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El desdén de París

Arribar a París a media lluvia revienta el optimismo de cualquiera, más todavía en lunes, de noche y a solas. Camino hacia la Plaza de la Concordia, sin distinguir aún el obelisco pero ya inquieto por algún resplandor vecino, que nada más llegar me abarata el paisaje tan esperado, pues justo atrás de la vistosa plaza se alza una gigantesca y refulgente rueda de la fortuna, por sí misma capaz de ridiculizar al obelisco. De modo que me acerco únicamente para comprobar que aún se trata de la misma plaza y el obelisco no ha cambiado de talla. Un empeño más bien deficitario, pues con el tiempo todo muda de talla, color y resplandor.

Dudo que exista quien pueda olvidar la primera vez que puso un pie sobre Campos Eliseos, con toda la alegría intempestiva que suele acompañar al evento. Me recuerdo con pocos dólares en la bolsa —¿treinta, cuarenta?—, sin perspectivas de dormir bajo techo esa noche o las próximas, brincoteando ante el Arco del Triunfo, al mando de un estado de felicidad que ninguna miseria empañaría. Era pleno verano, traía una canción del Clash en la cabeza y había decidido gastarme aquellos dólares en la renta de una bicicleta, que si bien no valdría para proporcionarme techo ni sustento, cuando menos me dejaría ir y venir por aquella ciudad maravillosa que yo quería comerme adoquín por adoquín. Había incluso un placer especial en gastarse hasta el último centavo y andar por esas calles ligero como un paria, sin otro tiempo que el presente perfecto.

Las noches son incomparablemente más largas para quienes duermen a la intemperie. Iba y venía entonces entre los andenes de la Gare du Nord, buscando alguna caja de cartón que pudiera servirme de cama; si además de eso conseguía una barra de chocolate, podría negociar varias horas de sueño, hasta que por ahí de las cinco y media me despertara la punta del zapato de alguno de los policías a cargo de limpiar de vagabundos el andén. Lo hacían suavemente la primera vez, luego ya daban patadas en forma. Hora de desatar la bicicleta e ir en busca de algún hotel en cuyo lobby pudiese acomodarme a dormitar hasta las siete u ocho. Para quien ha dormido a la intemperie, la salida del sol es motivo sobrado de alegría: la vida se renueva, todo puede pasar.

Tengo, por suerte, las manos bien grandes. Puedo esconder tras una sola de ellas cualquier objeto de doce o trece centímetros, con las puntas de las falanges dobladas. Que era el caso de las barras de chocolate que me llevaba de las tabaquerías sin despertar sospechas, cuatro o cinco por día para poder continuar pedaleando de lobby en lobby; limpiando las conciencias de los turistas que no tenían empacho en creerse los cuentos que les contaba para sacarles algo de dinero. Una existencia sórdida, vista ya desde aquí, pero que entonces era luminosa como un día de cumpleaños para un niño.

Escribo estas palabras en un cuarto de hotel, muy cerca de la Ópera, preguntándome si mañana habrá sol o tormenta. Supongo que hace años, cuando dormía en la estación de trenes, la sola idea de tener un cuarto con baño privado y poder remojarme completo en la tina me habría bastado para saltar de dicha, pero el hecho es que llueve y no tengo bicicleta y Chet Baker insiste en pintarme la noche de azul marino. Tampoco tengo ganas de meterme en la tina. Recuerdo así la vieja sensación de rechazo que lo hace a uno enamorarse de ciertas ciudades. Con tortuosa frecuencia, el amor se alimenta del desdén.

No puedo soportar que París me dé la espalda, luego de haberme seducido por medios incontables y quizás infinitos. Tengo que ir y buscarle la cara, como haría con una mujer entrañable a cuyas lágrimas temo más que a las mías. Tengo también que darle la razón a Chet Baker: se necesita suerte para amar así.

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30 de octubre de 2007
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Premios Nobel multilingües

Un amigo me manda un enlace hacia un artículo de The Forward, un diario judío en línea. Se trata del extracto de un libro de Ruth Wisse, Jews and Power (los judíos y el poder). El artículo se titula “Politics of language” (la política del lenguaje). Es una larga evocación de los dos lenguajes históricos de los judíos: el yiddish y el ladino, lo que pone al hebreo en una posición extraña. La tesis de Wisse es que los judíos se encuentran a medio camino entre los cristianos (no importa el lenguaje de los textos sagrados, valen las traducciones) y los musulmanes (el libro sagrado no se puede desconectar del idioma árabe). Para los judíos, el hebreo es central pero tampoco es el lenguaje exclusivo. Todo el contrario: la relación de los judíos con el idioma es de lo más abierta.

Una última prueba de esta tesis: un cálculo sobre los judíos que consiguieron el Premio Nobel de Literatura. De 104 ganadores, 12 son judíos. El diez por ciento no está mal para un pueblo tan pequeño, pero más impresionante es la utilización de siete idiomas para conseguir estos premios: alemán (Heyse, Sachs, Canetti), francés (Bergson), ruso (Pasternak, Brodsky), inglés (Bellow, Gordimer, Pinter), húngaro (Kertsez), hebreo (Agnon) e yiddish (Singer).

Ruth Wisse emigró con sus padres desde Czernowitz en Rumanía, hacia Canadá. Su historia y la de su familia es la de una mezcla de idiomas. Se tituló en Harvard en estudios de yiddish, pero nota que dos escritores judíos nacidos en la misma ciudad de Czernowitz (que pertenece hoy a Ucrania) se ilustraron en alemán (Paul Celan) y hebreo (Aharon Appelfeld). No da explicación a la proporción descomunal de judíos entre los ganadores del Nobel de literatura pero explica muy bien, como los judíos, al tener una actitud muy flexible con relación al lenguaje tuvieron “ventajas espectaculares en la competencia cultural”. Buena oportunidad para reflexionar sobre los determinismos en el clásico triángulo: nación, idioma, estado.

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30 de octubre de 2007
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Un cuento de Oz

Me quedé enganchado con algo que le dijo Amos Oz a Rosa Montero, en la última edición del dominical de El País. Oz contaba algo que le había referido el novelista israelí Shami Mijail. Según Mijail, había cogido un taxi entre Haifa y Be'er Sheva, lo cual supone recorrer medio país. (Es un trayecto que conozco bien.) En un momento del viaje el taxista le dice: "Hay que matar a todos los árabes". En vez de enojarse -cosa que yo hubiese hecho en su lugar, dada la inquietud que me sacude en estos días-, Mijail optó por preguntarle: "Pero, ¿quién debería matar a los árabes?" El taxista respondió: "Nosotros". Mijail lo presionó: "Sea más específico, por favor. ¿El ejército, la policía, los bomberos, los médicos? ¿Quiénes matarían a los árabes?" El taxista dijo entonces: "Cada uno de nosotros debe matar algunos". "Entonces usted que vive en Haifa -siguió Mijail, implacable- va a un edificio de apartamentos, llama al timbre, perdone, señor, señora, ¿es usted árabe? Pum, pum, les mata. Y así mata a todos y cuando termina se va para su casa. Pero cuando está abandonando el edificio escucha llorar a un niño pequeño en uno de los pisos superiores. Dígame, ¿dejaría al niño con vida? ¿Regresaría para matar al niño o no?" Según Oz, todo lo que el taxista atinó al fin a decirle a Mijail fue: "Es usted un hombre muy cruel".

La anécdota me refregó en la cara algo que por supuesto sabía pero me cuesta poner en práctica: que la dialéctica suele ser más efectiva, mejor pedagogía que la pura indignación, que el enojo frontal.

También me quedé pensando en una de las características propias de nuestra sociedad de masas, tan orgullosa de su organización fragmentada en especializaciones. El hecho de que un hombre ya no deba hacerse cargo de la totalidad de su existencia -produciendo sus propios alimentos, levantando su propia casa, protegiendo a los suyos- tiene sus ventajas pero a la vez entraña un pacto fáustico. Como de hecho existen gremios que harán las tareas que no hacemos, lo cual incluye las más desagradables, esa delegación nos anima -¡nos tienta!- a tolerar cosas que nunca nos animaríamos a encarar por mano propia.

Quiero decir: el hecho de que existan ejércitos, policías y cierto tipo de organizaciones políticas nos insta a usarlos para que nos quiten de encima molestias y presuntos peligros -grupos sociales, razas, núcleos políticos- con los que de otra forma no tendríamos más remedio que aprender a convivir. Como el arma está, la tentación de usarla existe. Total, como no vemos el daño con nuestros propios ojos ni matamos con nuestra propia mano podemos darnos el lujo de burlar la culpa... o por lo menos de presumir que la burlaremos.

Lo último que me impactó fue el comentario final del taxista. "Es usted un hombre muy cruel", le dijo a Mijail, después de haber propuesto la solución final para los árabes. Todo lo que hizo Mijail fue poner un espejo delante del taxista. La crueldad que veía, y en la que no quería reconocerse, era la suya propia.

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30 de octubre de 2007
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EL ESPACIO VERTICAL

La presencia puede ser insoportable. Para sortearla la mayor parte de los medios de comunicación moderna han popularizado la fórmula de estar sin presentarse, actuar sin verse, presenciarse sin persona. Esta pérdida de presencialidad ha ensanchado el mundo de las relaciones. El espectáculo del otro y de los demás sin necesidad de la presencia. O bien, el espectáculo sustituye a la proximidad. La escena actúa como un cámara de transfusión de lo real para crear el mundo de una irrealidad transparente y liviana compatible con la idea inocente de la ausencia. La presencia asusta, pero en tanto se distancia y se difumina lo que se ve nos calma.

Los personajes extraen la persona de la figura y aligeran el peso de la imagen: le conceden capacidad de transmitir y planear, volar y trasladarse, una vez que ha disminuido el lastre de todo lo presente. Lo presente se hace ausente de la misma manera que el presente contemporáneo se vive con la impresión de un periodo vertical, no agotable en su intervalo sino inagotable en su calado, penetrable hasta el fondo absoluto donde el tiempo desaparece o transmuta su temible dirección horizontal por la dirección vertical que nos trasciende. En ese viaje del presente hasta el corazón vertical del mundo lo decisivo no es tanto aquello que se ve o no se ve sino la inmersión en una profundidad interminable. El mundo está abarrotado en la superficie pero vacío, inexplorado en su interior. El mundo es insoportable en la acumulación de la muchedumbre pero gana extraordinario interés en la transparencia de su oquedad. En la vida real nos abrimos el camino a codazos, tratamos de ganar nuestro lugar en el espacio acotado, en las pantallas buceamos, buscamos nuestra oportunidad en la ausencia del espacio marcado.

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30 de octubre de 2007
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III. LO CURSI SE VUELVE MÁGICO

La cursilería, que es un defecto para unos, viene a ser una virtud para otros, en tanto expresión del diario vivir. “La Marioneta” es, en verdad, obra del ventrílocuo mexicano Johnny Welch, que lo usa para un número con su muñeco parlante “el Mofles”, y está incluido en su libro Lo que me ha enseñado la vida.

La primera reacción de García Márquez en el 2001, al enterarse de que se le atribuía el poema, fue declarar desde Los Ángeles, donde se encontraba sometido a tratamiento médico: “Lo que realmente me puede matar es la vergüenza de que alguien me crea capaz de haber escrito un texto tan cursi”.  El ventrílocuo, herido en su amor propio, respondió: “A mí me duele profundamente que el señor García Márquez diga que él no se atrevería a escribir una cosa tan cursi, pero respeto su opinión”.

Cuando García Márquez regresó a México después de cumplir el tratamiento, se reunió con Welch, según lo cuenta el escritor Ignacio Solares, que estuvo presente en el encuentro. Welch compareció a la cita con su muñeco “el Mofles”, a quien hizo recitar el poema. Fue un momento mágico, del que se borró toda cursilería, según el testigo presencial.

Y ahora averigüemos por nuestra cuenta, lo qué es cursi y lo que no lo es.
 

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30 de octubre de 2007
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Cerca de Krahe, lejos de Smith

El viernes pasado, tuve un día y una noche feliz en Cádiz. Gente interesante en una de las ciudades más hermosas que conozco, en una de las más antiguas ciudades de occidente, en esa isla liberal, constitucional, contradictoria, hermosa, viva, vital y también con muchas carencias. En Cádiz para participar en un ciclo sobre arte y crimen- me tocó ese lado que conozco un poco: prostitución y libros- una curiosa relación que se extiende a todas las artes y a todas las formas de la vida criminal y sus alrededores. Una noche que comenzó con la actuación de un cantante, un poeta, un irónico lúcido que sigo y conozco hace ya tantos años, Javier Krahe. La mejor versión española de Georges Brassens, con incrustaciones de Serge Gainsborugh, trozos de Dylan y gramos de Leonard Cohen. Y sobre todo una manera de estar y decir ciertas cosas del paso del tiempo, el deseo, la mentira, el amor y su física y química, como ningún otro entre nosotros. Hay otros pero tienen más ternura. Krahe, por encima de otros, al lado de  Pí de la Serra, de Pau Riba y como maestro de Albert Plá, es el primero de nuestros cínicos imprescindibles. El humor también puede ser inteligente. Nada que ver con esos charlatanes de tienen éxito en televisión. También canta a su aire. Y es capaz de llevar músicos que queremos tanto. Pues eso, todo bien… y sin embargo quería estar en otra parte.

Sí, yo quería haber sido uno de esos que estuvo cerca de mi desconocida amiga/amada hace también tanto tiempo. Hubiese querido ser el que aplaudiera de cerca a esa mujer capaz de cantar, decir y estar como si una actuación fuera un orgasmo de larga intensidad. Quería ser uno de esos que estuvo cerca de Patti Smith en su particular homenaje a nuestro hermano Rimbaud cabalgando por algún lugar de nuestro espíritu libre. Creo que estuvo bien. Muy bien. Maravillosa dicen. Yo me muero de envidia. Quiero estar en dos sitios, en más. Espero noticias de Patti de mi amiga Laura. O de Adrián Vogel. No sé, de algunas/os que saben que la música nos permite seguir paseando más o menos felices en noches como ésta. Aunque estuviéramos lejos de Smith o cerca de Krahe. No hay días perfectos.

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29 de octubre de 2007
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EXTRAÑOS EN UN TREN

El video de la agresión racista en un tren escandalizó a la opinión pública y a las instituciones españolas. Pero ¿son ellas inocentes?

Sergi Xavier Martín Martínez (21 años) debe estar contento. Los juzgados lo han tratado con amabilidad. El sábado, un juez le tomó declaración y vio con él el video que lo ha hecho famoso. Es la grabación de la cámara de seguridad de un tren de cercanías. En la imagen, Xavier aparece acosando a una inmigrante ecuatoriana menor de edad. La amenaza. Le toca el pecho. Apretada contra la ventanilla, la chica trata de no mirarlo. Él le acerca la cara y la insulta, mientras le cuenta a un amigo por teléfono cómo zurró a un árabe. Ella trata de fingir que él no está. A Xavier, eso le parece muy divertido. Le da una bofetada. Repite que odia a los inmigrantes. Le empuja la cabeza. Antes de irse, como despedida, le patea la cara. Ante el juez, Xavier admitió ser la persona que aparecía en las imágenes. En su defensa alegó que no recordaba nada porque iba muy borracho. El juez lo dejó en libertad.

Las imágenes se difundieron en televisión dos días después, escandalizando a la opinión pública. De inmediato, una nube de fotógrafos y periodistas rodeó la casa del agresor. Y Xavier comenzó a hacerse famoso.

A los primeros camarógrafos, los trataba de espantar a manotazos. Pero por la tarde, al ver su casa rodeada, decidió salir a tomar una cerveza, arrastrando tras de sí a un séquito de cámaras y grabadoras. Una chica se acercó a saludarlo. Él la abrazó y bromeó sobre su popularidad. Se pasó la tarde en la barra del bar, haciéndoles gestos insultantes a sus paparazzi. Al final, empezó a cobrarles por hablar. Al primero le pidió un paquete de tabaco. Cuando empezó a conocer mejor el mercado, su preció subió a dos mil euros.

Hace unos meses, con ocasión de unos disturbios raciales en Alcorcón, fui a hacer un reportaje a esa localidad. Como se notaba que yo era periodista, se me empezaron a acercar todos los maleantes, fumones y pequeños delincuentes de la zona, que querían contarme su historia. Muchos de ellos se enorgullecían de haber estado en la cárcel y me mostraban sus cicatrices. La mayoría fumaba hachís mientras me hablaba. Todos aseguraban con entusiasmo que librarían a Alcorcón de inmigrantes. Esos chicos no eran capaces de reconocer a un extranjero ni teniéndolo enfrente, como ocurrió conmigo. Pero estaban genuinamente convencidos de odiarlos a todos. Le pregunté a uno:

-Pero si tú eres ladrón y asaltas con cuchillo y has estado preso, no entiendo: ¿qué te molesta de los inmigrantes? No pueden ser peores que tú.

-Claro que sí, tío. Los ecuatorianos ocupan todo el día las canchas de fútbol de los niños ¿Comprendes? Yo seré ladrón, pero nunca me he metido con los chavalitos.   

Lo que más les gustaba a mis informantes era cubrirse la cara y posar para la foto como bandas de delincuentes. Los entusiasmaba la perspectiva de salir en el periódico.

Xavier tiene un perfil similar: fue abandonado por su madre. Su padre es alcohólico. En el colegio se autolesionaba y ha pasado años en tratamiento psiquiátrico. No tiene trabajo. Su historia penal incluye antecedentes por robo con violencia y robo con intimidación a los diecisiete años. Para alguien como él, los inmigrantes son un escalafón de la pirámide social más bajo que él mismo, un grupo que le permite sentirse menos marginal. Desde su punto de vista, atacarlos es un servicio social, quizá, el único que puede prestar.

Y la sociedad lo premia. Como sale en la televisión, sus vecinos están todos pendientes de él. Aunque no aprueben lo que hizo, lo rodean para hacerle preguntas. Algunos sueñan con aparecer también en las noticias, aunque sea un segundo. Y finalmente, los redactores le pagan por contar que estaba borracho, algo que antes hacía gratis.

Un gamberro, un chico problema, vive sintiendo que es escoria social, y que el mundo tiene cuentas que saldar con él. Sólo hay dos tipos de personas que pueden hacerlo sentir mejor: los inmigrantes y los periodistas. Ahora, Xavier tiene de los dos.

Un pacífico pueblecito

La Colonia Güell, donde Xavier vive con su abuela, está a media hora de Barcelona y es el único barrio obrero declarado de interés cultural. Fue concebida hace más de un siglo por el empresario Eusebi Güell para albergar a los trabajadores de su fábrica textil, y se convirtió en un exitoso experimento social. Güell aisló a sus empleados de los conflictos sociales de la ciudad, y les ofreció beneficios culturales y religiosos. Para construir la iglesia del pueblo contrató a Gaudí, e incluso las casitas tienen detalles modernistas. Hoy en día, la fábrica ya no está, pero la colonia es un idílico pueblecito turístico separado del mundo, con cancha de fútbol y espacios infantiles.

Para los vecinos del pueblo, Xavier es una víctima de los periodistas, una manada de energúmenos armados con cámaras que han venido a alterar la paz de su existencia. Si preguntas por la Colonia, te dirán que Xavier tiene problemas de adaptación, pero no es racista. De hecho, ha trabajado con inmigrantes. Y tampoco fue especialmente agresivo con la ecuatoriana. Puestos a medirlo, ha golpeado mucho más a algunos españoles. Según los pobladores de la Colonia Güell, su estúpida travesura ha sido engordada y deformada por los medios de prensa con el mezquino fin de vender ejemplares.    

Esta gente no es de extrema derecha, ni xenófoba. Simplemente, conocen a Xavier de toda la vida. He visto a madres de narcotraficantes y terroristas jurar que su hijo no puede haber delinquido o no con mala intención, porque ellas lo han visto desde que gateaba y sonreía en una cuna. Admitir los hechos reprobables de uno de “nosotros”, nos obliga a cuestionar muchas cosas de nuestros vecinos, nuestros valores y nuestra vida. La reacción natural ante estos hechos es cargar la culpa sobre otros.

La cuestión es ¿exactamente quiénes son los otros?

Frecuentemente, me encuentro con españoles que se expresan contra los inmigrantes. Cuando protesto, descubro que no me consideran uno. Al principio, pensaba que era por ser blanco. Luego he conocido a gente abiertamente racista que convive con chinos o andinos sin el menor problema. No les molestan los inmigrantes que conocen, que “se han adaptado bien”. Les molestan “los otros”, una categoría abstracta frecuentemente alimentada por las noticias de los periódicos.

Y lo que molesta siempre es rentable políticamente. En las recientes elecciones suizas, el partido Unión Democrática de Centro hizo campaña con un afiche en que tres ovejitas blancas echaban del corral a una ovejita negra. Su programa incluye la expulsión de extranjeros con condenas penales, la prohibición de construir minaretes en las mezquitas y el veto a la libre circulación de rumanos y búlgaros. Ha tenido la victoria más contundente en la historia del país: 29%. Los extranjeros forman el 20% de la población suiza. Tienen derecho a pagar impuestos. Se les permite aportar a la seguridad social. Se controla que sólo entren para áreas económicas en las que no queda más remedio que aceptarlos. Pero no votan.

El fenómeno en España se ve venir. La comarca donde se registró el ataque de Xavier, Barcelonés, es tradicionalmente muy contraria al Partido Popular. En las últimas elecciones municipales, sin embargo, el PP de Badalona concentró su campaña audiovisual en la “amenaza inmigrante”. Fue la única localidad de la comarca donde el PP aumentó su caudal de votos.

Mientras tanto, Xavier no puede quejarse. El juez lo obliga a comparecer diariamente ante la policía, pero lo hará en su domicilio. Y vive en un lugar muy bonito, con vecinos muy amables.

El Estado contra los inmigrantes

El debate de esta semana en España no sólo gira en torno a la violencia racista. Otro tema fundamental es si el Estado está en condiciones de enfrentarla.

Tras su primera declaración, Xavier quedó libre porque el fiscal no se presentó. La fiscalía aduce que el juez no les avisó de la gravedad de los hechos. El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña lo niega. Todos están de acuerdo en que en las instituciones necesitan más personal. Hizo falta que tomaran cartas en el asunto en ministro de Justicia, la fiscal jefe de Cataluña y el propio presidente de Ecuador, que fichó a un prestigioso penalista para llevar el caso a los tribunales y envió a la ministra de relaciones exteriores. Incluso el presidente español calificó los hechos de “deleznables”.

Aún así, la fiscalía tardó cuatro días en pedir el arresto. Y cuando la petición llegó al juzgado, a las 15.40, el juez ya se había marchado. Cuando finalmente el juez tomó una decisión, dejó libre a Xavier.  Según su informe, considera que Xavier le propinó a su víctima un pellizco en el pecho, pero que en ellos “no se aprecia delito contra la libertad o la indemnidad sexual”. Tampoco aprecia lesión psíquica en la víctima a pesar de que afirma “sentir miedo por la agresión... acudir acompañada a su centro de enseñanza... problemas para conciliar el sueño” y el uso de gelocatil.   

Hay casos más graves: el congoleño Miwa Buene fue atacado en febrero por un hombre que gritaba vivas a España, lo llamaba “mono” y lo conminaba a largarse a su país. A consecuencia de la agresión, Miwa Buene quedó tetrapléjico. Está en una silla de ruedas, con el cuerpo paralizado de la barbilla para abajo. Su agresor ha sido reconocido por un testigo y por él mismo pero, ocho meses después, sigue libre.       

En el año 2006, la ONG SOS Racismo recibió 534 denuncias, 158 de ellas por casos de xenofobia, 89 por agresiones directas. A esas hay que sumarles las denuncias penales donde el juez no toma en cuenta la motivación racista. Y las que no se denuncian porque las víctimas carecen de documentación y temen por su situación legal. Y sobre todo, las que no se denuncian por un factor que distorsiona cualquier cálculo: el miedo.

En el video del tren, sin ir más lejos, hay un tercer personaje: va sentado al otro lado del vagón y también es latinoamericano. Es testigo de toda la agresión contra la chica, pero no se levanta, ni dice una palabra. Cada vez que puede, mira para otro lado. Parte de la opinión pública condena la cobardía de este joven. Pero quienes mejor lo entienden son los propios inmigrantes. Uno de ellos me dice:

-Mira lo que ha pasado después. Ni siquiera una campaña en televisión, dos presidentes y dos ministros consiguen que se arreste a un agresor con pruebas filmadas ¿Qué garantías tenía el testigo de que no lo acuchillarían impunemente? Peor aún: ¿Qué garantías tenemos todos los demás de que eso no nos ocurrirá?   

Artículo publicado en: diario La Tercera, octubre 2007.

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29 de octubre de 2007
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El último grito sevillano (unánime)

Sin la menor vacilación, cuando un marciano me pregunta cuál es la ciudad más hermosa de España para pasar unos días en la Tierra le contesto: Sevilla, siempre. Está aguantando bastante bien la plaga del ladrillo choricero y también la del turismo masivo. Dejando de lado el aspecto monumental, ciudades como ésa, con parques generosos, jardines que colorean cada escondrijo, cada plaza, o se fragmentan en el mosaico de los balcones, ciudades que se dejan pasear durante horas sin cansancio y con el corazón ligero, son cada vez más escasas. Por eso corre peligro: su hechizo la puede convertir en una Venecia del sur y sufrir la misma degradación que la soberbia aunque ya imposible capital del Adriático de donde huye la población nativa.

A pesar de todo, aún no han podido con Sevilla. En esta semana, a las puertas de noviembre, las jacarandas lucían escandalosamente floridas y los jardines más frescos que en mayo. La masa turística no la daña en exceso si uno evita (con dolor) los Reales Alcázares, quizás el espacio guerrero más poético de la península y el más codiciado por los operadores.

Es cierto, el turismo aún no la ha herido de muerte, pero los alcaldes la pueden hundir en cualquier momento. El actual ha puesto en marcha una línea de tranvías que transitan como tiburones por el barrio de la catedral y giran cerca del Ayuntamiento con un estruendo férreo que ha de hacer felices a los vecinos. Tiene un recorrido de mil metros perfectamente inútil. Todos lo odian. Nadie lo quiere.

A su paso por la Avenida de la Constitución, estos escualos ciegos y los hercúleos postes que aguantan su catenaria (¡color negro betún!) han destruido uno de los mejores y más amplios paseos sevillanos, el de la fachada del templo. Tarde o temprano caerá un peatón o un ciclista triturado por las mandíbulas de la fiera. Es inevitable.

Los extranjeros pueden ser peligrosos, pero nada hay más peligroso que los nacionales. Sobre todo cuando se les llena la boca de amor a la patria y sacrificio por el noble pueblo que les ha elegido. Son tóxicos.

Artículo publicado en: El Periódico, 27 de octubre de 2007.

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29 de octubre de 2007
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Elogio de lo inservible

Tendría poco más de siete años cuando de manos de mi madre recibí la primera agenda de bolsillo. Era una del año anterior, pero igual me sentí un niño importante porque era el único de mi edad con agenda. Además, no tenía citas que atender. Podía llenar todas esas hojitas de cuantos garabatos o dibujos quisiera. Y a la postre duró varios años, durante cuyo transcurso me acostumbré a salir cada mañana con la agenda debidamente oculta en el bolsillo. Traía algunos números telefónicos, mismos que rara vez llegué a marcar, más diversos apuntes que yo creía útiles aunque nunca llegara a utilizarlos. De entonces hasta hoy, cargo siempre con una agenda más o menos inútil, que en todo caso sirve como mera bitácora del caos.

Las agendas no siempre le arreglan la existencia a su dueño, pero de cuando en cuando le calman los nervios. Especialmente cuando la agenda es nueva y su sola llegada sirve para llenarse de buenos propósitos. Que es lo que sucedía cuando empezaba el curso y mis querúbicos padres forraban de plástico transparente los nuevos libros y cuadernos, donde ahora sí el niño sacaría verdadero provecho académico, y haría sus tareas y cumpliría con todas las exigencias escolares. Puras patrañas, pues, mas uno se las cree como si provinieran de una persona confiable. Será por eso que pasan los lustros y todavía espero que una agenda venga a cambiarme la vida. Lo cual sería plausible si me tomara la molestia de llenarla, pero eso exige la disciplina férrea de quienes acostumbran reservar un lugar para cada cosa y poner cada cosa en su lugar. Gente rarísima, en mi experiencia. Nunca seré como ellos, aunque aún puedo darme el lujo de estrenar agenda y asumirme persona organizada.

Hoy las agendas son majaderamente poderosas. Sus diferentes mecanismos electrónicos no sólo simplifican el puntual cumplimiento de los compromisos, sino que hacen difícil esquivarlos. Traen alarmas, recordatorios previos y avisos de colores, entre otros adelantos que deben de ser cómodos para quien no ha encontrado como sacudírselos. Por si esto fuera poco, han contraído algunas la maña de amafiarse con la computadora o el teléfono, de forma que no pueda uno ignorarlas. Pero el caos también tiene sus mañas, demasiadas para que un simple grillete electronico se adueñe de la voluntad de un voluntarioso. Cada vez que a la agenda, el teléfono y la computadora les sale lo mandón, no me queda más que desconectarlos; a ver si así se ubican en su papel.

Más que una simple agenda, mi aparato portátil es una sucursal del cerebro. Es decir que está lleno por igual de cosas útiles e inútiles, como teléfono, procesador de palabras, cámara de video, calendario lunar, teclado, mp3 y un adictivo juego de boliche. Prefiero no decir cuáles son los programas que más utilizo, baste con recordar que a estas alturas sigo considerando a la agenda un juguete sin mejor atributo que el de entretenerme durante los tiempos muertos y hacerme creer que soy serio y puntual por el solo hecho de tener una agenda electrónica. A veces, si amanezco insoportablemente optimista, me da por instalarle un programa pomposo que se piensa capaz de controlar ingresos y gastos, pero más tardo en comenzar a ingresar numeralia que en rebelarme contra su autoridad y devolverle todo el control al descontrol.

Creo, con Wilde, que la única excusa para hacer una cosa útil es no guardarle admiración alguna, y la verdad es que admiro a una agenda sólo cuando es muy útil para llevar a cabo cosas inútiles, como escribir por nada y para nada, o anotar más de 280 en una sola línea de boliche, por 250 del aparato. Llego a creer, con imbécil frecuencia, que mi suerte para el resto del día dependerá de mis tempranos números en el miniboliche, igual que a veces temo que si no sirve el texto que pergeño tampoco sirvo yo... ¿Para qué? Para seguir haciendo cosas inútiles. Por lo pronto, ésta que nos ocupa ya está lista. Ay de quien ose hallarle utilidad.

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29 de octubre de 2007
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El día después

Ahora que la neblina se disipó y está claro quién presidirá la Argentina durante los próximos cuatro años, siento la necesidad de comentar circunstancias que me quitaron el sueño durante estas semanas.

1. Lo primero que me angustió fue mi imposibilidad de sostener una simple discusión política, como las que recuerdo haber tenido tantas veces años atrás. (El posesivo está correctamente aplicado: 'mi' imposibilidad, fui yo quien no pude.) Cada vez que se presentaba la oportunidad durante algún encuentro social -un cumpleaños, una comunión- terminaba optando por callar o peleándome a los gritos. Lo que me sacaba de quicio en todos los casos era percibir de inmediato que lo que yo pretendía era imposible: un intercambio de ideas y de información, en el que cada parte expone su saber y sus conclusiones mediante argumentos racionales.

A cada paso me encontraba con gente que daba por buenas informaciones erróneas: que la muerte del maestro neuquino Fuentealba es responsabilidad de Kirchner, por ejemplo. (No lo es ni política ni legalmente.) O que al preguntársele por qué no pensaba votar a Cristina Fernández de Kirchner no respondía con un argumento coherente, sino con la expresión de prejuicio o resentimiento: "No me gusta. La detesto. Me cae mal". (Debo decir que las más vocales opositoras a Cristina con las que me topé fueron mujeres.)

Me ocurrió lo mismo en este espacio. En respuesta al post del fin de semana, un tal Pedro respondió a mi afirmación de que la Corte Suprema de la Nación era independiente con el siguiente argumento: "¡Por favor!" Yo le sugeriría a ese señor que si cuenta con información que demuestra que la Corte no es independiente por favor la difunda. En este país existen centenares de periodistas que darían un ojo de la cara a cambio de la oportunidad de embarrar el prestigio de estos juristas de renombre internacional, a los que hasta hoy nadie -ni siquiera los más furibundos opositores- ha podido criticar. Pero hablo de información, o en su defecto de razonamientos, no de un artero "¡Por favor!" con el que se puede injuriar hasta al mejor de los hombres sin tomarse el trabajo de justificar por qué. San Francisco de Asís: ¡por favor!

2. Algún sociólogo debería estudiar cuál es el grado de componente irracional que prima en la decisión del voto. Porque la mayor parte de la gente puede esbozar una explicación para su decisión, pero los argumentos de muchos no resisten la menor confrontación. Ya bastante problemas causa la existencia de tanta gente que decide su voto pensando no en el bien de las mayorías, sino en su propia conveniencia personal. Gente que quiere estar bien aunque el resto se hunda. (Recuerdo discusiones de otras épocas, cuando me tomaba el trabajo de explicarle a algunos menemistas espontáneos por qué seguir con la paridad peso-dólar iba a llevarnos a la crisis económica feroz que finalmente estalló. No sólo me escuchaban atentamente, algunos hasta me daban la razón. Después de lo cual decían: "¡Pero yo me quiero ir a Miami!" Razón por la cual votaron a Menem. Y así nos fue.)

Pero en fin, esto es parte del juego democrático: tienen tanto derecho a votar como yo y como ustedes. Lo que me angustia es que exista tanta gente cuyo voto responde a un componente irracional tan grande que ni siquiera perciben que no sólo están votando en contra del bien de las mayorías, sino del suyo propio.

Gente que no termina de encajar bien su razonamiento con la decisión que toma a colación. Como este José de Buenos Aires que también respondió a mi post. José acusa a los Kirchner de haberse robado 560 millones de dólares de su provincia de Santa Cruz. (Esto no es cierto. Pero es demasiado largo para responder aquí. Otro día, si es preciso. Sigo.) A partir de ese dato sugiere no va a participar de los comicios, para que resulten nulos. ¿Soy yo, o la lógica de este hombre está rota? Si los Kirchner fuesen en efecto ladrones y fuese imperativo frenarlos, ¿no sería lo más razonable votar en contra suyo? Pero no, José prefiere dispararse en los pies como acto de resistencia. Lamentablemente no es el único.

3. La democracia sigue siendo el mejor sistema conocido. Pero al menos desde que Adolf Hitler ascendió al poder mediante el voto mayoritario, está claro que el pueblo no siempre tiene razón necesariamente. En suma, una democracia es tan sólo tan buena como sus ciudadanos. Nuestro país todavía está muy lejos de dejar atrás las heridas que la dictadura y las administraciones fracasadas o corruptas dejaron sobre las almas, tanto como las heridas que la miseria infligió durante décadas en cuerpos y mentes. Precisamente por eso tenemos la responsabilidad de tomarnos esta tarea de ser ciudadanos con mayor seriedad. Empezando por informarnos bien, lo cual es muy distinto a repetir como gansos las consignas que resuenan por ahí. Tratar de arribar a un pensamiento independiente, por más trabajoso que resulte. Y a la hora de decidir, esmerarse por ser racionales antes que prejuiciosos -y de ser posible (¡qué bueno sería!) también apelar a nuestro costado más generoso.

Ayer escribía Andrés Malamud en Página 12: "Gobernar a los italianos, decía Mussolini, no es difícil: es inútil. Italianos hispanoparlantes a fin de cuentas, ¿estaremos condenados a la misma suerte? Quizás no. Para evitarlo, sería conveniente abandonar la pereza intelectual y pasar a las efectividades conducentes".

Para quien quiera leer un panorama amplio y bien informado de lo que fueron estos cuatro años de administración Kirchner, recomiendo leer el artículo de Horacio Verbitsky llamado 'La Masa', en la edición de ayer domingo.

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29 de octubre de 2007
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El Boomeran(g)
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