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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Samba del helicóptero

Nunca había volado en helicóptero, ni imaginado verme cara a cara con el Cristo del Corcovado. Tenía por ahí una fotografía cándida del 2005, justo debajo de la estatua que hace algunas semanas fue electa como una de las siete nuevas maravillas del mundo, aunque entonces había sido un mero fetichismo de turista entusiasta. Pero esta vez fue diferente, tanto así que me atoro desde ahora en el empeño de narrar la experiencia sin traicionarla. Éramos sólo dos pasajeros: la princesa amazónica adelante, al lado del piloto; yo atrás, indeciso entre seguir tomándole la mano y abandonarme al vértigo glorioso de comprobar que nunca vi una ciudad a tal extremo cautivadora. Perdónenme París, Praga, Manhattan, Venecia, Barcelona, San Francisco: esto no puede hacerse con ladrillos.

Escribo desde el aire, por encima de nubes aburridas y rodeado de rostros rutinarios tras diez horas de vuelo, duermevela y una engorrosa conexión panameña. Pero tengo a Jobim metido en los audífonos y eso lo cambia todo, pues abordo de Wave, Tide y Stone Flower vuelvo a aquel helicóptero donde éramos los dos un solo mosco empeñado en robarle un gesto al Cristo, con ese estruendo de hélices que hacía a las palabras aún más prescindibles. Regreso a aquellos diez minutos de ojos saltones, quijadas caídas y exclamaciones meramente guturales, cuando el mundo era todo un solo paisaje y el paisaje era todo un solo asombro. ¿Y si la maravilla no fuera el puro Corcovado, sino aquel espejismo de ciudad que a decir de Carlos Drummond de Andrade estaba desde siempre escrita en el mar?

Si sólo caminar entre Leblon e Ipanema supone contagiarse de un estado de ánimo vecino de la plenitud, contemplar todo junto mientras se flota en el aire implica una intoxicación de los sentidos. Se contiene el aliento, se deja de pensar, se detiene hasta el mismo instinto de conservación en una rauda borrachera de cielo, tierra, viento y agua simultáneos, como si resonaran adentro Agua de beber, Insensatez, Samba de una sola nota, Desafinado, Cariñoso, Aguas de marzo, Samba de Soho, Corcovado, Dindi, Lamento, Capitán Bacardí, Fotografía… y el rugir de las aspas fuese una taquicardia celestial.

No sé si la impresión sea irreal o hiperrealista, mas el solo acto de sentarse a contarla trae de vuelta esos pálpitos incrédulos. Botafogo, Flamengo, Lapa, Copacabana, Gávea, Guanabara, Tijuca, São Conrado, y en medio la laguna Rodrigo de Freitas, nada que pueda uno acabar de creerse desde la perspectiva inenarrable de quien flota en el aire y en el tiempo, recobrando las dimensiones del universo mientras se deja devorar por él y se dice de nuevo que jamás asistió a algo similar. Me gustaría decir que dolió aterrizar, pero había una sensación de vibrante anestesia local recorriendo la piel y los huesos bajo el pasmo de un raro ritual iniciático, como esos sueños tercos de los que ni despierto regresa uno del todo.

—¿Tomaste alguna foto? —pregunté a la princesa amazónica, de vuelta en el funicular, todavía con las rodillas temblonas.

—No —respondió tras una larga pausa de mujer taciturna en trance de perplejidad sostenida—, ni siquiera podía pensar. Estaba tiesa, me comía la emoción, no podía moverme ni para acomodarme en el asiento.

Los boletos del viaje eran sendas tarjetas postales con una panorámica cenital tomada desde el mismo helicóptero, pero no hay una foto ni un video que reproduzca con fidelidad mínima la talla de este asombro con el que nada tienen que ver los aviones, y acaso se parece a la alegría propia de frenar por primera vez una caída libre con la apertura súbita del paracaídas. Se desea reír y llorar al mismo tiempo, y una vez en la tierra gana la urgencia de fundirse en un abrazo donde caben completos la plenitud, el pánico, el azoro y las ganas de abandonar el mundo para nunca salir de Rio de Janeiro. Poco rato más tarde, mientras el coche va rodeando la laguna, me brinca en la cabeza un pedazo de la entrañable letra de Vinicius y no puedo hacer menos que repetir, como un autómata hechizado: No quiero más de ese negocio de ti viviendo sin mí.

Vídeos de pie de página

João y Astrud Gilberto con Stan Getz: Corcovado.

João y Bebel Gilberto: Basta de Saudade.

Tom Jobim y Gal Costa: Corcovado.

 

 

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20 de septiembre de 2007
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Me acuso de haber blogueado / y II

  —¿Qué le vas a ir ver a Barack Obama? —traté por última vez de sonsacar a Roncagliolo, que como yo dormía esa noche en Miami y de seguro se iba a aburrir.

  —No es que lo quiera ver, es que voy a contarlo en el blog —respondió terminante, impelido por una debilidad paternal que hasta esa tarde no le conocía. Tampoco sabía entonces que no puede uno ir por ahí de noctámbulo impenitente cuando no sabe aún qué le dará esa noche de comer al blog. A casi un año de aquel no-suceso, heme aquí alimentando a ese mismo animal, con celo de progenitor primerizo y un extraño entusiasmo que aún no sé explicar.

A otros les gusta hablar de grupos, generaciones y mafias literarias. Con el autor de Abril rojo y otra ciudadana multinacional cuyo nombre me guardo por respeto al suspense, hemos formado alguna suerte de sociedad secreta cuyos fines son hasta hoy antes indecorosos que literarios —es decir, son profundamente literarios— pero quizá ni eso sea suficiente para dejar al blog chillando de hambre mientras uno se funde con la noche cómplice. Ahora mismo me privo de ir al barrio de Lapa, donde habrá de cantar Paulinho Moska, sólo para que el blog no se quede con hambre de aquí a mañana.

Ayer, durante una presentación en Leblon con Claudia Piñeiro, alguien nos preguntó si nuestros libros ayudarían a cambiar a la sociedad, y los dos coincidimos en señalar que con trabajos alcanzarían para modificar nuestras vidas. Pues uno escribe o lee también para eso: le urge que algo cambie desde adentro, así sea por un par de minutos. Y he aquí que la escritura diaria del blog, igual que la novela, no permite seguir con la vida como era, y de hecho coloniza arteramente el coco de quien se ha decidido a practicarla. Si armar una novela nos hace taciturnos, escribir diariamente en una página web exige un compromiso francamente neurótico. ¿Cómo escribir, no obstante, sin alguna neurosis que nos respalde?

Tengo que dejar Rio a media madrugada —de lo contrario ya estaría en Lapa— y lo peor es que Roncagliolo llega mañana. “¡No te largues, haz algo!”, me insistió por escrito, pero lo cierto es que hace una semana que la novela no prueba bocado y eso no puede ya seguir así. Se hace uno la fama de vago y de farol de la calle y a la hora de probarlo se comporta como una carmelita descalza. ¿Qué va a hacer aquel pobre muchacho solo en tierras cariocas, sin un cómplice que le ayude a investigar los efectos de una semana de cachaça diluida en caipirinhas? Me parte el alma, pues, pero es preciso dar de comer a las fieras.

Bien visto, este espacio es también el principio de una suerte de sociedad secreta, sostenida en una complicidad de la que apenas se habla, porque no hay ni con quién. "¿Cómo va el blog?", me pregunta mi padre, sin saber bien a bien sobre qué me pregunta porque nunca en su vida ha blogueado. Y lo cierto es que todo este asunto me intimida, pues me recuerda aquellos momentos infantiles en los que mis mayores me pescaban hablando solo y sentenciaban que iba a volverme loco. ¿Qué hace al fin quien escribe, sino hablar solo? ¿Qué otra prueba tiene uno de que aún no merece la camisa de fuerza, como no sean las notas ligeramente anónimas que aparecen al pie de sus escritos?

Son ya casi las once de la noche y la oficina de los autos rentados va a cerrar a las doce. Tendría que empacar y salir disparado hacia el insigne aeropuerto Jobim, pero me deja con la conciencia intranquila sospechar que la fiera todavía no da cuenta del postre. Dejo para el efecto un par de enlaces, correspondientes al espectáculo que a estas horas tendrá que ir por ahí de la mitad. Ojalá el animal no se quede con hambre...

Vídeos de pie de página

Paulinho Moska: Lágrimas de diamante.

Paulinho Moska con Lô Borges: El tren azul.

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19 de septiembre de 2007
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Me acuso de haber blogueado / I

Todavía no sé qué diablos es un blog. Se parece a escribir en las paredes, sólo que sin paredes, ni restricciones, ni tan siquiera el anonimato del que suele gozar quien escribe un versito obsceno en algún baño. No, al menos, en el caso de quienes tenemos aquí mismo nuestra carota impresa en la pantalla. Hará unos pocos días que una amiga me confesó su deseo secreto de echar a andar un blog, zancadillado por el miedo a desnudarse en él. Que en el fondo es la tentación más grande: escribir confesándose, soltar allí las cosas más privadas, decir lo que uno sólo le diría a un absoluto desconocido en cualquier bar de paso. Incriminarse, a ultranza y sin motivo.

¿Cómo se hace para escribir un blog y aún así preservarse? No tengo la menor idea. En apariencia, el recurso de la ficción sirve para ocultarse y mantenerse a salvo, pero tal ilusión difícilmente dura más allá del tercer párrafo. Puedo ocultar muy bien lo que hice ayer o lo que haré mañana, pero no a los demonios que se agitan detrás de las palabras. Empecé, hace algo más de dos meses, decidido a fundar un espacio independiente de la vida diaria, pero muy pronto me topé con que el animalito padecía una suerte de hambre carnívora que sólo se saciaba con pedazos de mí. Pobre de aquél que crea que se puede escribir impunemente.

Además, nunca está uno solo. Cada día aterrizan los comentarios más inesperados —casi todos lo son, por cierto— y ahí tampoco cabe la impunidad. No puedo responderlos, aun si la tentación llega a ser grande, pues si así fuera acabaría dejando la vida entera aquí. Pero los leo con la voracidad extraña de quien ha cometido una fechoría y regresa al lugar del crimen a ver los resultados de su gracia, y con frecuencia se me quedan bailando entre los pabellones del encéfalo. En ocasiones, cuando no hay comentarios, es el silencio quien alza los brazos, decidido a llamar mi atención.

Quiero insistir: aun sin comprender su naturaleza, intuyo que se trata de un animal, y no dudo que sea el mismo bicho que va tras los asiduos y los hace volver. Es como si nos viéramos a diario en un café, sólo que sin café y, claro, sin mirarnos. De pronto juego a reconocer los estilos mientras tapo los nombres, como los habitués de las cantinas ubican las costumbres de los otros, y ello curiosamente me reconforta, puesto que armar un blog es en el fondo un quehacer solitario que agradece en silencio la compañía. Pero también es una ventana por la cual uno consigue asomarse hacia afuera de los barrotes de la realidad.

Es un quehacer ilógico, el del blog. ¿Qué hago ahora mismo, tres de la madrugada en Rio de Janeiro, a orillas de la cama con el teclado sobre las piernas y una princesa de carne, hueso y alma que rehúsa ser nombrada dormitando a algo más de un metro de distancia? ¿Por qué lo dejo todo, del sueño a los abrazos, por darle de comer a la fiera sin rostro que me apergolla? ¿Debería ir atrás en este par de meses, desnudar a la musa abandonada y arrancarme yo mismo la piel, a ver si el animal nos deja en paz? Pero tampoco quiero que me suelte, ni he de soltarlo yo. Creo, insensatamente, que el vicio de escribir consiste justamente en hacer lo que no se debe, ni se espera, ni se comprende. Uno a veces escribe sólo para saber de qué quiere escribir.

Rara vez sé o decido de qué tratará el blog del día siguiente, igual que en las novelas y los amores uno ignora la ruta y la intención. “¿Cuál es la intencionalidad del autor?”, solían preguntar los maestros en la carrera de Letras, y a uno le daban ganas de sugerir que al tal autor se lo estaba llevando la mierda, o que era ilusamente dichoso, o que —lo más probable— tampoco tenía idea de esa pomposa intencionalidad que tantos falsos doctos le atribuían. Sé, y eso ya es demasiado, que ahora mismo querría ser un anónimo vándalo, colgarme algún seudónimo a la medida y escribir aquí mismo algún versito obsceno, como quien deja un beso “a quien corresponda” y acto seguido escapa del lugar de los hechos. ¿Quién necesita, al fin, saber mucho más que eso?

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18 de septiembre de 2007
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Cada quien su camposanto

“No te veo madera de político”, me dijo entonces aquel individuo antipático que para todo parecía tener respuesta, y yo lo aborrecí en secreto, como lo habría hecho con cualquiera que me soltara una verdad de ese tamaño. Recuerdo que gustaba de referirse a los más encumbrados funcionarios federales por sus nombres de pila. “Ayer cené con Jorge, mañana tengo que ir al cumpleaños de Carlos”, alardeaba, y a mí me daba náuseas la idea de mirarme en su lugar, tuteándome con esos miserables a los que día con día veía en los periódicos, repartiendo sonrisas entre ávidas y cínicas. ¿Por qué entonces seguía estudiando para político? ¿No era verdad, por cierto, que mi caso resultaba más alarmante que el suyo? El tipo era un fantoche, pero tenía el olfato suficiente para reconocer a un desubicado.

“Cuando termines la carrera, ven a verme para que te presente con mis amigos; ya lo demás correrá por tu cuenta”, me prometió, mas en lugar de hacerme ilusión, su oferta me dio pánico. Sentí de pronto un deseo imperioso de seguir para siempre en la universidad, antes que verme enfrente de los amigos de aquel político al que ni muerto habría tratado de colega. ¿Qué me costaba sonreírle, agradecerle, hacer al menos uno entre sus seductores aspavientos? Me costaba la vida, a lo mejor. ¿Qué tal si de verdad le caía bien y me cumplía aquella espeluznante promesa? ¿Y si me convertía en otro fantoche?

Años después, me topé con El lado oscuro del corazón, la película de Eliseo Subiela donde la muerte sigue al protagonista en la persona de una mujer penumbrosa que insiste en convencerlo de que abandone la escritura y se consiga algún trabajo útil. Entendí entonces la incomodidad que me paralizó cuando el fantoche de marras me prometió una ayuda que parecía más la pena capital: alguien adentro me decía que aquél tenía que ser un emisario de La Muerte Misma, que desde las tinieblas me proponía una cómoda defunción a plazos. Y eso que entonces nada sabía de Odorico Paraguaçu: eminente prefecto de la ciudad imaginaria de Sucupira.

Lo conocí hace unas cuantas horas, en la persona del actor pernambucano Marco Nanini, famoso por su entrega en los escenarios y ahora protagonista de El bien amado. Por eso no era él, sino Odorico mismo quien alzaba las manos y pedía la preferencia de los electores. “Vote por un hombre serio y gane su cementerio”, reza la propaganda del candidato que se gana el cargo mediante la promesa de construir un nuevo panteón. Innumerables carcajadas más tarde, sucede que ha pasado ya un año desde que el camposanto fue terminado y Odorico no puede inaugurarlo porque nadie se ha muerto en Sucupira.

A lo largo del resto de famosa la obra de Dias Gomes, el prefecto concentrará sus esperanzas en la muerte del próximo sucupirano, sin la cual la gran obra de su administración seguirá careciendo de sentido, para deleite de sus opositores. Hasta que sea él mismo quien con su fiambre ocupe la primera tumba. Afortunadamente, la actuación de Nanini es lo bastante espectacular para que uno celebre esas calamidades tan familiares como si nunca las hubiera visto de cerca. Diríase que toda la obra —que hace décadas fuera convertida en una memorable serie televisiva, protagonizada por Paulo Gracindo y musicalizada por Toquinho y Vinicius de Moraes— fue montada sólo para lucir al nuevo protagonista, que hoy por hoy causa sensación en Rio de Janeiro y convoca entre el público al entero Who’s Who del teatro brasileño.

Nadie sabe, se dice, para quién trabaja. Ahora que he recordado a aquel político del que jamás me convertí en colega, no descarto la posibilidad de que fuera un arcángel, destinado a advertirme que de seguir por ese camino siniestro terminaría haciéndome mi propio panteón. De modo que esta noche escribo sospechando que fui un ingrato. Si he sabido, le beso los pies.

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17 de septiembre de 2007
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Quién fuera laringólogo…

Nadie puede evitarlo. Aun cuando el paisaje poco tiene que ver con la canción, la trae uno tatuada en la conciencia y alguien adentro no se cansa de entonarla. A veces se maldice porque se trata de un sonsonete inmundo, quizás un comercial de detergente o el tema de una telenovela mexicana —vergüenzas nacionales, la mayor parte—, pero con suerte es una gran canción, de esas que no se dejan ignorar. Que es el caso ahora mismo que trato de escribir sin dejar que su ritmo me gobierne; pero ahí está, danzando en la cabeza, y en lugar de seguir adelante con el texto del blog me miro traduciendo línea a línea, con la docilidad que la obsesión reclama y algunas libertades indispensables.

  Mi garganta te extraña cuando no te veo, me viene un deseo loco de gritar. Mi garganta ya araña pintura y azulejos… de tu cuarto, la cocina, la sala de estar.

Creo que me agarró en mitad del vuelo, debo de haber cambiado de hemisferio bajo las órdenes de un vocerrón profundo, grave y hasta rasposo que sólo podía ser el de Ana Carolina. Según la cuenta del iTunes, la canción de Totonho Villeroy me ha pasado encima la modesta friolera de cuarenta y dos veces, más las que no he contado en el coche y la casa, donde ya hasta los canes se la saben. Cualquier día de estos voy a soñar que soy una de las amígdalas en la garganta de Ana Carolina Sousa.

Vengo de madrugada a perturbar tu sueño, como un can sin dueño me pongo a ladrar. Atravieso la almohada, te volteo por el revés, tu cabeza enloquezco y la hago rodar.

Supongo que el oleaje del Ipanema sugeriría una voz suave y seductora como la de, digamos, Bebel Gilberto, pero es verdad que desde la misma letra —potente, pasional y por supuesto cruel cual beso transilvano— Garganta no permite sutilezas: ha sido hecha y cantada para doler como un orgasmo a media pubertad. Por lo demás, quien canta no es carioca sino minera; dueña de una belleza cuyo timbre de voz sugiere ambigüedades que ella no se molesta en negar, sino al contrario. “Me gustan los hombres y las mujeres, ¿y tú qué es lo que prefieres?”, estalla en una canción más reciente, y su garganta no admite reclamaciones.

Sé que no soy santa, a veces voy de caradura, a veces uso la ternura si te quiero conquistar. Pero no soy beata, me crié en las calles y no cambio mi postura para poderte agradar.

Antes de decidirse a vivir de matar a golpes de garganta, Ana Carolina cursaba la carrera de Letras. Nadie que no haya estado en tal situación imagina la libertad que se respira cuando se deja atrás el pizarrón por ir en busca de más anchas ficciones, y esa es otra razón para quererla. O para ir volando en busca del cd y el dvd donde comparte micrófono con la voz todavía más cavernosa de Seu Jorge. Y allí también resuena Garganta, todavía más implacable y desdeñosa de los puntos medios. “Ven conmigo al extremo”, parece sugerir mientras ordena.

Vine a dar a esta ciudad a fuerza de circunstancias, soy así desde la infancia, crecí fuera del hogar. Aprendí a rebelarme sola, y si ahora muevo la cola luego te voy a dejar.

”Ando tan a flor de piel que cualquier beso de telenovela me hace llorar”, canta Zeca Baleiro en Vapor barato, y uno agradece que sea Ana Carolina quien lo tiene temblando a las tres de la madrugada, quizás el mejor tiempo para hablar de tú a tú con algunos fantasmas. No lo puedo evitar, ni me interesa: esta noche, Ana Carolina y su Garganta debutan en El Boomeran(g).

Vídeos de pie de página:

Ana Carolina: Garganta.

Gal Costa y Zeca Baleiro: Vapor barato.

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14 de septiembre de 2007
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Malandros 1, Aventureros 0

El anuncio en el lobby del hotel Windsor Barra es tentador como un secreto a medias: Flamengo vs. Cruzeiro, miércoles por la noche en Maracaná. Se ofrece un recorrido en autobús, especial para aquellos turistas que temen al entorno del estadio. “Una zona muy pobre y peligrosa”, nos previene asimismo el anuncio. Por sólo ciento cuarenta reales —algo más de cincuenta euros u ochocientos pesos mexicanos— uno puede mezclarse con la plebe y volver sano y salvo al hotel. Toda una aventura, pero sin aventura.

Afortunadamente traigo un pequeño Chevrolet rentado, de modo que me lanzo hacia el estadio con la emoción bullendo en cada acelerón. Hay un placer nervioso y terminante tras la idea de entrar en la boca de lobo sin experiencia previa, ni compañía, ni ayuda. Una hora más tarde, ya pasadas las ocho, avanzo lerdamente en torno del estadio, esquivando peatones con playeras de franjas rojinegras y preguntándome dónde dejaré el coche, hasta que un ángel disfrazado de acomodador me ofrece por diez reales un sitio en una esquina. Diez minutos después, un boleto de veinticinco reales me pone en la sección blanca del estadio, que a decir de más de uno es la preferible. No soy fan futbolero, pero sí fetichista y esto es Maracaná. Traduzco: Qué emoción…

La primera impresión es poco menos que ensordecedora. Somos, según informará más tarde la pizarra, algo menos de diecisiete mil espectadores, pero el clamor cundido de batucadas semeja el de una Copa Mundial. ¿Dónde está, pues, el resto de los treinta y cinco millones de torcedores del Flamengo? Seguramente ante el televisor, ya que ahora mismo arranca, en Estados Unidos, un partido amistoso entre México y Brasil. Nada que los locales quieran perderse, de modo que a Maracaná sólo llegan los hinchas duros del Flamengo, más una minoría que está con el Cruzeiro y con muchos trabajos se hace oír.

Perderse de verdad entre la turba no es cosa fácil para un recién llegado a Rio, cuya piel entre blanca y amarilla constata su encerrada extranjería, pero igual vale la pena intentarlo. Hasta que a un policía se le ocurre llamarme la atención en inglés. Stand back, please!, me pide cuando ve que me asomo hacia el túnel. De manera que se jodió la estrategia: no vengo en autobús ni traigo cámara, pero alguien dentro grita que soy turista. Todo lo cual no impide que salte con el gentío cuando Leo Moura anota el primer gol y los presentes gritan, cantan, bailan. Flamengo 1, Cruzeiro 0.

Detrás de mí hay un hombre al lado de su nieto. Mientras aquél no cesa de vociferar, entre desesperado y furioso, cada vez que el Flamengo pierde la pelota, éste mira a la cancha enfurruñado, si bien de pronto grita más que el abuelo, uno y otro soltando porras y caralhos. (Los miro de reojo, sorbiendo la cerveza de marca Itaipava con la cual me propongo integrarme al gentío sin que me encuentren cara de gringo.) Llega el segundo gol en los pies de Rodrigo de Souza y la celebración arranca en serio. Gritos, cantos, aplausos desmedidos: ya es el segundo tiempo, quedan treinta minutos para sacar provecho de esos reales. Hasta que entra el primer gol del equipo de Minas Gerais y el silencio —roto sólo por los tambores de guerra locales— se ensancha en la tribuna.

Obina, llaman todos a Manuel de Brito Filho, que con el tercer gol pone al Flamengo a salvo y devuelve el festín a los presentes (abuelo y nieto saltan, se abrazan y por fin sonríen). Diez minutos más tarde, terminado el partido, recibo el primer gol: la grúa se ha llevado mi carro y el "acomodador" ya desapareció. ¿Quién más, sino un turista con pinta angloparlante, convoca el interés de los malandros y encima los confunde con angelitos? Luego de interrogar a cuatro vendedores y un par de policías, subo a un taxi soltando carajos mexicanos y pido que me lleve a la comisaría.

  —¿Mexicano? —pregunta el delegado, luego de confirmarme que sólo hasta mañana me darán el coche, si es que ellos fueron quienes se lo llevaron, y al instante me informa que el juego con Brasil está empatado a uno.

  —No es mi día —me digo en voz bien baja, y media hora más tarde el taxista confirma mi sospecha: el equipo de México perdió 3 - 1. De vuelta en el hotel, alcanzo a consolarme recordando que tengo a quienes contarle mi estúpida aventura aventurera. Recuerdo entonces al niño furioso que sufría el partido al lado del abuelo y repito con ellos, a la distancia: Porra! Caralho! Puta que pariu!

Vídeo de pie de página:

Chico Buarque: Homenagem ao malandro.

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13 de septiembre de 2007
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Você gosta do Hong Kong?

No es difícil prendarse del Brasil, menos aún de Río de Janeiro. Ahora, mientras cruzo el ecuador despavoridamente hacia la vida real que tanto he desdeñado, alimento en silencio la comezón de atisbar el reloj, restar una vez más las horas que aún faltan y preguntarme si mañana habrá sol, pues muy pocos paisajes hay tan poco terapéuticos como el del cielo encapotado sobre Copacabana. Enciendo el aparato y voy directo a la canción de Adriana Calcanhoto: Cariocas são bonitos, cariocas são bacanas, cariocas são sacanas, cariocas são dourados, cariocas são modernos, cariocas são espertos, cariocas são diretos, cariocas não gostan de dias nublados...

Recuerdo a los cariocas taciturnos —nueve meses atrás, en los primeros días de 2007— bajo esas nubes grises tercas en desafiar a su cool proverbial. ¿Quién podía seguir siendo bacana y sacana —esto es, chévere y pícaro— bajo esos nubarrones totalitarios? Cuando uno llega a Río de Janeiro con la cabeza plena de fantasmas, nada hay como la carretera amarilla para desintegrarlos: esa franja pintada sobre el mar, de la playa hasta el sol, cuyo resplandor es implacable remedio contra el estrés urbano que en Río apenas se conoce. No fue sino hasta el seis de enero cuando, ya noche, brilló el sol, durante un concierto de Chico Buarque en el Canecão que me sacó las lágrimas encima de una de esas sonrisas indelebles que no quieren tener principio ni final.

Hay una mutación intempestiva entre el tiempo de Río y el del resto del mundo. Pobre de aquél que llega cargando con su histeria y pretende volcarla sobre los cariocas, cuya naturaleza es impermeable a tempestades neuróticas por razones tan obvias como la escandalosa belleza circundante, y de hecho imperante, como si los locales resintieran el compromiso de hacer personalmente juego con el paisaje. ¿Quién, que no se deteste a sí mismo con enjundia de citadino sufridor, querría quedarse fuera de tal ficción? Tal vez a eso he venido, a veces uno sólo hace las cosas para saber por qué deseaba hacerlas.

No basta con hacer que la ficción se asemeje a la realidad; es preciso, antes de eso, que la realidad burda se vista de ficción. Que la vida parezca más grande que la vida y lo que era improbable se mire inminente, aunque luego paguemos con sangre la factura. Y es justo lo que ahora trato de evitar, por la cómoda vía del crédito infinito. A fin de cuentas es uno mexicano, y como tal se obliga a creer de forma ilimitada en el mañana como el hada que todo lo resolverá. “Ya veremos”, decimos, y así el rollo se arregla hasta nuevo aviso. Total, si nada sale siempre queda la posibilidad de huir graciosamente de la escena con otro subterfugio similar. En términos globalizados, decide uno irse por cigarros a Hong Kong.

“Ahí te dejo con el piso limpio, con la mesa puesta, con la cama hecha y ese tu jarrón… qué aburrida vida, me voy a Hong Kong”, sentencia la canción de Jaime López, con la complicidad del legendario Piporro, y sus ecos me siguen avión abajo, ya en la fila que desemboca en la caseta del oficial de migración, a quien no se le ocurre preguntarme si por casualidad vengo huyendo de algo, de alguien o del espejo. Han dado ya las nueve de la noche en el aeropuerto Antonio Carlos Jobim y afuera Río late con ofertas de olvido terapéutico que nadie en sus cabales rehusaría.

Ahora bien, nadie puede saber cuándo precisamente se halla en sus cabales y a partir de qué instante se apartará de ahí. Esa tendría que ser la rendija por la que astutamente se cuelan las ficciones, igual que el polizonte aborda el barco rumbo a Hong Kong. Lástima que en Hong Kong no haya Ipanema.

Vídeos de pie de página:

Adriana Calcanhoto: Cariocas.

Jaime López con Eulalio González, el Piporro: Por cigarros a Hong Kong.

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12 de septiembre de 2007
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Por un ramo de mandrágoras

Afrodita soñada,

Cuando tus ojos caigan en estas líneas ya no estaré a tu lado, y ni siquiera cerca de ti. Creerás tal vez que soy un pusilánime y hasta me llamarás “cobarde” a la distancia, que de cualquier manera no te escribo para justificarme. Soy, propia y formalmente, un fugitivo. Huyo de tus encantos, eso es cierto, mas no porque me acose el miedo a ti, sino a los adefesios que juntos engendramos.

Temo profundamente a la realidad en que se ha convertido nuestra ficción, y todavía más que eso me intimida y me aterra la idea de mirar agonizar al fuego que hasta ayer mismo nos acercaba: un paisaje que está a la vuelta de la esquina y al cual no quiero ver ni en la imaginación. Por eso corro, Afro. Pienso en aquellos lúcidos judíos alemanes que dejaron Berlín antes del ’36, o en esos berlineses que pudieron cruzar la cortina de hierro antes de que les levantaran el muro. ¿Exagero, quizás? Un poco, por supuesto; apenas lo bastante para recordarte que todo aquél que huye busca la libertad, con coartada o sin ella.

Si he de soltar verdad, no tengo más coartada que tus ojos. Sería tan osado como romántico quedarme aquí, a tu lado, pretendiendo que no ha pasado nada y bebiendo —como los tigres del poema— sueño en esos ojos, pero sigo con esta idea terca de matarte. Tú, que al igual que yo practicas un oficio carnicero, sabes bien que las rosas no florecen al pie del patíbulo.

Las rosas, dice la vieja canción de Cartola, exhalan el perfume que roban de ti, y eso es tan peligroso que tengo que matarte y sepultarte antes de que ese aroma me envenene y no me atreva más a hacer lo que tengo que hacer. ¿Recuerdas la primera entrega de este blog, cuando aún no llegabas y yo peleaba solo con mis personajes, hasta el extremo de amenazarlos de muerte? Pues tal cual, Afrodita. A diferencia de la realidad, donde el asesinato es visto con horror y repugnancia, en el terreno que tú y yo frecuentamos se trata de un asunto sanitario.

Antes, cuando a falta de musa profesional habilitaba a una y otra amateur, matarlas era cosa más o menos sencilla. Y ellas ni se enteraban, puesto que a sus espaldas las había convertido en etéreas y mis cuchillos nunca llegaban a su piel. Una vez que dejaban de moverse en mi cráneo, podía tranquilamente toparlas en la calle y saludarlas con respeto distante, igual que algunos píos se santiguan cuando pasan de largo ante un camposanto. ¿Sirve de algo añadir que huyo de ti guardando luto riguroso?

No espero que me creas esto último, pero tampoco voy a ocultarme. Ahora, mientras lees, voy volando camino a Panamá y dos horas después tomaré un nuevo avión hacia Río de Janeiro, que es la ciudad ideal para quitarse duelos y congojas. Nunca creí del todo que hubieras trabajado con ese “Alberto” que a decir tuyo se apellidaba Camus, pero es sólo verdad que su fantasma se alza entre nosotros y ha llegado el momento de recurrir a él: yo también necesito saber si es posible vivir sin apelación. Y hace tiempo, Afrodita, que no puedo hacer nada que me importe sin apelar a ti. Por eso necesito decir “no”.

Te aclaro que no voy tras La Felicidad, un concepto que encuentro ñoño, rebuscado y, como dirías tú, improductivo. Creo, junto a legiones de condenados a muerte, que la felicidad consiste en existir, y lo demás es puro Corín Tellado. ¿Volveremos a vernos? Eso tú lo sabrás mejor que yo, pero mientras ocurre tu resurrección yo echaré carretadas de tierra sobre tu fosa, como lo haría con cualquier personaje cuya vida ha dejado de tener sentido.

Hay quienes, no sin cierta festiva procacidad, llaman “matar” al acto de amar. En nuestro caso el término es exacto: hemos matado juntos al misterio, y algo así, en nuestro reino, carece de perdón. Por eso te suplico que a tu vez me asesines y me entierres, pero antes que llevarme rosas a la tumba dejes ahí un modesto ramo de mandrágoras. Hasta donde yo sé, son las únicas flores que consiguen crecer al pie de los patíbulos.

Justo antes de morir guillotinado, Dantón pidió al verdugo que alzara su cabeza en alto frente al pueblo. “Vale la pena”, remató. Ahora mismo, Afrodita, levanto tu cabeza con la sangre escurriendo y me pongo en el sitio de Robespierre, que no tardó en correr la misma suerte. Más que como un adiós, entiéndelo como un pacto suicida. Descansa en paz, mi amor, que yo te enterraré en el Ipanema.

Vídeos de pie de página:

Shirley Carvalho: Las rosas no hablan.

Ney Matogrosso: Rosa de Hiroshima.

Alcione con Waldemar Bastos: Las rosas no hablan.

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11 de septiembre de 2007
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Dame más gasolina

En portugués, la palabra sobremesa significa postre. Algo que casi a todo el mundo le gusta, si bien no siempre hay tiempo, presupuesto y salud para gozarlo. En español, en cambio, es un término ambiguo, pues alude a ese tiempo de nadie cuya extensión ninguno conoce de antemano, y que bien puede ser deleite o martirio, según la compañía, la ocasión, el humor, el licor. En México, las sobremesas llegan a durar horas, y algunas hay que invaden el día siguiente. No pocas entre las mejores fiestas arrancan a partir de una sobremesa incontrolable que asciende felizmente a bacanal. Debe de haber legiones de personas que fueron engendradas a partir de uno de esos nunca mejor llamados postres, donde en cuestión de horas ocurre el espectacular salto cualitativo entre la sobremesa y la sobrecama.

  —¿Todavía me quieres… asesinar? —lo dice entre sonriendo y ronroneando, con la almohada apretada entre ambas manos, acaso decidida a asfixiar a mi tímido canalla interior.

  —No hasta mañana, al menos —contra lo que uno cree en la adolescencia, la sobrecama puede no ser tan confortable como se habría esperado durante las etapas previas al gran encontronazo. Según Bataille, el erotismo dura mientras vive el tabú que le dio aliento, pero este asunto es algo más complicado. Hay una desazón flotando en el ambiente, como lo hacía la bruma final de Casablanca. Un tufillo de triunfo percudido que no tiene que ver con las dudas que asaltan al conquistador, sino con la zozobra propia del conquistado.

  —¿No fuiste tú, Querido, quien me advirtió una vez que aceptaría todo menos desembocar en una situación scherezadiana? ¿Necesito dictarte tres páginas por noche para que no me lances al patíbulo? —ahora me mira con los ojos gatunos de quien a duras penas consigue dominar el impulso de arrancarme el pellejo de un zarpazo.

  —Fue una provocación desesperada. Tal vez lo que buscaba era precisamente lo que decía querer evitar. Uno sueña con musas para compensarse porque, ay, no consigue dormir junto a ellas.

  —¿Ahora vas a salirme con que tienes sueño, Darling? —la tigresa da un paso táctico hacia atrás, recapacita y vuelve al ronroneo. Conoce su poder y mi debilidad, sabe que tras el miedo de estar donde estoy se oculta ya el deseo de nunca más estar en otra parte.

  —¿Estás segura que eres musa, Afrodita? ¿Cómo sé que no trato con una bruja mal camuflada? —hay algo que no encaja en esta escena. Es como si me visitara un arcángel con cuernos, un demonio con arpa, una creatura rica en capacidades nunca especificadas en el manual.

  —De todos los posibles sentimientos humanos, hay uno especialmente repugnante, y es el que ahora te tiene pescado del cogote. La culpa, ¿no es verdad? Le estás poniendo astas a tu cuaderno, ¡conmigo!, y eso te martiriza como a cualquier beatito pueblerino —ahora sube la voz, toma distancia, sus ojos lanzan dardos envenenados que no puedo esquivar, ni me interesa.

  Al fin se hace el silencio. Una oportunidad para reflexionar que ninguno aprovechará porque de pronto no son ya reflexiones, sino meras flexiones lo que nos interesa. Hemos caído en un remolino cuya fuerza centrípeta flexibiliza todo cuanto era rígido, y viceversa. Por eso ahora me mira así, rígidamente, y tampoco puede uno esquivar el rigor del deseo cuando cada una de las verjas otrora infranqueables parece suplicarle: ¡Sáltame una vez más! O en fin, eso es lo que prefiero pensar. Me acomoda creer que ella es la araña y yo caí en su red, como cualquier mosquito rinconero. Y de repente no quiero otra cosa que estrecharla y pedirle que me chupe la sangre hasta secarme, pero ella y yo sabemos que ciertas cosas jamás se piden y esa es la mejor forma de exigirlas.

  —¿Y esa cara de postre, Darling? ¿Quieres pastel de queso, tarta de zarzamora o fresas con crema? —quiero todo, y lo sabe, por eso me contempla y baja la mirada, como anunciando la interrupción del coloquio en favor de una comunicación más entusiasta. Que equivale a dejar la sobremesa para pedir de nuevo que traigan el menú.

  —¿Y si te pido un exquisito Strudel de gasolina a la ponzoña? —alguien dentro de mí suplica que me aisle y me intoxique como sólo ella sabe...

  —¿Frío, tibio o caliente, Mi Amor? —…y que nadie me culpe si mañana no hay blog.

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10 de septiembre de 2007
Blogs de autor

Los fantasmas jamás sangran

Amok, se nombra el libro que ha llevado a la cárcel al novelista polaco Krystian Bala, recientemente condenado a 25 años de riguroso encierro por el secuestro, tortura y homicidio de Dariusz Janiszewski, publicista y amigo de su ex esposa, hasta su intempestiva desaparición en el otoño de 2000. Publicada en abril de 2003, Amok ocurre entre París y México, sitios en los que el narrador —un traductor profundamente afecto a los lances de alcoba— abusa del alcohol y el sexo extremo durante sucesivas conquistas, hasta que acuchilla a una de sus amantes, tras atarle las manos a la espalda y amarrarle un lazo en el cuello. Que fue precisamente lo que le sucedió al difunto Janiszewski, antes de que su cuerpo fuera extraído así —maniatado, con el lazo al pescuezo— por unos pescadores de las aguas del río Oder.

En su momento, Amok gozó de un cierto éxito local, pero eso a Krystian Bala no le bastó. Ansiaba, por lo visto, una dosis extrema de crédito, de modo que en un viaje por Japón, Singapur y Corea del Sur envió sendos e-mails a un canal de televisión polaco donde recién se había transmitido la historia del asesinato irresoluto; en ellos subrayaba la “genialidad” del autor y daba algunas pistas juguetonas que a la postre sirvieron para instruir el sumario, junto al dato mezquino de que fue el mismo Bala quien remató el teléfono del muerto en una subasta online; más la anónima sugerencia que condujo a fiscales y detectives a leer la novela y atar cabo tras cabo, como quien sigue una línea punteada. Y ahí está Bala al fin: dueño de todo el crédito, mundialmente famoso a sus 34 años gracias a una novela jamás traducida y acaso predecible como su autor.

Dudo entonces que Krystian Bala —cuyo orgullo de matón parece superar al de narrador— haya escrito una obra maestra, para lo cual tendría que haber hecho algo más que confesarse, pero igual adivino que el muy zopenco se equivocó de víctima. ¿Qué podía ganarse con masacrar al modelo y refundir al escritor en la cárcel? ¿No habría sido más sencillo y económico terminar antes con la vida de la musa y entregarse a escribir sin apelación? Ahora bien, pocos quehaceres hay tan laboriosos, y encima ingratos, como el de asesinar a una musa. No es, contra lo que cualquiera pensaría, un quehacer propio de carniceros, sino una estricta labor de la relojería. Si a otros hay que salir a acuchillarlos y es preciso tomar las más extremas precauciones para eludir el pago por el desaguisado, en esta situación no hay ni que levantar el cuchillo, pero es trabajo fino y toma tiempo.

De “patológicamente celoso” calificó el juez al retorcido Bala, apuntando hacia su más grande problema: carece, el infeliz, de la mínima idea sobre cómo dar cuenta de un fantasma. Si no pudo con el fantasma de la ex, menos iba a enfrentarse a esa musa resuelta a desgraciarle la existencia por una fama efímera y, ay, extraliteraria. Habituados a reencarnar y resucitar a la primera provocación, a más tardar, los seres fantasmales no suelen andar sueltos, sino que viven cómodamente instalados en la cabeza de quien los invoca. Y es ahí donde hay que cazarlos, no en casa del amante de la ex.

No es lícito, cuantimenos necesario, matar dos veces a la misma persona. ¿Quién, que ya se haya despachado al fantasma de su antípoda, va a ir a perder el tiempo apuñalando al original de carne y hueso? La idea parece casi tan idiota como hacerse homicida y autobiógrafo en virtualmente un solo movimiento, vulnerando con ello el primer mandamiento del narrador, que consiste en sobrevivir a la experiencia para poder contarla. Y Bala no lo ha hecho, aunque lo crea. Si matar a un fantasma con los filos helados del olvido deja marcas mortuorias permanentes en el ejecutor, imaginemos las heridas terminales impresas en el alma de quien ha fabricado un genuino cadáver.

  —¿Me llamabas, Cariño? ¿Me extrañaste? —lo dicho: musas y fantasmas regresan de la tumba en menos tiempo del que toma enjuagar el cuchillo. Queda mucho trabajo por hacer. Afortunadamente, mañana es sábado: sobra tiempo para ir a comprar una pala.

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7 de septiembre de 2007
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El Boomeran(g)
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