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Saramago 85

Hoy se celebran los 85 años de José Saramago. No podré estar cerca físicamente pero me siento cercano a él por muchas cosas sin dejar de haber discrepado, discutido o mantenido desacuerdos sobre cuestiones políticas y de sus alrededores.

Mi admiración, mi cercanía con el escritor llegó después de leer El año de la muerte de Ricardo Reis.  En aquella novela la vida de Ricardo Reis continuaba más allá de Pessoa y lo hacía con una prosa poética admirable que nos llevaba a la sugestiva ciudad, a la misteriosa y querida Lisboa. Muy pronto leí otra novela que ya estaba traducida, "Memorial del convento" y quise conocer al escritor. Gracias a una película de Felipe Vega me encontraba en Portugal, en el sur y en una de aquellas noches de invierno atlántico, después de pasar ratos en un bar que se llamaba "la última oportunidad", llamé a Juan Cueto para ofrecerle una entrevista en Cuadernos del norte con Saramago. El mismo día quedamos con el escritor, muy interesado por España y por la repercusión de sus novelas entre nosotros. La entrevista, que tradujo Ángeles Caso, por mi culpa, por mi grandísima culpa, no llegó a publicarse. Nunca la entregué y además la perdí, pero esa es otra historia.

El viaje desde Sagres a la Lisboa de Saramago fue divertido, mi compañera de viaje era Teresa Madruga, hoy olvidada actriz portuguesa, excelente actriz, que tenía un  papel en la película de Felipe y muy querida por todos los cinéfilos. Teresa era la camarera de ese maravilloso lugar que es el bar británico que AlainTanner saca en su película La ciudad blanca. Todo tenía un poco de irrealidad, de ficción, de historia melancólica. Yo viajando para conocer a un escritor que había novelado la vida de un personaje inventado por un poeta y en compañía real de una mujer que habíamos admirado en la ficción.

En Lisboa me alojé en un horrible hostal, cerca del bar del reloj al revés, en pleno barrio chino, al lado de Cais de Sodre. El hostal se llamaba, es posible que se siga llamando, Braganca. El número de habitación era la que yo deseaba. Y el paisaje interior que me encontré era el mismo que tantas noches conoció Ricardo Reis, el heterónimo de Pessoa que narró Saramago. Allí mal dormí gracias a mi  mitomanía. Por la ventana descubrí la misma placa que se recuerda en la novela. Eran noches de lluvia. De gentes silenciosas que se movían como sombras por aquél barrio marinero.

Al día siguiente le conté todo eso a Saramago. Me miró con sorpresa. Con una leve sonrisa me dijo "estás loco, has dormido en un lugar donde nunca durmió alguien que nunca existió". Me gustó que mi mitómana entrega no hiciera mecha en él. Era serio e irónico, nada vanidoso y poco propenso a las mitomanías. Todo eso hizo que, además del escritor, empezara a interesarme el hombre. El mismo hombre que en su último libro, Las pequeñas memorias, demostró cómo se puede hacer gran literatura con su propia y modesta vida. Uno de sus mejores libros escritos desde su juventud de octogenario. Han pasado los años, los libros, los premios, todavía siento cercano a aquél escritor que me bajó de mis mitos una tarde en Lisboa.

Felicidades. Gracias por tus libros. Y por otras cosas que Pilar y yo sabemos.

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16 de noviembre de 2007
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¿Sobredosis de TV?

Es hora de hacerme cargo del desafío que presenté hace algunos días. ¿Se imaginan un mundo sin televisión? He ahí una tarea digna de los titanes de la ciencia ficción. (Ah, dónde estás Vonnegut cuando tanto se te necesita...)

El peso del aparatito sobre nuestra vida cotidiana es enorme. No debe existir paisaje mental en este mundo que no esté de una u otra manera condicionado por su horizonte. Influjo que, por lo demás, sólo parece destinado a aumentar: cada vez es más fácil acceder a sus contenidos vía ordenador o tecnología telefónica, lo cual multiplica sus bocas de expendio y por ende su ubicuidad.

He ahí una de sus características definitorias. Su endemoniada habilidad para colarse allí donde estemos. En el living, la cocina y en el dormitorio. Y ahora también en la oficina, en los medios de transporte público -¡en nuestro bolsillo!

Televisión desde del móvil

A veces pienso que allí está la clave de su poder. Se me ocurre que la cuestión de sus contenidos, si bien importante, es en algún sentido secundaria. Lo que habría considerar son los resultados de su presencia. Empezó como novedad científica, como compañía en el seno del hogar, como medio de información. Se vendía a sí misma como el coro griego de la vida contemporánea, una comentarista de nuestros dramas y comedias cotidianos. Pero poco a poco fue aumentando su influencia. El coro griego se convirtió en co-protagonista, y en muchos casos en protagonista excluyente. Empezó a convertirse en la única voz que sonaba en la casa. En el oráculo que nos decía qué vestir, qué comer, qué comprar, cómo votar -y también de qué hablar: ¿qué sería de nosotros si la televisión no nos proveyese de material para las conversaciones?

Hasta no hace tantos años existía gente que pretendía apartar a sus niños del influjo de la TV. Cualquier padre que haga eso hoy corre el riesgo de alienar a su niño por completo del contacto social. Sin el common ground de la televisión, el niño no entendería el lenguaje de sus pares, ni sus juegos, ni sus gustos, ni sus valores: a esos efectos, daría igual que hubiese llegado recién de Marte.
Por supuesto que si la pantalla quedase a oscuras sería de los primeros en lamentarlo. Sin televisión no habría Lost, ni E.R., ni Prime Suspect. Sin televisión no habría Sopranos, ni House, ni Veronica Mars. Sin televisión no habría Yo, Claudio, Los vengadores ni Friends. Mi vida sería mucho más pobre, por cierto. La televisión es una increíble máquina de narrar y yo, aunque más no sea por defecto profesional, soy presa ideal para cualquier historia bien contada. (Lo cual incluye las historias que me cuentan los noticieros.) Lo que me cuestiono, en todo caso, es si esta máquina de contar historias no está vampirizando energía que necesitaríamos para vivir nuestra propia historia como se debe. Esto es, para hacer historia.

Por lo pronto, un mundo sin televisión tendría dos consecuencias más o menos inmediatas: más violencia y más bebés. No me animaría a decir que sería un mundo mejor, pero es indiscutible que resultaría más interesante.

¿Cómo lo ven?

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16 de noviembre de 2007
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Un explorador de las profundidades

¿Todavía no vieron Californication? Yo sólo vi los dos capítulos que se han emitido hasta hoy en Latinoamérica, pero debo admitir que me estoy enganchando. Y eso a pesar de los pruritos con que me aproximé a la cuestión.

Californication es una serie de media hora, creada y producida por Tom Kapinos, cuyo currículo no arrojaba hasta hoy nada más excitante que su paso por Dawson's Creek. Protagonizada por David Duchovny -el Fox Mulder de The X Files-, cuenta la historia de un escritor llamado Hank Moody, que se muda a Los Angeles a cuenta de su única novela de éxito (llamada, dicho sea de paso, Dios nos odia a todos) para empezar a padecer un bloqueo creativo fenomenal, ser abandonado por su esposa y empezar a acostarse con cuanta mujer le dé el visto bueno sin distinción de edad -ya ha pasado de las maduras a las de 16 en apenas una hora de narración-, raza ni religión. (El martes, sin ir más lejos, se olvidó de sus prejuicios para tener sexo accidentado -más sobre este asunto en breve- con una devota de la Cientología.)

Yo no sé ustedes, pero tiendo a desconfiar de las historias protagonizadas por escritores a no ser que se llamen Dashiell Hammett. Y si encima el escritor se llama Moody, lo cual sugiere inestabilidad emocional y tendencia a la depresión, peor. Por lo demás Californication no ha presentado hasta ahora una fuerte línea narrativa: los desafíos de aguardan al pobre Hank tampoco son olímpicos, pasan por recuperar a su esposa -que no disimula nada cuánto lo sigue apreciando, dicho sea de paso- y poner el culo en una silla y trabajar un rato. (Ay, esas fantasías sobre la 'falta de inspiración'...) Pero en fin, mientras las mujeres sigan ofreciéndosele como hasta ahora, no deja de ser comprensible que el hombre prefiera seguir en la cama, dedicando el corto lapso entre coito y coito a la autocompasión.

Y sin embargo, a pesar de todos los ruidos (la duda antes de cada capítulo suele ser con cuántas mujeres se acostará Hank y qué partes de sus anatomías mostrarán en cámara), hay un cierto encanto en Californication que me lleva a jugarle unas fichas más. Quizás pase por el placer morboso de ver a un tipo como Moody, inteligente y culto, conduciendo el bólido de su vida derecho hacia el muro del desastre. Hay una cierta honestidad en la forma en que Moody encara esto de llegar hasta el fondo, con una curiosidad que es casi clínica y un deleite -por qué no decirlo- infantil. Cualquier tipo que tenga sexo con una desconocida con la que acaba de drogarse (la mujer de la Cientología) en la cama de su ex mujer, y que termine vomitando encima de un cuadro caro de la misma habitación, es alguien que está decidido a emerger del otro lado perforando el suelo del infierno.

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16 de noviembre de 2007
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II. Felices incrédulos

No sé si estarán ustedes de acuerdo conmigo, pero la falla en la credibilidad de esas amenazas mortales contra los fumadores la veo en el hecho de que se hagan en el mismo paquete de cigarrillos, cuya venta sigue siendo libre. Eso de te vendo lo que te mata, o puedes comprar tu propia muerte, convence poco a los impenitentes. Cáncer, enfisema, infartos, derrames cerebrales, las siete plagas de Egipto. No importa. Si en los supermercados vendieran estricnina pura bajo la advertencia impresa en el empaque: "Este producto causa la muerte entre horribles estertores", estoy seguro de que tendría compradores.
Cualquiera pensaría que el cerco impuesto a los fumadores ya habría provocado su extinción.

Advertencias de muerte, prohibición de fumar en lugares públicos, aún leyes, como en el caso del condado de Arlington, en Virginia, que convierten en delito penado con cárcel el hecho de fumar en una calle o en un parque. Y la expulsión de la sociedad. Véanse sino los corrales de los fumadores en los aeropuertos, donde son encerrados a consumar su placer aturdidos por la densa humareda, como condenados a un círculo adicional del infierno.

¿A qué bando pertenezco? Dejé el cigarrillo por propia y libre voluntad, sin atender a coacciones ni amenazas, hace ya 15 años, y no me convertí en un fundamentalista antitabaco. Conste.

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16 de noviembre de 2007
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I. Amenazas de horrible muerte

Nunca se han visto amenazas tan fatales como las que se lanzan contra los fumadores desde las propias cajetillas de cigarrillos. Se comenzó con un tímido "este producto puede ser riesgoso para su salud", y se pasó a un rotundo "este producto te está matando", como lo he visto en Chile, una advertencia funesta ilustrada con la fotografía de un señor doliente llamado don Miguel, que enseña en el cuello un orificio, víctima de cáncer de laringe por fumador empedernido. ¡Dichosos tiempos aquellos para los viciosos, en que los propios médicos, vestidos de gabacha y estetoscopio al cuello, aparecían fumando en los anuncios! Y las películas, Humphrey Bogart envuelto en humo, la voz ronca de nicotina, mientras los galanes de hoy son tan asépticos.

La campaña para disuadir a los fumadores con la imagen de don Miguel hizo en Chile poca mella, y ahora será sustituida por la de una dentadura horriblemente arruinada por la nicotina, un amasijo de dientes y muelas como embebidos en alquitrán, a ver qué suerte corre en asustar a los reacios. Ya se ha probado en todas partes con fotografías de negros pulmones carbonizados, con la señal de la cruz de tibias y la calavera de los venenos matarratas, y podrán agregarse esqueletos, cadáveres, féretros, pero nada parece arredrar a los viciosos...

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16 de noviembre de 2007
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III. Envidiables mentirosos

Esas fábricas de mentiras se hallan por todas partes del globo, pero principalmente en Nigeria; unos cuantos fabuladores escriben las cartas, y otros más se dedican a "cosechar" direcciones electrónicas por medio de un sistema llamado "diccionarios de ataque", que les permite componer al azar miles de esas direcciones. Es de esa manera que entran en tu correo, y en el mío, y te hacen esas tentadoras ofertas en las que no pocos han caído, según quejas de algunos perjudicado que he podido escuchar.
¿Y el negocio? El negocio de estos novelistas consiste en que, si les contestas, te piden algún dinero para algunos gastos legales, poco, si se toma en cuenta que van a premiarte con unos cuántos fáciles millones. Es un paquetazo de rango universal, y ya sabemos que no hay fraude que funcione sin ingenio, y sin capacidad de invención.

Por eso estos ladrones electrónicos son mis novelistas preferidos. Me encanta como inventan, y admiro su poder de imaginación. Es más, los envidio, porque son capaces de insertarse como mentirosos dentro del mundo real, y llegar a oídos que esperan escuchar promesas semejantes para cambiar de una vez por todas sus vidas.

Que mientan, entonces. Eso sí, mientras a mí no me estafen.

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16 de noviembre de 2007
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Contra blogs y blogueros

Leí en el ABCD (suplemento cultural del diario ABC de Madrid. Nº 823) que Andrew Keen, uno de los primeros impulsores de las webs sociales, ha llegado a la conclusión, a los 47 años, de que todo esto de la red es basura.

El libro con que desarrolla su invectiva este británico, licenciado en Filosofía Moderna por la Universidad de Londres y mudado después a la Universidad de Berkeley, se titula The Cult of the Amateur donde, como se adivina, arremete contra el actual ensalzamiento de la creatividad del  aficionado.

En su opinión todo conocimiento difundido en la red, desde el que parte de Google al que se solaza en la Wikipedia, adolece de inexactitudes, mentiras, desviaciones y una gruesa pila de bobadas.

Respecto a los blogs y los blogueros, dice: "Blogueamos como monos desvergonzados sobre nuestras vidas privadas, nuestra vida sexual, nuestros sueños vitales, nuestra falta de vida o sobre nuestras segundas vidas... Todos ellos están corrompiendo y confundiendo a la opinión pública sobre cualquier cosa, desde la política hasta el comercio, desde el arte hasta la cultura".

Andrew Keen¿YouTube?: "Nada tan vulgar y narcisista como estos monos videográficos. Es una galería infinita de vídeos aficionados que muestran a unos locos desgraciados bailando, cantando, comiendo, lavando, comprando, conduciendo, limpiando, durmiendo o, simplemente, sentados ante sus ordenadores". ¿Caminamos, en fin, hacia una hecatombe? Efectivamente. "La democratización de Internet - afirma Keen- mina la verdad y el talento" ¿Monos y bobos todos? ¿El mismo Keen tiene un blog al que llama "La gran seducción" para ganar adeptos. Su dirección es: http://www.andrewkeen.typepad.com/.

Contra Keen, donde se le trata de paranoico. 

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16 de noviembre de 2007
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Las esposas

En mi vida pasada, raramente encontré aliciente en salir con otros matrimonios si no venían formados por alguna mujer que me atrajera. Las cenas de parejas amigas sin la sal o el azúcar de un punto sentimental clandestino restaban mucha amenidad al encuentro y, más bien, con el paso de los años y no necesariamente muchos, tendían a adquirir un carácter mortecino que, sin embargo desaprecia en el momento en que alguna de las mujeres -nuevas o renovadas- conseguía despertar mi interés masculino que, por otra parte, para ser más completo requería la sospecha celosa de su marido. En el equilibrio de suscitar celos y no agrandarlos demasiado, o en la liza de jugar con la insinuación sin trastornar la tertulia, empleaba la mejor parte de mis energías porque, como alternativa, el recurrente tema de las charlas, las bromas conocidas, las tabarras políticas o las críticas sobre otros conocidos, transformaban las veladas en un fastidio del que deseaba abstenerme o escapar. Y tanto más cuanto veía que las esposas disfrutaban más que los hombres al comunicarse mientras nosotros decaíamos en la conversación. Sólo el posible cruce de alguna mirada con aquella mujer elegida me ayudaba a conllevar las vulgares opiniones de mis contertulios en el área de la masculinidad.

Los varones constituían la garantizada pesadilla del programa, pero todavía podían empeorar un grupo de buenas esposas sin ninguna atracción para mí, circunstancia que experimentaba un vuelco cuando en el grupo relucía una mujer bella, inteligentemente provocadora o provocadoramente recatada en su misteriosa timidez. En esos trances, no vivía sino para que a lo largo de la reunión tuviera lugar algún suceso, por encubierto que fuera (debía ser, además, atinada y convenientemente encubierto) para comprometer, aún levemente, la convencionalidad de la situación y la reputación de los respectivos papeles. ¿Estaba haciendo planes de seducción constantemente? Efectivamente. No reconozco ningún periodo de mi vida de otro modo. Y todavía, vanamente, sueño con la imposible prolongación.   

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16 de noviembre de 2007
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Comezón a deshoras

Veo con cierta curiosidad morbosa a las almas en pena que van de madrugada al supermercado. Se los ve pellizcando mangos y melones, con la paciencia de quien ha rebasado la frontera de las tres y ya sabe que poco o nada dormirá esa noche. Llega uno corriendo por la comida para perros, la bolsa de hielos o los vasos desechables y los ve ahí, translúcidos en esa sigilosa cotidianidad que acaso entrañe un germen de misantropía. Ahora bien, no digo esto a la sombra protectora de un metabolismo irreprochablemente diurno, sino al contrario: creo que la noche es demasiado incitante para desperdiciarla manoseando melones sin metáfora. ¿Quién quisiera encontrarse a la chica de sus sueños sopesando pedazos de pollo crudo a la hora en que tendría que abrazar a la almohada y entregarse a soñar con él?

Lo cierto es que ahora mismo pasan ya de las cinco y no sólo estoy lejos de la almohada, sino además recién llego de hacer algunas compras, sin el inconveniente de tener que moverme del monitor. A veces, cuando no consigo conciliar el sueño por causa de algún frívolo entusiasmo -como sería el caso de una canción cuyo estribillo arrastro desde hace días-, tardo poco en saltar hacia el teclado e ir en busca de información al respecto, misma que se bifurca repetidamente, hasta al final llevarme a una tienda virtual donde recorreré muestrarios de canciones con la avidez que a otros les merecen mangos, pollos y papayas. Y es, pues, de ahí que vengo, presa del entusiasmo nocturnal que me tiene a estas horas comprobando los datos del envío del dvd que acabo de comprar desde mi terminal: The Flaming Lips en vivo en el zoológico de Oklahoma City.

No es cualquier compra, pues. Vi el concierto hace un par de semanas y tuve que esperar un largo rato para hacer regresar la quijada a su sitio. Habría ido ahora mismo al supermercado por él, de enterarme que ahí podía encontrarlo; ya sabemos cuan pródiga es la noche en urgencias y comezones intempestivas. Tal vez si en este punto pudiera ser fisgado por un par de clientes nocturnos del supermercado, provocaría en ellos morbo, extrañeza y hasta piedad, solo en la cama con la computadora encima de las piernas, quizá los ojos rojos y el gesto de avidez vital en el semblante. Algo nos dice, y contra ello no hay defensa porque ocurre en el feudo mentiroso del sentido común, que todo aquel que no duerme de noche pertenece a la estirpe de los monstruos

Se acepta que la vida, y con ella la historia de cada quien, es un tiempo que transcurre de día, cuando menos en su versión oficial.Merced, pues, al vacío que provoca este pacto social, el territorio soberano de la noche es asimismo espacio privilegiado para tomar distancia de la vida diaria y poder observarla con la justeza diáfana que nos merecen los asuntos ajenos. Puede que sea por eso que me horroriza ver a un pobre mortal perdiéndose a) La recompensa del sueño, o b) Los deleites de la vigilia, frente al pollo y la fruta del día siguiente. Como si para ellos la vida fuese mera energía continua, indiferente al paso del sol y la luna. Algo seguramente debe estar mal en ellos y nosotros, que nos vemos con mutuo espanto, quizá porque es de noche y hacen falta adefesios para darle cuerpo y a estas horas los monstruos son siempre los de enfrente.

Llego al último párrafo con el día corriendo detrás. Si no termino pronto, brillará el sol cuando caiga en la almohada y no podré engañarme con el cuento de que después de todo no me acosté tan tarde. Tal vez coincida entonces con el vecino que se acuesta y se levanta temprano, no pocas veces con la sospecha de que el raro de enfrente se trae algo muy turbio entre las garras. Gente rara, ya sabes. Los típicos que van de noche al súper.

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16 de noviembre de 2007
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Maldita epitafitis

Acepto que el problema podría comenzar a partir de unos cuantos modales adquiridos. Desde muy niño supe que no debía pintar en muebles y paredes, ya que esas eran mañas de presidiario. Cuando lo hice, siempre bajo la protección del anonimato, bien cuidé que ninguno pudiera verme, toda vez que la fama de carne de prisión es fatal para la reputación de un niño. Dada la situación, escribíamos en lugares poco respetados -baños, pupitres, bardas, cuadernos ajenos- donde las palabrotas se amontonaban con anónima y libertaria algarabía. "Puto el que lo lea", garabateaba el más inspirado, en la certeza de haber recién causado un daño irreversible a sus innumerables lectores potenciales. Nunca escribí, no obstante, en los muros y muebles de mi casa, consciente de la clase de zurra que me habría tocado en consecuencia.

Ciertos lugares exigían mayor protocolo. Me aterraba por eso encontrar que había irredentos capaces de escribir en las bancas de la iglesia, pues de seguro sus malos modales serían castigados con un boleto de ida hacia el infierno. En el panteón también había pintas, casi siempre de corazones con flechas y nombres o iniciales, en cuyo caso yo creía que el encargado de la reprimenda tendría que ser el espíritu del muerto; motivo suficiente para guardar decoro irreprochable durante la visita semanal que mis padres hacían al camposanto donde habían guardado la zalea de tres de mis abuelos. Según mi madre, cada uno podía mirarme por dentro y por fuera, más todavía si estaba al pie del túmulo. De ahí que mis modales panteoneros fuesen generalmente irreprochables. Antes muerto -debí de pensar- que comportarme como un presidiario en la última morada de mis ancestros.

Conocí el cementerio de Père-Lachaise en el verano de 2003. Había comprado un mapa con la ubicación detallada de las tumbas de artistas ilustres: Apollinaire, Chopin, Balzac, Proust, Ingres, Piaf, La Fontaine, Nerval, Musset, Eluard... Nada del otro mundo, al fin -como no tuviera uno buena disposición para el fetichismo, que afortunadamente era mi caso- hasta que apareció la de Oscar Wilde, soberbiamente tapizada de besos. ¿Qué mejor cosa podía ser la mentada posteridad que una tumba besada y sólo besada por millares de anónimos, a más de una centuria del deceso? Había una suerte de justicia poética en el pacto secreto que unía a los visitantes a esa tumba más viva que muerta, donde el rojo-naranja del lapiz labial desvanecía los grises otrora imperantes. Habría que ser, pensé al dejar la tumba, un zopenco silvestre para no sentir ganas de acercarse al trabajo de un inquilino así reverenciado.

Volví hace dos semanas y me dio rabia. Una vez que el secreto se ha extendido y la tumba de Wilde es ahora ícono parisino, no han faltado los presidiarios del espíritu resueltos a gritar lo que ninguno pedimos oír. ¿Quién le explica a cada uno de los palurdos que hoy escriben sandeces en la tumba de Wilde que el complot de los besos era infinitamente más elocuente que sus seudoconsignas de ocasión? ¿Quién se siente capaz de sumar una dosis extraordinaria de ingenio a la obra del agudísimo inquilino? ¿No fue precisamente el cretinismo imperante lo que llevó a Oscar Wilde a la cárcel de Reading, luego de destacarse durante todo el juicio como el dueño natural de la última palabra?

Dudo mucho que el habitante de la tumba más besada del mundo aprobaría el saldo de esta reciente fiebre de epitafitis, donde curiosamente son los analfabetos quienes escriben. Funcionales, que luego se les llama. O analfabestias, que les decimos aquí, abusando de tantas bestias que por supuesto nunca se atreverían a añadir epitafios no solicitados en la tumba del hombre que escribió en vida varios de los mejores concebibles. ¿Sería pedir mucho a los profanadores del crayón que escribieran de menos las frases del autor, toda vez que su estética de mingitorio difícilmente les permite distinguir elocuencia de redundancia, y aun de rebuznancia? No sé, pues, si sea cosa de modales, pero creo preciso defender a los besos del asedio procaz de las consignas. Qué más puedo decir, son los modales que aprendí de niño.

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16 de noviembre de 2007
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