vida, peor por inexistente, ha sido capaz de renacer de sus cenizas, del polvo de sus libros. Serán polvo, más polvo enamorado. Me alegro del renacimiento de una librería de referencia. No fue mi librería preferida pero siempre fue una alegría su existencia. La tengo más asociada a tiempos de búsqueda de libros prohibidos. Quizá fue aquella su gran época. Después, al menos para mí, hubo otras librerías que me fueron, me son más cercanas. A cada uno sus librerías. Yo tengo tres de cabecera. “Visor”, la muy querida de Chus Visor. La de su hermano Miguel, la primera de tantas cosas, “Antonio Machado”, con el amigo Miguel Hernández a pie de estanterías. Y la de Antonio Méndez, que tan cerca de casa, tan cálida y tan viva está. Que sigan. Y, ¡viva Fuentetaja! Otro día hablamos de las librerías de viejo madrileñas. Esa es otra historia. O de las librerías en otros lugares de nuestro pequeño mundo.

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26 de septiembre de 2007
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El Boomeran(g)
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