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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Un tal Draco / y II

Conocí a Robi Rosa durante una cena tan extensa como las ¿seis, siete? botellas de tinto que destapamos en un restaurantillo penumbroso de la ciudad de México, equipado con velas idóneas para la ocasión. La idea era llevar a cabo una entrevista con él y los tres músicos que le acompañaban, pero ya antes de la primera copa sabíamos que no habría más registro de sus haceres y decires que la pura memoria del entrevistador. Más todavía, me incomodaba aquel papel de periodista dizque objetivo, luego de que su disco me volara los sesos pocas noches atrás, durante un largo insomnio compulsivo merced a los fantasmas transilvanos que emergían tenaces de los audífonos.

Draco Cornelius Rosa, era su nuevo nombre. Lo había cambiado él mismo en el registro civil, asomaba a su pinta de poeta abismal el orgullo de ahora llevarlo en el pasaporte. Contra lo que el lugar común habría hecho esperar, no era un porfesional de la depresión, sino más bien lo opuesto: un maniático de la vida intensa que sin cansancio llenaba las copas, brindaba con la suya en alto y no perdía oportunidad de celebrar la vida a gestos, manotazos y frases terminantes. Aun si dentro de la mochila sucia traía un ejemplar de Los cantos de Maldoror, costaba algún trabajo ver en ese bohemio impenitente al afligido coautor de La flor del frío. Si L.M. Panero, que por supuesto se contaba entre sus autores de cabecera, hubiera precisado describirlo, probablemente habría echado mano de uno de sus Poemas del manicomio de Mondragón:

  Un loco tocado de la maldición del cielo

  canta humillado en una esquina

  sus canciones hablan de ángeles y cosas

  que cuestan la vida al ojo humano

  la vida se pudre a sus pies como una rosa

  y ya cerca de la tumba, pasa junto a él

  una princesa.

“Tanta es la desesperación en un hombre atormentado, que lo hace camuflarse en la luz entre millones de almas malhumoradas, suspensas en el canto de la lluvia, y pedir, con exclamaciones rotas, asilo en lo sobrenatural”, había escrito sobre sí mismo, y puede que palabras como esas me bastaran para olvidar la idea de la entrevista y seguir sólo el curso de esa noche de vino y carcajadas, como se asiste a la experiencia rara de celebrar la vida hasta la última orilla. De hecho, le gustaban los extremos. Leía sin parar durante días y noches deslumbrados, y si acaso bebía, quería hacerlo hasta alcanzar las puertas del hospital. “A la mierda los deportes”, opinaba, sorprendido y asqueado de que la gente fuera capaz de invertir enormes dosis de atención en un jodido marcador. Mostraba, en cambio, desmedida voracidad por saber algo sobre la vida de Jaime Sabines, otro de sus poetas venerados. Iríamos por la segunda botella cuando el encuentro ya degeneraba en una escandalosa complicidad, salpicada de ese romanticismo tóxico que lleva a los extraños a gastarse la noche brindando por Penélope y hablando del amor.

No esperaba entonces que aquellas desmesuras convocaran turbas. Siguiendo a la mujer que vuela de El lado oscuro del corazón, diría que a las canciones de Draco no hay que guardarlas con la colección de discos, sino en el botiquín. Jamás antes, ni después, asistí a una intensidad sonora como aquélla: de esas que suelen confundir a los distraídos haciéndose pasar por necrofílicas, cuando lo cierto es que son vitales, hondas y terapéuticas como el fruto secreto de un amor prohibido. Y si ahora dedico tantas palabras a ello no es sino por la pura esperanza de que un pequeño puñado de almas propensas a la convulsión pruebe el inmarcesible consuelo de saberse en extraña y entrañable compañía. Que perdonen los siempre equilibrados si de repente nuestra plenitud radica en unas cuantas palabras palpitantes.

Desde esa noche no volví a verlo, mas no por eso dejé de escucharlo. Podría renunciar a la historia completa del rock en español por quedarme con las catorce piezas de Vagabundo, aunque igual me harían falta otras tan memorables como Cruzando puertas. ¿Cómo explicar ahora que todo ese vino bastara sólo a medias para emborracharnos? Afortunadamente no es preciso explicar esa magia, ni la escasa respuesta recibida por Vagabundo en su momento, ni el éxito mundial que le significó a Robi Draco Rosa el lanzamiento de su Livin’ la vida loca. Lo único explicable que me queda es el deseo callado de encontrarme de nuevo con ese personaje, sentarnos a una mesa y escribir juntos una canción que luego me acompañe hasta la tumba. Y ahora, si me permiten, les dejo con Panero, que de esto sabe más que el diablo mismo.

  Rociaremos con vino, orina y sangre

        las iglesias

  regalo de los magos

  y debajo del crucifijo

  aullaremos.

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5 de octubre de 2007
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Un tal Draco / I

Hay ideas que no pueden sostenerse de día, pero es noche cerrada y de pronto son ellas las que me sostienen. Si quisieras ahora venir y acabar de una vez con mi vida… yo te lo pido blanca mujer, que me lleves a tu eterna guarida, repta aún la canción bajo la piel, como lo ha hecho por años sin que intente ni acepte parar de escucharla. Es uno de esos himnos secretos que se esconden detrás de las sonrisas cotidianas para no develar lo que no deben, como se ocultaría un verso de Panero durante una lección de catecismo. Si fuera mediodía, intentaría tal vez la aritmética básica para que dos más dos me dieran cuatro, y así iría por partes, ordenadamente. Me abstendría, por ejemplo, de soltar aquí mismo, intempestivamente y sin motivo, unos versos de Leopoldo María Panero, pero no es hora de renunciar a nada.

  te mataré mañana cuando la luna salga

  y el primer somormujo me diga su palabra

  y en el pico me traiga la orden de tu muerte

  que será como beso o como acción de gracias

  o como una oración porque el día no salga

  te mataré mañana cuando la luna salga

  y ladre el tercer perro en la hora novena

  en el décimo árbol sin hojas ya ni savia

  que nadie sabe ya por qué está en pie en la tierra

Guardo toneladas de poesía explosiva junto a mi cama y una pistola cargada de miedo bajo mi almohada, dispara otra canción del mismo álbum, en medio de una intensa y cíclica acidez que proscribe la indiferencia de un solo tajo. Son ya más de las tres de la mañana, me sobran las licencias para pasar por alto el tema de estas líneas y liberar a un par de diablos otrora retenidos (me temo que la única manera de abordar nuestro tema es seguir eludiéndolo, y entonces subrayándolo). Qué más da el tema, pues. Vámonos de regreso con Panero para mejor entrar en Vagabundo.

  te mataré mañana cuando caiga la hoja

  decimotercera al suelo de miseria

  y serás tú una hoja o algún tordo pálido

  que vuelve en el secreto remoto de la tarde

  te mataré mañana, y pedirás perdón

  por esa carne obscena, por ese sexo oscuro

  que va a tener por falo el brillo de este hierro

  que va a tener por beso el sepulcro, el olvido

No es la primera vez que intento transmitir esta humedad del alma. Puedo incluso querer o malquerer a una desconocida de acuerdo a su reacción a estos sonidos, que al paso de los años me han dejado la entraña poblada de crecientes plenilunios y las manos peludas como a los de mi especie cuando es hora de aullar a dichoso destiempo. Morir es olvidar, ser olvidado, refugiarse desnudo en el discreto calor de Dios, cita un tal Draco a un tal Sabines y hay un aroma largo de panteón subiendo con el fuego fatuo de la madrugada. (No te quiebres, Panero, que no hemos terminado.)

  te mataré mañana cuando la luna salga

  y verás cómo eres de bella cuando muerta

  toda llena de flores, y los brazos cruzados

  y los labios cerrados como cuando rezabas

  o cuando me implorabas otra vez la palabra

  te mataré mañana cuando la luna salga,

  y así desde aquel cielo que dicen las leyendas

  pedirás ya mañana por mí y mi salvación

(...)

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4 de octubre de 2007
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Planeta Ricota

Uno siempre recuerda el lugar donde lo agarró por primera vez una cierta canción, aunque esa tarde la ginebra se empeñaba en dificultar las cosas. Claro que para entonces la ginebra ya se había acabado, pero igual menudeaban otros combustibles. Si no recuerdo mal, cosa por lo demás harto improbable, venía en el asiento trasero de un coche con la capota abajo, y eso en principio había parecido atractivo. Era una de esas tardes que traen detrás dos noches sin dormir, o en todo caso durmiendo sólo en breves intervalos. Y como no servía la capota, dudaba ya entre forzar un nuevo cambio de fase o tratar de dormir hecho bola bajo una gabardina. Fue entonces que llegaron las canciones, que en el principio parecían una sola, infinita inyección de estamina.

No había despertado por completo, me sentía cambiar de fase dentro del mismo sueño. ¿Quién cantaba eso? No tenía idea, pero igual ya me había pescado del cogote. Quería solamente seguir adelante, y ello significaba escurrirme hacia dentro de esa canción que era muchas canciones y cada vez sonaba de un modo más extraño y deleitoso. Las letras, además, me parecían osadas y estrambóticas, como si a las palabras se las hubiera elegido por su puro color. ¿Era la música que provocaba esa respuesta, o acaso no pasaba de ser una reacción orgánica a la farra? “Música para pastillas… y mucha cuchillería”, disparaba el cantante con un tono impostado que en dos patadas gobernaba el ambiente.

Aun tomando en cuenta el poder de los combustibles ingeridos y la extensión de la vigilia vigente, la escena sugería una textura irreal, como si de lo áspero de aquel sonido brotara un terciopelo de cierta pacotilla aristocrática, inesperado como la caricia sedosa de alguna bruja hedionda. Un sonido entre sucio, pringoso, metalero y vernáculo, mojado de cerveza, licores infecciosos y besos de noctámbulas sedientas de glamour. Hechas las precisiones de tiempo y espacio, aquella música dotaba a la escena con un aura de ficción literalmente fenomenal. ¿Qué oíamos, por cierto? Tuve que preguntarlo tres veces seguidas. De entonces hasta ahora y casi a cualquier hora, pocos sonidos me cambian el paisaje con la fuerza que lo hacen los cantares brumosos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.

Desde entonces sigo la huella de los Redondos como se va tras una ninfa deficitaria. No espero que me nutran, ni que me instruyan, sino exclusivamente que me pongan de vuelta en ese estado emocional donde sax y requinto se ayuntan en idéntica acidez por el puro prurito de estirar el instante. Me miro entonces dentro de una película sin pies ni cabeza donde la piel a veces se confunde con el plástico y las lijas parecen de terciopelo.

Me niego a describirlos, tanto como a ignorarlos. Como muchos, llegué hasta ellos a partir de una joya titulada Oktubre. Alguna vez, de paso por Buenos Aires, con alguna paciencia conseguí todos los demás álbumes. Y la verdad es que hasta los malos me mueven, que es lo que a uno le pasa cuando una parte de sí se ha hecho ciudadana de esos territorios. No puedo, pues, por menos de mostrarlos, como se suele abrir una ventana para dejar entrar no al aire fresco, sino a las vampiresas disponibles, con la carga de bruma que su presencia implica. Se me ha hecho tarde: son ya casi las cinco de la mañana en México, D.F. No es la primera vez que la garganta sucia del Indio Solari montada en ese sax malandro y seductor me hace cambiar de fase y olvidarme de tiempo y espacio, igual que ciertas diosas se olvidan de cobrar por puro amor al lujo.

La ficción sirve para cambiar de vida; la música lo muda a uno de planeta.

De Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota:

Música para pastillas.

Masacre en el puticlub / Blues de la artillería.

El pibe de los astilleros.

Ji Ji Ji.

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3 de octubre de 2007
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En los zuecos de los suecos

Octubre debería ser el mes más temido para los escritores prestigiables, pues inminentemente alguno entre ellos será canonizado en vida por la Academia Sueca, y en adelante todo lo que diga cargará con un aura sacramental que muy difícilmente le permitirá confundirse de nuevo entre los mortales, condición esencial para quien vive de contar historias. Uno, claro, se alegra y felicita de que el dueño del nuevo premio Nobel se cuente entre sus favoritos personales, pero hay en ello sentimientos encontrados. He visto a estas alturas a tantos incondicionales de la fama jactarse de estrechar la mano de un Nobel que ya no sé si es premio o maldición. ¿Qué ha ganado la obra de no pocos laureados olvidables que no tuviera ya la de un excluido como Borges? ¿Cuántos de los premiados no volvieron a publicar un solo escrito interesante? ¿Es el Nobel un premio al riesgo literario o una medalla de buena conducta?

Año con año suena entre los probables candidatos el nombre de Mario Vargas Llosa, y es tan obvio que cada nuevo veredicto adverso habla pestes de los que se lo escamotean. Aunque en el fondo habemos quienes preferimos que aquella maldición le toque a alguna vaca sagrada y no a un narrador tan activo y poderoso, pues tememos que tanta distracción mediática le quite al novelista tiempo precioso para hacer lo suyo, que es por tanto lo nuestro. Un temor egoísta y hasta díscolo, sólo justificable por el placer puntual de ser lector voraz de su trabajo, antes que hincha de su mero nombre. Ahora bien, si de buena conducta se tratara —pienso en honestidad intelectual, antes que en mera corrección política—, Vargas Llosa ha hecho gala de una decencia desconocida por numerosos colegas, habituados a tomar posición haciéndose los suecos ante otras reflexiones que aquellas conducentes al estricto cuidado de su imagen. Por lo demás, recuerdo que me carcomió una envidia insalvable cuando leí su desafío a hallar un solo insulto en la totalidad de sus escritos.

¿Qué acabo de escribir? Temo que una burrada. Puesto que existe un trecho insalvable entre decencia y buena conducta, mismo que no quisiera uno ver a sus narradores más queridos atravesar, especialmente cuando —y éste es el caso— sus trabajos levantan ámpula entre quienes reparten bendiciones y asignan o retiran autoridad moral a los mortales. Ya en los primeros años escolares las medallas por buena conducta solían obtenerlas quienes sabían administrar la hipocresía. Luego se los veía ante el pizarrón, anotando los nombres de los mal portados no sin cierta satisfacción rastrera y revanchista. Nadie que haya leído con siquiera la mínima atención a Mario Vargas Llosa podrá decir que escribe para ser aprobado, aunque tampoco lo haga para ganarse el sambenito soso de reprobable a ultranza.

Ignoro qué suceda dentro de la cabeza de un mortal cualquiera después de un año de ser Premio Nobel, pero la sola precisión de las mayúsculas me resulta antipática e incómoda. ¡Cuántos insultos secos no tendrá que callarse el premiado luego de soportar la soledad a la que le condenan las genuflexiones irreflexivas de tantos reverentes instantáneos! “Llámeme Mario”, suplica el autor de La guerra del fin del mundo a quienes se le acercan a pedirle una firma y lo apodan señor, don o maestro; aunque luego haya algunos reverentes reacios a cumplirle ese favor, destinado no tanto a hacer más honda la confianza, como menos atroz esa distancia hueca que a ningún verdadero narrador le conviene.

¿Qué tendría pensar quien es galardonado por la Academia Sueca? Lo saludable sería recordar que se recibe apenas un invento más del hombre que inventó la dinamita. De lo contrario, se corre el riesgo de que tantos honores dinamiten a la persona real que se agazapa tras el personaje público. Un riesgo que quizá no corra Vargas Llosa, habituado a jamás devolver los insultos o ceñirse coronas de cartón, pero igual uno sigue con estos sentimientos encontrados. Celebraré por tanto con el mismo alborozo si este octubre le otorgan el Nobel como si se lo niegan. En lo que a mí, lector, respecta, es desde siempre suyo, con o sin suecos.

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1 de octubre de 2007
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Oops, I shat it again!

Desde siempre tengo algo personal contra esos ejercicios universitarios cuya realización obligatoria y supervisada no hace sino dejar algo muy similar a un antecedente criminal en la currícula de tantos forzados entusiastas: las tesis. Cuando me llaman de la editorial para decirme que un estudiante quiere hacer una de ellas basado en mi trabajo, dudo entre revolcarme de risa o retorcerme presa de un pánico instantáneo. No es que hayan sido tantos, pero vamos, bastaría con uno para hacerme correr en sentido contrario a sus intenciones. Quiero decir que acabo de leer las páginas de uno de esos proyectos de tesis y paladeo aún el bochorno profundo, salpicado de ciertos impulsos que no por autodestructivos son menos constructivos.

El estudiante era sin duda un buen tipo, pero apenas abrió la boca observé que sabía demasiado. De muy poco sirvió pretender disuadirlo soltándole mis convicciones íntimas al respecto, pues para entonces ya había escudriñado en escritos tan viejos que ni yo mismo los recordaba. “La nostalgia es un animal estéril”, me comentó hace poco el filoso juglar Jaime López durante una sabrosa tanda de cervezas, pero omitió añadir que es asimismo un bicho artero y falaz. ¿Cómo pude olvidar que tras aquellos datos puntillosos dormitaba tamaña manada de esperpentos, a los que alguna vez me atreví a creer dignos de publicarse? ¿Qué le costaba a mi ego emponzoñado inventarse un seudónimo providencial? Hace un rato, mientras lidiaba con la experiencia traumática de leer las primeras citas textuales de aquellas inmundicias, entendí por primera vez a Stalin. Yo también, si pudiera, me ensañaría con ciertas hemerotecas.

Entre los veinte y los veinticinco años escribí una novela y un librillo de cuentos. La primera, por lógica y ventura, fue del todo ignorada por los jueces de un premio de novela; el segundo recibió el visto bueno en la editorial de la Universidad Veracruzana, mas a la hora de intentar corregirlo entendí que en su caso no había corrección más acertada que enviarlo sin más trámites al bote de la basura, como quien se deshace de un tumor maligno. En cuanto a los artículos, cometidos semanalmente con mucho menos oficio que desparpajo, creí que era bastante con arrumbarlos al fondo de una cómoda vieja y esperar que las ratas hicieran lo suyo. Pero he aquí que el monstruo seguía vivo. Lo he visto, me ha mordido, tiene mi antigua jeta y un aliento infumable.

¿Qué haría uno de ustedes, intrépidos blogueros, si recibiera en sobre cerrado una copia de su primer y acaso último poema de amor, perpetrado en algún vetusto cuaderno escolar, con la amenaza de publicarlo en su página? ¿Cuánto estarían dispuestos a pagar por borrar los vestigios de aquellas hormonas? Había olvidado casi por completo el rubor propio de la cursilería sorprendida in fraganti durante la temprana adolescencia: esos ímpetus negros de desaparecer antes que dar la cara por unos cuantos sentimientos pudendos. Por Dios, ¿qué sinodal que se respete va a conceder valor curricular a aquellos balbuceos tan bienintencionados como malparidos? Perdón por insistir, pero no me he repuesto del golpe bajo. Enséñenme otra tesis y acabaré con tisis.

Una de las funestas consecuencias de la sacralización de la literatura está en el fanatismo fetichista, que consiste en creer —y peor: hacer creer— que todas las palabras de un autor deben ser ventiladas en autopsia pública, pues cada una de ellas podría ser susceptible de arrojar luz sobre el resto de su trabajo. Un afán no del todo diferente de la voracidad del fan por conocer hasta las hemorroides de Britney Spears. Ahora bien, de existir tan privadas tumoraciones, no dudo que serían infinitamente más dignas y decorativas que las palabras muertas e insepultas que en mala hora envié a las rotativas.

¿Qué opinaría un director de tesis si me viera escondiéndome cobardemente tras las faldas de la mejor amiga de Paris Hilton? Yo en su lugar sugeriría al diligente alumno limitarse a resucitar los textos de autores ya difuntos, que cuando menos son naturalmente inmunes al bochorno de verse retratados en paños en tal grado menores. No creo ni un segundo en la posteridad, aunque sí en la paz espiritual de quien logra morirse sin una sola tesis que le eche tierra encima antes de hora. Hoy que tantos elogian las múltiples virtudes del procesador de palabras, sería un acto de justicia poética que se reconociera el valor innegable del incinerador de basura. Vendría bien, incluso, una sesuda tesis al respecto.

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28 de septiembre de 2007
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Muchos genios, pocas lámparas

“La mayoría de los escritores”, observó alguna vez Yukio Mishima, de seguro mordiéndose la lengua, “son personas normales que se conducen socialmente como perturbados; y yo, que me comporto como una persona normal, estoy enfermo del alma”. Más allá de lo que el perturbado samurai suicida se atreviese a juzgar normal, sus palabras apuntan hacia miles y miles de trepadores dispuestos a cualquier ridiculez con tal de parecer estrambóticos. No estoy en posición de dudar que la normalidad, tal como uno supone conocerla, apesta más que un camarón rancio, pero afanarse a ultranza en huir de sus garras es un empeño contraproducente. Nada hay más ordinario que un hijo de vecino disfrazado de freak para significarse entre la turba.

Un verdadero freak suele serlo contra sus intenciones. En el fondo, Mishima habría querido ser uno más, pero el monstruo interior no le daba esa opción. Sus manías, complejos y egolatrías varias podían más que la necesidad de discreción propia de los quehaceres narrativos, acaso porque al mismo tiempo albergaba la urgencia, literaria en extremo, de obligar a la vida a asemejarse peligrosamente a la ficción, hasta fundir a la una con la otra sin reversión posible. ¿Se habría cortado las vísceras el autor de Caballos desbocados si hubiese vislumbrado un final preferible, o en su caso tantito menos anormal? Es allí donde empiezo a diferir con tantos burroughcillos, bukowsketes y mishimoides de ocasión, prestos siempre a enfundarse el kimono, aunque no a practicarse el hara-kiri.

En su película Hara-Kiri, Masaki Kobayashi cuenta la historia de Hanshiro Tsugumo, un samurai caído en desgracia que arriba al feudo de Señor Lyi suplicando su apoyo para cortarse el vientre y ser decapitado de acuerdo al ritual clásico del seppuku. Enfrentado al escepticismo de sus anfitriones, que lo confunden con uno de los tantos impostores que van de feudo en feudo amenazando con suicidarse para obtener alguna limosna, Hanshiro es empujado a cumplir con su palabra, y ello desata una gran matazón. Un artista impostor no es muy distinto de un pordiosero camuflado: intenta convencernos de su anormalidad para obtener un crédito que, calcula, lo salvará de ser un ordinario más. ¿Cómo es que nadie todavía se ha ingeniado algún método para obligar al autodestructivo dudoso a pasar por la prueba del ácido?

La colonia Condesa es el barrio de la ciudad de México que alberga por encima de los tres freaks por metro cuadrado, aunque muy pocos puedan comprobar su solvencia como auténticos weirdos. Se diría que basta con cruzar sus fronteras y saludar a un par entre sus personajes típicos, igual que en Disneylandia los niños dan la mano al Pato Donald, para ser parte activa de la rareza dizque reinante. Hay, además, tal cantidad de restaurantes y cantinas ad hoc que hasta el más anodino de los mortales pasa por personaje interesante, cuando menos delante de la aduana tenaz de su autoestima. Más que de simples calles, avenidas, tiendas, galerías de arte y sitios de reunión, la Condesa está llena de pasarelas: cada hijo de vecino es una estrella y el espectáculo jamás termina.

En términos estrictos, no se trata de un rumbo cosmopolita, sino justo al contrario. ¿Dónde, sino en un triste pueblo endogámico se vive obsesionado por la opinión ajena? Pueblerinos del mundo, quienes se ostentan como condesos prototípicos no están menos pendientes del qué dirán que cualquier beata en misa de siete a.m. Y esto lo sé porque, como sucede a tantos hijos de vecino, tengo una incalculable cantidad de amigos residentes o asiduos de aquel rumbo; si bien, fuereño al fin, trato de frecuentarlos en algún territorio neutral donde aún se disfrute del privilegio de pasar por persona común y corriente, más afecta a observar que a ser observada.

“Cuando creces en un pueblito, sabes ya que decreces en un pueblito”, cantaba Reed con Cale acerca de Andy Warhol, quien según Gore Vidal era el único genio con un cociente intelectual de sesenta puntitos. No obstante, en la Condesa abundan hoy quienes creen que el albino de Pittsburgh no está solo.

Lou Reed y John Cale: Small Town.

Hara-Kiri (trailer de la película de 1962).

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27 de septiembre de 2007
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¡Salga usted de ese sarcófago!

Quienes acostumbramos despertar después de las diez llevamos una injusta relación con el resto del mundo. Cada vez que alguien llama por ahí de las nueve de la madrugada, experimenta uno la poderosa tentación de insultarle, pero es aún más fuerte la modorra que, por cierto, de casi nada vale disimular. ¿Por qué, si lo que quiero es soltar improperios e invectivas terribles, trato de ser amable y sonar casualito? “¿Estabas dormido?”, pregunta desde el remotísimo mundo material la voz impertinente, y uno, que está a milímetros de ultratumba, responde por supuesto -que no, sin siquiera esperanza de obtener algún crédito. No sé dónde está escrito que tendría que ser motivo de vergüenza la costumbre de levantarse tarde, como si ello indicara que el interfecto se pasa los días hurgándose el ombligo bajo una palmera.

En ocasiones se tiene la suerte de que quien llama sea uno de aquellos infelices empleados de telemarketing, que de seguro espera encontrar a la víctima fresca y optimista y no imagina la atrocidad que comete. Apenas los escucho pronunciar mi nombre con ambos apellidos, listos para arrancarse con otra cantaleta robótica, reúno toda la congruencia mental que puedo —una bicoca, en tales circunstancias— y les suelto las peores blasfemias que llegan a mis labios, con prosodia pastosa y sintaxis quebrada, de manera que no consigo importunarlos y en fin, ni interrumpirlos. Solamente el volumen de mis gruñidos permite que el anónimo tunante infiera que lo acabo de mandar a la mierda, pero es seguro que no va a obedecerme: nadie quiere ir tan lejos, tan temprano.

Puedo verlos —incluso con los párpados apretados y la mortaja encima del cráneo— moviendo la cabeza hacia ambos lados y opinando que soy un holgazán. “Por eso está el país como está”, dirán los más patriotas, y lo único cierto es que se están equivocando de país. Ahora mismo son casi las nueve de la mañana en Madrid, sede mundial de El Boomeran(g), y no tengo otra opción que olvidarme que en México van a sonar apenas las dos, porque la idea es que el texto esté listo antes de las diez madrileñas. Es decir que después, cuando al fin duerma, lo haré con la tranquilidad de quien ya pasó el día de hoy por las ocho y las nueve y las diez de la mañana, mientras quienes se dicen madrugadores estarán todavía lejos de pelar ojo.

“Ya sé que crees que comprendes lo que piensas que acabo de decir, pero no estoy seguro de que te hayas dado cuenta que lo que acabas de escuchar no es lo que yo quería decir”, rezaba la leyenda citada por Alfredo Bryce Echenique en una de las crónicas de A vuelo de buen cubero, misma que hasta la fecha empleo de memoria para echar luz en torno a ideas tan confusas como las que dan cuerpo al párrafo anterior. Podría, por supuesto, trabajar en el blog durante la mañana, pero entonces tendría que escribir la novela de noche, ya que la sola idea de juntarlos parece tan ilusa como amistar a dos mastines machos en presencia de alguna hembrita en celo. Y como las novelas suelen ser más pacientes que los blogs, iría terminándola por ahí de la última reelección de Hugo Chávez.

Escribo estas palabras con la decepción propia de un trasnochador frustrado, pues ahora mismo varios de mis amigos brindan juntos en un lejano bar, del que hace rato hube de salir huyendo para venir a darle de comer al blog: antídoto infalible contra la bohemia. Lucifer sabe cuánto me alegraría levantar el auricular a mediodía con voz ronca y aliento de tequila, sin siquiera intentar hacerme el industrioso, pero entonces tendría que lidiar con la mala conciencia de quien se para después de la una sólo para mover la cabeza ante el espejo y probar una inmunda piedad por sí mismo. Y el colmo es que me gusta esta suerte de adrenalina monacal, por más que no consiga olvidar la última llamada de mi mal llamado amigo Ángel —hará una media hora—, insultándome porque me escapé de su fiesta cinco minutos antes de que me presentara a una mujer lo suficientemente encantadora para volver al hogar a la hora que en Madrid la tarde se hace noche.

Ave María Purísima: bendito sea El Boomeran(g). Eso también lo sabe Lucifer.

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26 de septiembre de 2007
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Yo también soy Violetta

“Ni siquiera se me sindicalizan”, respondió alguna vez Juan Villoro a la pregunta de Javier Marías en torno a una hipotética revuelta de personajes. Ahora Marías le confiesa a Juan Cruz que en ese aspecto no tolera rebeliones frente a su voluntad de escritor. “Faltaría más”, agrega. ¿Qué pasa, sin embargo, cuando la historia exige que sus personajes sean voluntariosos y respondones? Cierto es que llega siempre el momento de mostrarles quién manda en el cuaderno, aunque sea para evitar la desbandada, pero de pronto uno disfruta más cuando le contradicen y solos modifican el rumbo de la historia, o hasta su misma forma de ser y estar. Nunca sé si conozco a mis personajes, por eso voy tras ellos presa de la ansiedad de meterme de un brinco en sus zapatos. Elijo, en todo caso, cuáles partes contar y qué rincones deben permanecer ocultos. Pero el hecho es que sí, los prefiero rebeldes.

Por todo lo anterior, aborrezco a los personajes sumisos, y todavía más a los lambiscones. Que por supuesto no es el caso de los de Marías —a menudo implacables como su autor, que corrige el lenguaje pero jamás el curso de la historia—, sino el de los de aquellos novelistas a quienes el exceso de laureles ha acostumbrado a la comodidad. Volviendo al espinoso tema de ayer, los veo rebasados por la patrulla que antes los perseguía y ahora los cuida como a un congresista; nada que no se note cuando uno empieza a recorrer las páginas y en vez de historia se topa al autor, embelesado por la luz del espejo. Los hay incluso que no persiguen más que ser glorificados, de modo que aman u odian a sus críticos de acuerdo a los laureles que les otorgan, y a la hora de concebir personajes se sienten más seguros arrebañándolos. Y ahí sí que no negocio: antes soy mal cuatrero que buen pastor.

Un personaje que hace todo cuanto le ordeno se parece al amigo que nos da la razón de forma sistemática, o a la mujer que por supuesto amor nunca ha osado decirnos que no. ¿Qué otra razón tendría para soportar a tamaños pelmazos, como no fuera la conveniencia de utilizarlos para hacerme la fama de biempensante, procurar el favor de lectores sedientos de complacencia o ganar posiciones de poder político? Toco madera. Me niego a defenderlos o a que me defiendan, mas espero que al menos, ellos sí, sean tan poderosos e impunes como un envenenador invisible. Que digan lo que yo jamás diría y revelen lo que aún desconozco. Que hagan frente a la historia mientras uno se hace humo detrás del escenario, confundido entre putas, menesterosos y ladrones.

En su reciente Piedra de toque, Mario Vargas Llosa habla de Charles Dickens como actor de sus textos, y asegura que él mismo ha sentido también “ese inquietante milagro que es, por un tiempo sin tiempo, encarnar la ficción, ser la ficción”. Lo cual me recordó sus confesiones en torno a la creación de Pantaleón y las visitadoras, la novela que sólo se dejó escribir desde la chusquedad, pues tanto historia como personajes eran naturalmente desternillantes. Personalmente, no conozco osadía preferible a la de convertirse uno mismo en ficción, ser personaje antes que persona y atreverse con él a las más extremas impudicias, para al cabo temerse, con retorcido orgullo, poca cosa en comparación. Escribir para desaparecer: tal es el desafío y el deleite.

Con alguna frecuencia desconcertante, se me aparece alguna lectora de mi Diablo Guardián para usurpar la identidad de la protagonista. “Yo soy Violetta”, dicen, a lo cual les respondo con la misma pregunta defensiva: “¿Y yo qué culpa tengo?”. Pues desde siempre mis personajes favoritos son corpulentos e individualistas, y el hecho es que a Violetta no quise controlarla ni siquiera en los años que dediqué a ser ella y renunciar a mí, que de repente soy tan predecible. Pues era abordo de ella, desde ella, dentro de ella, que podía probar el privilegio de renunciar a toda especie de obediencia y levantarme en armas —sus armas— contra lo que hasta entonces creí ser y querer. Y ahora que ya navego en otra historia y tengo que ser otros, cualquiera excepto yo, me exijo cuando menos ubicarme a su altura y cumplir con el postulado de Javier Cercas en torno a la función del narrador: Lo que importa es pelear, seguir peleando.

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25 de septiembre de 2007
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Arrímense, sirenas

Uno sabe que estuvo en el infierno cuando la sola idea de dar un paso atrás le provoca un horror a prueba de plegarias. Hay quien piensa que vale ser compasivo para con ciertos monstruos del pasado, pero lo cierto es que éstos desconocen la compasión. En su novela El vuelo de la ceniza, Alonso Cueto cita a un personaje que da cuenta de otro pensando en "corregir al mundo de su presencia". No sé si sea lo ideal apoyarme en las divagaciones siniestras del doctor Boris Gelman, a quien Cueto presenta como un psicópata cobarde, pacato y gazmoño; pero el hecho es que el loco me ha dado ideas, y no puedo por menos de implementarlas.

Cuando llamé a la puerta del nefando cazador de brujas Fray Severo Himmler-Hopkins, sabía que corría el riesgo de despertar engendros peligrosos y puede que invencibles, pero me dominaba un frenesí comparable al que lleva pendiente abajo a los personajes de Howard Phillips Lovecraft, sólo que ahora no pretendía hacerme con los secretos últimos del Necronomicon, sino apenas echar de mi vida a un monstruo pernicioso que en mala hora habíase vestido de musa y hasta fingía irse, para mejor quedarse. A pesar de que creo, con Camus, que en cualquier caso deben ser los medios los que justifiquen al fin, y jamás al contrario, esta vez me aquejaba una rara premura por recibir la bendición del diablo.

Para quien vive de contar historias, sólo hay lugar para una clase de culpa, proveniente de la esterilidad. No escribir a lo largo de un día completo lo deja a uno con la conciencia untada de cochambre; una calamidad contra la cual el blog presenta propiedades analgésicas y enervantes. A la larga, no obstante, la suciedad se va acumulando en el fondo de la marmita y ya no basta el blog para desprenderla. Cuando intenté volver a la novela en ciernes, de espaldas a la ausencia de la falsa musa, su fantasma se alzó, resuelto a interponerse entre el proyecto y mi espada: la queridísima Mont Blanc Nautilus que poco o nada entiende de piedad. Así, con ella en mano, acudí a Fray Severo.

  —Nada me gustaría más que ayudarte, hijo mío, pero antes debes entregarme tu Excalibur —ironizó de entrada el chozno de Matthew Hopkins, rodeado por ese halo de mentirosa devoción que hace tan peligrosos a ciertos clérigos.

¿Qué se hace en estos casos? Lovecraft, que era en el fondo un beato pusilánime, tal vez habría corrido por un crucifijo, pero yo dije que iba a vivir sin apelación. Por eso le encajé la espada en el vientre a Fray Severo, luego al fantasma terco, que había llegado intempestivamente a felicitarme, y acto seguido me moví de la escena, comprendiendo de pronto que en este oficio no hay bendición que sirva, por maldita que pueda parecer. Pues lo que más se quiere y se requiere no es salvarse, sino acceder a la condena plenaria. ¿Había para ello camino más seguro que liquidar tanto a la bruja como a su cazador?

Nada le hace mejor a la escritura como traer una patrulla detrás, de preferencia con la sirena prendida. Cuando los personajes de la novela en proceso me vieron llegar, espada en mano y con una hilera de patrullas en mi rauda procura, lo celebraron disparando misiles al aire; ninguno como ellos entiende el daño que hacen las bendiciones a quien ya se propuso corregir al destino espada en mano. Que corra, pues, la hemoglobina de monstruos y fantasmas. Es momento de acelerar a fondo y atropellar a todo cuanto se interponga. Nada le haría peor a la escritura como ser rebasada por las patrullas y verlas convertidas en escoltas.

Que me reviente un rayo a media tempestad si añoro los avernos de la falsa musa. Atrás, supersticiones agachonas. Vade retro, nostalgia chantajista. Detente, sombra de mi bien esquivo. Por estricta disposición del administrador, a partir de este punto se prohíbe la entrada a las musas, falsas o verdaderas, etéreas o concretas, repelentes o hermosas. Toda infracción será castigada con mínima piedad y extrema sevicia. Y ahora a correr, que ahí vienen las patrullas.

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24 de septiembre de 2007
Blogs de autor

Se traspasa musaraña

Creí que al regresar ya no la encontraría, tal vez porque tomé la decisión de creerlo. Javier Marías —cuya aguardada tercera parte de la novela Tu rostro mañana se anuncia ya en El Boomeran(g) y me hace salivar de envidia porque a México no sé cuándo llegará— cuenta que no acostumbra arrepentirse al narrar, y es así que una vez que escribe una página la da por sucedida y no usa la reversa ni para acomodarse. Admirable actitud, que ya en los hechos nos ha dado prodigios del tamaño de Mañana en la batalla piensa en mí. ¿Quién quisiera leer a un narrador indeciso que de entrada se hace trampa a sí mismo? Por eso decidí creer lo que quería, entendiendo con ello que si la realidad osaba contradecirme yo le respondería con el poder de convencimiento que sólo tiene la extrema violencia.

—¿Crees que puedes echarme como si cualquier cosa, canalla infecto? —me mira con los ojos llorosos a propósito, cargada de un amor estrictamente propio y un odio a todas luces calculado.

—Fuera de aquí, Afrodita. Ya te dije bien claro que he resuelto vivir sin apelación.

—¿Vas a cambiar el panorama negro de tu vida patética colgándote de la primera desconocida que te cae en la playa, seguro que por lástima? —ahora es ella quien echa mano de la violencia extrema, lástima que le falte información…

—Mire usted, musa de no sé quién: la persona a la que ha intentado referirse no “me cayó en la playa”, menos aún es una desconocida. Llevo más de tres años de viajar al Brasil con feroz reincidencia no sólo para hincharme los sentidos de ritmo y llenar la maleta de cds, sino antes que eso para cumplir con un papel de súbdito romántico que no estoy obligado a explicarle. Usted, que se ha metido a rincones de mi vida adonde no recuerdo haberla invitado, tendría que entender que las princesas amazónicas no se dan en maceta, cuantimenos salen a cazar hombres en la playa, y si hasta ahora nunca consiguió verla no encuentro explicación más que en su vanidad de dominatrix descontinuada.

—¿Sabes que si me da la gana puedo secarte el alma y evitar para siempre que vuelvas a escribir una línea, cucaracha maloliente? —mientras habla, Afrodita salpica sus palabras de una cierta saliva espumosa que causa escoriaciones leves en mi piel, y al hacerlo su rostro se va desfigurando. Nada hace ver tan fea a una musa como el escepticismo de quien la contempla. Si seguimos así, va a salir de mi vida con la cara invadida de verrugas, montada en una escoba y soltando conjuros anacrónicos.

—Salga usted de mi vida, musaraña mañosa, antes de que me dé por llamar a un exorcista o a un inquisidor. Tengo los números de varios en mi agenda. ¿Ha oído hablar, por ejemplo, del implacable Fray Severo Himmler-Hopkins? —apenas oye el nombre, palidece, y en un descuido empieza a sollozar.

—Nunca creí que fueras capaz de lanzarme de esa manera al limbo, como a cualquier fantasma segundón.

—En realidad pensaba enviarte al infierno, pero si aceptas entrar en razón puede que te consiga otro trabajo...

—Ya te he dicho que sólo puedo trabajar con los que cumplen años el mismo día que tú.

—¿Has leído a David Toscana, Afrodita?

—¿El autor de Santa María del Circo?

—También de El último lector y El ejército iluminado. A estas horas debe de estar volando de Río de Janeiro a Monterrey; hace unos pocos días descubrimos que nuestros cumpleaños coinciden. Justamente me dijo que llegando de vuelta a Monterrey iba a lanzarse a buscar una musa.

—¿Tú me vas a recomendar con él? —una lenta sonrisa de lectora voraz va desplazando al rictus de amargura con el cual hace pocas líneas Afrodita del Carmen pretendía chantajearme como a un politicastro abaratado.

—¿Tú crees que necesitas de recomendaciones? ¿Y si mejor te pones el negligé de encaje con el que tantas veces me encajaste uñas, pupilas y colmillos? —súbitamente pufff: el hechizo se rompe. Queda en su sitio una nube de humo color de rosa.

Respiro de repente una brisa fresquísima, como pasa al principio de un romance hondo. En portugués, por cierto, a la novela se le llama “romance”, y a las telenovelas les dicen “novelas”, aunque ya en español cueste tanto trabajo distinguir la escritura de la novela del ejercicio largo del romance. No sé si he hecho bien: Toscana va a acabar por saber que le he enviado una dominatrix a domicilio. Lástima, porque soy su lector y hasta su amigo. Temo que no me va a volver a hablar.

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21 de septiembre de 2007
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El Boomeran(g)
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